Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 1

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Durante un doloroso instante, no puedo ver nada.

Soy cegada por una luz que parece inundar cada espacio, cada diminuto recoveco del lugar en el que me encuentro, y tengo que parpadear varias veces para acostumbrarme a ella. Cuando finalmente soy capaz de ver algo, me doy cuenta de que, en realidad, la luz no viene de algún punto en específico, sino que este lugar es la luz. Un inmenso y abrumador lugar que no tiene inicio o fin y que no es otra cosa más que un lugar blanco en su totalidad. Uno en el que no hay suelo, pero soy capaz de mantenerme en pie; en el que no hay paredes, ni sonidos, ni otra cosa más que absoluta y total… nada.

No hay otro modo en el que pueda describirlo: se siente como si habitase en la nada. Como si el mundo entero fuera esta vasta extensión de silencio y soledad.

Barro la vista por todo el espacio y giro sobre mi eje solo para comprobar que me encuentro sola y, justo cuando vuelvo a la posición inicial, me percato del punto oscuro que ha aparecido en la lejanía.

Mi estómago cae en picada en el instante en el que lo hago. De alguna manera sé que esa pequeña figura no pertenece aquí. Que no debería estar en este lugar.

Frunzo el ceño, al tiempo que entorno los ojos para intentar enfocar a lo que sea que se ha aparecido allá, a —lo que parecen— muchos metros de distancia de donde me encuentro.

—¿Hola? —El eco de mi voz reverbera en todo el espacio y regresa con fuerza, como si hubiese rebotado en todos los rincones del gigantesco lugar para llegar a mí de nuevo.

Doy un paso.

El suelo helado me llena las plantas de los pies descalzos y me sobresalta la sensación. De cualquier modo, me obligo a tragarme la sorpresa y me paro sobre mis puntas antes de dar un paso más.

—¿Quién anda ahí? —digo, al tiempo que trato de acortar la distancia inmensa que me separa del bulto oscuro.

Un pequeño toque en el hombro hace que me gire con brusquedad para encarar a quien sea que me ha puesto una mano encima, pero cuando lo hago, no soy capaz de ver a nadie.

«¿Qué demonios?».

Una punzada de ansiedad me atraviesa el estómago, pero me las arreglo para empujarla lejos antes de girarme sobre los talones para volver a encarar a la figura lejana. En el instante en el que lo hago, la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies.

La silueta ha desaparecido.

—Tú no tienes la culpa de nada, ¿sabes? —La voz que me susurra en el oído hace que los vellos de la nuca se me ericen del horror y giro una vez más solo para encontrarme de lleno con un rostro familiar.

La piel morena de la chica delante de mí y su cabello rizado y alborotado no hacen más que ponerme un nudo en la garganta.

—Daialee… —mi voz es apenas un susurro aliviado. Un murmullo anhelante.

La chica sonríe.

—Bess, todo estará bien —me dice, en tono apacible, y el nudo en mi tráquea se aprieta.

—Daialee, ¿cómo…? —No puedo terminar la oración. No puedo hacer otra cosa más que sentir cómo los ojos se me llenan de lágrimas y cómo el nudo de culpabilidad —ese que no ha desaparecido de mi pecho desde que ella se marchó— se aprieta con violencia.

Me guiña un ojo.

—Tienes que confiar —dice—. Todo estará bien.

Quiero arrodillarme ante ella y pedirle perdón. Quiero cerrar mis brazos sobre su cuerpo e implorarle que me disculpe por toda la destrucción que traje a su vida; pero, justo cuando trato de dar un paso para abrazarla, desaparece.

—¡Daialee! —grito, pero el sonido de mi voz regresa luego de rebotar por todo el espacio.

Ansiosa y desesperada giro en un círculo, pero Daialee no está. Mi amiga se ha ido.

Empiezo a correr sin rumbo fijo.

—¡Daialee! —grito, de nuevo; y, esta vez, el sonido que me abandona se quiebra gracias a las inmensas ganas que tengo de llorar.

—Bess, todo va a estar bien. —La voz de mi amiga retumba en todos lados y yo la llamo a gritos una vez más.

—¡¿Daialee, dónde estás?! —La desesperación acompaña mis lágrimas ansiosas y desesperadas.

—Bess, no nos queda mucho tiempo. Solo recuerda que tienes que preguntarle al Arcángel acerca de…

El sonido de un golpe sordo me hace abrir los ojos de manera abrupta. La confusión y el aturdimiento no hacen más que invadirme el cuerpo y llenarme el pecho de una emoción extraña. De un vacío familiar y desconocido al mismo tiempo.

Algo tira de mi pecho.

El corazón me late a toda velocidad, tengo la cara húmeda debido a lágrimas que ni siquiera sabía que estaba derramando y mi respiración es dificultosa.

Parpadeo un par de veces.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que la angustia disminuya un poco y empiece a ser consciente de lo que me rodea. Tampoco estoy muy segura del motivo de la opresión que siento en el pecho; pero, cuando todo empieza a tomar forma, el alivio me invade.

Estoy en mi habitación. En esa que se encuentra en la casa de un pequeño pueblo de Carolina del Norte.

