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Primera parte. El acuñador » La doctrina, el cenagal (1519-1522) » Capítulo 11
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Capítulo 11 Halle, Turingia, 30 de abril de 1522
El hombre que me lleva a casa del Acuñador es alto como una montaña: una negra nube de melena y barba que ciñe la testa de un toro, manos enormes de minero. Su nombre es Elias, y ha seguido a Müntzer desde Zwickau, sin dejarlo ni un instante, como una gran sombra protectora. Una mirada como queriendo sopesar lo que tiene delante: unos pocos kilos de carne cruda, para un picapedrero del Erz. Un bachiller con la cabeza llena de conjeturas en latín, que solicita poder hablar con Magister Thomas, como él lo llama.
—¿Para qué quieres ver al Magister? —me ha preguntado enseguida.
Le he hablado de cómo la voz de Müntzer dejó de piedra a Melanchthon y del encuentro con el profeta Stübner.
—¡Si el hermano Stübner es un profeta yo soy el arzobispo de Maguncia! —exclama con una carcajada—. ¡La voz del Magister, esa sí que asusta!
Es una casa de artesanos. Tres golpes a la puerta y esta se abre. Una joven con un niño al pecho, la mole de Elias me indica el camino hasta la última habitación. En un ángulo, un hombre está rasurándose de espaldas a nosotros, entona una canción popular que he oído ya en un mesón.
—Magister, aquí hay uno que ha venido de Wittenberg para hablar contigo.
Navaja en mano, se vuelve:
—Bien. ¡Alguien me explicará qué pasa en esa cloaca!
Una cabeza redonda, nariz gruesa, ojos centelleantes que turban un rostro bonachón.
Sin vacilar:
—Ahora ya no puede pasar nada. Karlstadt ha sido desterrado.
Asiente para sí, una confirmación:
—¿Con quién se creía que se las tenía que ver? Detrás de fray Martín está Federico. —Blande la navaja con rabia—: El bueno de Karlstadt… ¡Se creía que iba a hacer las reformas en casa del mismo Elector! ¡Y con el permiso de fray Mentira en persona! En una casa de fieras de burgueses y de doctorcillos que piensan en la suerte de los humanos como si fuera fruto de sus tinteros… No serán las plumas las que escriban las reformas que esperamos.
Por primera vez parece dirigirse a mí:
—¿También a ti te han desterrado Lutero y Melanchthon?
—No. Yo me he largado.
—¿Y por qué has venido aquí?
El gigante Elias me acerca un escabel, me siento y comienzo la parábola del Buenkarlstadt, la farsa del rapto de Lutero, la llegada de los profetas de Zwickau.
Escuchan con atención y comprenden mi frustración, la desilusión por la reforma de Lutero, el odio por obispos y príncipes incubado durante años. Las palabras son las precisas y llegan a los labios con facilidad. Asienten graves. Müntzer devuelve la navaja de afeitar a la repisa y empieza a vestirse. El gigante no me mira ya con mal disimulada burla.
Luego, el maestro de los humildes coge la capa y se planta en la puerta.
—¡Un día lleno de cosas que hacer! —Sonríe—. Continuarás tu relato por el camino.
Mientras hablo sé que ya no nos separaremos.