Paula

Paula


Segunda Parte

Página 17 de 20

En septiembre de 1987 se publicó en España mi tercera novela, Eva Luna, escrita a plena luz de día en una computadora, en el amplio estudio de una casa nueva. Los dos libros anteriores convencieron a mi agente que yo pensaba tomar la literatura en serio, y a mí que valía la pena correr el riesgo de dejar mi empleo y dedicarme a escribir, a pesar de que mi marido seguía en bancarrota y aún no terminábamos de pagar deudas. Vendí las acciones del colegio y compramos una casona encaramada en un cerro, algo destartalada, es cierto, pero Michael la remodeló convirtiéndola en un refugio asoleado donde sobraba espacio para visitas, parientes y amigos, y donde la Abuela Hilda pudo instalar con comodidad el taller de costura y yo mi oficina. A media altura del cerro la casa tenía entre sus fundaciones un sótano con luz y aire fresco, tan grande que plantamos en medio de un jardín tropical la mata que reemplazó al nomeolvides de mis nostalgias. Los muros estaban cubiertos de estanterías repletas de libros y como único mueble contaba con una enorme mesa al centro de la pieza. Ese fue un tiempo de grandes cambios. Paula y Nicolás, convertidos en jóvenes independientes y ambiciosos, iban a la universidad, viajaban solos y era evidente que ya no me necesitaban, pero la complicidad entre los tres se mantuvo inmutable. Después que terminaron los amores con el joven siciliano, Paula profundizó sus estudios de psicología y sexualidad. Su pelo castaño le caía hasta la cintura, no usaba maquillaje y acentuaba su aspecto virginal con largas faldas de algodón blanco y sandalias. Hacía trabajo voluntario en las más bravas poblaciones marginales, allí donde ni la policía se aventuraba después de la puesta del sol. Para entonces la violencia y el crimen se habían disparado en Caracas, nuestra casa había sido asaltada varias veces y circulaban rumores horribles de niños raptados en los centros comerciales para arrancarles las córneas y venderlas a bancos de ojos, de mujeres violadas en los estacionamientos, de gente asesinada sólo para robar un reloj.

Paula partía manejando su pequeño automóvil con una bolsa de libros a la espalda y yo me quedaba temblando por ella. Le rogué mil veces que no se metiera en esos andurriales, pero no me escuchaba, porque se sentía protegida por sus buenas intenciones y creía que por allí todos la conocían. Poseía una mente clara, pero conservaba el nivel emocional de una chiquilla; la misma mujer que en el avión memorizaba el mapa de una ciudad donde nunca había puesto los pies, alquilaba un automóvil en el aeropuerto y conducía sin vacilar hasta el hotel, o bien era capaz de preparar en cuatro horas un curso sobre literatura para que yo me luciera en una universidad, se desmayaba cuando la vacunaban y temblaba de pánico en una película de vampiros. Practicaba sus pruebas psicológicas con Nicolás y conmigo, así comprobó que su hermano tiene un nivel intelectual cercano a la genialidad y en cambio su madre sufre de retardo profundo. Me pasó las pruebas una y otra vez y los resultados no variaron, siempre dieron un coeficiente intelectual bochornoso. Menos mal que nunca intentó ensayar con nosotros sus adminículos del seminario de sexualidad.

Con Eva Luna tomé finalmente conciencia de que mi camino es la literatura y me atreví a decir por primera vez: soy escritora.

Cuando me senté ante la máquina para iniciar el libro no lo hice como en los dos anteriores llena de excusas y dudas, sino en pleno uso de mi voluntad y hasta con cierta dosis de altivez. Voy a escribir una novela, dije en voz alta. Luego encendí la computadora y sin pensarlo dos veces me lancé con la primera frase: Me llamo Eva, que quiere decir vida

Mi madre llegó de visita a California. Casi no la reconozco en el aeropuerto, parecía una bisabuela de porcelana, una viejecita vestida de negro con voz temblorosa y la cara estragada de pena y cansancio por el viaje de veinte horas desde Santiago. Se echó a llorar al abrazarme y siguió haciéndolo todo el camino, pero al llegar a casa enfiló hacia el baño, se dio una ducha, se vistió de colores alegres y bajó sonriendo a saludar a Paula. Se impresionó al verla, a pesar de que esperaba encontrarla peor, todavía tiene vivo el recuerdo de su nieta favorita tal como era antes. La niña está en el limbo, doñita, junto a los bebés que murieron sin bautizar y otras almas salvadas del purgatorio, trató de consolarla una de las cuidadoras. ¡Qué pérdida, Dios mío, qué pérdida!, murmura mi madre a menudo, pero nunca delante de Paula, porque piensa que tal vez puede oírla. No proyecte sus angustias y sus deseos en ella, señora, le advirtió el doctor Shima, la vida anterior de su nieta terminó, ahora vive en otro estado de conciencia. Como era previsible, mi madre se prendó del doctor Shima. Es un hombre sin edad, con el cuerpo gastado, cara y manos jóvenes y una mata de pelo oscuro, usa suspensores de elástico y los pantalones subidos hasta las axilas, camina con una leve cojera y se ríe con expresión maliciosa como un niño pillado en falta. Ambos rezan por Paula, ella con su fe cristiana y él con la budista. En el caso de mi madre es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia, porque pasó diecisiete años rogando para que el General Pinochet pasara a mejor vida y no sólo se encuentra todavía en pleno uso de salud, sino que sigue teniendo la sartén por el mango en Chile. Dios tarda, pero cumple, replica ella cuando se lo recuerdo, te aseguro que Pinochet va camino a la tumba. Así estamos todos desde que nacemos, muriéndonos de a poco.

Por las tardes esta abuela irónica se instala a tejer junto a su nieta y le habla sin importarle el silencio sideral donde caen sus palabras, le cuenta del pasado, repasa los chismes de última hora, comenta su propia vida y a veces le canta desafinado un himno a María, única canción que recuerda completa. Cree que desde su cama ella realiza milagros sutiles, nos obliga a crecer y nos enseña los caminos de la compasión y la sabiduría. Sufre por ella y sufre por mí, dos dolores que no puede evitar.