Mis pulmones se llenan de aire en el momento en el que me percato de que todo lo anterior ha sido solo un sueño, pero la sensación de agobio que me ha dejado no se marcha. Al contrario, se aferra a mis huesos con fuerza y me inunda el estómago de una sensación ansiosa y extraña.

Cierro los ojos y siento cómo la humedad de las pestañas me moja los párpados, pero trato de no concentrarme en eso. Al contrario, trato de inhalar profundo para eliminar la sensación de incomodidad que se ha arraigado en mis venas.

Otra pequeña y dolorosa sensación me invade el cuerpo.

Hay algo extraño en este lugar. Puedo percibirlo. Puedo… sentirlo.

«Pero ¿Qué es?».

El sonido de antes regresa, y es hasta ese entonces que me doy cuenta de que se trata de la puerta siendo golpeada.

Trato de incorporarme. Mi cuerpo entero se queja en el instante en el que lo hago, pero lo ignoro mientras me acomodo entre las almohadas y edredones para echarle un vistazo a la estancia.

Aún me siento aturdida. Aún me siento agitada y angustiada por lo que el sueño dejó en mí; pero a pesar de eso, la extraña sensación de protección que me embarga cuando echo un vistazo alrededor es casi tan grande como la incomodidad que me provoca saber que allá afuera, en el exterior, el mundo ha cambiado por completo.

Han pasado ya dos semanas desde que el mundo entero se enteró de la existencia de las criaturas celestiales e infernales. Han pasado dos semanas desde que viajé a Los Ángeles, California a intentar detener la locura en la que se había convertido el mundo; y han pasado tantas cosas desde entonces, que se siente como si mi existencia entera —la de todo el mundo— se hubiese transformado en un sueño. Un sueño —que más bien se siente como pesadilla— en el que el caos reina y la gente teme por sus vidas.

Luego de lo que pasó con Amon y Mikhail en el techo de aquel edificio del que me lancé con la intención de acabar con todo, las cosas dieron un giro muy… interesante… Por llamarlo de alguna manera.

La Legión de ángeles que había tomado posesión de una de las ciudades más importantes del país, luego de que Mikhail tomara su mando, combatió y desterró a una horda de demonios que escapó del Inframundo. La misma que estuvo dispuesta a declararle la guerra a las tropas celestiales.

Todos creímos, cuando esto ocurrió, que las cosas se detendrían; pero no fue así. Para el Supremo, los Príncipes y los demonios, la traición de Mikhail hacia su pueblo no fue otra cosa más que una falta grave al tratado de paz que se pactó hace eones. No fue otra cosa más que una declaración de guerra en la que la tierra se convirtió en el campo de batalla.

Cientos de disturbios e invasiones empezaron a darse en todas las ciudades importantes del mundo; provocando así el pánico total. El cambio de la humanidad como la conocemos.

Según los noticieros internacionales, las fuerzas militares de todos los países afectados intentaron combatir por sus propios medios a los demonios que los invadían, pero lo único que consiguieron, fue enfurecerlos más. Fue desafiar su poder.

La situación delicada que se ha desatado entre la milicia angelical tampoco ha ayudado al caos que reina en el mundo, ya que no todos confían en Mikhail. Ya que, la mitad de aquellos que alguna vez confiaron en él, se rehúsan a seguir sus órdenes.

Según la poca información que le he arrancado a Rael, para gran parte de ellos, al no ser un ángel completamente, no es más que una aberración. Una vergüenza. Una criatura que no merece el puesto de General del Ejército del Creador. La otra mitad de La Legión —esa que ha decidido darle el beneficio de la duda— tampoco está muy convencida de que Mikhail sea la persona adecuada para guiarles en la batalla.

Así pues, con escepticismo, los pocos ángeles que han decidido creer en quien alguna vez fue Miguel Arcángel, han intentado controlar el caos en el que se ha sumido el planeta sin conseguirlo del todo. Han intentado mantener a raya al ejército brutal e implacable que lideran los seis Príncipes del Infierno que restan.

No voy a mentir y decir que la situación es muy alentadora, porque la realidad es otra. Porque el daño ya ha sido hecho y la humanidad ha sido testigo de cosas que jamás podrá olvidar.

El caos que se ha desatado desde que comenzaron los ataques, no ha hecho más que incrementar día con día. La gente de las grandes ciudades está huyendo a las provincias, la comida ha empezado a escasear, la electricidad es un lujo que solo puede darse la gente de los pueblos pequeños y, aun así, a veces es intermitente; las comunicaciones son cada vez más difíciles y escasas, y el único medio relativamente estable que hemos tenido para mantenernos enterados de lo que está ocurriendo es la radio.

Aquí, en Bailey, nadie quiere salir de sus casas. Los supermercados han sido saqueados casi en su totalidad; pero a pesar de eso, entre toda la comunidad —aquellos que no se han marchado a otras ciudades con sus familias—, se ha armado un plan de contingencia por si, en algún momento, la pequeña ciudad es atacada.

En lo que a las brujas y a mí respecta, nos la hemos apañado con todo aquello con lo que los ángeles que Mikhail dejó para custodiarnos —Rael entre ellos—, nos han provisto.

