Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 2

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Leo, por quinta vez, el mismo párrafo del libro que me había estado consumiendo los últimos días —cuando Mikhail aún no hacía acto de presencia ni arruinaba mi capacidad de funcionar con normalidad—, antes de rendirme y dejarlo arrumbado sobre la mesa de noche junto a la cama.

Un suspiro largo y pesaroso brota de mi garganta cuando la ansiedad y la desesperación se me asientan en el estómago una vez más. Una maldición baja me abandona los labios, solo porque no sé de qué otra forma canalizar lo que siento. Porque estoy cansada de estar aquí, encerrada en mi habitación —gracias a las heridas de mi espalda que aún no logran sanar del todo—, mientras el mundo entero está cambiando.

He pasado las últimas dos semanas atrapada en este lugar, leyendo libros que pertenecían a Daialee para no sentir que voy a enloquecer.

He pasado todo este tiempo dentro de estas cuatro paredes, sacándole información a cuentagotas a Rael, y esforzándome para no gritar de la frustración cuando vienen Niara, Dinorah y Zianya a intentar hacer como si nada pasara allá afuera. Como si el mundo no estuviese siendo arrasado por fuerzas paranormales.

En medida de lo posible, he podido controlar los pequeños arranques de ira desesperada que a veces tengo cuando me tratan como si fuese algo a punto de romperse; pero hoy, en específico, me siento especialmente voluble e irritable.

La presencia de Mikhail en este lugar no ha hecho otra cosa más que perturbarme los nervios hasta un punto que se siente ridículo y, a pesar de que no lo he visto desde que se marchó de la habitación esta mañana, sentir su cercanía por medio del lazo que nos une es una completa tortura.

Una parte de mí se siente aterrorizada con la idea de que se marche sin avisar, y otra, simplemente espera que lo haga y que no vuelva a poner un pie aquí.

Todavía no sé cómo me siento respecto a él. A su presencia a mi alrededor. A todo lo que pasó hace unas semanas. Lo único que sé es que el resentimiento y el rencor no han dejado de tomar fuerza con cada minuto que pasa aquí. No quiero sentirme de esta manera. No quiero guardar esta clase de sentimientos hacia él, pero mi corazón —mi alma— no deja de almacenar cada una de esas emociones rotas y enfermizas.

Cierro los ojos en el instante en el que el recuerdo de sus besos sobre mi piel me inunda los pensamientos. Trato de empujarlo lejos, pero no logro deshacerme de él. Al contrario, lo único que consigo es hundirme otro poco en su interior, como si de fango se tratase.

El dolor hueco y abrumador que me invade el pecho, parece tomarse de la mano con el sentimiento de traición que me embarga y, de pronto, me encuentro sintiéndome asqueada. Deseando borrar sus caricias de mi piel y los sentimientos profundos que terminaron de arraigarse en mi interior con aquello que hicimos.

Si tan solo lo hubiera sabido. Si tan solo no hubiese confiado en él de la forma en la que lo hice…

«Quizás ahora no dolería tanto».

Otro suspiro largo se me escapa y me obligo a empujar la retahíla negativa a otro lugar. Entonces, me estiro en la cama y desperezo los músculos lo mejor que puedo. Una punzada de dolor me escuece la espalda, pero no me inmoviliza.

Acto seguido —y con mucho cuidado—, retiro el edredón que me cubre para arrastrarme al borde de la cama, donde dudo unos instantes.

Mis pies descalzos tocan la alfombra desgastada y vieja que cubre el suelo, y me debato internamente si debo o no llamar a alguien para que venga a ayudarme a levantarme; sin embargo, tomo la decisión de intentarlo de nuevo. De intentar ponerme de pie para encaminarme por mi cuenta al baño.

Apoyo las plantas con firmeza. Los dedos se me hunden en el material afelpado y, cuando me siento estable y firme, apoyo todo el peso sobre las extremidades inferiores. El dolor que me estalla en la espalda es desgarrador y se me doblan las rodillas.

Apenas tengo tiempo de sostenerme del borde de la mesa de noche para evitar caer con estrépito, pero no logro detener mi encuentro con el suelo del todo. Tengo las rodillas apoyadas sobre la alfombra y todo el cuerpo se ha inclinado hacia adelante. Estoy casi aovillada aquí, junto a la cama, sintiendo como si pudiese desmayarme en cualquier momento.