—¿Dónde estaba Paula antes de entrar al mundo a través de mí?

¿Dónde irá cuando muera?

—Paula ya está en Dios. Dios es lo que une, aquello que mantiene el tejido de la vida, lo mismo que tú llamas amor —replicó mi madre.

Ernesto apareció por aquí aprovechando una semana de vacaciones.

Mantenía aún la ilusión de que su mujer se recuperara lo suficiente para tener una vida con ella, aunque fuera muy limitada. Imaginaba que sucedería un prodigio y ella despertaría de pronto con un bostezo largo, buscaría a tientas su mano y preguntaría qué pasó con la voz destemplada por falta de uso. Los médicos se equivocan muchas veces y de la mente se sabe poco, me dijo. Sin embargo ya no entró impetuoso a verla, sino con cautela, como asustado. La teníamos bien peinada y vestida con la ropa que él le trajo en una visita anterior. La abrazó con inmensa ternura mientras las cuidadoras escapaban hacia la cocina, conmovidas, y mi madre y yo buscábamos refugio en la terraza. Los primeros días pasó horas escudriñando las reacciones de Paula en busca de algún destello de inteligencia, pero poco a poco desistió, lo vi desinflarse, encogerse, hasta que el aura optimista de su llegada se convirtió en la penumbra que nos envuelve a todos. Le sugerí que Paula ya no es su esposa sino su hermana espiritual, que no debe considerarse atado a ella, pero me miró como si oyera un sacrilegio. La última noche se quebró y se dio cuenta por fin que no habrá milagro capaz de devolverle su novia eterna y por mucho que busque nada encontrará en el tremendo abismo de sus ojos vacíos. Despertó aterrado con un mal sueño y vino a oscuras a mi pieza, temblando y mojado de transpiración y lágrimas, a contármelo.

—Soñé que Paula subía por una larga escalera telescópica y al llegar arriba se lanzaba al vacío antes que yo pudiera detenerla, dejándome desesperado. Luego la veía muerta sobre una mesa y allí permanecía intacta por largo tiempo, mientras la vida transcurría para mí. Poco a poco comenzaba a perder peso y a caérsele el pelo, hasta que de pronto se levantaba y trataba de decirme algo, pero yo la interrumpía para reprocharle que me hubiera abandonado. Ella volvía a dormir sobre la mesa; cada vez se deterioraba más sin morir del todo. Finalmente me daba cuenta que la única manera de ayudarla era destruyendo su cuerpo, la tomaba en brazos y la colocaba sobre el fuego. Se reducía a cenizas, que yo esparcía a puñados en un jardín. Su espectro aparecía entonces para despedirse de la familia, por último se dirigía a mí para decirme que me amaba y enseguida empezaba a desvanecerse…

—Déjala ir, Ernesto —le supliqué.

—Si tú puedes despedirte de ella, también puedo hacerlo yo —contestó.

Y entonces pensé que desde siglos inmemoriales las mujeres han perdido hijos, es el dolor más antiguo e inevitable de la humanidad. No soy la única, casi todas las madres pasan por esta prueba, se les rompe el corazón, pero siguen viviendo porque deben proteger y amar a los que quedan. Sólo un grupo de mujeres privilegiadas en épocas muy recientes y en países avanzados donde la salud está al alcance de quienes pueden pagarla, confía en que todos sus hijos llegarán a la edad adulta. La muerte siempre está acechando. Fuimos con Ernesto a la pieza de Paula, cerramos la puerta y a solas procedimos a improvisar un breve rito de adiós.

Le dijimos cuánto la amábamos, repasamos los espléndidos años vividos y le aseguramos que permanecerá siempre en nuestra memoria. Le prometimos que la acompañaremos hasta el último instante en este mundo y que nos encontraremos de nuevo en el otro, porque en realidad no hay separación. Muérete, mi amor, suplicó Ernesto de rodillas junto a la cama. Muérete, hija, agregué yo en silencio, porque no me salió la voz.

Willie sostiene que hablo y camino dormida, pero no es así. De noche vago descalza y callada por la casa, para no incomodar a los espíritus y a los zorrillos que acuden sigilosos a devorar la comida de la gata. A veces nos encontramos frente a frente y ellos levantan sus hermosas colas rayadas, como peludos pavos reales, y me miran con los hocicos temblorosos, pero deben haberse acostumbrado a mi presencia, porque hasta ahora no han disparado sus chorros fatídicos dentro de la casa, sólo en el sótano. No ando sonámbula, sólo ando triste. Tómate una pastilla y trata de descansar unas cuantas horas, me suplica Willie agotado, deberías ir donde un psiquiatra, estás obsesionada y de tanto pensar en Paula acabas viendo visiones. Me repite que mi hija no viene a nuestra pieza de noche, eso es imposible, no puede moverse, son sólo pesadillas mías, como tantas otras que me parecen más ciertas que la realidad. Quién sabe… tal vez existen otras vías de comunicación espiritual, no sólo los sueños, y en su terrible invalidez Paula ha descubierto la forma de hablarme. Se me han agudizado los sentidos para percibir lo invisible, pero no estoy loca. El doctor Shima viene muy seguido, asegura que Paula se ha convertido en su guía. Ya se cumplió el plazo de tres meses y han desaparecido los psíquicos, los hipnotistas, los videntes y los médiums, ahora sólo la doctora Forrester y el doctor Shima la cuidan. A veces él sólo medita unos minutos junto a ella, otras la examina meticulosamente, le coloca agujas para aliviar sus huesos, le administra medicamentos chinos, luego comparte conmigo una taza de té y podemos hablar sin pudores, porque nadie nos oye. Me atreví a contarle que Paula viene a visitarme por las noches y no le pareció extraño, dice que a él también le habla.

—¿Cómo le habla, doctor?

—En la madrugada despierto con su voz.

