Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 7

Página 8 de 54

El camino de regreso pasa como un borrón en mi memoria. Como un espacio de tiempo perdido, del que solo soy capaz de recordar el viento helado golpeándome de lleno. Del que lo único que soy capaz de traer a la superficie, es el dolor y la languidez de mis extremidades.

Cuando Mikhail aterriza frente a la entrada principal de la casa de las brujas, soy un poco más consciente de mí misma, pero aún me siento aletargada cuando sube los escalones del pórtico y le ordena a alguien que abra la puerta.

Una pequeña conmoción nos recibe en el instante en el que nos adentramos en la estancia. Soy capaz de escuchar las voces angustiadas de Dinorah y Zianya en el proceso, pero estas se difuminan cuando, sin ceremonia alguna, Mikhail se encamina al piso superior conmigo en brazos.

Escucho cómo Dinorah pregunta por Axel y cómo Niara responde algo que no soy capaz de entender. Escucho como Zianya suelta un montón de improperios enojados y como la criatura que me lleva en brazos dice algo acerca de alguien ardiendo en fiebre; pero me siento tan ajena a todo lo que me rodea, que apenas soy capaz de poner atención a lo que dice. Tengo mucho frío. Tanto que pequeños espasmos me recorren el cuerpo cada pocos segundos. Que los dientes me castañean ligeramente y las manos me tiemblan.

Apenas soy consciente de lo que pasa a mí alrededor, pero me doy cuenta de que Mikhail no se dirige a mi habitación una vez que nos encontramos en el piso superior, sino al baño. Alguien nos sigue de cerca. Alguien que se ha adelantado unos pasos y se ha adentrado en el reducido espacio y ha abierto la llave del agua.

El frío que siento para ese momento es tanto que tiemblo de pies a cabeza, y tirito y me estremezco como animal moribundo.

Soy introducida en el agua de la tina. Un grito ahogado me abandona cuando noto la frialdad del agua y lucho para salir de ella. Lucho porque estoy congelándome y acaban de introducirme en una bañera llena de líquido helado.

Unas manos firmes me sostienen en mi lugar y la impotencia me tiñe las mejillas de lágrimas. Me llena la garganta de sollozos quedos y frustrados.

Un poco de agua fría es dejada caer sobre mi cabeza y me remuevo ante ella. Trato de apartarme porque estoy muriéndome del frío.

El llanto que me abandona es desesperado y pregunto por mi madre. Le pido a la nada que la traiga de regreso, porque la necesito. Porque, ahora más que nunca me siento tan indefensa, que no puedo dejar de clamar y sollozar por ella.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que me saquen de la tina; pero cuando lo hacen, el alivio es inmediato. Alguien me cubre con una toalla, pero de todos modos destilo agua cuando soy sentada sobre la taza del baño.

Una toalla seca cae sobre mi cabeza y me frotan el cabello para secarlo.

—Yo me encargo. —La voz de Dinorah me llena los oídos y las manos que antes me secaban se alejan y son reemplazadas por unas más suaves. Más débiles.

El sonido de la puerta siendo cerrada llega a mí y, entonces, soy despojada de la sudadera empapada que me cubre. Después, las manos de Dinorah me ponen de pie y me ayudan a quitarme el pantalón de chándal y los zapatos deportivos que también llevo puestos.

La ropa interior es lo último que me abandona el cuerpo y me siento expuesta en el instante en el que el material cae al suelo mojado.

El letargo y el aturdimiento han aminorado un poco y, ahora, un poco más consciente de mí misma y sin los temblores que me invadían, soy capaz de tomar la toalla entre los dedos para secarme por mi cuenta.

Al cabo de unos instantes, Dinorah se pone de pie y sale de la habitación para volver a los pocos minutos con algo de ropa.

La sudadera holgada y la ropa interior son lo único que me pongo y, luego de que lo hago, empieza a trabajar en las heridas de mis muñecas.

Las suturas son dolorosas, pero estoy tan acostumbrada a ellas, que apenas les presto atención; el entumecimiento en mis extremidades es tanto, que apenas puedo mover las manos; apenas puedo sentir los dedos.

