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3. Exhibición » 62. Putas de Amsterdam, 8.ª parte

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62. PUTAS DE AMSTERDAM, 8.a PARTE

Resultó extrañamente grato volver a ver a Ali aquí, en el City Café. Extraño, porque aunque fuéramos de la misma pandilla y estuviésemos enganchados al mismo tiempo y todo eso, por alguna razón nunca acabamos de hacer buenas migas. Creo que ella siempre me tuvo calado, siempre le dio la impresión de que yo era un hipócrita, un ganador que jugaba a ser un fracasado. Eso es, un capullo inteligente y de movilidad social ascendente que un buen día se iría a tomar por culo y dejaría tras de sí un montón de mierda para que la limpiasen los demás. Quizá ella calara mi naturaleza antes de que yo mismo la hubiera desentrañado.

Aunque quizá la sorprendí al arreglar cuentas con Spud de aquella forma. Jamás pensé que ellos pudieran acabar juntos, aunque «acabar» puede que no sea el término apropiado porque ahora mismo entre ellos no hay nada. «Mark», dice ella, y me abraza con un afecto sencillo que me hace sentir incómodo.

«Hola, Ali, esta es Dianne. Dianne, este es Simon».

Dianne saluda con afecto a Ali y a Sick Boy con mayor reserva; pienso que mi chivatazo respecto a él parece haber dado resultado, aunque ella toma sus propias decisiones respecto a estas cuestiones. Es más probable que haya sido Nikki quien le haya hecho perder el interés. Como casi me suplicó él: «Ven al centro a echar un trago, Mark, Nikki está mosqueada. No contesta a mis llamadas». Pensé para mí: te está bien empleado, pedazo de cabrón. Sólo consentí en venir cuando dijo que traería a Ali con él.

«Qué íntimo y agradable», dice Sick Boy, «más de la vieja tripulación reunida de nuevo. Debí de haber invitado a François para que se viniera», dice entre risas burlonas, mirándome de soslayo. Intento no reaccionar. Pero me doy cuenta de que si Begbie sigue tan venao como dicen (y por lo que he oído está más loco que nunca), entonces mi viejo amigo Sick Boy, mi socio empresarial, el cabrón con el que saldé cuentas, de hecho ha estado intentando matarme. Es algo que va mucho más allá de la traición, mucho más allá de la venganza. Y ahora va como una moto, evidentemente hasta el culo de coca. Ali me lleva a un lado, pero apenas oigo lo que dice, ya que me afano en oír a Sick Boy dándole la lata a Dianne. «Nikki habla muy bien de ti, ¿sabes, Dianne?».

«Me cae muy bien», dice Dianne pacientemente, «y Lauren también».

«Esa, dicho sea en jerga rapera, es una zorra con problemas», se burla Sick Boy sacudiendo los hombros. A continuación dice: «¿Te apetece un tirito, Di? Te paso la papelina y Ali y tú os vais al cuarto de las nenas…».

«No, gracias», dice Dianne de forma tranquila y distante. No le gusta Sick Boy. ¡Es cojonudo que te cagas, este tío no le gusta ni pizca! Y ahora me doy cuenta de que sus poderes han menguado. El rostro es más carnoso, el brillo de la mirada menos evidente, los contundentes movimientos se han vuelto más espasmódicos y menos fluidos debido a… ¿los años?…, ¿la cocaína?

«Por mí muy bien», sonríe maliciosamente Sick Boy mientras levanta las palmas.

Satisfecho de que cualquier jueguecillo psicológico que intente con Dianne será fácilmente repelido, ahora puedo dedicarle a Ali mi plena atención. Con todo, hay que reconocer que el cabrón me lo pone difícil cuando le escucho decir cosas como: «No creo que pueda compararse a un tirado como Robert Burns con los grandes poetas escoceses de hoy».