—¿Cómo sabe que es su voz? Nunca la ha oído…

—A veces la veo claramente. Me señala los puntos dolorosos, me indica cambios en las medicinas, me pide que ayude a su madre en esta prueba, sabe cuánto sufre. Paula está muy cansada y quiere irse, pero su naturaleza es fuerte y puede vivir mucho más.

—¿Cuánto tiempo más, doctor Shima?

Sacó de su maletín mágico una bolsa de terciopelo con sus palitos de I Ching, se concentró en una oración secreta, los batió un rato y los lanzó sobre la mesa.

—Siete…

—¿Siete años?

—O meses o semanas, no lo sé, el I Ching es muy vago…

Antes de irse me dio unas yerbas misteriosas, cree que la ansiedad desbarata las defensas del cuerpo y de la mente, que existe una relación directa entre el cáncer y la tristeza. También la doctora Forrester me recetó algo para la depresión, guardo el frasco cerrado en la cesta de las cartas de mi madre, escondido junto con las píldoras para dormir, porque he decidido no aliviarme con drogas; este es un camino que debo recorrer sangrando. Las imágenes del parto de Celia me vuelven a menudo, la veo transpirando, desgarrada por el esfuerzo, mordiéndose los labios, paso a paso por esa larga prueba sin ayuda de calmantes, serena y consciente ayudando a su hija a nacer. La veo en su esfuerzo final, abierta como una herida cuando surge la cabeza de Andrea, oigo su grito triunfal y el sollozo de Nicolás y vuelvo a percibir la dicha de todos en la quietud sagrada de esta pieza donde ahora duerme Paula. Tal vez la extraña enfermedad de mi hija sea como ese parto; debo apretar los dientes y resistir con valor sabiendo que este tormento no será eterno, deberá terminar un día. ¿Cómo? Sólo puede ser con la muerte… Ojalá a Willie le alcance la paciencia para esperarme, el trayecto puede ser muy largo, tal vez dure los siete años del I Ching; es difícil mantener el amor sano en estas condiciones, todo conspira contra nuestra intimidad, ando con el cuerpo cansado y el alma ausente. Willie no sabe cómo aliviarme y tampoco sé qué pedirle, no se atreve a acercarse más por temor a importunarme y al mismo tiempo no desea dejarme sola; en su mentalidad pragmática lo más indicado sería colocar a Paula en un hospital y tratar de continuar con nuestras vidas, pero no menciona esa alternativa delante de mí porque sabe que nos separaría irrevocablemente. Quisiera quitarte este peso de encima y cargarlo yo que tengo los hombros más grandes, me dice desesperado, pero él ya tiene suficiente con sus propias desgracias. Mi hija decae con suavidad en mis brazos, pero la suya se está suicidando con drogas en los barrios más sórdidos del otro lado de la bahía, tal vez muera antes que la mía de una sobredosis, de una cuchillada o de Sida. Su hijo mayor vaga como un mendigo por las calles cometiendo raterías y tráficos indignos.

Si suena el teléfono por la noche Willie salta de la cama con el recóndito presentimiento de que el cadáver de su hija yace en una zanja del puerto, o que la voz de un policía le anunciará otro crimen cometido por su hijo. Las sombras del pasado lo acechan siempre y tan a menudo le dan zarpazos, que ya ni las peores noticias lo quiebran, cae de rodillas, pero al día siguiente vuelve a ponerse de pie. A menudo me pregunto cómo vine yo a parar a este melodrama. Mi madre lo atribuye a mi gusto por las historias truculentas, cree que ese es el principal ingrediente de mi atracción por Willie, otra mujer con más sentido común habría escapado a perderse al ver tanto descalabro. Cuando lo conocí no intentó ocultar que su vida era un caos, desde el principio supe de sus hijos delincuentes, sus deudas y los enredos de su pasado, pero con la impetuosa arrogancia del amor recién descubierto, decidí que no habría obstáculos capaces de derrotarnos.

Resulta difícil imaginar dos hombres más distintos que Michael y Willie. A mediados de 1987 mi matrimonio ya no daba para más, el tedio se había instalado definitivamente entre nosotros y para no encontrarnos despiertos a la misma hora entre las mismas sábanas volví a mi antiguo hábito de escribir de noche. Deprimido, sin trabajo y encerrado en la casa, Michael pasaba por una mala época.

Para evitar su presencia constante a veces yo escapaba a la calle y me perdía en la maraña de autopistas de Caracas. Luchando con el tráfico resolví muchas escenas de Eva Luna y se me ocurrieron otras historias. En una memorable tranca, donde quedé atrapada durante un par de horas en el automóvil bajo un calor de plomo líquido, escribí Dos palabras de un tirón en el reverso de mis cheques, una especie de alegoría sobre el poder alucinante de la narración y del lenguaje, que poco después me sirvió de clave para una colección de cuentos. Aunque por primera vez me sentía segura en el extraño oficio de la escritura —con los dos libros anteriores tuve la impresión de haber aterrizado por accidente en un resbaloso lodazal—. Eva Luna se iba escribiendo sola, casi a pesar mío. No tenía control sobre esa descabellada historia, no sospechaba hacia dónde se dirigía ni cómo terminarla, estuve a punto de masacrar a todos los personajes en una balacera para salir del embrollo y librarme de ellos. Para colmo, a medio camino me quedé sin protagonista masculino. Había planeado todo para que Eva y Huberto Naranjo, dos niños huérfanos y pobres, que sobreviven en la calle y crecen por caminos paralelos, se enamoren. En la mitad del libro se produjo el encuentro esperado, pero cuando finalmente se abrazaron, resultó que a él sólo le interesaban sus actividades revolucionarias y era un amante sumamente torpe; Eva merecía más, así me lo hizo saber y no hubo forma de convencerla de lo contrario. Me encontré en un callejón sin salida, con la heroína esperando aburrida mientras el héroe sentado a los pies de la cama limpiaba su fusil. En esos días tuve que partir a Alemania en una gira de promoción. Aterricé en Frankfurt y de allí seguí por el resto del país en auto con un impaciente conductor que volaba por las autopistas escarchadas a velocidad suicida. Una noche en una ciudad del norte se me acercó un hombre al término de mi charla, y me invitó a tomar una cerveza porque tenía una historia para mí, según dijo. Sentados en un cafetín donde apenas podíamos vernos las caras en la penumbra y el humo de los cigarrillos, mientras afuera caía la lluvia, el desconocido me fue revelando su pasado. Su padre había sido un oficial del ejército nazi, un hombre cruel que maltrataba a su mujer y a sus hijos y a quien la guerra dio oportunidad de satisfacer sus instintos más brutales. Me contó de su hermana menor retardada y cómo su padre, imbuido de soberbia racial, no la aceptó nunca y la obligó a vivir a gatas y en silencio bajo una mesa, tapada con un mantel blanco, para no verla. Anoté en una servilleta de papel todo eso y mucho más que me entregó como un regalo aquella noche. Antes de despedirnos le pregunté si podía usarlo y replicó que para eso me lo había contado. Al llegar a Caracas introduje la servilleta de papel en la computadora y apareció Rolf Carlé de cuerpo entero ante mis ojos, un fotógrafo austriaco que se convirtió en el protagonista de la novela y reemplazó a Huberto Naranjo en el corazón de Eva Luna.