Dinorah trabaja en silencio y yo la miro a detalle.

Lleva la mandíbula apretada y la boca hecha una línea dura. Su ceño está fruncido en señal de concentración, pero hay algo más en su gesto; algo que me hace saber que está tomando todo de ella no explotar en cualquier momento.

No se necesita ser un genio para saber que también está furiosa… No… Decepcionada, de mí.

Una sensación dolorosa me llena el pecho y, de pronto, no puedo seguir mirándola. No puedo seguir viendo cómo trata de repararme cuando lo único que hago es ponerme en riesgo. No puedo seguir viendo cómo su gesto se contorsiona con emociones oscuras y angustiadas.

Quiero pedir perdón. Llorar como una idiota y rogar porque me perdone por todo lo que les he hecho pasar, pero no lo hago. A estas alturas, no tengo cara para hacerlo.

Cuando termina de suturar las heridas en mis muñecas, me ofrece un vaso con agua y un par de pastillas.

—Dina… —digo, con la voz rota y destrozada de tanto gritar, y los costados del cuello me duelen en el proceso. Ella alza las manos en una clara señal de silencio y aprieta los ojos con fuerza.

—Ahora no, Bess —dice, en un tono tan ronco y hosco, que el corazón se me estruja. Que algo en mi interior se rompe.

Un nudo se me forma en la garganta y la mirada se me empaña con lágrimas que no derramo.

Aprieto los dientes y bajo la mirada a mis pies descalzos. Entonces, sin decir nada más, Dinorah se pone de pie y abre la puerta. La figura de Mikhail está ahí cuando lo hace.

La bruja, quien parece turbada por la presencia de Mikhail, se aclara la garganta antes de decir:

—Listo.

Mikhail asiente con dureza y se aparta para dejarla pasar. Cuando Dinorah desaparece por el umbral, se adentra en la reducida estancia.

La energía abrumadora que emana me aturde. Me llena el pecho de una sensación dolorosa y cálida al mismo tiempo. Me hace querer salir corriendo y acercarme un poco más a él.

No dice nada mientras se pone de pie delante de mí. Ni siquiera hace ademán de querer acercarse o de tener intención alguna de querer llevarme a la habitación. Solo se queda ahí, quieto, con los ojos —furiosos y crueles— clavados en mí.

Un gesto duro es realizado por su cabeza en dirección a mis manos y la confusión que me invade es inmediata.

Durante unos instantes, mi cerebro no logra entender lo que trata de decir. No es hasta que lo hace de nuevo y que poso la vista en mis manos, que lo entiendo. Está ordenándome que trague las pastillas.

Así, pues, con los dedos temblorosos y el cuerpo adolorido, me las echo a la boca y le doy un trago largo al vaso con agua.

Una vez que lo he hecho, me quita el cristal de entre los dedos, lo deja sobre el lavamanos y se acerca de nuevo a mí para intentar ayudarme a ponerme de pie. Yo se lo impido. Impido que me levante porque mi dignidad está por los suelos y porque, a pesar de eso, no quiero que crea que necesito de su ayuda o que soy una damisela en apuros a la que debe cuidar las veinticuatro horas del día —aunque, en el fondo, a veces siento que así es.

Mikhail lo intenta de nuevo, pero cuando sus manos me toman los antebrazos, me deshago de su agarre y alzo la vista para encararlo.

Hay ferocidad en su mirada, pero también la hay en la mía.

—Puedo hacerlo sola —digo y la afonía en mi voz suena dolorosa incluso para mí.

Un músculo salta en la mandíbula de Mikhail, pero se aparta sin dejar de mirarme a los ojos. Sin dejar de retarme a moverme por mi cuenta. Él sabe mejor que nadie cuán débil pueden dejarme los Estigmas. Él sabe que, ahora mismo, es un milagro que esté consciente. Por lo regular, el poder destructivo que llevo dentro me drena hasta llevarme a la inconsciencia. Se roba toda mi fuerza y me deja hecha un títere a manos de Morfeo.