No nos dejan asomar las narices fuera de la casa en la que habitamos y la información que tenemos del exterior y de todo lo que está pasando la obtenemos —a regañadientes— de ellos; pero ni siquiera ellos saben demasiado al respecto, ya que no están allá para verlo. Lo poco que han ido averiguando, ha sido gracias al enlace que poseen y a la información que han traído otros ángeles mensajeros.

Lo último que supimos sobre la Legión, fue que estaban en una ciudad europea, tratando de detener la destrucción que uno de los Príncipes del Infierno inició. Supimos, además, que las fuerzas militares de un montón de países han comenzado a atacar a ángeles y demonios por igual.

Desde entonces, lo único que hemos obtenido es silencio. Total, y absoluto silencio.

Eso está volviéndome loca.

No he sabido absolutamente nada de Mikhail desde lo ocurrido en la azotea del edificio. De hecho, ni siquiera lo he visto; y desde aquello han pasado ya dos semanas.

Sé, sin embargo, que las posibilidades que tengo de volver a verlo son casi nulas. Niara lo oyó de boca de Rael, mientras escuchaba a hurtadillas una conversación entre él y otro de los ángeles que flanquea nuestra casa; y él mismo se encargó de confirmármelo cuando le pregunté por su paradero.

Según lo que me dijo, Mikhail le confesó que no tenía el valor de venir a enfrentarme y que, por más que trató de convencerlo de venir a aclarar todo conmigo, no lo consiguió. Al parecer, la vergüenza que siente es lo suficientemente poderosa como para haberlo hecho decidir no volver a molestarme. No volver a torturarme con su presencia.

No sé cómo me siento al respecto, pero en definitiva, no es satisfecha. A estas alturas, ni siquiera sé si puedo comprenderlo. Si soy capaz de encontrarle lógica a la cobardía que siente de enfrentarme, y a su entereza para combatir contra una legión completa de demonios enfurecidos. No soy capaz de entender cómo maquina su mente, que le hace imposible venir a darle la cara a una chica a la que utilizó, pero le permite arriesgar la vida para intentar detener una guerra.

Así pues, en medio de todo este desastre, no he dejado de insistirle al ángel de los ojos amarillos que trate de convencer a Mikhail de venir a hablar conmigo. Sé que es egoísta de mi parte tratar de hacer que venga a verme cuando la tierra está en una situación tan crítica, pero es que necesito tanto verlo. Necesito tanto cuestionarle todo aquello que me aqueja.

Si pudiese tenerlo aquí, frente a mí, le haría preguntas. Le haría tantos cuestionamientos como me fuesen posibles, para así poder decidir si es bueno o no depositar todas nuestras esperanzas en él.

Hace apenas unos días conseguí que Rael accediera a enviar a alguien en busca de Mikhail; pero incluso con eso, me dijo que no me ilusionara demasiado. Que el demonio —o arcángel. O lo que sea que es ahora mismo— está decidido a mantenerme alejada de él y de toda la destrucción que se ha desatado.

Lo cierto es que tampoco sé si confiar en él es lo correcto o lo más inteligente. Tampoco he tenido mucho tiempo para analizarlo, ya que Rael, Niara, Dinora y Zianya se han encargado de mantenerme distraída y ocupada —dentro de lo que mi cuerpo magullado permite.

Todavía no sabemos el motivo por el cuál sigo viva. Según lo que nos había dicho Ashrail, era muy probable que yo terminara muerta una vez que la parte angelical de Mikhail me abandonara, ya que esta era la que me proveía de energía para contrarrestar la naturaleza destructiva de los Estigmas; pero, ahora que la energía celestial me ha abandonado, las posibilidades se han abierto y expandido.

Aún no tenemos idea de qué es lo que ha impedido que los Estigmas me consuman. Niara y Rael creen que es debido al lazo que comparto con Mikhail. Que, de alguna manera, ese lazo me provee de la fuerza necesaria para no sucumbir ante la destrucción que llevo dentro; pese a eso, aún no tenemos la certeza de ello.

No voy a mentir y decir que todo sigue igual que cuando la parte angelical habitaba en mí, porque eso no podría estar más lejos de la realidad. Claro que he resentido su falta, al grado de que, las heridas que me habrían tomado días en sanar, ahora están tomando semanas.

Los surcos en mis muñecas han tenido que recibir más atención y he necesitado más descanso del que estaba acostumbrada a tener cuando algo malo me ocurría.

El golpeteo en la puerta es ahora más insistente que antes y me trae de vuelta a la realidad. Mis ojos viajan hacia la madera vieja, pero sigo sin poder espabilar del todo.

«¿Qué es eso que se siente allá afuera?», me susurra el subconsciente y trato de enfocar la atención en todo esto que siento.

Al principio, es solo un zumbido bajo, profundo y extraño; pero conforme le pongo atención, empiezo a ser consciente del rumor denso que ha comenzado a llenar todo el ambiente y de la extraña sensación que me llena el pecho y que nada tiene que ver con los restos de agitación que dejó aquel sueño en mí.

Mi ceño se frunce en confusión.

—¿Bess? —La voz de Rael llega a mí desde el otro lado de la estancia, pero sigo concentrada en la energía oscura y cálida de la que apenas estoy percatándome—. ¿Bess, estás ahí?

No respondo.