Una de esas mañanas calientes de junio en Caracas, cuando empieza desde temprano a juntarse la tormenta por los cerros, Michael bajó a mi estudio en el sótano a traerme el correo, mientras yo andaba perdida en la selva amazónica con Eva Luna, Rolf Carlé y sus compañeros de aventuras. Al oír la puerta levanté la vista y vi una figura desconocida cruzando la amplitud desnuda del cuarto, un hombre alto, delgado, de barba gris y lentes, con los hombros caídos y un aura opaca de fragilidad y melancolía. Tardé algunos segundos en reconocer a mi marido y entonces comprendí cuán extraños nos habíamos vuelto, busqué en la memoria el rescoldo del amor airoso de los veinte años y no pude hallar ni las cenizas, sólo el peso de las insatisfacciones y el fastidio. Tuve la visión de un futuro árido envejeciendo día a día junto a ese hombre que ya no admiraba ni deseaba, y sentí un bramido de rebeldía que brotaba desde el centro mismo de mi naturaleza.

En ese instante las palabras acalladas por años con fiera disciplina salieron con una voz que no reconocí como mía.

—No puedo más, quiero que nos separemos —dije sin atreverme a mirarlo a los ojos, y junto con decirlo desapareció ese vago dolor de buey cansado que llevaba por años en mis hombros.

—Desde hace tiempo te noto distante. Supongo que ya no me quieres y debemos pensar en una separación —balbuceó él.

—No hay mucho que pensar, Michael. Una vez dicho, lo mejor es hacerlo hoy mismo.

Así fue. Reunimos a los hijos, les explicamos que habíamos dejado de amarnos como pareja, aunque la amistad permanecía intacta, y les pedimos ayuda en los detalles prácticos de deshacer el hogar común. Nicolás se puso rojo, como siempre le ocurre cuando intenta controlar una emoción muy fuerte, y Paula se echó a llorar de compasión por su padre, a quien siempre protegía. Después supe que no fue una sorpresa para ellos, desde hacía mucho lo esperaban.

Michael parecía paralizado, pero a mí me bajó una fiebre de actividad, empecé a sacar tazas y platos de la cocina, ropa de los armarios, libros de las estanterías y después salí a comprar ollas, cafetera, cortinas para la ducha, lámparas, alimentos y hasta plantas para instalarlo en otra parte; con la energía sobrante me puse a pegar parches de trapo en el taller de costura para hacer un cubrecama, que hasta hoy tengo en mi poder como recordatorio de esas horas frenéticas que decidieron la segunda parte de mi vida. Los hijos dividieron nuestros bienes, redactaron un acuerdo sencillo en una hoja de papel y los cuatro firmamos sin ceremonias ni testigos, luego Paula consiguió un apartamento para su padre y Nicolás un camión para trasladar la mitad de nuestras pertenencias. En pocas horas deshicimos veintinueve años de amor y veinticinco de casados, sin portazos, recriminaciones ni abogados, sólo con algunas lágrimas inevitables, porque a pesar de todo nos teníamos cariño y creo que todavía en cierta forma lo tenemos. Por la noche cayó la tormenta que durante el día se había ido gestando, una de esas escandalosas lluvias tropicales con truenos y relámpagos que suelen convertir a Caracas en zona de cataclismo, se tapan los alcantarillados, se inundan las calles, el tráfico se convierte en gigantescas serpientes de automóviles detenidos y el barro arrasa los barrios de los pobres en los cerros. Cuando finalmente se alejó el camión del divorcio, seguido por el coche de mis hijos que iban a instalar a su padre en su nuevo hogar, y quedé sola en la casa, abrí puertas y ventanas para que entraran el viento y el agua y barrieran y lavaran el pasado, y me puse a bailar y a girar como un derviche enloquecido llorando de tristeza por todo lo perdido y riendo de alivio por todo lo ganado, mientras afuera cantaban grillos y sapos y adentro corría el torrente de lluvia por el suelo y el vendaval arrastraba hojas muertas y plumas de pájaros en un torbellino de despedidas y de libertad.