Aprieto los dientes cuando me empujo hacia arriba y, luego de varios intentos, me las arreglo para conseguirlo. Una pequeña victoria se alza en mi pecho, pero es eclipsada por la sensación de ahogo que me embarga. Tenía tanto tiempo conviviendo con la energía angelical en mi interior, que ahora que no la tengo conmigo para sanarme con la rapidez con la que lo hacía, me siento abrumada por el dolor.

La puerta de la habitación es golpeada justo cuando consigo ponerme en pie y, con el aliento entrecortado, me las arreglo para decir:

—Adelante.

Niara aparece luego de que la puerta se abre, y me alegro de que sea ella quien está aquí y no Mikhail. Habría sido humillante que me encontrara en este estado una vez más.

—¿Qué estás tratando de hacer, tú, pequeña inconsciente? —dice, al tiempo que se apresura hacia mí para envolver un brazo alrededor de mi torso y ayudarme a sostenerme.

—Solo quería ir al baño —digo, al tiempo que dejo que cargue parte de mi peso.

—¿Y no era más sencillo llamarnos para ayudarte?

—Estoy harta de depender de todos para hacer lo que sea. Incluso, algo tan insignificante como caminar al baño —digo, mientras avanzamos hacia el pasillo.

Ella bufa en respuesta, pero no dice nada más.

Cuando llegamos al reducido espacio, me sostengo del borde del lavamanos para que Niara pueda encaminarse fuera de la estancia y dejarme hacer mis necesidades primarias.

Está a punto de marcharse, cuando la luz del foco parpadea. La vista de la bruja y la mía se posa en la lámpara que ilumina la reducida estancia y una punzada de preocupación me invade.

La electricidad tiene días fallando. La subestación no parece estar dañada, pero el constante ir y venir de la energía eléctrica no ha hecho más que poner otra cosa a la lista de cosas que nos mantienen al vilo.

—¿Crees que eso sea a causa de algún demonio o algo por el estilo? —Niara pregunta. El miedo tiñe su voz.

—No —digo, en automático, pero no estoy segura de estar en lo correcto. Todos aquí sabemos que Bailey se encuentra rodeado de líneas energéticas; así que, la idea de que haya una grieta cerca, no es descabellada. Sobre todo, si tomamos en cuenta que Amon nos atacó a apenas unas calles de aquí a Daialee y a mí.

Otro parpadeo en el foco hace que el corazón me dé un vuelco, pero me las arreglo para fijar la vista en Niara.

—Y aunque así lo fuera —me obligo a decir—, estamos bien protegidas aquí. Hay seis ángeles custodiándonos. Estaremos bien si algo llegase a pasar.

Pánico crudo se cuela en la expresión de la bruja, pero se las arregla para asentir.

—Sí —dice, pero no suena muy convencida—, tienes razón.

Lo cierto es que todas somos conscientes de que seis ángeles no podrían defendernos si un ejército de demonios nos atacara. Estaríamos acabadas mucho antes de que los ángeles pudiesen, siquiera, intentar sacarnos de aquí.

Me obligo a empujar el pensamiento lo más lejos que puedo y me las arreglo para esbozar una sonrisa tensa. Entonces, sin ceremonia alguna, ella me corresponde el gesto y sale de la habitación.

Cuando termino, me lavo las manos y me tomo unos instantes para darme el lujo de mirarme en el espejo. La chica de aspecto enfermizo que me observa de regreso es una imagen dolorosa. Difícil de mirar por sobre todas las cosas. Con todo y eso, me obligo a mirarla unos segundos más antes de apartar la mirada y encaminarme fuera del lugar.

Niara está esperándome en el pasillo, así que se apresura a ayudarme a andar una vez más cuando me mira.

No he preguntado el motivo por el cual fue a mi habitación. Estoy bastante segura de que sus poderes extrasensoriales no son capaces de hacerle saber cuándo necesito ayuda, así que la curiosidad pica en mi sistema. A pesar de eso, no la cuestiono. No menciono ni una sola palabra al respecto porque, últimamente, estar juntas se siente… bien.

De alguna manera, mantiene unidas las piezas de ambas. Esas que se desmoronaron cuando Daialee murió. Cuando todo este sinsentido empezó a desarrollarse.

—Zianya no quiere que hable de esto con nadie —Niara murmura mientras, a paso tortuoso y lento, caminamos de regreso a la habitación—, pero si no se lo cuento a alguien, voy a volverme loca.