No puedo hacerlo. Solo puedo tratar de descifrar de dónde diablos proviene esa energía. Ese extraño calor…

La puerta es aporreada ahora y el sonido me hace pegar un salto de la impresión en mi lugar.

—Bess, voy a entrar si no me respondes —Rael suena preocupado ahora.

—Pasa —digo, en voz baja y, a pesar de que acabo de despertar, sueno agotada. Cansada por sobre todas las cosas.

La madera se abre por las bisagras y aparece en mi campo de visión el ángel que ha estado cuidando de mí las últimas semanas —los últimos años.

El gesto contrariado que lleva en el rostro no me pasa desapercibido.

—¿Por qué diablos no contestabas? Empezaba a preocuparme —inquiere con irritación y una sonrisa suave e irritada se desliza en mis labios.

—Estaba dormida —digo—. ¿Qué hora es?

El gesto de Rael pasa de la molestia a la vergüenza.

—A veces olvido que ustedes los humanos tienen necesidades diferentes a las nuestras —masculla—. No es muy temprano, si sirve de consuelo. Son las siete de la mañana. Está amaneciendo apenas.

—¡Que no es muy temprano, dices! —exclamo, con fingida indignación, al tiempo que reprimo una sonrisa—. ¡Son las siete de la madrugada! —Hago énfasis en la palabra «madrugada» solo para hacerle sentir un poco más culpable y él aprieta la mandíbula—. ¿Qué ha hecho que vengas a despertarme tan temprano? —digo, a manera de reproche y él hace un mohín.

—Lo lamento. —Sacude la cabeza en una negativa—. Lo que pasa es que no me di cuenta de la hora. Yo…

Hago un gesto desdeñoso con la mano y, con el mero movimiento, la muñeca —el lugar donde se encuentra uno de mis Estigmas— me duele. Me escuece y me arde.

—Al grano, Rael. —Trato de sonar resuelta y juguetona, pero aún no logro deshacerme de la sensación incómoda que me provocó el sueño que acabo de tener—. ¿Qué pasa?

El ángel se pasa la mano por los cabellos castaños y se los echa hacia atrás, antes de mirarme con gesto contrariado. Su expresión es tan aprehensiva ahora, que no puedo evitar sentirme curiosa y ansiosa.

—Rael, si no me dices qué está pasando, te juro por Dios que…

—Mikhail está aquí —me interrumpe y las palabras mueren en mi boca.

Siento cómo la sangre se me agolpa en los pies en el instante en el que el ángel termina de hablar, y el corazón acelera su marcha en una fracción de segundo.

—¿Qué? —digo, casi sin aliento.

—Quiere verte.

Una negativa me sacude la cabeza, pero sigo sin poder ponerle un orden a la maraña inmensa de sensaciones y pensamientos que colisionan entre sí en mi interior.

«Así que eso era…», susurra la vocecilla en mi cabeza, refiriéndose a la energía extraña que percibí hace apenas unos instantes.

—¡Pero tú me dijiste que no iba a volver por aquí nunca! —exclamo, en un tono de voz tan agudo que no lo reconozco como mío.

—¿Y qué quieres que te diga? —Es su turno de negar—. No tengo idea de cómo maquina su cabeza, pero vino. Eso era lo que querías, ¿no es así?

—Sí, pero…

Los ojos de Rael se entornan.

—¿Te estás acobardando, Annelise?

—¡Por supuesto que no! —chillo con indignación, pero el pánico ha empezado a crepitar por mi sistema—. Es solo que creí que no vendría nunca. Tú mismo me dijiste que no guardara muchas esperanzas al respecto.

—Pero vino. Está aquí y quiere verte. ¿Le digo que pase?

—¡No! —exclamo, horrorizada y aterrorizada—. ¿Te ha dicho a qué ha venido o por qué quiere verme? Algo tiene que estar ocurriendo para que quiera enfrentarse a mí luego de haberme rehuido durante todo este tiempo.

El ángel de los ojos amarillos me regala una negativa.

—No lo sé —dice—. No ha dicho ni una sola palabra al respecto. Llegaron él y dos más, y lo primero que hizo fue pedirle a Arael que dejara su guardia para que fuera a buscarme. Cuando me tuvo cara a cara y le pregunté si algo iba mal, se limitó a preguntarme si estabas despierta.

Una punzada de terror se mezcla con la confusión que se ha apoderado de mi sistema y me aferro a ella. Me aferro porque no estoy lista para sentir otra cosa todavía. Porque no estoy lista para verlo aún.

—Dile que no quiero verlo —digo y sueno más asustada de lo que me gustaría.

—¿Qué? —Rael suelta, incrédulo—. ¡Pero si hace dos semanas exigías que uno de nosotros fuera a buscarle para que viniera! ¡¿Tratas de enloquecerme?!

—No estoy lista para hablar con él. —Sé que sueno patética. Sé que fui yo la que dijo que quería verlo en primer lugar, pero no puedo obligarme a mí misma a enfrentarlo todavía—. No estoy en condiciones de hacerlo. Dile que no quiero verlo.

La mandíbula de Rael se aprieta en el momento en el que suelto las palabras, pero no refuta nada más. Se limita a asentir con dureza antes de abandonar la habitación.

Cuando la puerta se cierra detrás de él, me arrepiento. Me arrepiento por completo de haberme negado la oportunidad de tener un cierre. De enfrentarme a Mikhail de una vez por todas.