Tenía cuarenta y cuatro años, supuse que en adelante mi destino era envejecer sola y esperaba hacerlo con dignidad. Llamé al tío Ramón para pedirle que tramitara la nulidad matrimonial en Chile, procedimiento sencillo si la pareja está de acuerdo, si se paga un abogado y se cuenta con un par de amigos dispuestos a cometer perjurio. Escapando de explicaciones y para engañar mi sentido de culpa, acepté una serie de conferencias que me llevaron de Islandia a Puerto Rico, pasando por una docena de ciudades norteamericanas. En esa variedad de climas necesitaba toda mi ropa, pero decidí llevar sólo lo indispensable, la coquetería andaba lejos de mi ánimo, me sentía instalada sin apelación en una madurez desapasionada, así es que fue una grata sorpresa comprobar que no faltan galanes cuando una mujer está disponible. Escribí un documento con tres copias retractándome del otro que firmé en Bolivia, en el cual acusaba al tío Ramón de que por su culpa no conocería hombres, y se lo mandé a Chile por correo certificado. A veces es justo dar el brazo a torcer… En esos dos meses disfruté el abrazo de oso polar de un poeta en Reykjavik, la compañía de un joven mulato en las tórridas noches de San Juan y otros encuentros memorables. Me tienta inventar rituales salvajes de erotismo para adornar mis recuerdos, como supongo que otros hacen, pero en estas páginas trato de ser honesta. En algunos instantes creí tocar el alma del amante y alcancé a soñar con la posibilidad de una relación más profunda, pero al día siguiente tomaba otro avión y la exaltación se diluía en las nubes. Cansada de besos fugaces, la última semana decidí concentrarme en mi trabajo, total hay mucha gente que vive en castidad. No imaginaba que al final de ese atolondrado viaje me esperaba Willie y mi vida cambiaría de rumbo, me fallaron drásticamente las premoniciones.

En una ciudad del norte de California, donde fui a parar con mi penúltima conferencia, me tocó vivir uno de esos romances cursilones que constituyen el material de las novelas rosa que traducía en mi juventud. Willie había leído De amor y de sombra, los personajes le penaban y creía haber descubierto en ese libro la clase de amor que deseaba, pero hasta entonces no se le había presentado. Sospecho que no sabía dónde buscarlo, en esa época colocaba avisos personales en los periódicos para encontrar pareja, como me contó candorosamente en nuestra primera cita.

Todavía dan vuelta por los cajones algunas cartas de respuesta, entre ellas el alucinante retrato de una dama desnuda envuelta por una boa constrictor, sin más comentario que un número de teléfono al pie de la foto. A pesar de la culebra —o tal vez debido a ella— a Willie no le importó manejar dos horas para conocerme. Una de las profesoras de la universidad que me invitaba me lo presentó como el último heterosexual soltero de San Francisco. Al final cené con un grupo en torno a una mesa redonda en un restaurante italiano; él estaba frente a mí, con un vaso de vino blanco en la mano, callado. Admito que también sentí curiosidad por ese abogado norteamericano con aspecto aristocrático y corbata de seda que hablaba español como un bandolero mexicano y lucía un tatuaje en la mano izquierda. Era una noche de luna llena y la voz aterciopelada de Frank Sinatra cantaba Strangers in the Night mientras nos servían ravioles; esta es la clase de detalle vedado en la literatura, nadie se atrevería a juntar la luna llena con Frank Sinatra en un libro. El problema con la ficción es que debe ser creíble, en cambio la realidad rara vez lo es. No me explico qué atrajo a Willie, que tiene un pasado de mujeres altas y rubias, a mí me atrajo su historia. Y también, por qué no decirlo, su mezcla de refinamiento y rudeza, su fuerza de carácter y una íntima suavidad que intuí gracias a mi manía de observar a la gente para utilizarla más tarde en la escritura. Al principio no habló mucho, se limitó a mirarme a través de la mesa con una expresión indescifrable. Después de la ensalada le pedí que me contara su vida, truco que me ahorra el esfuerzo de una conversación, el interlocutor se explaya mientras mi mente vaga por otros mundos. En este caso, sin embargo, no tuve que fingir interés, apenas comenzó a hablar me di cuenta que había tropezado con una de esas raras gemas tan apreciadas por los narradores: la vida de ese hombre era una novela. Las muestras que me dio durante ese par de horas despertaron mi codicia, esa noche en el hotel no pude dormir, necesitaba saber más. Me acompañó la suerte y al día siguiente Willie me ubicó en San Francisco, última etapa de mi gira, para invitarme a ver la bahía desde de una montaña y comer en su casa. Imaginé una cita romántica en un apartamento moderno con vista del puente Golden Gate, un cactus en la puerta, champaña y salmón ahumado, pero no hubo nada de eso, su casa y su vida parecían restos de un naufragio. Me recogió en uno de esos automóviles deportivos donde escasamente caben dos personas y se viaja con las rodillas pegadas a las orejas y el trasero rozando el asfalto, sucio de pelos de animal, tarros aplastados de gaseosas, papas fritas fosilizadas y armas de juguete. El paseo a la cima de la montaña y el majestuoso espectáculo de la bahía me impresionaron, pero pensé que dentro de poco nada recordaría, he visto demasiados paisajes y no tenía intención de regresar al oeste de los Estados Unidos. Descendimos por un camino de curvas y grandes árboles oyendo un concierto en la radio y tuve la sensación de haber vivido ese momento antes, de haber estado en ese lugar muchas veces, de pertenecer allí. Después supe por qué: el norte de California se parece a Chile, las mismas costas abruptas, los cerros, la vegetación, los pájaros, la disposición de las nubes en el cielo.

Su casa de un piso, de un gris deslavado y techos chatos, quedaba junto al agua. Su único encanto era un muelle en ruinas donde flotaba un bote convertido en nido de gaviotas. Nos salió al encuentro su hijo Harleigh, un niño de diez años, tan hiperactivo que parecía demente; me sacó la lengua mientras pateaba las puertas y disparaba proyectiles de goma con un cañón. En una repisa vi feos adornos de cristal y porcelana, pero casi no había muebles, excepto los del comedor. Me explicaron que se había incendiado el pino de Navidad, chamuscando el mobiliario, entonces noté que aún quedaban bolas navideñas colgando del techo con telarañas acumuladas en diez meses. Me ofrecí para ayudar a mi anfitrión a preparar la comida, pero me sentí perdida en esa cocina atiborrada de artefactos y juguetes. Willie me presentó a los demás habitantes de la casa: su hijo mayor, por rara coincidencia nacido el mismo día del mismo año que Paula, tan drogado que apenas levantaba la cabeza, acompañado por una chica en las mismas condiciones; un exilado búlgaro con su hija pequeña, que llegaron a pedir refugio por una noche y se instalaron a buen vivir; y Jason, el hijastro que Willie acogió después de divorciarse de su madre, el único con quien pude establecer comunicación humana. Más tarde me enteré de la existencia de una hija perdida en heroína y prostitución a quien sólo he visto en la cárcel o el hospital, donde van a parar sus huesos con frecuencia.

