Pandemónium

Pandemónium


Acuerdo

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—Deja de preocuparte. —La voz suave de Niara me hace apartar la vista de la ventana de golpe.

El viejo hábito de siempre estar alerta aún no se marcha —pese a que ya han pasado casi siete meses— y casi me hace saltar a la defensiva, pero me obligo a relajarme en el asiento y cerrar los ojos cuando me doy cuenta de que es ella quien se acerca.

La bruja se sienta en la silla frente a la mía y me acerca una taza que contiene algo que huele a hierbabuena. Mis dedos fríos se envuelven alrededor de la porcelana caliente y le doy un sorbo pequeño al líquido humeante mientras ella murmura algo sobre la temperatura de la infusión y las propiedades del tipo de magia que utilizó para darme un poco de sopor sin dañar en lo absoluto al pequeño que cargo en el vientre.

Cuando dejo la taza sobre el alféizar de la ventana, me pongo las manos en la barriga y la froto con suavidad de manera distraída. Un hábito nuevo. Agradable.

—¿Qué crees que esté ocurriendo allá? —inquiero, con un hilo de voz, mientras una nueva oleada de ansiedad me embarga.

La criatura en mi interior se retuerce ante la fuerza de mis emociones y me obligo a tranquilizarme, pese a que no me sale muy bien.

Hacía tanto tiempo que no me sentía así de nerviosa, que ahora no sé cómo diablos manejarlo.

—Lo que debe ser. Nada más, Bess. —Niara suena contundente y eso hace que un nudo de emociones se me instale en la garganta.

Nunca se me ha dado bien eso de no hacer nada mientras las cosas pasan; pero, cuando Niara me regala una sonrisa tranquilizadora y coloca una de sus manos sobre mi rodilla, siento como si pudiese esperar un poco más.

No estoy muy segura, pero creo que está utilizando un poco de magia en mí, ya que la energía de los Estigmas —esa que, por alguna extraña razón, se quedó conmigo y dejó de hacerme daño luego de que Mikhail negoció con el Creador por mi vida—, por primera vez en meses, se remueve en mi interior.

Ella no parece notarlo… O, si lo nota, no me lo hace saber; ya que, mirándome a los ojos y con toda la tranquilidad del mundo, dice:

—Mikhail hará hasta lo imposible por mantenerlos a salvo. Lo sabes.

Lo sé. Por supuesto que lo sé…

… Ese es el maldito problema. Mikhail haría todo con tal de mantenerme a salvo; y más ahora que el concepto de «mantenerme a salvo» se ha convertido en no permitirme mover un solo músculo; como si no hubiese cerrado una condenada grieta al Inframundo. Como si estar embarazada fuese el equivalente a ser de cristal o algo por el estilo.

—Sí… —digo tras un suspiro irónico—. No sé si eso sea algo bueno en este caso.

Niara suelta una pequeña risa.

—Lo que trato de decir, es que Mikhail siempre encuentra la manera de salirse con la suya —dice una vez superado su ataque de risa y me guiña un ojo—. Obtuvo a la chica. —Me pone una mano en el estómago de manera cariñosa—. También obtendrá el «y vivieron felices por siempre».

Sonrío porque sé que, de alguna manera, tiene razón. Mikhail siempre encuentra el camino.

—Gracias por venir a acompañarme. —Le digo, mientras le tomo la mano y la aprieto de manera cariñosa.

—No agradezcas. —Sacude la cabeza—. Habrías hecho lo mismo por mí.

Asiento, segura de ello y ambas nos quedamos mirando hacia la ventana con aire pensativo.

La verdad de las cosas es que ninguno de nosotros sabe qué ocurrirá ahora que el Creador nos ha hecho saber que está enterado de mi embarazo. Me aterra la posibilidad de que el peor de los escenarios nos alcance; pero trato de no pensar mucho en ella.