Dianne sacude la cabeza; mantiene la calma, pero sin dejar de reaccionar. «Eso no tiene ni pies ni cabeza. ¿Quiénes son los grandes poetas de hoy? Nómbrame a uno que sea mejor que Burns».

Sick Boy sacude la cabeza con energía y hace un gesto desdeñoso con la mano. «Yo soy italiano, prefiero pensar de manera femenina, de forma emocional, en lugar de perderme en todas esas referencias anales con las que se adornan los varones hiperbóreos. No recuerdo los nombres, ni quiero hacerlo, pero leí un libro de poesía escocesa moderna y dejaba a la altura del betún cualquier cosa que Burns hiciera jamás».

Pero resulta evidente por el tono y el volumen de su voz y sus miradas de soslayo que quiere que yo me involucre, así que intento centrarme en Ali y creo que ella piensa lo mismo. «Nunca te había visto con tan buen aspecto, Mark», dice.

«Gracias», digo, dándole un apretón a su mano, «y tu aspecto es fantástico. ¿Cómo está el crío?».

«¿Cuál de ellos? Andy está muy bien. Con el otro acabo de tirar la toalla», dice, sacudiendo la cabeza con tristeza.

«¿No habrá vuelto a meterse?», pregunto, sintiéndome verdaderamente desasosegado ante tal perspectiva. Parecía encontrarse bien cuando nos tomamos aquella copa; bueno, hecho polvo, pero no chutado. Pobre Spud. Nunca conoceré a un tipo mejor, alguien más extrañamente vulnerable y con tan buen corazón; pero lleva tanto tiempo hecho polvo que es como si fuera más difícil dar con su esencia al margen de las drogas. Las buenas intenciones seguirán ahí, empedrando el camino de su viaje personal al Hades. La verdad es que pertenece a una forma de humanidad que se ha vuelto obsoleta con el nuevo orden, pero sigue siendo un ser humano. El tabaco, el alcohol, la heroína, la cocaína, el speed, la miseria y las comeduras de tarro mediáticas: las armas de destrucción del capitalismo son más sutiles y efectivas que las del nazismo, y él se halla indefenso frente a ellas.

«No lo sé, y empieza a no importarme», dice ella de forma poco convincente.

Porque ese es el problema que tiene el cachorrillo enfermo este, que tiene que importarte, y él se limitará a meter la gamba y volverá a joderte. A su manera probablemente haya causado más dolor del que Begbie, Sick Boy, Segundo Premio y yo juntos jamás habríamos podido causar. Y pese a que hace siglos que no le veo en condiciones, hay algo que sé con toda certeza, y es que siempre será igual. Pero a Ali le importa, desde luego, por eso ahora me aprieta la mano entre las suyas y veo las arrugas que rodean sus ojos castaños, pero siguen llenos de pasión y ella sigue siendo hermosa, sí que lo es, Ali es una preciosidad y eso debería ser suficiente para Murphy. «Habla con él, Mark. Eras su mejor amigo. Siempre te admiró…, siempre ha estado que si Mark esto, que si Mark lo otro…».

«Sólo porque estaba fuera, Ali. No era yo como soy en realidad sino una fantasía de socorro. Sé cómo piensa».

Ella ni siquiera intenta contradecirme, lo cual resulta inquietante que te cagas. Ahora me siento culpable de minar su imagen cuando debería estar dando la cara por él. «Ahora es peor, Mark. Ni siquiera creo que se trate del caballo, eso es lo más triste de todo. Sencillamente está deprimidísimo, tiene la autoestima por los suelos».

«Si no tiene autoestima yendo del brazo de una tía como tú, entonces está loco», digo, sintiendo la necesidad de mantener un tono desenfadado.

«¡Exacto!», dice Sick Boy, interrumpiendo y volviéndose luego hacia ella. «Me alegro de que tú y Murphy seáis historia, Ali».

