Q
Tercera parte. El beneficio de Cristo » Qoèlet » Capítulo 40
Página 164 de 174
C
a
p
í
t
u
l
o
4
0
Venecia, 2 de noviembre de 1551
El angelito sabe lo que debe hacer. El angelito tiene diez años. Al sonar las campanas entrega el mensaje en el palacio, con la contraseña previamente establecida en el reverso de la hoja doblada, la reproducción de una serpiente enroscada a la hoja de una espada. El mensaje dice:
El Alemán está en Venecia. Lugar y hora convenidos.
El angelito sabe perfectamente que tiene que insistir en que Su Excelencia lo reciba inmediatamente, porque de lo contrario habrá azotes y llanto, que el amo que lo ha mandado allí ha dicho que era urgente, que si no habría problemas «para mí y para ti».
El angelito, ricitos rubios hasta los hombros, dientes blancos como las primeras nieves, es una garduña amaestrada: insiste, lloriquea, entrega y desaparece.
El lugar es la iglesia de San Giovanni, detrás del Fondaco dei Turchi.
El hombre sin rostro es puntual. De acuerdo a lo establecido se sienta en el confesionario y espera.
El hombrecillo rapado, desde el otro lado de la celosía, da comienzo a su historia.
Habla de su vida de pecador, de lo poco que asiste a misa, de los muchos años que hace que no se confiesa. Las iglesias, sin embargo, le gustan, comunican una sensación de quietud, y sobre todo esta, tan pequeña, tan apartada, le ha hecho sentir ganas de liberar su conciencia.
El hombre sin rostro maldice para sí. No, no era a este quisquilloso cascarrabias de acento toscano a quien estaba esperando.
Permanece en silencio, espera a que acabe.
La voz grazna sobre su incapacidad de resistir la tentación del juego. De lo mucho que le pesa el haber ganado esos dineros y de la necesidad de devolverlos para obras de caridad.
Algo es empujado por la rendija de debajo de la celosía, brilla a la luz que se filtra por la cortinilla, se queda enganchado en el borde y con un último empujoncito le cae en el regazo.
El hombre sin rostro está confuso.
La voz se deshace en agradecimientos, pues precisamente tenía necesidad de liberarse de ese peso, y por suerte nunca faltan santos varones dispuestos a prestar oídos, y mientras tanto va calmándose. Sus últimas palabras recuerdan que antes o después todos terminaremos en presencia del Altísimo.
El confesionario está vacío.
El hombre sin rostro se sobresalta. Abandona la nave: nadie.
Abre la palma que encierra la moneda. Las inscripciones son profusas tanto en la cara como en la cruz, tiene que acercársela para poder descifrarlas. Hablan su lengua.
UN DIOS, UNA FE, UN BAUTISMO.
UN REY JUSTO POR ENCIMA DE TODO.
LA PALABRA SE HIZO CARNE.
MÜNSTER 1534.
El hombre sin rostro se precipita fuera de la iglesia.
La luz lo deslumbra. Se detiene. No queda ni rastro del hombrecillo.
El Reino de Sión. Münster. Venecia.
En medio, un mar de tiempo dominado por el enigma.
El Alemán. Que lleva el nombre de un muerto.
El espectro que ha llevado hasta allí aquella moneda.
Todo sucede demasiado deprisa, de repente, bajo la reverberación del cielo sobre el empedrado.
El
campiello se anima con una extraña agitación. Jóvenes corpulentos de caras siniestras de posesos acuden de lados opuestos: las casacas de los Nicolotti contra las de los Castellani. Primeros insultos, maldiciones, alguna pedrada, garrotes a la vista, luego un revoltijo de cuerpos enloquecidos ocupa la escena entera.
El hombre sin rostro, atónito, de espaldas a la pared, trata de ganar el estrechísimo callejón que flanquea San Giovanni.
A su lado aparece una criatura enorme que lo empuja en esa dirección. El hombre sin rostro se echa para atrás, impresionado por la increíble visión de una mujer de dos metros de altura, con un sombrero tan ancho como el mismo callejón, del que sobresale el alto tocado de Medusa, de blanco rostro y con los ojos perfilados de azul, los pezones al aire, pintados de rojo carmín, apuntados hacia él a la altura del rostro, los zuecos altísimos, avanza como sobre unos zancos y sonríe.
El hombre sin rostro no está ya seguro de lo que ve. Se vuelve y trata de alargar el paso por el callejón cada vez más estrecho.
Al fondo, el angelito está esperándolo. Hace grandes aspavientos: ven, señor, ven, aquí.
