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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 18

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Capítulo 18 Eltersdorf, Pascua de 1526

Recuerdo que la noche de la coronación del rey Willi, pocos en Mühlhausen pegaron ojo. A buen seguro que no lo consiguieron Rodemann ni Kreuzberg, los dos burgomaestres, bajo cuyas ventanas se disputó un extraordinario torneo de insultos, juramentos y frases sangrantes en su honor. Menos aún pudieron descansar los grupos de vagabundos ávidos de posibles saqueos, que desde la mañana siguiente llenaban las calles.

Por desgracia, Morfeo estrechó entre sus brazos a los dos centinelas apostados en la fachada posterior del palacio municipal, de manera que no les fue difícil a los burgomaestres salir huyendo en dirección a Salza, con el estandarte de la ciudad enrollado bajo el brazo.

Al despertar, por tanto, nuevo correr de la noticia, nueva zozobra y nueva concentración bajo las ventanas del Ayuntamiento, para pedir la intervención del Consejo. Los ocho delegados del pueblo, elegidos ya antes de nuestra llegada, trataron de convencer al jefe de la guardia de la gravedad de lo que los dos burgomaestres habían hecho, así como de la necesidad de echar tierra cuanto antes sobre aquella vergüenza. Pero aquel respondió que él no recibía órdenes de nadie más que de los legítimos representantes de la ciudadanía. Y mientras nosotros nos íbamos al arrabal de San Nicolás para poner en orden nuestras ideas, él logró reunir en torno a sí a una buena parte de la población, poniendo a todos en guardia contra todo aquel que quisiera aprovecharse de la difícil situación de la ciudad para disponer de las fuerzas del orden a su antojo.

No hizo falta que pasara mucho rato para que las paredes de la ciudad aparecieran cubiertas de comentarios del siguiente tenor: LOS ESBIRROS NO CAMBIAN NUNCA.

Mientras tanto, cansados de esperar el estallido de los acontecimientos, muchos maestros del saqueo en viaje de negocios reanudaban sin más pérdida de tiempo sus actividades, sembrando el terror intramuros de la ciudad y entre las filas de los defensores del palacio. Nosotros, por nuestro lado, intentábamos calibrar con la máxima precisión si resultaba oportuna o no una acción de fuerza. Fue enviado un mensajero a Salza con el fin de preguntar a algunos seguidores de Magister Thomas si no sería posible, por nuestra parte, intervenir directamente allí, al objeto de hacérsela pagar a los dos fugitivos y crear en aquella ciudad una situación favorable a la revuelta. La respuesta fue una cordial invitación a meternos en nuestros asuntos.

Mühlhausen se preparaba para una segunda noche en vela. Las rondas de los burgueses inspeccionaban la ciudad antorcha en mano, mientras la guardia se alineaba ante la entrada de la Puerta de Felchta y del palacio. Precaución inútil: por nuestra parte, no iba a resultarnos difícil romper aquel piquete, pero una vez dentro, la ciudad podía transformarse en una trampa; desde cualquier ventana podía caer aceite hirviendo, por cualquier portón aparecer la muerte. Además, había que tener en cuenta que allí dentro disponían por lo menos de un centenar de arcabuceros, mientras que nosotros no contábamos con más de cinco.

De modo que esperábamos. Y la aureola del crepúsculo iba envolviendo lentamente las figuras de este ejército de los humildes, ocupadas en aprender el arte de lanzar piedras y asestar garrotazos, de dejar tendido al adversario, de dormir sobre los adoquines, mientras uno se alimentaba de pan de centeno y de grasa de ganso, con un oído pendiente del último sermón del Magister y el otro de las proezas eróticas del vecino.

Al día siguiente, pocas horas después del amanecer, Ottilie y el Magister, viendo que el enfrentamiento a distancia había debilitado a la mayoría, y que eran muchos los que insistían en querer volver a sus asuntos, buscaron ayuda en la Biblia. «Cuando Dios sostenía a su pueblo, los muros de la ciudad se desmoronaban al toque de las trompetas. Acordaos del final de Jericó. También a nosotros, que somos sus elegidos, Dios Nuestro Señor nos concederá una victoria no menos fácil. Pero hay que tener fe y creer que Dios no abandonará a su ejército».