«Tienes que hablar con él», me susurra la voz en mi cabeza. «No puedes dejar las cosas así, Bess. Tienes que aclarar todas tus dudas respecto a lo que pasó en aquel edificio. Tienes que saber qué diablos fue lo que ocurrió y en qué posición nos deja el hecho de que Ashrail está muerto. El mismísimo Ángel de la Muerte, está muerto. Tienes que preguntarle qué, de todo lo que dijo Amon, es verdad. Por mucho miedo que te dé enterarte de la verdad, tienes que hacerlo».

Cierro los ojos con fuerza.

Una palabrota se construye en la punta de mi lengua, pero la reprimo mientras aparto las cobijas que me rodean y trato —con mucho esfuerzo— de bajar de la cama.

Aprieto la mandíbula cuando apoyo el peso en mis piernas, y las rodillas me fallan. Un sonido ahogado se me escapa cuando la debilidad me alcanza y caigo al suelo con estrépito.

Un escalofrío de puro dolor me recorre el cuerpo cuando la piel hecha jirones de mi espalda se remueve con el impacto.

Me muerdo la parte interna de la mejilla para no gritar, los ojos se llenan de lágrimas y aprieto entre los dedos una de las cobijas que he arrastrado al suelo durante mi caída, mientras trato, desesperadamente, de no echarme a llorar.

La puerta de la habitación se abre de golpe y la oleada de energía que me azota los sentidos me aturde unos instantes.

Mi atención viaja de manera inmediata hacia la entrada y, a pesar de que el cabello me cae como cortina oscura sobre la cara, soy capaz de verlo.

Lleva una armadura plateada que le abraza el torso de una manera naturalmente imposible, unas hombreras que parecen hechas de los materiales más resistentes en el mundo y que le hacen ver más anguloso de lo que en realidad es. Por la espalda, justo por un lado de su cabeza, sobresale la empuñadura de una espada y lleva el cabello, negro como la noche, alborotado y deshecho; la piel ligeramente oscurecida, como si hubiese pasado un largo rato bajo el sol abrasador y la mirada enmarcada por un ceño profundo.

Luce más imponente de lo que recuerdo. Sus facciones, de hecho, lucen más afiladas y oblicuas que nunca y, por un momento, no soy capaz de reconocerlo.

De ver, entre las capas y capas de dureza que se ha echado encima, al chico que conocí.

Su mandíbula angulosa se aprieta en el instante en el que me mira aquí, tirada en el suelo, pero no se mueve. Solo me observa con esos impresionantes ojos grises con destellos dorados que tiene. No hace nada más que absorber la imagen que se despliega delante de él.

Entonces, cuando parece superar el pequeño momento de impresión, empieza a acercarse.

—Bess… —Mi nombre en sus labios —en su ronca y profunda voz— envía un estremecimiento por mi columna, pero los Estigmas, que hasta ahora se habían mantenido tranquilos, le sisean. Le reclaman y me exigen que acabe con él.

Sin que pueda controlarlos, los hilos se despliegan a toda velocidad y lo empujan con tanta fuerza, que todos los muebles a mi alrededor —la cama, la mesa de noche, la silla de escritorio— se recorren unos cuantos pasos debido a la onda expansiva de su ataque. Ataque que, por supuesto, no ha hecho más que detener el andar apresurado de Mikhail.

—No te acerques —exijo, con la voz rota por las emociones que, sin más, han empezado a apoderarse de mi sistema: rencor, resentimiento, dolor…

Mikhail no se mueve.

—Bess, déjame ayudarte.

Sin darme tiempo de nada, los Estigmas se envuelven alrededor de la criatura frente a mí —provocándome una oleada intensa de dolor— y lo empujan con más fuerza que antes. Esta vez, consiguen que Mikhail retroceda unos centímetros antes de que él, haciendo uso del lazo que nos une, tire de mí con fuerza para contenerme.

La debilidad hace que los Estigmas cedan su agarre y se retraigan —furiosos y rencorosos— en mi interior, no sin dejarme jadeante y temblorosa. Entonces, cuando me doy cuenta de que aún están demasiado débiles como para seguir atacando, afianzo la cuerda que me une a Mikhail y tiro de ella para hacerle saber que no voy a ceder.

—No te me acerques —digo, en voz es baja, pero la determinación en mi tono es palpable.

La expresión que se apodera de su rostro está a la mitad del camino entre el horror y el orgullo, pero no dice nada. Se limita a acercarse a paso cauteloso pero decidido, antes de intentar levantarme del suelo.

Yo me resisto y forcejeo, pero el dolor que me embarga es tanto, que termino permitiéndole que me lleve en brazos, y me haga sentir débil y vulnerable mientras me deposita con cuidado sobre la cama.

—Ya puedes irte —escupo con toda la frialdad y el veneno que puedo imprimir en la voz. Ni siquiera lo miro mientras hablo. Ni siquiera sé por qué, de pronto, me siento así de enojada.

El silencio que le sigue a mis palabras no hace más que incrementar la ansiedad que ha empezado a crepitarme sobre los huesos.