Quiero pensar que el Creador lo tenía todo planeado. Después de todo, fue el embarazo lo que le permitió a mi cuerpo tener las energías para cerrar la grieta. De no haber sido por este pequeño, el desenlace habría sido diferente para todos nosotros.

Para toda la humanidad.

El malestar que me provoca el pensamiento hace que me remueva con incomodidad y que una maldición se me escape.

—Estoy muy nerviosa —mascullo al tiempo que me pongo de pie y me encamino hacia la salida de la estancia. Me detengo antes de abandonarla y regreso sobre mis pasos antes de detenerme frente a la ordenada fila de osos de peluche que Radha ha traído para la habitación del bebé. Tomo uno entre los dedos para juguetear con él.

—Deja de moverte. Me estás poniendo nerviosa a mí. —Niara se queja y le dedico una mirada venenosa.

Estoy a punto de replicar algo mordaz, cuando la voz en grito de Haru llega a nuestros oídos:

—¡Llegaron!

Niara y yo nos miramos durante una fracción de segundo antes de que, a toda velocidad, me encamine hacia la salida de la estancia.

Bajo las escaleras de madera de la casa que el gobierno de los Estados Unidos le dio a Mikhail como compensación por todo aquello que hizo en el Pandemónium, y salgo hacia el bosque que rodea la propiedad.

El frío me quema los pulmones cuando respiro las heladas ventiscas otoñales y me eriza la piel, pero eso no impide que avance a toda velocidad en dirección al claro en el que han aterrizado.

Haru —larguirucho y atlético— corre a grandes zancadas por delante de mí y mi corazón se salta un latido cuando la imagen de Mikhail —con sus impresionantes alas de plumas negras extendidas y esa armadura de guerrero que tenía muchísimo sin usar— me golpea de lleno.

Un nudo me atenaza el estómago cuando Haru lo abraza y Mikhail, en un gesto paternal, le pasa un brazo sobre los hombros y le despeina el cabello.

Pese al ademán tan casual, no puedo dejar de pensar en lo impresionante que luce con las alas extendidas.

He pasado los últimos seis meses de mi vida viéndolo hacer cosas tan mundanas —afeitarse la barba, llenarse de mugre arreglando algo en el garaje, tomar largos baños en la tina conmigo y el bebé—, que verlo de esta manera una vez más me provoca una oleada de sensaciones intensas y abrumadoras. Todas maravillosas. Todas apabullantes.

A su lado, Rael repliega sus alas, pero mi vista está fija en el —ahora— Ángel de la Muerte. Ese que alguna vez fue Miguel Arcángel y que, tan solo esta mañana, me preparó el desayuno; cual marido hacendoso.

Saber que el hombre con el que duermo todas las noches es la criatura más poderosa existente en el mundo me provoca un conflicto de lo más extraño.

Sus ojos se clavan en mí y me regala una sonrisa suave mientras se acerca a paso ligero. Yo dudo unos instantes antes de echarme a andar a paso rápido en su dirección.

Para cuando nos encontramos —a medio camino—, sus alas ya han regresado al lugar debajo de la piel de sus omóplatos; pero sigue luciendo igual de impresionante que siempre.

La tormenta grisácea y dorada de su mirada se clava en mí y me estudia a detalle mientras un escalofrío inevitable me recorre.

—Está helando y tú solo usas esto —me reprime, mientras toma entre sus dedos el material tejido del cárdigan que llevo puesto, y hago un ademán para restarle importancia.

—No está haciendo tanto frío —replico, para luego añadir—: ¿Qué pasó?

—Pequeña impaciente. —Se ríe y le dedico una mirada irritada.

—Mikhail…

—Vamos adentro y te cuento. De todos modos, es importante que estemos todos.

—¿Todos? —inquiero, mientras se abre paso hacia la casa—. ¿A qué te refieres con todos?

—Ya los he mandado llamar. Estarán aquí pronto —dice mirándome por encima del hombro, al tiempo que Haru parlotea en su lengua natal y le cuenta algo que no soy capaz de entender.