Espero, en silencio, al tiempo que me concentro en dar un paso a la vez.

—He estado soñando con Daialee.

El corazón me da un vuelco.

Poso la vista sobre ella y abro la boca para pronunciar que yo también lo he hecho; pero, por un instante, la impresión es tanta que la voz me traiciona.

La chica de rasgos duros y piel oscura sacude la cabeza una y otra vez, en un gesto ansioso y desesperado.

—Al principio creí que era algo provocado por mi cabeza. Una especie de alucinación o sueño creado por el dolor de la pérdida… —Mira hacia todos lados, ansiosa y nerviosa. Me queda más que claro que no quiere que nadie más la escuche—. Pero, Bess, Daialee me habla en sueños. Me dice cosas. Me pide que te hable. Que te pregunte sobre los demás Sellos. Que te diga que tienes que preguntar por ellos.

—Niara, yo… —empiezo, pero un fuerte golpe retumba a las afueras de la casa y es tan violento, que toda la planta alta vibra ante su intensidad. La alarma se enciende de inmediato en mi sistema y fijo la atención en dirección a las escaleras que dan a la planta baja.

Otro sonido estruendoso lo llena todo y, entonces, las voces airadas me llenan los oídos.

Mi vista viaja hasta Niara, quien, a su vez, me mira. Después —y sin decir una palabra—, se echa a andar a toda velocidad en dirección a la planta baja.

—¡Niara! —la llamo, al ver cómo me deja aquí, de pie a la mitad del pasillo, pero ella ni siquiera se vuelve para encararme.

Una palabrota se me escapa y, como puedo, me giro apoyándome en la pared, antes de empezar a caminar. Aprieto los dientes cuando la quemazón y el ardor me llenan la espalda, pero no me detengo. No dejo de avanzar tan rápido como el cuerpo me lo permite hasta llegar al borde de las escaleras.

Otro golpe estrepitoso invade mi audición y las voces se convierten en gritos y gruñidos. La familiaridad de ellas me eriza los vellos de la nuca y me obligo a dar un paso hacia abajo, aferrándome de la barandilla con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos.

—¡Quítame las manos de encima, rata asquerosa! —alguien grita y las alarmas se encienden en mi cabeza.

Un gruñido ahogado inunda mi audición y el reconocimiento hace que la sangre se me hiele.

«¿Axel?».

Un escalón más y otro más.

—¡Déjalo ir! —grita Niara y me muerdo la parte interna de la mejilla mientras bajo otro escalón—. ¡No lo entiendes! ¡Él nunca nos haría daño!

—¡¿Qué está mal con ustedes! ¡Es un demonio! —La palabra es escupida con sorna y veneno y, de pronto, la sensación de saber que algo horrible está ocurriendo allá abajo me llena la boca de un sabor amargo.

Otros dos escalones más.

—¡Basta ya! —Creo que es Zianya la que interviene—. No pueden hacerle nada si no ha intentado atacarnos. Déjenlo ir y él se marchará y volverá cuando Mikhail haya regresado.

Una carcajada sin humor me llena los oídos.

—Si crees que voy a dejar ir a este demonio para que vaya a decirle a los suyos nuestra ubicación, bruja, estás muy equivocada —dice —supongo—uno de los ángeles que cuidan de nosotros.

Un golpe sordo invade mi audición y le sigue un graznido adolorido.

Es en ese momento, cuando mis pies tocan el último escalón y soy capaz de ver la escena que se desarrolla aquí, justo frente a la puerta principal de la casa.

—Oh, Dios mío… —digo, en un susurro tembloroso cuando veo a Axel ahí, tirado a mitad de la sala, con la cara hinchada y llena de un líquido espeso y oscuro que, asumo, es su sangre.

Uno de los ángeles que custodian la casa está sometiéndolo. Estirando sus alas en un ángulo que luce doloroso y antinatural.

Me apresuro a toda velocidad hacia el demonio menor que yace en el suelo, pero la debilidad de los músculos me traiciona y doy un par de traspiés antes de caer al suelo de rodillas. El impacto —que he podido amortiguar al estirar las manos justo a tiempo— hace que el dolor estalle en mi columna y reprimo un gemido.

La habitación estalla en exclamaciones preocupadas y, sin más, todo el mundo trata de ayudarme a ponerme de pie; con todo y eso, me desperezo de todas las extremidades que me sostienen para arrastrarme hasta quedar junto al íncubo herido en el suelo.