—Bess, vine hasta aquí porque tú lo pediste. —La voz de Mikhail es un mar de calma y paciencia, y eso solo me hace querer gritar de la frustración—. No voy a irme, así como así.

Cierro los ojos y me obligo a tomar una inspiración profunda. Las ganas que tengo de pedirle que se marche una vez más, son casi tan grandes como la sensación de bochorno que me provoca mi actitud.

No sé por qué me siento de esta manera. Al final del día, fui yo quien le pidió que viniera a hablar conmigo. Fui yo quien exigió su presencia en este lugar. ¿Por qué se me hace tan difícil hablar con él ahora?

Abro los ojos. Cuando lo hago, miro de reojo hacia el lugar donde la criatura en la habitación se ha instalado, y no me pasa desapercibido el hecho de que se ha acomodado a una distancia prudente.

La mirada dura de Mikhail se clava en mí durante un largo momento antes de que me atreva a encararlo de lleno. Un nudo de pura ansiedad se me instala en la boca del estómago en el proceso.

No dice nada. Se queda ahí, quieto, con los ojos fijos en los míos y la expresión seria. Hay una duda extraña en su mirada. Un brillo cauteloso que no hace más que alzar los muros defensivos que he empezado a construir alrededor de mi corazón.

—¿Cómo estás? —La pregunta me sale hosca y brusca de los labios, pero no puedo evitarla. No puedo detenerla, porque realmente quiero saber cómo está. Porque de verdad necesito escuchar de sus labios que se encuentra bien.

El cuestionamiento parece tomarlo por sorpresa.

—Bess —dice, con tacto—, he volado desde el otro lado del mundo para hablar contigo. ¿Estás segura de que eso es lo que quieres preguntarme?

—¿Qué quieres que te pregunte, entonces? —refuto, presa de un arranque nacido del enojo y la frustración—. ¿Sobre lo que pasó en la azotea del edificio en Los Ángeles? ¿Sobre la forma en la que Amon mató a Ashrail? ¿Sobre la manera en la que nos engañaste a todos haciéndonos creer que estabas de nuestro lado?

Dolor crudo e intenso se apodera de sus facciones y me arrepiento de inmediato de haber soltado todo de esa manera. A pesar de eso, Mikhail cuadra los hombros ligeramente y, con las facciones endurecidas, empieza:

—Lo que pasó en la azotea fue la consecuencia de una decisión que tomé cegado por la ambición. —La manera en la que arranca las palabras de sus labios es dolorosa—. No voy a intentar justificar lo que hice diciendo que era un demonio cuando tomé la decisión de jugar el mismo juego que Amon, porque la realidad es que, para ese momento, yo ya empezaba a recordarte. No hay pretexto alguno que valga. Lo único que sí puedo decirte es que me arrepiento de haberlo hecho. De haber participado en esa locura. —Hace una pequeña pausa—. Sé que lo que hice no tiene perdón alguno. Que me aproveché de la buena voluntad de todo el mundo; en especial, de la tuya. Tomé ventaja de los sentimientos que sabía que tenías por mí y te utilicé. —Niega con la cabeza, al tiempo que desvía la mirada—. Y eso nunca voy a perdonármelo.

El nudo que tengo en la garganta es tan intenso ahora, que tengo que tragar un par de veces para deshacerlo un poco.

—Entonces, todo lo que dijo Amon era cierto… —La voz me sale en un susurro tembloroso.

No sé por qué me duele tanto. Supongo que una parte de mí esperaba que todo fuese una mentira. Que todo aquello que el Príncipe dijo no fuera más que una treta para ponerme en contra de Mikhail.

Un par de intensos e impresionantes ojos grises —blancos. Dorados. No lo sé— se posan en mí.

—Absolutamente todo. —Mikhail asiente y las lágrimas me inundan la mirada.

—Dejaste que Amon asesinara a Ashrail —reprocho, con un hilo de voz.

Mikhail asiente una vez más, sin pronunciar una sola palabra.

—Permitiste que Ash arrancara tu parte angelical de mí para luego dejarle morir a manos de Amon. —La ira hace que mi voz tiemble ligeramente y él vuelve a asentir.

Esta vez, el dolor y el arrepentimiento le endurecen el rostro.

—Permitiste que creyera que sentías algo por mí. —Esta vez, cuando hablo, un par de lágrimas traicioneras se deslizan por mis mejillas y él aprieta la mandíbula.

—Si lo hacía —dice, al tiempo que da un paso en mi dirección—. Si lo hago.

Niego con la cabeza, al tiempo que me limpio la humedad de las mejillas con las puntas de los dedos.

—No te creo. —Sueno cruel, pero no puedo evitarlo. No puedo hacer nada más que dejar ir la cantidad inmensa de resentimiento y dolor que me escuece el pecho.

—Bess, no puedo cambiar lo que hice —dice, en un susurro ronco—. No puedo regresar el tiempo y evitar lo que pasó. Por más que me gustaría, no puedo hacerlo… Y es algo con lo que voy a tener que vivir el resto de mi existencia. —Niega con la cabeza—. Ni siquiera tengo cara suficiente para disculparme contigo, porque sé que el daño que te hice es irreparable; pero quiero que sepas que voy a hacer todo lo que esté en mis manos para arreglarlo. Para solucionar toda la mierda que empecé. Así sea lo último que haga.