Pese a que su inglés ahora es más fluido, sigue prefiriendo el japonés cuando se trata de hablar con Miguel Arcángel… O cuando se trata de hablar de algo que lo entusiasma demasiado.

Un bufido indignado se me escapa, pero a Mikhail no parece importarle en lo absoluto mi incomodidad, ya que se adentra en la estancia sin siquiera dedicarme otra mirada.

Luego, una vez ahí, me hace una seña para que me acerque y me hace sentarme a su lado —mientras escucha a Haru— para después pasarme un brazo por encima de los hombros. Una punzada de irritación me embarga solo porque no puedo creer que espere a que me acurruque aquí, a su lado, cuando todavía no me ha dicho una mierda sobre lo que habló con el Creador acerca de nuestro hijo.

Porque no puedo creer que esté actuando como si hubiese llegado de alguna reunión con alguno de los mandatarios de algún país: tranquilo, como si tuviese la situación en control.

Con todo y eso, me obligo a quedarme aquí, sentada junto a él, porque sé que no hablará hasta que no estemos todos… Y eso quién sabe hasta qué hora será.

Pasa cerca de una hora antes de que la sala de nuestra casa contenga a una pequeña multitud.

Todos: Rael y Niara; Haru, Radha y Kendrew, —y con los padres de Kendrew; quienes, gracias al cielo, sobrevivieron a todo el caos—; Hank Saint Clair, Gabrielle Arcángel y su brigada personal y, una vez que estamos todos aquí reunidos, Mikhail se pone de pie y comienza a hablar:

—Agradezco muchísimo a todos el que hayan venido con tanta premura —dice mirándolos a todos—. Rael, Niara, gracias especiales a ustedes, que dejaron sus vacaciones y viajaron desde muy lejos para estar aquí esta mañana. —Rael sonríe y Niara nos guiña un ojo. Luego, los ojos de Mikhail pasan hacia otro punto de la estancia—. Gabrielle y Hank, que estaban encargándose de la grieta abierta en México. Gracias por venir hasta acá luego de un día de locos. —Ambos, serios y estoicos, asienten con amabilidad—. Señores Duncan —Mikhail se dirige a los padres de Kendrew—, gracias por venir aquí. Sé que esto de tener que vivir cerca de Bess y mío mientras los chicos aprenden a controlar su poder ha sido demasiado para ustedes, así que agradezco infinitamente que estén tratando de adaptarse a todos estos cambios.

Los padres del chico sonríen y dicen algo sobre estar agradecidos de tener a Kendrew, Radha y Haru bajo su tutela.

Debo admitir que, al principio, no estaba segura de que Radha y Haru quedándose con ellos fuese la mejor de las opciones; pero, al final, ninguno de los tres quería separarse y los señores Duncan estaban en la disposición de recibirlos con los brazos abiertos en una casa tan cercana —a apenas dos kilómetros de la nuestra—, que no nos quedó más remedio que permitirles estar juntos, como siempre lo han hecho.

—Como todos ustedes saben, hoy tuve una reunión con el Creador para hablar acerca de mi hijo. —Me mira—. Nuestro hijo. —El silencio expectante llena la estancia cuando termina de pronunciar aquello, pero no lo rompe de inmediato. Deja que sus palabras se asienten en el ambiente para luego continuar—: Como esperábamos que sucediera, no está feliz con su existencia. Cree que es una criatura capaz de afectar el orden de las cosas y que es un riesgo innecesario.

Un nudo de impotencia se me instala en la garganta y, de pronto, un miedo enfermizo me corre por las venas.

Silencio.

—Pero, contra todo pronóstico, me hizo una propuesta —dice, al cabo de unos instantes y el terror se mezcla con incertidumbre y confusión.

—¿Qué?