El angelito tiene diez años y sabe lo que debe hacer.
El hombre sin rostro no puede hacer más que ir al encuentro de aquella cascada de rizos dorados. Cuando ve la puerta abierta de par en par en la oscuridad a su derecha, es demasiado tarde ya para tratar de echarse atrás. Bajo sus testículos centellea la hoja que el angelito esgrime con mano firme.
El hombre sin rostro no da crédito a lo que ven sus ojos.
El hermano del Sefardita se encarga de él, el frío de la hoja ahora en su cuello. Una expresión amable y casi una sonrisa en su semblante. Se cierra la puerta a sus espaldas. El hombre sin rostro desciende las estrechas escaleras hacia la débil luz de una antorcha. Nota el acre olor a moho, la humedad que penetra al instante en sus huesos.
El fiel amigo del Sefardita le coloca una capucha, le ata las muñecas tras la espalda. Nadie dice nada.
Le hacen sentarse en un banco maltrecho.
El hombre sin rostro no ve, no siente ya pasar el tiempo. El hermano del Sefardita dice que habrá que esperar, las explicaciones llegarán en el momento debido, no antes. Luego de nuevo el silencio.
El hombre encapuchado siente entumecidas todas sus articulaciones, mucho frío, dobla la espalda, estira las piernas, comienza a acusar la fatiga.
Al cabo de un tiempo infinito tres golpes sordos desde el fondo de la bodega. El hermano y el amigo del Sefardita lo cogen por debajo del brazo y se lo llevan, arrastrándolo hasta un angosto pasadizo. El hombre encapuchado no opone resistencia, piernas que flaquean, siente el chapaleo de una embarcación en el agua. Le hacen subir.
El Jorobado hunde la pértiga y arranca con la barca hacia el dédalo de canales, al amparo de la oscuridad.
El hombre encapuchado no sabe qué suerte le aguarda.
El Sefardita espera en una casa segura en la Sacca della Misericordia. El hombre encapuchado es desembarcado y acompañado al interior de la casa. Un rápido y continuo subir y bajar de escaleras, luego le hacen acomodarse en un sillón.
El Sefardita se sienta enfrente de él. El hombre encapuchado olfatea el cigarro y percibe una luz tenue.
El Sefardita es de modales amables e ideas claras. Dice que la desagradable situación de prisionero vuelve a todo hombre, aun al más fuerte, incapaz de prever el destino inmediato. Si esta le es impuesta además a quien está acostumbrado a decidir sobre los destinos ajenos, no es difícil imaginar la incomodidad que ello puede provocar. No obstante, añadir alguna noticia, que contribuya a aclarar un poco lo que está sucediendo, puede aliviar sin duda su peso.
El Sefardita dice que en Venecia hay que ser especialmente cautos a la hora de elegir a los informadores. Que en Venecia probablemente ese es el oficio más extendido después del meretricio, o, mejor aún, se puede decir que no se diferencia en nada de este último. En Venecia los informadores no tardan en cambiar de bandera. Por lo demás, lo único que un espía pide es una buena paga y seguridad para su persona; quien sepa ofrecérselas, gozará de sus servicios. Por lo que es posible que semejantes inconvenientes sean debidos a las escasas remuneraciones ofrecidas por los inquisidores, o bien a la excesiva generosidad de sus adversarios. Y no deja de ser divertido que esa espléndida remuneración provenga en este caso de quien siempre ha sido calificado de avaro y usurero.
El hombre encapuchado oye avanzar sus pasos en círculo.
Al cabo de unos segundos la voz prosigue. Dice que fiarse de informadores poco leales ha sido ciertamente una ligereza, pero no la única. No dejar ninguna vía de salida al enemigo, en efecto, es una imprudencia no menos grave. Estrechar el lazo en el cuello de toda una comunidad, hacerle presagiar un futuro de sufrimiento y de muerte, no puede sino desencadenar reacciones sorprendentes. El hombre de espaldas contra la pared es el que mejor se defiende. La guerra, no solo la espiritual, es un arte refinado igual que la diplomacia, que deriva de ella. Y en este arte los judíos, a su pesar, están obligados a destacar. Cuando uno se ve rodeado, se urden tramas; frente a la muerte se lucha.
El Sefardita anuncia que habrá mucho más de que hablar, como por ejemplo de ese turco que se jacta de estar a su servicio por cuenta del Sultán. Pero cada cosa a su debido tiempo. Porque antes, tras unas pocas horas de reposo, le espera otro viaje.
El hombre encapuchado se deja extender en un camastro y cae en un sueño inquieto.