Pizzicato

Pizzicato

Ángel Gabriel Cabrera

Pizzicato


La violinista fundaba campos con la mirada. Fundó trigales, canteros, vergeles, huertas e incluso ríos que desbordaban de peces. Un día noche, a la violinista la llamaron para que tocara en la boda de un espíritu. Se calzó sus angustias en el pecho y partió.

Iba bajando por el décimo octavo escalón cuando comenzó a llover. Sobre la escalera no había techo. Llovía sal. La empapaba toda. El violín jugaba en los charcos de los escalones. Bajaron y bajaron con el silencio detrás. Luego subieron y así siguieron hasta llegar a las margaritas encajadas en torre, el lugar donde se celebran las bodas espirituales. La estaba esperando el sacerdote de la mano central, el que tenía ojos.

La violinista tocaba su violín lleno de sal y la gente lloraba. Había lágrimas de infinitos colores, que se fundieron en un lago que luego se desmoronaría en arcoíris. La violinista mojó sus pies. Todos mojaron sus pies menos el violín, que seguía tocando solo, y los espíritus, que a todo esto se desvanecían.

Las almas presentes se besaron y se dieron las manos mutuamente hasta que desaparecieron, lo mismo que la escalera. La violinista se quitó las angustias, tomó el violín, lo tocó y salió volando por el vacío, respirándolo, con el ojo del sacerdote que la vigilaba, hasta llegar a una nube de sal. Abrió la puerta, llenó una bañera con agua tibia y se zambulló en el vapor termal. Cuando el dolmen anunció que ya era el milenio tres, se acostó a dormir y soñó consigo misma en esa cama caliente, nada más que del tamaño de la punta de un alfiler, pero el tamaño y el lugar no importan, sino la esencia. Cruzó la puerta y siguió tocando el violín.

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