—Bess… —dice, antes de toser un líquido espeso y rojo oscuro, y el corazón se me rompe en mil fragmentos. Se destroza un poco más porque todo vestigio de su personalidad socarrona y juguetona ha desaparecido. Lo único que veo ahora mismo, es a esta criatura asustada que yace en el suelo cerca de la entrada principal.

Impotente y sin ser capaz de pronunciar nada, aparto los mechones húmedos de cabello que se le pegan en la frente. Entonces, presa de un impulso primitivo y enojado, encaro al ángel que sostiene a Axel por las alas.

—Suéltalo —exijo y el ángel, quien no deja de mirarme como si yo fuese poco menos que una cucaracha, sacude la cabeza en una negativa.

La punzada de coraje que me embarga es tan grande, que tengo que apretar la mandíbula para no ponerme a gritar. Los hilos de energía de los Estigmas se desperezan, interesados al percibir el enojo que empieza a embotarme los sentidos.

—Te he dicho que lo sueltes —espeto, incorporándome en una posición arrodillada, pero el ángel ni siquiera se inmuta. La condescendencia que veo en su mirada es tanta, que la sangre me hierve de rabia y de ira casi de inmediato.

Los Estigmas sisean, enojados ante el desafío arrogante y despectivo y, entonces, sin que pueda controlarlos, actúan por voluntad propia y se envuelven con violencia alrededor del ángel. Luego, sin darme tiempo para intentar contenerlos, tiran de su energía con una facilidad aterradora.

Un grito asombrado y torturado escapa de los labios de la criatura que sostiene a mi amigo, pero no me detengo. No puedo hacerlo. Ya no.

—¡Bess! —alguien exclama detrás de mí, pero no puedo hacer nada. Estoy paralizada por la energía abrumadora que entra en mi cuerpo a través de los Estigmas. Por el pánico que empieza a invadirme cada poro de la piel.

El terror se mezcla con el dolor creciente en mis muñecas y, sin más, siento cómo algo cálido se cuela entre los vendajes de las heridas y me baña los dedos.

«Por favor, detente. Por favor, detente. Por favor, detente», suplico para mis adentros, pero los Estigmas no paran. No se detienen. Ni siquiera cuando el ángel suelta un grito agónico y se desploma en el suelo, liberando así a Axel.

Gotas de sangre —de mi sangre— golpean el suelo y sé que tengo que parar.

Trato, con toda la voluntad que poseo, de tirar de los hilos de los Estigmas, pero estos no ceden de inmediato como hicieron esta mañana cuando Mikhail irrumpió en la habitación. Se siente como si, allá arriba, se hubiesen dado cuenta de la falta de contención. Como si se hubiesen percatado de que la energía angelical ya no se encuentra conmigo para ayudarme a controlarlos.

El ángel suelta un sonido antinatural y otra punzada de miedo me invade, así que tiro con más fuerza de la energía. Esta vez, los hilos ceden lo suficiente como para permitirme afianzarlos un poco más y tirar de ellos de nuevo.

Finalmente, cuando logro replegarlos de vuelta hacia mí, me apoyo en las palmas de las manos, ignorando por completo el ardor que me corre por los brazos. Mi respiración es dificultosa y las extremidades me duelen. Se siente como si hubiese corrido una maratón. Como si hubiese pasado horas y horas haciendo ejercicio exhaustivo.

Lágrimas cálidas me nublan la mirada, pero no quiero llorar. No quiero hacer nada más que recuperar la compostura mientras Niara y Dinorah se arrodillan a mi lado y me preguntan si me encuentro bien.

Luego de asegurarles que lo estoy, poso la atención en Axel.

Sus alas membranosas están extendidas en el suelo frente a mí y su cuerpo se ha aovillado al tiempo que las extremidades lisas y letales descansan —temblorosas y heridas— en la duela de la estancia.

El ángel que lo sometía se encuentra a pocos pasos de distancia y otro de los ángeles que custodian la casa trata de reanimarlo. En el proceso, le habla en un idioma que no logro entender y eso me irrita de sobremanera, a pesar de que no tengo motivo alguno para sentirme molesta por ello.

—¿Dónde está Rael? —pregunto, luego de unos instantes de silencio. Rael no habría permitido que sus compañeros atacaran a Axel. Mikhail tampoco lo habría hecho—. ¿Dónde está Mikhail?