Tres ratas grises con las colas masticadas y sangrantes languidecían en una jaula y varios peces desmayados flotaban en un acuario de agua turbia; también había un perrazo que se orinó en la sala y después partió alegremente a meterse en el mar, para volver a la hora del postre arrastrando el cadáver putrefacto de un pajarraco. Estuve a punto de escapar de vuelta al hotel, pero la curiosidad pudo más que el pánico y me quedé. Mientras el búlgaro veía un partido de fútbol en la televisión con su niña dormida sobre las rodillas y los drogadictos roncaban en su paraíso particular, Willie hacía todo el trabajo: cocinaba, metía brazadas de ropa en la máquina lavadora, alimentaba a las numerosas bestias, escuchaba con paciencia una historia surrealista que Jason acababa de escribir y nos leía en voz alta y preparaba el baño de su hijo menor, que a los diez años no era capaz de hacerlo solo. No me había tocado aún ver un padre en labores de madre y me conmovió mucho más de lo que quise admitir; me sentí dividida entre un sano rechazo hacia esa desquiciada familia y una peligrosa fascinación por ese hombre con vocación maternal. Tal vez aquella noche comencé mentalmente a escribir El plan infinito. Al día siguiente me llamó de nuevo, la atracción mutua era evidente, pero comprendíamos que ese sentimiento no tenía futuro, porque además de todos los inconvenientes obvios —hijos, mascotas, idioma, diferencias culturales y estilos de vida— nos separaban diez horas en avión. De todos modos decidí postergar mis propósitos de castidad y pasar juntos una única noche, aunque a la mañana siguiente nos despidiéramos para siempre, como en las malas películas. Ese plan no pudo llevarse a cabo en la privacidad de mi hotel sino en su casa, porque no se atrevió a dejar a su hijo menor en manos del búlgaro, los drogadictos o el joven intelectual. Llegué con mi aporreado maletín a esa extraña morada donde el olor de los animales se mezclaba con el aire salado del mar y el aroma de diecisiete rosales plantados en barriles, pensando que podría vivir una noche inolvidable y que, en todo caso, nada tenía que perder. No te extrañes si Harleigh sufre una pataleta de celos, nunca invito amigas a esta casa, me advirtió Willie y suspiré aliviada porque al menos no encontraría la boa constrictor enrollada entre las toallas del baño; pero el niño me aceptó sin darme una segunda mirada. Al oír mi acento me confundió con alguna de las numerosas criadas latinas que después de la primera limpieza desaparecían para siempre, espantadas. Cuando averiguó que compartía la cama con su padre ya era demasiado tarde, yo había llegado para quedarme. Esa noche Willie y yo nos amamos a pesar de las patadas exasperantes del chiquillo en la puerta, de los aullidos del perro y las disputas de los otros muchachos. Su pieza era el único refugio en esa casa; por la ventana asomaban las estrellas y los despojos del bote en el muelle, creando una ilusión de paz. Junto a una cama grande vi un arcón de madera, una lámpara y un reloj, más allá un equipo de música. En el closet colgaban camisas y trajes de buena factura, en el baño —impecable— encontré el mismo jabón inglés que usaba mi abuelo. Me lo llevé a la nariz incrédula, no había olido esa mezcla de lavanda y desinfectante desde hacía veinte años y la imagen socarrona de ese viejo inolvidable me sonrió desde el espejo. Es fascinante observar los objetos del hombre que una empieza a amar, revelan sus hábitos y sus secretos. Abrí la cama y palpé las sábanas blancas y el edredón espartano, miré los títulos de los libros apilados en el suelo, hurgué entre los frascos de su botiquín y aparte de un antialérgico y píldoras para los gusanos del perro no encontré más remedios, olí su ropa sin rastros de tabaco o de perfume y en pocos minutos sabía mucho de él. Me sentí intrusa en ese mundo suyo donde no había huellas femeninas, todo era sencillo, práctico y viril. También me sentí segura. Esa pieza austera me invitaba a recomenzar limpiamente lejos de Michael, Venezuela y el pasado. Para mí Willie representaba otro destino en otra lengua y en un país diferente, era como volver a nacer, podía inventar una fresca versión de mí misma sólo para ese hombre. Me senté a los pies de la cama muy quieta, como un animal alerta, con las antenas dispuestas en todas direcciones, examinando con los cinco sentidos y la intuición las señales de ese espacio ajeno, registrando los signos más imperceptibles, la sutil información de las paredes, los muebles, los objetos. Me pareció que esa habitación pulcra anulaba la terrible impresión del resto de la casa, comprendí que había una parte del alma de Willie que añoraba orden y refinamiento. Ahora, que hemos compartido la vida durante varios años, todo tiene mi sello, pero no se me ha olvidado quién era él entonces. A veces cierro los ojos, me concentro y vuelvo a encontrarme en ese cuarto y a ver a Willie antes de mi llegada. Me gusta recordar el aroma de su cuerpo antes que yo lo tocara, antes que nos mezcláramos y compartiéramos el mismo olor. Ese breve tiempo a solas en su dormitorio, mientras él lidiaba con Harleigh, fue decisivo; en esos minutos me dispuse a entregarme sin reservas a la experiencia de un nuevo amor. Algo esencial cambió dentro de mí, aunque todavía no lo sabía. Hacía nueve años, desde los tiempos confusos en Madrid, que me cuidaba de las pasiones. El fracaso con el trovador de la flauta mágica me había enseñado lecciones elementales de prudencia. Es cierto que no me faltaron amores, pero hasta esa noche en la casa de Willie no me había abierto para dar y recibir sin reservas; una parte de mí siempre vigilaba y aún en los encuentros más íntimos y especiales, aquellos que inspiraron las escenas eróticas de mis novelas, mantuve el corazón protegido. Antes que Willie cerrara la puerta y quedáramos solos y nos abrazáramos, primero con cautela y luego con una pasión extraña que nos sacudió como un relámpago, yo ya intuía que esa no era una aventura intranscendente. Esa noche nos amamos con serenidad y lentitud, aprendiendo los mapas y los caminos como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo para ese viaje, hablando bajito en esa mezcolanza imposible de inglés y español que desde siempre fue nuestro propio esperanto, contándonos chispazos del pasado en las pausas de las caricias, ajenos por completo a los golpes en la puerta y los ladridos del perro. En algún momento hubo silencio, porque recuerdo con nitidez los murmullos del amor, cada palabra, cada suspiro. Por el ventanal se colaba un resplandor tenue de las luces lejanas de la bahía. Acostumbrada al calor de Venezuela, tiritaba de frío en ese cuarto sin calefacción, a pesar de que me puse un chaleco de cachemira de Willie que me envolvía hasta las rodillas como su abrazo y como el olor del jabón inglés. A lo largo de nuestras vidas habíamos acumulado experiencias que tal vez nos sirvieron para conocernos y desarrollar el instinto necesario para adivinar los deseos del otro, pero aunque hubiéramos actuado con torpeza de cachorros, creo que de todos modos esa noche habría sido decisiva para ambos. ¿Qué fue nuevo para él y para mí? No lo sé, pero me gusta imaginar que estábamos destinados a encontrarnos, reconocernos y amarnos. O tal vez la diferencia fue que navegamos entre dos corrientes igualmente poderosas, pasión y ternura. No pensé en mi propio deseo, mi cuerpo se movía sin ansiedad, sin buscar el orgasmo, con la tranquila confianza de que todo iba bien. Me sorprendí con los ojos llenos de lágrimas, ablandada por ese afecto súbito, acariciándolo agradecida y en calma. Deseaba quedarme a su lado, no me atemorizaron sus hijos, tampoco dejar mi mundo y cambiar de país; sentí que ese amor sería capaz de renovarnos, devolvernos cierta inocencia, lavar el pasado, iluminar los aspectos oscuros de nuestras vidas. Después dormimos en un nudo de brazos y piernas, profundamente, como si hubiéramos estado siempre juntos, y tal como seguimos haciéndolo cada noche desde entonces.