Hago acopio de toda la fuerza que poseo y me incorporo con lentitud. El dolor me escuece en la espalda cuando la piel herida se estira y se remueve, pero aprieto los dientes y mantengo mi expresión tan limpia como me es posible.

Mis pies comienzan a moverse con torpeza por el suelo húmedo y resbaloso del baño y Mikhail se aparta del camino cuando estiro una mano para sostenerme del lavamanos. A pesar de eso, me sigue de cerca; como si estuviese esperando a que me desplomara en el suelo en cualquier momento.

Tengo el cuerpo encorvado hacia adelante y mis músculos gritan, no solo por las heridas provocadas por los Estigmas, sino por las magulladuras que recibí al ser lanzada por los aires y caer en el asfalto.

Con todo y eso, no dejo de avanzar. No dejo de aferrarme a todo lo que está cerca para no caer hasta llegar a mi habitación.

Una pequeña victoria se alza dentro de mí cuando consigo entrar en ella sin desmoronarme en el suelo, pero no bajo la guardia. Al contrario, con todo el cuidado del mundo, me encamino hasta la cama y me siento en el borde. El alivio me llena el pecho de una sensación cálida, pero esta desaparece cuando, por el rabillo del ojo, veo a Mikhail.

Está ahí, en el umbral de la puerta, con la mirada fija en mí y la mandíbula apretada.

Sigue furioso, eso lo sé. No esperaba otra cosa luego de lo que ocurrió —a pesar de que todavía no averiguo qué fue, exactamente, lo que pasó—, pero de todos modos, tener su expresión iracunda sobre mí me hace sentir indefensa e inútil.

No me muevo. Tampoco me atrevo a decir nada porque sé que si lo hago la discusión que le seguirá será monumental. De hecho, en estos momentos, ni siquiera me atrevo a mirarlo a la cara.

Él tampoco hace o dice nada. Se limita a quedarse ahí, en el umbral de la puerta, con la vista clavada en mí y la mandíbula apretada con dureza.

Por un doloroso instante, creo que no va a pronunciar palabra alguna. Creo que va a marcharse y a dejarme aquí, sola una vez más; sin embargo, eso no ocurre. Por el contrario, Mikhail toma una inspiración profunda y dice, con la voz enronquecida por la ira que trata de contener:

—¿Tienes una idea de lo estúpido que fue lo que hiciste?

No respondo. No puedo hacerlo. El nudo que ha comenzado a formarse en mi garganta me lo impide.

—¿En qué demonios estabas pensando? —espeta. Esta vez, su voz suena menos contenida y se eleva con cada palabra nueva que pronuncia—. ¿Qué, en el jodido infierno, te pasaba por la cabeza cuando creíste que salir de este lugar para abrir un portal al Averno era una buena idea?

Cierro los ojos con fuerza, solo porque no puedo creer cuán rápido se ha enterado de cuales eran nuestros planes.

—¡Tengo a un condenado pelotón allá afuera listo para contener la mierda que saldrá de la grieta a la que intentabas llegar! —esta vez, su voz suena tan fuerte, que me encojo por instinto—. ¡Has puesto en riesgo no solo a las brujas que viven en esta casa, sino a todas las personas que habitan en esta jodida ciudad! ¡¿Tienes una idea de lo que es eso?! ¡¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?!

Lágrimas nuevas se me agolpan en los ojos y caen cálidas y pesadas por mis mejillas.

Las palabras se terminan en ese momento y, de pronto, lo único que soy capaz de escuchar, es el sonido de mi respiración temblorosa.

—Bess, lo que hiciste fue lo más estúpido que has podido hacer jamás —dice, al cabo de un largo momento, con la voz enronquecida. Suena como si estuviese tratando de contenerse. De no perder por completo los estribos—; así que te lo pregunto una vez más porque de verdad trato de entenderte: ¿En qué diablos pensabas?

Un sollozo estrangulado brota de mis labios y me cubro la boca solo porque no quiero que me escuche llorar. Porque no quiero que se ablande. No merezco que lo haga. Merezco que esté así de enojado conmigo. Que esté hablándome como lo hace porque cometí una estupidez. Cometí un grave, grave error.

