Personal

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Nos bajamos en Barking y fuimos andando hasta una oficina de minitaxis, donde Casey Nice encendió su teléfono nuevo y pidió un minitaxi. Aparcada fuera se veía la típica selección heterogénea de berlinas: viejos Ford, Volkswagen, Seat y Skoda, modelos que no nos resultaban familiares pero que, a ojos vista, eran ideales para ese negocio, como los Crown Victoria en Estados Unidos o los Mercedes-Benz en Alemania. Un hombre salió de la oficina un minuto después. Buscaba la llave en el bolsillo. Era de mediana edad y parecía autóctono y un tanto somnoliento. Nos vio y no reaccionó. Quizá solo trabajase a media jornada y no estuviera al día de los boletines de búsqueda y captura emitidos por el crimen organizado local.

—¿Adónde los llevo, señores? —preguntó.

—A Purfleet —dije por el mero hecho de que me gustaba cómo sonaba aquella palabra.

La había visto en un cartel de tráfico. Me había parecido que quedaba al este y un poco al sur de Barking. El taxista nos señaló un Ford Mondeo del color del agua sucia lleno de arañazos y dijo:

—Suban.

Cosa que hicimos, cada uno por su lado, ambos en el asiento de atrás. Él se sentó al volante y arrancó, con suavidad, competente, girando a derecha e izquierda por calles secundarias, cambiando de marchas, manteniendo el ronroneo del diésel. Me figuré que su intención era coger la calle principal de Purfleet lo más tarde posible para evitar el tráfico, lo que me pareció bien. Esperé hasta que vi ante nosotros un tramo desierto, con las aceras cubiertas de maleza, edificios con las ventanas tapadas con tablones y una larga fila de pequeños comercios y talleres con la persiana echada y aspecto desolado, y saqué la pistola y se la mostré por el retrovisor el tiempo suficiente para que se diera cuenta de lo que era, luego se la puse en el cuello y le solté:

—Aparca aquí.

Cosa que hizo de inmediato, sudando y alterado.

—No llevo pasta —dijo.

—¿Te han robado alguna vez? —le pregunté.

—Muchas —contestó.

—Esto es diferente. No te vamos a robar. Te vamos a pagar por el tiempo que has invertido. Por cada minuto. Incluso te daremos propina. Pero ahora vamos a conducir nosotros y tú vas a ir detrás. ¿Vale?

No respondió.

—Pon las manos a la espalda —le ordené.

Cosa que hizo, y le até las muñecas con casi un metro de cinta americana y después los codos con un metro más. Incómodo, pero necesario para que no nos diera problemas.

—¿Respiras bien por la nariz? —le pregunté.

—¿Qué? —dijo.

—¿Que si tienes congestión nasal, el tabique desviado, vegetaciones, síntomas de gripe?

—No —respondió.

Así que le puse otro metro y medio alrededor de la cabeza, tapándole la boca, vuelta tras vuelta. Tras eso bajé del coche y abrí su puerta. Busqué la palanca con la que se reclinaba el asiento, lo tumbé y le até los tobillos y las rodillas con la cinta. Luego le levanté las piernas y lo empujé hacia atrás y cabeza abajo hasta los asientos traseros. Casey Nice lo cogió por los hombros y lo dejamos en el suelo. Estaba un poco apretado, pero no se iba a morir. Encontré un teléfono móvil en uno de los bolsillos de su pantalón y lo tiré a la acera. Le metí dos de los billetes de cincuenta libras de los Chicos de Romford en el bolsillo de la camisa. Nos pareció que la propina era buena. Luego, Casey Nice se puso en el asiento del copiloto y yo al volante, y volvimos a incorporarnos al tráfico, a las ocho y veinticinco de la noche, a unos cinco kilómetros de a donde queríamos ir, que era Romford.

Avanzamos entre una mezcla cambiante de estimaciones certeras y recuerdos, tanto de las veces anteriores que habíamos estado allí como de los mapas que habíamos visto en la segunda tableta de Bennett, y llegamos a Romford bien, con unos veinte minutos de antelación. Entonces estuvimos de acuerdo en que necesitábamos más detalles y precisión, por lo que aparqué y Casey Nice se acercó a un quiosco y volvió con un callejero. Nos quedamos en el coche, con el taxista atado con cinta americana y gruñendo en la parte de atrás, y encontramos la dirección de Charlie White, para llegar a la cual teníamos que conducir de la página en la que estábamos a la siguiente. Cinco minutos como mucho. Ya no era hora punta y el tráfico era fluido. Aunque más lento de lo que nos había parecido, porque tardamos siete minutos, no cinco, en llegar a la calle de Charlie White.