Mi avión a Caracas salía muy temprano, todavía estaba oscuro cuando nos despertó la alarma del reloj. Mientras yo me duchaba, mareada de cansancio y de impresiones inolvidables, Willie preparó un café retinto que tuvo la virtud de devolverme a la realidad. Me despedí de esa habitación que por algunas horas había servido de templo, con la extraña sospecha de que volvería a verla pronto.

Camino al aeropuerto, mientras comenzaba a amanecer, Willie me insinuó con inexplicable timidez que yo le gustaba.

—Eso no significa mucho. Necesito saber si lo que pasó anoche es invento de mi mente ofuscada o si en verdad me quieres y tenemos algún tipo de compromiso.

Fue tal su sorpresa, que debió salir de la autopista y detener el automóvil; yo ignoraba que la palabra compromiso no se menciona jamás delante de un norteamericano soltero.

—¡Acabamos de conocernos y tú vives en otro continente!

—¿Es la distancia lo que te preocupa?

—Iré a visitarte en diciembre a Venezuela y entonces hablaremos.

—Estamos en octubre, de aquí a diciembre puedo estar muerta.

—¿Estás enferma?

—No, pero nunca se sabe… Mira, Willie, no tengo edad para esperar. Dime ahora mismo si podemos dar una oportunidad a este amor o si más vale olvidar todo el asunto.

Pálido, echó a andar el motor de nuevo y el resto del trayecto lo hicimos en silencio. Al despedirse me besó con prudencia y me reiteró que iría a verme durante las vacaciones de fin de año.

Apenas despegó el avión intenté seriamente olvidarlo, pero es obvio que no me resultó porque apenas descendí en Caracas, Nicolás lo notó.

—¿Qué te pasa, mamá? Te ves rara.

—Estoy agotada, hijo, llevo dos meses viajando, debo descansar, cambiarme de ropa y cortarme el pelo.

—Creo que hay algo más.

—Será que estoy enamorada…

—¿A tu edad? ¿De quién? —preguntó a carcajadas.

No estaba segura del apellido de Willie, pero tenía su número de teléfono y su dirección y por sugerencia de mi hijo, quien fue de opinión que pasara una semana en California para sacarme a ese gringo de la cabeza, le mandé por un correo especial un contrato de dos columnas, una detallando mis exigencias y otra lo que estaba dispuesta a ofrecer en una relación. La primera era bastante más larga que la segunda e incluía algunos puntos claves, tales como fidelidad, porque la experiencia me ha enseñado que lo contrario arruina el amor y cansa mucho, y otros anecdóticos, como reservarme el derecho a decorar nuestra casa a mi gusto. El contrato se basaba en la buena fe: ninguno haría nada a propósito para herir al otro, si eso ocurría sería por error, no por maldad.

A Willie le causó tanta gracia, que olvidó su cautela de abogado, firmó el papel con ánimo de seguir la broma y me lo envió de vuelta. Entonces metí en un bolso algo de ropa y los fetiches que siempre me acompañan y le pedí a mi hijo que me llevara al aeropuerto. Te veo pronto, mamá, en pocos días estarás de vuelta con la cola entre las piernas, se despidió burlón. Desde Virginia, donde estudiaba una maestría, Paula manifestó por teléfono sus dudas sobre esa aventura.