—¿Cómo demonios sé que estás diciendo la verdad? ¿Quién nos garantiza que no vas a traicionarnos?

Mikhail guarda silencio y es todo lo que necesito para saber la respuesta implícita en él. Esa que dice que no hay manera de averiguar si sus intenciones son buenas o no. Si va a ayudarnos o va a utilizarnos una vez más.

Desvío la mirada.

—Lo siento —musita, pero eso solo consigue que la desesperación incremente.

Tomo un par de inspiraciones profundas, mientras trato de ordenar la información en mi cabeza para así poder continuar.

—¿Qué va a pasar ahora que Ashrail ha…? —No puedo completar la pregunta. La sola idea de pronunciar esa palabra en voz alta, lo hace más real que nunca.

Mikhail toma una inspiración profunda.

—Alguien tomará su lugar.

—¿Quién?

—Aún no lo sé. —Se encoge de hombros—. No es algo que yo decida.

Sacudo la cabeza.

—No lo entiendo —digo, presa de una confusión frustrante—. Los espíritus me dijeron una vez que los demonios no pueden morir. Que nunca lo hacen. ¿Cómo es que Ash lo hizo? ¿Es porque no era un demonio completamente?

—En esencia, los seres de nuestra naturaleza son incapaces de morir. No podemos desaparecer del todo porque estamos hechos de energía —explica, con paciencia—. Nuestro cuerpo físico puede perecer. Morir. Pero no nuestra esencia. Nuestra energía nunca se extingue. Los demonios y los ángeles no pueden desaparecer. No pueden morir, energéticamente hablando; pero nuestro cuerpo sí puede hacerlo. Puede dejar de existir en el plano terrenal.

El entendimiento que me traen sus palabras es tanto, que no puedo evitar sentirme abrumada por ellas.

—¿Es por eso que alguien más tomará su lugar? —pregunto, una vez digerido todo lo que ha dicho—. ¿Por que su energía sigue aquí y alguien más la tomará?

Mikhail asiente.

—Alguien será elegido para portarla —dice—. Si no es que ha sido elegido ya y aún no lo sabemos.

—¿Y qué pasará con la guerra? —inquiero, aterrorizada—. ¿Con los demonios que han estado invadiendo las ciudades? ¿Con los ángeles? Ellos empezaron todo esto, ¿no es así? Fueron los ángeles los primeros en aparecer en la ciudad. Por eso los demonios han empezado a invadir la tierra.

Es el turno de Mikhail de negar.

—Te equivocas —dice, con aire determinado—. Fueron los demonios los que empezaron a filtrarse en el mundo humano a través de las grietas que Amon hizo en las fronteras energéticas. Los ángeles llegaron a la tierra gracias a que Gabrielle se dio cuenta de lo que estaba pasando. Ella fue la que los mandó a intentar contener a los demonios que lograron descubrir los huecos en el equilibrio.

Frunzo el ceño.

—¿Quiere decir que los demonios están invadiendo la tierra gracias a los estragos que dejó el paso de Amon? —Mi cuestionamiento es más una afirmación que otra cosa.

Mikhail, de nuevo, me regala un asentimiento.

—Y, lamentablemente, ese no es el más grande de nuestros problemas ahora —dice y, por primera vez desde que puso un pie aquí dentro, luce preocupado.

—¿A qué te refieres? —inquiero, sintiéndome inestable debido a la angustia que soy capaz de percibir en él a través del lazo que nos une.

Pese a eso, duda y sé, de inmediato, que no quiere decirme.

El nerviosismo se potencializa.

—Bess, los demonios están poseyendo a la gente. A los humanos —dice, al cabo de un largo y tortuoso momento, y sus palabras me estrujan el estómago con violencia—. Están apoderándose de sus cuerpos y están atacándonos de esa manera. Los ángeles no pueden asesinar humanos. No está permitido que lo hagan. Se supone que nacimos para proteger a la humanidad. A la creación más importante del ser al que servimos. No podemos hacer absolutamente nada para detener a los demonios o para defendernos, si quienes están atacándonos son seres humanos llenos de energía demoníaca. Seres humanos que han sido infestados por seres de naturaleza oscura.

—Oh, Dios mío…

—Nos estamos quedando sin opciones —dice y, de pronto, luce diez años más viejo—. La Legión no confía en mí, los demonios no han dejado de entrar al mundo terrenal y hace meses que Gabrielle ha perdido contacto con el Reino del Creador.

—¿Qué?

—Hace unos días me lo confesó —dice—. Algo está pasando allá arriba también. La puerta al Cielo ha sido cerrada, pero no sabemos desde hace cuánto tiempo. Gabrielle no había tenido necesidad alguna de visitar el Reino porque Ashrail había estado comunicándose con el Creador por medio de la energía que solo él poseía; es por eso que Gabe tardó tanto tiempo en darse cuenta. —Sacude la cabeza con frustración—. El problema es que tampoco tenemos modo alguno de averiguar qué está pasando allá arriba. Hay mucho de qué ocuparse y me temo que, con lo dividida que está la Legión por mi culpa, las cosas solo van a ponerse peor.

—¿Han intentado cerrar las grietas hechas por Amon? —pregunto, sintiéndome cada vez más ansiosa y nerviosa.