—Se fueron luego de que ese otro ángel, el de los ojos azules, viniera corriendo a buscar a Mikhail. —La voz de Zianya llega a mí desde la espalda y me giro lo más que puedo para poder echarle un vistazo—. No han regresado desde entonces.

Sacudo la cabeza en una negativa frustrada. Nada de esto habría ocurrido si alguno de ellos hubiese estado aquí.

—Hay que llevar a Axel a la planta superior —digo—. A mi habitación.

Clavo mi vista en los dos ángeles que se encuentran dentro de la casa. Aquel al que ataqué parece estar recobrando el conocimiento.

—Ustedes —espeto, en voz de mando—, súbanlo.

El ángel de cabellos castaños —ese que está ayudando al que ataqué—, dispara una mirada furibunda en mi dirección.

—No voy a tocar a esa cosa —escupe—, y tampoco voy a seguir tus órdenes. No somos tus subordinados. No te equivoques, humana.

La manera en la que pronuncia la palabra «humana» es despectiva. Se siente como si fuese más un insulto que otra cosa.

Aprieto la mandíbula.

—Escúchame bien, ángel… —Suelto la palabra con tanto asco y repulsión, que suena como si le hubiese llamado «pedazo de mierda»—: Si no quieres terminar como tu amigo —hago una seña con la cabeza en dirección al ángel que, a duras penas, ha recuperado el conocimiento—, te aconsejo que hagas lo que te pido. Ya luego podrás ir a acusarme con Rael, o con Mikhail, o con quien te pegue la regalada gana sobre lo que quieras; pero por ahora, estás sometido a mi voluntad. ¿Estamos?

El ángel de cabellos castaños y ojos verdes me mira con sorna y enojo. Yo le regreso la mirada con la misma repulsión que veo en la suya.

—No puedo esperar a que te asesinen para acabar con todo esto de una maldita vez y para siempre —escupe, al tiempo que se pone de pie y levanta a Axel sin un ápice de delicadeza para echárselo al hombro, como si se tratase de un costal de patatas.

—Sí —suelto, al tiempo que dejo escapar una risa sin humor—. Vete a la mierda tú también.

El ángel ni siquiera me mira cuando me pasa de largo y empieza a subir las escaleras. Es solo hasta ese momento, que un suspiro largo y tembloroso se me escapa.

—Tienes las heridas abiertas —Dinorah me reprime, al tiempo que se acerca y toma una de mis muñecas para examinar los vendajes ensangrentados—. Ya no debes usar ese poder, Bess. Vas a matarte si lo sigues haciendo.

Asiento, como si fuese una pequeña niña regañada por su madre, y cierro los ojos cuando siento cómo empieza a aflojar la tela que protege la piel lastimada.

—Voy a conseguir algo de alcohol y vendas nuevas —Niara dice, al tiempo que se pone de pie y se encamina al baño de la planta baja.

El ángel al que ataqué se encuentra sentado en el suelo de la habitación, con la espalda recargada contra la pared más cercana y los ojos cerrados en un gesto adolorido. El arrepentimiento se me cuela entre los huesos, pero trato de apartarlo tan pronto como llega. Trato de recordarme que esa criatura no va a tener misericordia por mí cuando llegue el momento de tomar las decisiones importantes, y me aferro a eso hasta que la culpa se diluye.

Niara vuelve a los pocos minutos —con las manos cargadas de gasas, alcohol y vendas nuevas— y se deja caer sobre sus rodillas para empezar a trabajar.

El ardor que me invade cuando vierte el alcohol sobre las heridas es tanto, que lloriqueo de manera lastimosa hasta que termina de limpiarlas.

Llegados a este punto, tiemblo de dolor.

El sonido de unos pasos me llena los oídos justo cuando Niara está diciendo algo acerca de mí necesitando unos puntos y, segundos más tarde, una figura familiar aparece en el umbral de la puerta.

Lleva el cabello tan alborotado como siempre y el ceño fruncido en un gesto que se me antoja analítico. Un par de impresionantes alas —una oscura, lisa y membranosa, y otra, que no es más que un haz luminoso— se extienden a sus costados; tan imponentes y abrumadoras, como él mismo lo es.

Mikhail siempre ha sido impresionante; y ahora, con esas alas, lo es aún más.