Era como la del Pequeño Joey, pero baqueteada, austera y sencilla. Las casas eran una generación más antiguas, con chimeneas un poco más altas y los ladrillos un poco más brillantes, aunque en esencia eran iguales. Muchos muros, muchas vallas y verjas, y muchos automóviles de lujo.

Incluido un Rolls-Royce negro y un Jaguar, también negro, aparcados uno detrás del otro dos casas más a la izquierda, detrás de una tapia como la del titán. Un murete de ladrillo rojo con pilares, también de ladrillo, que se alzaban a intervalos regulares y entre los que había una reja de hierro forjado, negra y con los barrotes retorcidos como palos de regaliz, con dos verjas eléctricas, también de hierro forjado negro. Una para entrar y otra para salir. El Rolls-Royce estaba aparcado delante del coche de apoyo, lo que era lógico, al menos desde un punto de vista lingüístico. Ambas verjas estaban cerradas.

«Había un 84% de posibilidades de que saliera de casa justo una hora antes». Faltaban cinco minutos.

Miré el mapa y comenté:

—Van a ir por la carretera de Circunvalación Norte. Girarán a la izquierda al salir de casa. Se alejarán de nosotros. Tenemos que situarnos en la otra punta de la calle.

—¿Nos arriesgamos a pasar por delante o damos la vuelta a la manzana? —me preguntó Nice.

—Para eso hemos elegido un minitaxi. Podemos pasar despacio por una calle, como si buscásemos una dirección, dar la vuelta, aparcar en un momento dado y permanecer parados, esperando al cliente.

—La gente que vive aquí tiene chófer.

—No todos. Solo los héroes de la clase trabajadora.

Eché un poco para atrás, giré y conduje como lo haría alguien que busca una dirección, despacio, como es evidente, mirando por la ventanilla todo el rato. Charlie vivía en una casona ornamentada, construida cuando contratar un albañil costaba menos que los ladrillos. El jardín frontal hacía tiempo que se había convertido en un camino curvo que empezaba en la primera verja y acababa en la segunda, hecho con losas de piedra y gravilla, y que pasaba entre jarrones y ángeles de cemento, algunos de los cuales sujetaban sobre la cabeza platillos para que bebieran los pájaros.

Giré dos casas después, aparqué junto a la acera y esperé.

La etiqueta lo era todo. Y las diez en punto son las diez en punto. Por lo tanto, una hora antes significaba las nueve en punto. Y a las ocho y cincuenta y nueve, como un clavo, se abrió la puerta de la casa y Charlie salió por ella. Era igualito que en la fotografía. Setenta y siete años, corpulento, de hombros redondos, con el pelo gris y ralo, y una cara normal y corriente en la que solo destacaba una nariz como una patata. Llevaba un traje negro y una corbata negra por debajo de la gabardina negra. Detrás de él salió un hombre mayor y bajito, que supuse que era el chófer. Detrás de este salió un chorro de seis jóvenes, todos vestidos con sencillez, con la cabeza afeitada y un tamaño muy adecuado. Cuatro de ellos se dirigieron al Jaguar y los otros dos siguieron hacia el Rolls-Royce, justo detrás de Charlie, porque el conductor se había adelantado para abrirle la puerta al jefe.

Que era incómoda, porque era una puerta suicida, pues tenía la manilla delante, justo al lado de la del conductor, que era una puerta normal, y Charlie llegaba desde atrás, lo que significaba que tenía que colocarse detrás del chófer, esperar a que este la abriera, torcer sus pasos y, por fin, subir al vehículo. Entre los dos, acabaron consiguiéndolo. Charlie se puso cómodo y el conductor cerró la puerta, abrió la suya y se sentó al volante, tras lo cual los dos guardaespaldas se montaron por el otro lado: uno delante y otro detrás.

La verja empezó a abrirse a las nueve en punto.

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