Mikhail niega.

—Es imposible acercarse a ellas —dice, con genuina frustración—. La energía que emanan es tan poderosa, que pudre y destruye todo lo que toca.

«Justo como tú, Bess», susurra la insidiosa voz en mi cabeza y me obligo a empujarla lejos.

—Tiene que haber una forma de hacerlo —digo, presa de la frustración—. Tiene que haber una forma de cerrarlas.

La criatura frente a mí no hace más que mirarme con una tristeza que me desgarra el pecho.

—Eso es lo que ahora estamos tratando de buscar: La manera de cerrarlas. Mientras no lo consigamos, los demonios tendrán ventaja sobre nosotros.

—¿Hay algo que podamos hacer para ayudarles? —pregunto, pero de inmediato, Mikhail niega.

—No —dice, lacónico y tajante—. No hay absolutamente nada que puedan hacer las brujas o tú para ayudarnos. Además, aunque lo hubiera, no permitiría que se arriesgaran. No permitiría que se involucraran en esto. Es una guerra que tenemos que librar nosotros. No voy a involucrarlas más de lo que ya lo he hecho.

—Mikhail, pero podríamos…

—No. —La dureza con la que el demonio me habla me hace dar un respingo—. Lo siento, Bess, pero no puedo permitir que te expongas de esa manera. Tu muerte aún supone el inicio del Fin, así que eso no está a discusión.

El escozor que me provocan sus palabras solo hiere un poco más esa parte de mi corazón que, de manera absurda, aún guardaba las esperanzas de que la preocupación de Mikhail fuese realmente por mí y no por lo que mi muerte representa.

—No puedes detener lo que está escrito —refuto, a pesar de la decepción—. No puedes evitar que muera. Algún día tendré que hacerlo y, ciertamente, los Estigmas no van a darme tregua durante mucho tiempo, así que, si hay algo que podamos hacer para detener lo que está ocurriendo, lo mejor será que lo hagamos pronto.

—No voy a exponerte de ninguna manera, Bess —Mikhail espeta—. No voy a permitir que arriesgues la vida solo porque sí y no está a discusión. No se trata de lo que puedas hacer o no por la humanidad. Se trata de que no te corresponde. Tú deberías estar graduándote de la universidad, no lidiando con toda la mierda con la que te he hecho lidiar desde el jodido momento en el que aparecí en tu vida. —Cada palabra que pronuncia suena más enojada que la anterior—. Así que deja ya de intentar convencerme de dejarte hacer algo, porque no vas a conseguir que acceda a nada. Lo siento, Bess, pero no estoy dispuesto a perderte. Nunca más.

«No está dispuesto a perder esta guerra. Eso es lo que realmente quiere decir».

—Pero, Mikhail… —empiezo, pese al nudo que siento en la garganta, pero un sonido brusco me interrumpe a media oración y me hace enmudecer por completo. Después, poso la atención en la puerta de la estancia.

—Adelante —Mikhail dice, y la puerta se abre de inmediato.

Una figura aparece en mi campo de visión casi al instante y el corazón se me estruja cuando lo reconozco. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vi, pero no podría olvidar su rostro nunca. Incluso, aunque quisiera.

Algo dentro de mí se enciende cuando el ángel que ha aparecido en el umbral clava sus ojos en los míos y el reconocimiento tiñe su expresión. De pronto, luce enfermo. Inestable. Yo me siento de la misma manera.

Creí que nunca más lo vería. Que jamás volvería a topármelo de frente y, sin embargo, está aquí, a pocos pasos de distancia de mí una vez más.

—¿Qué ocurre, Jasiel? —Mikhail, quien parece ajeno a la pequeña conmoción que ocurre entre el ángel de cabello rubio platinado y ojos azul eléctrico y yo.

Jasiel, el ángel que —por órdenes de Rafael Arcángel— se apoderó del cuerpo del prometido de mi tía Dahlia hace años, se aclara la garganta y desvía su atención para posarla en el demonio —arcángel, o lo que sea que es Mikhail en este momento.

—Hubo otro ataque —dice, con la voz enronquecida por las emociones y la mandíbula de Mikhail se aprieta.

—¿Dónde?

—En las costas de Florida. Cerca de la intersección más grande de líneas energéticas —Jasiel suena genuinamente horrorizado.

—Hay que enviar a las tropas para intentar contenerlo —Mikhail ordena, pero el ángel sacude la cabeza en una negativa.

—Las tropas todavía no logran recuperar la ciudad belga que fue atacada hace unos días. Si se marchan de allá, los demonios van a reclamar esa zona como suya —dice, tenso y preocupado.

Una maldición escapa de los labios de Mikhail y un nudo de ansiedad me aprieta el estómago. Luego, se gira para encararme y, con un gesto cargado de disculpa, dice:

—Tengo que ponerme al tanto de la situación —dice—. ¿Podemos hablar de esto más tarde? No puedo quedarme demasiado tiempo. Esta noche, a más tardar, tengo que partir; pero prometo que no me iré sin terminar esta conversación.

Yo, incapaz de pronunciar nada, asiento.

Entonces, Mikhail hace un gesto en dirección a la salida de la estancia, antes de que él y Jasiel se encaminen y desaparezcan a través ella.

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