Magister Thomas sabía cómo ser convincente, y este discurso fue tomado al pie de la letra por una cincuentena de hermanos. Armados de siete imponentes cuernos de caza, de esos con el estrangul de metal, se encaminaban a lo largo del sendero que bordeaba los bastiones, cantando y tocando con toda la fuerza de que eran capaces sus pulmones. La escena por lo menos produjo un entusiasmo general y, con toda seguridad, impresionó a varios ricos cerveceros atrincherados en la plaza municipal.

Aquellos cincuenta soldados de Josué no llegaron a dar nunca la séptima vuelta a las murallas. Apenas estaban terminando la quinta, gritando a voz en cuello «¡Siervos comemierda!», cuando a lo lejos apareció lo que había de disolver de forma definitiva la tensión de aquellos días. Un muy nutrido grupo de hombres, sobre el cual crecía un tupido bosque de largos garrotes, avanzaba expeditamente en dirección a la ciudad. De haberse tratado de los refuerzos procedentes de Salza, Mühlhausen habría caído en nuestras manos aquella misma tarde. Pero el hermano Leonard, al que enviamos a su encuentro, regresó con la noticia de que eran los habitantes del condado, que venían a prestar su apoyo al Consejo de la ciudad. Al poco, la noticia llegó también intramuros, y no tardamos en encontrarnos atrapados entre dos fuegos: por un lado, los campesinos que subían por el empedrado y, por otro, los burgueses, que se lo pasaban en grande con la escena atisbando desde detrás de la primera fila de centinelas. En resumen, demasiados.

¡Eso es lo que ocurre cuando se deja de lado a los campesinos para ir a conquistar los cañones de la ciudad! Les prometen una reducción en las tasas de entrada de los productos agrícolas y de buenas a primeras te los encuentras en contra tuya. Precisamente en un día como aquel, con los campesinos de nuestra parte… En cambio, el ejército de los humildes se dispersó rápidamente, sin el menor derramamiento de sangre, como manteca en un horno. Los campesinos les estrecharon la mano a los burgueses, haciendo añicos nuestros cuernos de caza y se volvieron a sus casas tan campantes a la hora de la cena.

Así la resolución del Consejo de elegir dos nuevos burgomaestres tuvo todo el carácter de una concesión, una simple forma de eliminar a dos imbéciles y reforzar el control sobre la ciudad.

A la mañana siguiente, la plaza municipal se llenó nuevamente de una gran multitud de personas que esperaban conocer los nombres de los nuevos burgomaestres. Uno de los elegidos, el productor de la mejor cerveza de la ciudad, no tardó en festejarlo regalando a la población dos enormes barriles. Luego tomó la palabra el segundo, que tenía una tienda de paños. Dijo que, gracias a la sagacidad del Consejo, se había resuelto una situación de gran confusión, que Rodemann y Kreuzberg habían pagado con toda justicia su gesto y que no volverían a la ciudad. No obstante, no eran estos los únicos en haber actuado contra los intereses de la ciudadanía; tal como cabía esperar de un extranjero, micer Thomas Müntzer había hecho todo lo posible por traer el caos a la ciudad y micer Heinrich Pfeiffer lo había seguido ciegamente en sus propósitos instigadores. Mühlhausen no tenía la menor necesidad de semejante gente para mejorar su propio ordenamiento. Por tanto, Thomas Müntzer y Heinrich Pfeiffer eran invitados a abandonar la ciudad en un plazo de dos días. Si se demoraban más en hacerlo, se harían merecedores de su encarcelación en la torre del palacio.

Sigo preguntándome qué extraña alquimia debió de producirse en el transcurso de la noche precedente y qué fluido paralizante debió de correr en aquellos momentos por el pavimento de la plaza. Pero lo cierto es que la llegada de los campesinos fue un golpe duro, así como también el sentirse cercados. No obstante, debió de haber algo más que explique el silencio que recorrió toda aquella extensión de cuerpos, tan impresionante como para borrar por un instante su hedor. Algo que Magister Thomas debía de haber intuido antes que yo, porque esa mañana se quedó en la iglesia de Santiago y cuando yo me reuní con él estaba recogiendo sus cosas.

Una vez que dejamos atrás las murallas de Mühlhausen, comprendimos que habíamos cometido el más grave de los errores. Un error irrepetible. Con la ciudad a nuestras espaldas, fue a mí a quien Ottilie le murmuró aquella lección:

—Tenías tú razón. Sin los campesinos no podemos hacer nada.

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