—Tuviste suerte de que estuviéramos de camino para acá —dice, luego de otro largo silencio—. Tuviste suerte de que, por alguna jodida y extraña razón, me convenciste de traer a esos niños a este lugar, porque de otro modo… —Hace una pausa, como si las palabras que está a punto de pronunciar le parecieran imposibles y dolorosas. A pesar de eso, se obliga a soltarlas—: Porque de otro modo, no sé qué habría pasado.

Mi vista se alza, a pesar de las lágrimas que me nublan los ojos, y lo encaro. Lo encaro porque no estoy segura de estar entendiendo lo que dice.

Él parece notar la confusión en mi rostro, ya que, aún con ese gesto iracundo que lleva tallado en el rostro, pronuncia:

—Los traje. Traje a los condenados niños porque me lo pediste. —Una risa corta y carente de humor escapa de sus labios; como si le avergonzara aceptar que hizo algo solo porque yo se lo pedí.

Un silencio largo y tirante se extiende entre nosotros.

—Me largo a buscar a los otros sellos para traerlos a ti, como símbolo de paz y de lo mucho que deseo tener una tregua contigo, y tú terminas yendo a buscar una entrada al condenado Inframundo. —Se burla de sí mismo con amargura y el arrepentimiento me quema en las venas y me impide respirar con normalidad.

—L-Lo siento —pronuncio, con la voz enronquecida, pero eso solo consigue que Mikhail suelte una carcajada aún más amarga que sus palabras.

—Lo sientes… —espeta y el veneno que tiñe su voz es tanto, que mis ojos se aprietan con fuerza para no tener que mirar el gesto cruel que ha empezado a esbozar—. ¿De verdad lo sientes, Bess? Porque en serio empiezo a creer que haces todo esto solo para imponerte. Para demostrar yo no sé qué carajos.

Niego con la cabeza, al tiempo que me obligo a encararlo.

—No estoy tratando de demostrar nada —digo, en un tono de voz apenas audible.

—Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué lo haces? ¿Por qué pones en riesgo tu vida y la de los demás al hacer estupideces como la de hace rato? —La ferocidad de su gesto es tanta, que me encojo en mí misma—. ¿Por qué no entiendes que no puedes ir por ahí tratando de jugar a que puedes reparar las cosas?

Un sonido torturado escapa de mis labios y me apresuro a limpiar las lágrimas lastimosas que me brotan a borbotones de los ojos.

—Haces esto porque tratas de probarme que eres fuerte. Haces esto porque tratas de probarle a todo el mundo que no necesitas de la protección que trato de ofrecerte. Porque tratas de probarle a todos que no me necesitas —niega con la cabeza, y su expresión se endurece otro poco—, pero te tengo una noticia, Bess: No soy tu enemigo. Te lo dije antes y te lo repito ahora: no soy un monstruo. Sé que estás enojada. Sé que estás herida y que necesitas desquitar todo el coraje que llevas dentro, pero arriesgándote así no vas a conseguir absolutamente nada.

Clava sus ojos en los míos.

—Grítame. Escúpeme que soy un hijo de puta y un pedazo de mierda por haberte traicionado. Dime que me odias, que no quieres volver a verme… Haz lo que tengas qué hacer para liberarte de todo eso que llevas atorado adentro; pero, por favor, deja de intentar demostrar tu valía. Deja de intentar demostrar que eres capaz de hacer cosas por tu cuenta porque eso ya lo sé. —La determinación y severidad con la que me mira me hiere tanto como lo que está diciendo—. ¿De verdad crees que no lo noto? ¿De verdad crees que soy tan estúpido como para no notar cuán fuerte eres? Y no hablo de esas condenadas cosas que te dan ese poder aterrador. —Hace una seña en dirección a mis muñecas heridas—. Hablo de ti. Hablo de Bess Marshall: la chica que se ha levantado una y otra y otra vez de las peores situaciones. La chica que ha encontrado la fortaleza de seguir con su vida, no una, sino dos veces luego de haberlo perdido todo. —El dolor que siento en el pecho es tanto, que apenas puedo respirar como se debe—. Eres más que el poder que te dan esos Estigmas, Bess, y no tienes que tratar de probarle nada a nadie arriesgándote como lo haces.