Entonces, con un movimiento tan repentino como violento, se pone en pie de un salto y se acerca a la gramola. Para horror mío, pone el Alison, de Elvis Costello, y empieza a mirarla fijamente. Da tanta vergüenza que Dianne y yo no sabemos qué coño hacer.

Él se desliza hasta la barra y pide una ronda de brandys mientras nos miramos los unos a los otros, pensando en salir corriendo. Después se larga al retrete haciéndome un gesto y yo me levanto y le sigo cautelosamente hasta allí, donde se ha enseñoreado de uno de los cubículos. «Tranquilízate, colega», digo mientras prepara cuatro rayas sobre la cisterna, «estás poniendo en evidencia a Ali».

Me hace caso omiso y esnifa una de las rayas. «Soy italiano, y por tanto apasionado, joder. Si esos capullos de allí fuera, esos payasos pictos pichaflojas, no lo soportan, en Leith hay pubs de sobra donde pueden beber. Ella y yo…», dice, esnifando la otra raya, «¡la hostia!…, ella y yo…, ¡eh-ey!… Lo de ella y yo es una especie de jugada del destino. Venga, Renton, follador holandés, deja de meterle los dedos a una bollera y métete estas por la nariz…».

Sin pensar, casi por el condicionamiento de su voz, las esnifo una por cada orificio. Son unas rayas de autopista que te cagas y noto cómo el corazón me palpita en el pecho como un tambor. Eso ha sido una estupidez.

«… porque esta noche me la follo. Fijo. ¿Qué te juegas a que me la follo? Lo que quieras. Piojoso no se la ha estado cepillando; un par de copas más y se le caerá la baba…, venga, observa a un experto en acción, Rents…, tú nunca te la follaste en aquella época, ¿verdad?…, fíjate…».

La cocaína convierte a los hombres en las peores encarnaciones adolescentes de sí mismos imaginables. Intento no perder los papeles, haciendo todo lo posible por no dejar que la droga me devuelva a la mía.

Se dirige a la barra y yo me siento con las chicas, sudando mientras él aparece con una bandeja en la que hay más brandys y cervezas. Hostia puta, observo la expresión de terror de los caretos de Dianne y de Ali cuando la deposita sobre la mesa. «No me quiero poner demasiado sentimental», canta suavemente Sick Boy mientras le guiña un ojo a Ali, «lo de Spud y tú no tiene salida. Tú y yo siempre hicimos buena pareja», dice, repartiendo los vasos.

Ali está enfadada, pero intenta desdramatizar la situación. «Sí, claro, ¿para que pudieses ponerme a hacer la calle?».

«¿Cuándo intenté hacer eso contigo, Ali? Siempre te traté como a una dama», dice Sick Boy con una sonrisa maliciosa.

Dianne me golpea con el codo. «¿Te has metido coca?».

«Sólo una rayita para que dejara de incordiar», cuchicheo entre dientes sin convicción.

«Pues ha funcionado de maravilla», dice ella con causticidad.

Mientras tanto, Sick Boy sondea a Ali sin compasión, con cara de marioneta. «¿Es así o no? ¿Es así o no?».

«Sólo porque sabías que te habría mandado a tomar por culo», dice Ali, alzando su vaso.

Entonces, con una sonrisita tensa, dice él: «Creo que nunca me perdonaste por dejar embarazada a Lesley».

Ali y yo apenas podemos creer que haya dicho eso. El bebé de Lesley, Dawn, falleció por muerte súbita hace años, y esta es la primera vez que le oímos reconocer que la cría era suya.

Parece darse cuenta de que ha metido la pata y en su cara aparece fugazmente un puntito de arrepentimiento antes de ser barrido por una expresión desdeñosa y cruel. «Ah, sí, me contó Skreel que se casó con un cabeza cuadrada. Que se ha aburguesado y tiene dos críos. Como si nuestra hija, la pequeña Dawn, jamás hubiera existido», escupe con un gesto de asco.