—Él me conoce. Sabe qué clase de criatura creó. Sabe que no voy a permitir que se acerque a mi hijo sin antes darle la batalla de su vida; es por eso que me hizo una propuesta. —Hace una pausa para mirarme fijo, como si lo siguiente que fuera a pronunciar fuese solo para mí—: Una que podemos rechazar de no parecernos conveniente.

El aliento me falta, pero me obligo a escuchar con atención.

—El Creador necesita un Guardián —dice—. Un protector del equilibrio entre el mundo energético y el mundo terrenal. Alguien capaz de controlar el poder de las Líneas Ley y proteger a la humanidad de cualquier amenaza que trate de salir de las Líneas corrompidas. Esas que están dañadas más allá de la reparación.

—Pero los Guardianes ya existen —Niara replica—. Ya había alguien, antes de todo esto, que se dedicaba a mantener el equilibro del mundo energético y el terrenal.

—Lo sé —Mikhail asiente—, y el Creador lo sabe. Es solo que ahora quiere que nosotros… todos nosotros… nos hagamos cargo de ello. —Me mira a los ojos—. Quiere que nuestro hijo sea ese Guardián. Que nuestra descendencia, la de ustedes —mira a Rael y a Niara un segundo, y luego mira a los tres niños—, la de ellos, sea quien se encargue de mantener a la humanidad a salvo ahora que todo ha cambiado.

El silencio que le sigue a sus palabras es tenso y tirante.

—Quiere que entrenemos a nuestros hijos, a los hijos de nuestros hijos, y a los que siguen de ellos, como guerreros capaces de luchar contra cualquier clase de amenaza a su creación. Contra el equilibrio de este delicado ecosistema suyo.

Los ojos de Mikhail se clavan en los míos.

Sé que está extendiéndonos a todos la propuesta, pero también sé que es mi respuesta la única que le importa. Sé que, si yo me niego a aceptar, él le declarará la guerra al Creador. Irá en contra de todos y de todo con tal de mantenerlo alejado de nosotros. De nuestro hijo.

Una punzada de terror me llena el cuerpo ante la perspectiva de volver a pelear.

Estoy cansada de pelear. Y, al mismo tiempo, tan asustada de la perspectiva de tener que enseñar a mi hijo a hacerlo.

—Siempre podemos decir que no, Cielo —dice en voz baja sin importarle que todo el mundo esté aquí y aprieto la mandíbula.

—No me gusta —admito con un hilo de voz.

—A mí tampoco —dice, asintiendo en acuerdo—, pero podría ser la única manera de traer algo de paz para nosotros.

Cierro los ojos con fuerza.

—Si decides aceptar, Bess —Rael habla—, prometo que nos asentaremos cerca de ustedes. —Habla por él y por Niara—. Vamos a entrenar a su hijo para que nunca nada malo pueda pasarle. Y vamos a acompañarlo en su tarea. Hablo en nombre de nosotros —señala a Niara, quien entrelaza sus dedos con él en señal de solidaridad—, y de la Legión.

El pecho se me calienta debido a la emoción tan grande que me embarga.

—Nosotros también estaremos al servicio del hijo del Ángel de la Muerte si así se requiere. —Gabrielle habla por ella y su brigada, y un nudo se posa en mi garganta.

—Nosotros estamos dispuestos a acatar lo que sea necesario si eso garantiza que los niños serán libres de tener una vida larga y próspera —dice la madre de Kendrew, hablando por ella y por su esposo.

Finalmente, Mikhail clava sus ojos en los míos.

—¿Qué dices, Cielo?

Me muerdo el labio inferior.

—Vas a cuidarlo siempre, ¿no es así? —Mi voz suena temblorosa y agobiada.

—A él y a todos los que vengan después de él. Sus descendientes. El resto de la eternidad.

Un suspiro tembloroso se me escapa, al tiempo que me pongo una mano en el vientre de manera instintiva.

—De acuerdo, entonces —digo, pese a que la idea no me encanta—. Hagámoslo.

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