—Tú n-no lo entiendes —suelto, en medio de un sollozo entrecortado.

—¿Qué es lo que no entiendo, Bess? ¿Que quieres ayudar? ¿Que quieres probar que puedes ser de utilidad en esta guerra? —Sacude la cabeza en una negativa dura—. Lo entiendo. De verdad, créeme que lo hago; pero no puedes ir por ahí jugando a la misión suicida solo porque sí.

—Dices eso porque tratas de m-mantenerme con vida. Porque… —empiezo a decir, en un balbuceo estúpido y sin sentido. Ni siquiera yo, en estos momentos, creo eso.

Mikhail ni siquiera me permite terminar de hablar. Ni siquiera me da tiempo de decir una sola palabra más, porque acorta la distancia que nos separa en unas cuantas zancadas y me toma la cara entre las manos; en un gesto desesperado, pero suave al mismo tiempo.

—No, Bess —dice tan cerca de mi cara, que siento su aliento golpeándome la comisura de la boca. Su voz suena susurrada, ronca, profunda e inestable—. No.

Niega con la cabeza, sin apartar sus penetrantes ojos de los míos. Está tan cerca ahora, que soy capaz de notar la tormenta de tonalidades grises, blancuzcas y doradas que bailan en su mirada.

—No digo esto porque trato de mantenerte con vida. —Su voz es un susurro tan ronco y grave, que apenas puedo reconocerla como suya—. No digo esto por lo que representas. —Traga duro y recorre mi rostro con la vista. No me pasa desapercibida la forma en la que se detiene unos segundos más de lo debido en mi boca—. Me importa un jodido infierno y parte del cielo si eres o no un Sello Apocalíptico. —Vuelve a mirarme a los ojos—. Te digo esto porque me preocupo por ti. Porque, aunque no me creas, aunque dudes de mí luego de todo lo que pasó, me importas. —Hace una pequeña pausa, permitiendo que sus palabras se filtren en lugares de mi corazón en los que no deberían filtrarse y, luego, continúa—: Porque, cuando haces estas cosas… Cuando te pones en peligro… el mundo se cae a pedazos a mi alrededor. Porque no sé qué demonios habría hecho si algo te hubiese ocurrido esta noche.

Mis ojos se cierran y trato de contener las lágrimas nuevas que amenazan con abandonarme, al tiempo que sacudo la cabeza en una negativa.

—No —pronuncio, pero lo digo para mí misma. Lo digo porque no quiero que el calor que me inunda el pecho en este momento se extienda y lo invada todo.

—Sí, Bess —Mikhail dice, con firmeza, pero no deja de hablar bajo—. Sí. Esa es la maldita verdad. Aunque no quieras creerla; aunque te cueste aceptarla; esa es la puñetera verdad: me importas. Me importas tanto, que la sola idea de pensar en ti, aquí, corriendo peligro, me hace querer arrancarme la maldita cabeza.

—N-No puedes mantenerme dentro de una caja de cristal. No puedes protegerme de todo —digo, con la voz hecha un susurro áspero y ronco.

—¿Qué se supone que tengo que hacer, entonces? ¿Dejarte ir en modo kamikaze a todas y cada una de las misiones lunáticas que se te vienen a la cabeza? —su ceño se frunce con severidad y determinación—. No, Bess. Lo siento mucho, pero no puedo permitirlo. Necesito que confíes en mí. Necesito que hagamos una tregua. No te estoy pidiendo que me perdones, porque ni siquiera yo he podido perdonarme a mí mismo; pero sí te pido que me dejes arreglar toda esta mierda. Necesito que confíes en que puedo solucionarlo. Cielo, por favor, es lo único que quiero de ti.

Cierro los ojos y el dolor me desgarra el pecho con violencia.