La atención del demonio —o arcángel. Aún no logro averiguar cómo llamarlo— se posa de inmediato en la escena, y el horror y la cautela tiñen sus facciones casi al instante. Su vista cae en mí y en mis muñecas —las cuales están siendo tratadas por Dinorah y Niara—, y la alarma se enciende en sus facciones.

Algo duro atraviesa su mirada, pero se las arregla para esconderlo mientras, con la mandíbula apretada, se acerca y se acuclilla frente a mí.

—¿Qué pasó? —Su voz suena serena, pero hay un tinte preocupado en ella.

—Tus ángeles atacaron a Axel —digo, sin poder reprimir el enojo que me estruja las entrañas—. Por cierto, está arriba, con uno de ellos.

Rael, quien acaba de aparecer detrás de Mikhail, esboza un gesto preocupado antes de encaminarse a toda velocidad al piso superior.

—¿Te hicieron daño? —Ira cruda y profunda se cuela en su tono, y me saca de balance. A pesar de eso trato de no hacérselo notar y niego con la cabeza.

Mikhail asiente, pero la dureza en su expresión no disminuye ni un poco. Entonces, se incorpora y se encamina en dirección a las escaleras. El saber que va a ir a comprobar a Axel no hace más que enviar algo cálido a mi pecho.

Pese a aquello, hay algo que ha empezado a taladrarme el cerebro. Algo que se ha aferrado a mis pensamientos y ha tomado fuerza ahora que lo tengo frente a mí.

—¡Mikhail, espera! —digo, y él se detiene a medio camino para mirarme por encima del hombro—. Hay algo que necesito preguntarte.

—Adelante —dice estoico, y el nerviosismo se dispara a manera de latidos irregulares.

—¿Dónde están los otros Sellos? —La pregunta se me escapa de los labios en medio de un aliento tembloroso, porque las palabras de Niara han empezado a forzar su camino en mi cabeza. Han empezado a llenarme el pecho de dudas extrañas y dolores insoportables.

Algo sombrío se apodera del gesto del arcángel y, de pronto, me siento enferma. Agobiada con todos los posibles escenarios que me invaden la mente.

Sé que los demás que son como yo están vivos. Estaban bajo custodia cuando Rafael me atacó. Mikhail mismo me lo dijo cuando recién lo conocí. Él debe saber dónde están ahora. Él, ahora al mando de la Legión Angelical, debe saber dónde se encuentran.

—Tú sabes dónde están, ¿no es así? —inquiero, sin aliento. La posibilidad de que estén aún bajo la custodia de los ángeles, después de tanto tiempo, es tan dolorosa como insoportable.

—Bess, ahora no es momento para eso.

—Ah, ¿no? ¿Entonces, cuándo? —escupo, horrorizada ante su evasiva—. ¿Cuando tengas tiempo de inventarte una mentira? ¿Cuando hayas maquinado algo que me mantenga tranquila? ¿Cuándo, Mikhail?

Aprieta la mandíbula, pero no dice nada. Solo me mira fijo y el enojo y la decepción me llenan el cuerpo de una sensación apabullante.

Un nudo me cierra la garganta, pero no tengo oportunidad de recriminarle nada más. No tengo oportunidad de nada, porque un gruñido proveniente del piso superior, nos hace alzar la vista al techo con alarma.

Los puños de la criatura delante de mí se aprietan con fuerza y un dolor sordo se instala en mi pecho cuando, sin siquiera dedicarme una última mirada, se echa a andar hacia la planta alta.

—Sigues siendo el mismo mentiroso de mierda de siempre, ¿no es así? —medio grito, cuando noto que está a punto de desaparecer de mi vista.

No es mi intención ser hiriente, pero sé que lo soy de todas formas. Incluso, me lo dice el gesto que me dedica cuando me regala una última mirada.

No responde. No hace otra cosa más que mirarme con aprensión, antes de continuar su camino.

Mi mirada se desvía cuando sale de mi campo de visión y cierro los ojos con fuerza porque la decepción que siento es tan grande que apenas puedo soportarla.

«Sería más fácil estar enojada con él», susurra la vocecilla cruel de mi cabeza y sé que tiene razón: sería más sencillo sentirme molesta y no decepcionada. Sería más fácil odiarle de verdad y no tener que fingir que todas estas omisiones, silencios y distancias no me lastiman como lo hacen. Todo sería más sencillo, si pudiese odiarle.

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