—Te conozco, vieja, vas a meterte en un lío tremendo. No se te pasará la ilusión en una semana, como cree Nicolás. Si vas a visitar a ese hombre es porque estás dispuesta a quedarte con él; piensa que si lo haces estás frita, porque tendrás que cargar con todos sus problemas —me dijo, pero ya era tarde para advertencias juiciosas.

Los primeros tiempos fueron una pesadilla. Hasta entonces había considerado a los Estados Unidos como mi enemigo personal por su política exterior desastrosa para América Latina y su participación en el Golpe Militar de Chile. Fue necesario vivir en este imperio y recorrerlo de punta a cabo para entender su complejidad, conocerlo y aprender a amarlo. No había utilizado mi inglés en más de veinte años, apenas lograba descifrar el menú en un restaurante, no entendía las noticias de la televisión ni los chistes, mucho menos el lenguaje de los hijos de Willie. La primera vez que fuimos al cine y me encontré sentada en la oscuridad junto a un amante con camisa a cuadros y botas de vaquero sosteniendo sobre las rodillas una batea de palomas de maíz y un litro de soda, mientras en la pantalla un demente destrozaba los senos de una chica con un garfio para picar hielo, creí haber llegado al límite de mi resistencia. Esa noche hablé con Paula, como hacía a menudo. En vez de repetirme su advertencia me recordó los profundos sentimientos que me ataron a Willie desde el principio, y me aconsejó no perder energía en pequeñeces y concentrarme en los verdaderos problemas. En realidad existían asuntos mucho más graves que unas botas de vaquero o un balde de palomitas de maíz, desde lidiar con los insólitos personajes que nos invadían hasta adaptarme al estilo y al ritmo de Willie, quien llevaba ocho años de soltería y lo que menos deseaba era una mujer mandona en su destino. Empecé por comprar sábanas nuevas y quemar las suyas en una hoguera en el patio, ceremonia simbólica destinada a fijar en su mente la idea de la monogamia. ¿Qué está haciendo esta mujer?, preguntó Jason medio asfixiado por el humo.

No te preocupes, deben ser costumbres de los aborígenes de su país, lo tranquilizó Harleigh. Enseguida me lancé a ordenar y limpiar la casa con tal fervor, que en un descuido se me fueron a la basura todas las herramientas. Willie estuvo a punto de explotar en una rabieta volcánica, pero recordó el punto básico de nuestro contrato: no era maldad de mi parte, sólo un error. La escoba también se llevó por delante los añejos adornos de Navidad, las colecciones de figuras de cristal y fotografías de amantes de piernas largas y cuatro cajones de pistolas, metralletas, bazukas y cañones de Harleigh, que fueron reemplazados por libros y juguetes didácticos. Los pescados agónicos partieron por el desagüe y solté a las ratas de su jaula. De todos modos esos animales llevaban una existencia miserable, sin otra meta que masticarse los rabos mutuamente. Expliqué al niño que los infelices roedores encontrarían actividades más dignas en los jardines del vecindario, pero tres días más tarde sentimos unos rasguños leves en la puerta y al abrirla vimos uno de ellos con las tripas al aire, mirándonos con ojos afiebrados y suplicando entrar con gorgoritos de agonizante. Willie levantó la rata en brazos y durante las próximas semanas dormimos con ella en la pieza, curándola con emplastos cicatrizantes y antibióticos, hasta que recuperó la salud. Al ver tantos cambios el búlgaro se largó en busca de un hogar más estable y, después de robarse el automóvil de su padre, el hijo mayor y su novia también desaparecieron. A Jason, que había pasado el último año reposando de día y festejando de noche, no le quedó más remedio que levantarse temprano, darse una ducha, ordenar su cuarto y partir a regañadientes al colegio.

Harleigh fue el único que aceptó mi presencia y toleró las nuevas reglas con buen humor porque por primera vez se sentía seguro y acompañado; tan contento estaba que con el tiempo perdonó la misteriosa desaparición de las mascotas y su arsenal de guerra.

Hasta entonces no había recibido ningún tipo de límites, se comportaba como un pequeño salvaje capaz de romper los vidrios a puñetazos en un ataque de rebeldía. Tan insondable era el hueco en su corazón que a cambio de suficiente cariño y chacota para llenarlo se dispuso a adoptar a esa madrastra extranjera, que había llegado a trastornar su casa y quitarle buena parte de la atención de su padre. Más de cuatro años de experiencia en el colegio de Caracas tratando con criaturas difíciles no me sirvieron de mucho con Harleigh, sus problemas superaban al más experto y su afán de molestar al más paciente, pero por suerte compartíamos una burlona simpatía, bastante parecida al cariño, que nos ayudó a soportarnos mutuamente.

—No tengo obligación de quererte —me dijo con una mueca desafiante a la semana de conocernos, cuando ya tenía claro que no sería fácil librarse de mí.

—Yo tampoco. Podemos hacer un esfuerzo y tratar de querernos, o simplemente convivimos con buena educación ¿qué prefieres?

—Tratemos de querernos.

—Bueno, y si no resulta, siempre nos queda el respeto.

El chiquillo cumplió su palabra. Por años puso a prueba mis nervios con una tenacidad inquebrantable, pero también se metía en mi cama para leer cuentos, me dedicaba sus mejores dibujos y ni siquiera en las peores pataletas perdió de vista el pacto de respeto mutuo. Entró en mi vida como otro hijo, tal como lo hizo Jason. Ahora son dos hombronazos, uno en la universidad y el otro terminando la escuela después de haber superado los traumas de su infancia, con quienes todavía peleo para que saquen la basura y hagan sus camas, pero somos buenos amigos y podemos reírnos de las tremendas escaramuzas del pasado. Hubo ocasiones en que el temor me derrotaba antes de comenzar el enfrentamiento y otras en que me sentía tan cansada que buscaba pretextos para no llegar a la casa.

En esos momentos recordaba la muletilla del tío Ramón: acuérdate que los otros tienen más miedo que tú, y volvía a la carga. Perdí todas las batallas con ellos, pero milagrosamente gané la guerra.

Ir a la siguiente página

Report Page