Entonces es cuando Ali salta: «Pero ¿qué dices? ¡Es la primera vez que te oigo reconocer a ti que ese bebé existió! ¡Trataste a Lesley como una mierda!».

«Era una puta mierda…, era incapaz de cuidar a una cría», dice Sick Boy, sacudiendo la cabeza.

Ali se sienta con una expresión boquiabierta de incredulidad mientras yo me afano en pensar algo que decir.

Sick Boy la mira como si estuviese listo para impartir una importante lección. «Aunque te diré una cosa, Ali, no quiero ir de sobrao, pero tú eres igual, joder. Si te quedas con Murphy a ese crío tuyo se lo acabarán llevando los servicios sociales, no te quepa duda. Eso si el pobre capullín no está ya infectado por el vi…».

«¡VETE A LA MIERDA, SO CABRÓN!», grita Ali, arrojándole el brandy a la cara. Él parpadea y se limpia con la manga de la camisa. Ella se queda de pie delante de él durante uno o dos segundos, con los puños apretados, y luego sale en tromba por la puerta; Dianne se levanta de la mesa y sale tras ella.

Una chica que hay tras la barra, la que sirvió los brandys, se acerca con un trapo para ayudar a Sick Boy. «Volverá», dice, y casi se aprecia una nota de tristeza en su tono. A continuación añade con una sonrisa: «¡Trabaja para mí y necesita el dinero!».

Apura el brandy. Con un temor singular que me revuelve el estómago, no le quito ojo de encima a la puerta, a la espera de que entre Franco. La situación resulta tan desesperada que su aparición se me antoja casi inevitable. Siento miedo, no por mí, no con toda esta farlopa dentro, sino por Dianne. Aquel tipejo asqueroso de Forrester y su boca lameculos. El solo hecho de ver a aquel cabrón en el Port Sunshine me dio dentera. Lo más seguro es que esté buscando a Begbie para contarle que estoy por aquí. Después pienso que si los poderes de Sick Boy han menguado, puede que los de Franco también lo hayan hecho. Visualizo una imagen mental de la palma de mi mano disparándose hacia la nariz de Franco e incrustándosela en el cerebro.

Dianne vuelve a entrar, pero sin Alison. «Se ha metido en un taxi», explica, añadiendo: «ahora me apetecería marcharme».

«Claro», digo, apurando el chupito. Al mirarla, no se la veía tan incómoda o con gesto de desaprobación como aburrida, y aquello me impresionó. Pensé en la poca falta que le hacía esta mierda. Suelto mis excusas y hacemos ademán de marcharnos. Sick Boy no protesta ante nuestra marcha. «Dile a Nikki que me llame», ruega, con dientes prominentes y blancos, una caricatura sonriente de sí mismo.

Salimos y nos acercamos a Hunter Square y nos metemos en un taxi. El pulso me late de forma incómoda a cuenta del bacalao. Voy más volado que una cometa y así no vamos a ninguna parte. Sé que me quedaré tumbado en la cama a su lado, rígido como una tabla de surf o que me quedaré levantado toda la noche viendo telebasura en casa de Gav hasta que se me baje el subidón.

Dianne no dice nada, pero me doy cuenta de que, por vez primera, la he mosqueado. No pienso hacer de ello una costumbre. Después de un rato el silencio me incomoda y me siento impulsado a romperlo. «Lo siento, cariño», digo.

«Tu amigo es un cabrón», me dice ella.

Jamás la había oído emplear ese término antes, y no acababa de sonarme bien saliendo de su boca. Joder, me estoy haciendo viejo. En tiempos, el bacalao hacía que me sintiera invencible, como si tuviese una barra de hierro dentro. La barra sigue ahí, sólo que ahora parece que ponga de relieve el estado de la carne que la rodea: vieja, de mala calidad, en decadencia y, ante todo, perecedera.

El taxi pasa por delante del Meadows y antes de llegar a Tollcross veo a Begbie por lo menos tres veces.

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