Plan de la calle

Plan de la calle

La Trinchera


Por: Jorge Fernández Era
Se hace lugar común que ante cada metedura de pata se recurra a emprenderla contra las consecuencias y no directo a las causas. Somos el único país —de ello debemos sentirnos orgullosos— en que la culpa de los males estriba en lo desagradecidos de abajo, esos que no saben valorar el sacrificio de dirigir a gente bruta e incivilizada.
De ahí que la responsabilidad por los disturbios del Mercado de Cuatro Caminos la tengan un puñado de desclasados, nadie más. Sobre ellos caerá el peso de la ley. Los otros, los que idearon la gran mentira de un palacio ajeno a las carencias, los que sembraron expectativas más propias del capitalismo que dicen combatir, duermen tranquilos y desayunan bien.
De ahí que el segundo secretario del PCC eche en cara a los directivos del azúcar en una provincia no cumplir el plan de siembra de caña, mientras no ha habido en la historia más reciente una sola reunión para analizar a los responsables del crimen económico, social y cultural que significó desendulzar la economía de golpe y porrazo con el desmantelamiento de la industria azucarera.
De ahí que se reúna el Consejo de Ministros, analice temas de interés económico y social y se hable de fracturas, manipulaciones, injerencias y provocaciones, vocablos ya no solo dirigidos contra ese enemigo que busca ahogarnos y sonríe de ver que nosotros mismos nos apretamos el cuello, sino contra los que hablan sin cortapisas y con una sola moral.
Las fuerzas productivas, las relaciones de producción —recurro a los clásicos— no pueden ser manejadas con consignas al vuelo ni movilizaciones de último minuto. Los planes de la economía uno y otro año indican lo mismo, distan de convertirse en «Planes de la calle» y no van al meollo del asunto: que los trabajadores sean los verdaderos dueños, que ese montón de cubanos emprendedores de acá y acullá levanten el país sin que les atemos las manos para que otros pillos vengan a robar nuestra «cartera de oportunidades».
Dirigir implica analizar, valorar, proponer, implementar, controlar y retroalimentar con creatividad, no dar espacios a lo superficial. Hay que prever, tomar decisiones oportunas, desterrar el inmovilismo y el descontrol de los recursos. Las treinta y dos palabras anteriores no son mías, sino del presidente, lo acaba de expresar en el Palacio de las Convenciones.
Pero es que hay inmovilismo, o mejor, vuelta de tuerca, cuando lejos de desterrar la dualidad aparece la (tripli)ficación monetaria, y el dólar malo, ese que anunció su desaparición en grandes titulares de la prensa revolucionaria, vuelve a ser bueno. O cuando se habla del mantenimiento de las medidas de ahorro que se aplicaron ante el desabastecimiento de combustible, no importa si —uno de tantos ejemplos— el deporte nacional se va a pique, entre otras razones porque no hay atletas que soporten jugar todos los días a pleno sol ni afición que los siga si está cumpliendo con sus más elementales deberes.
En pocos días comienza el conteo regresivo de diez años para llegar en el 2030 al país próspero que nos prometen. Hoy tenemos más claro qué es ser próspero: se nos ha dicho que Bakú lo es. Uno no pretende que en una década se nos compare —como a esa ciudad— con Dubai: nos contentaríamos con aspirar a la emulación socialista con Azerbaiyán, república del antiguo campo. Y ya que menciono el campo: la emulación será infructífera si nos andamos quejando del aumento de los precios de los alimentos a nivel mundial para, meses después, bajarnos con lo mismito si disminuyen.
El problema, compañero Canel, no estriba en que esté de moda dar recetas, sino en que estas solo puedan facilitarlas quienes posean firma autorizada.

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