—N-No puedes pedirme eso. No puedes pretender que confíe en ti luego de lo que pasó —suelto, en un susurro inestable y tembloroso.

—Lo sé —asiente, sin apartarse ni un milímetro. Sin apartar sus manos cálidas y grandes de mis mejillas húmedas por las lágrimas—. Lo sé a la perfección.

—Confié en ti. Creí en ti. —Las palabras me salen como un reproche dolido, pero no puedo detenerlas—. Jugaste conmigo. Con todos nosotros. ¿Y ahora quieres que haga como si nada de eso hubiese ocurrido? ¿Cómo si pudiese creer una sola palabra de lo que dices?

Lágrimas nuevas y torrenciales me abandonan y reprimo un sollozo antes de continuar:

—Creí que de verdad sentías algo por mí. Creí que de verdad estabas recordando. Creí que… —No puedo seguir hablando. No puedo pronunciar nada más porque el llanto es tan intenso que apenas puedo respirar.

Una de las manos de Mikhail viaja por mi mejilla hasta posarse en mi nuca. Sus dedos largos y cálidos se envuelven entre las hebras sueltas de mi cabello y, de pronto, soy hiper consciente de nuestra cercanía. Del modo en el que su respiración y la mía se mezclan en el camino.

—No tienes una idea de cuánto me arrepiento de todo lo que hice —dice, y suena tan torturado, que el pecho se me estruja y duele con cada una de sus palabras—. Si pudiera regresar el tiempo, lo haría todo diferente. Lo haría todo de otra manera, porque no lo merecías. Ashrail tampoco lo merecía. Lo eché a perder. Lo arruiné todo… y es por eso que estoy tratando, con todas mis fuerzas, de solucionar esto. De darte el espacio que necesitas. De alejarme de ti para no hacerte más daño.

Un sonido estrangulado se me escapa de la garganta y todo el resentimiento acumulado se transforma poco a poco en dolor. Crudo e intenso dolor.

Inclino la cabeza, de modo que mi frente termina presionada en su mejilla; y mis manos se cierran en el material delicado que sobresale de la armadura que lleva puesta.

Huele a azufre, sangre y sudor. Huele a humo y tierra. Huele a la batalla que acaba de tener para salvarme la vida, y eso solo consigue quebrarme un poco más.

La mano que mantenía en mi cuello pasa a la cima de mi cabeza y luego a mi frente. La presión que ejerce es tan suave, que el corazón se me aprieta otro poco.

—Todavía tienes fiebre —musita, con aire preocupado, y una nueva emoción se me instala en el pecho. No puedo creer que no esté despotricando en mi contra. Que no esté queriendo asesinarme por lo que hice. No puedo creer que esté aquí, consolándome, cuando no merezco que lo haga.

Un sonido lastimero se me escapa y, entonces, lo pierdo. Pierdo la compostura, la dignidad y todo lo que había estado conteniendo desde lo ocurrido en la azotea de aquel edificio.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que el llanto merme. No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a apartarme de él para mirarlo a los ojos.

Aún está cerca.

Aún luce torturado.

Aquella máscara de serenidad que ha llevado puesta las últimas veces que hemos conversado ha desaparecido por completo y ahora solo está él: angustiado, herido y vulnerable.

Uno de sus dedos largos y ásperos traza la línea de mi mandíbula y se detiene en la barbilla antes de desviar su vista a mis labios durante unos instantes. Cuando lo hace, su mirada se oscurece varios tonos.

—Voy a odiarme el resto de mi existencia por esto, pero si no lo hago… — susurra, en voz tan baja, que apenas puedo escucharlo. Entonces, sin darme tiempo de procesar nada de lo que ha dicho, acorta la distancia que nos separa. Acorta el suspiro que se interpone entre nosotros y une sus labios a los míos en un beso dulce, lento y pausado. Un beso que me estruja el alma entera y me llena el cuerpo de un calor indescriptible y doloroso.

Mis manos se aferran a sus brazos y su lengua busca la mía cuando el beso se transforma en algo más profundo. El sabor de su aliento se mezcla con el mío y el corazón me golpea contra las costillas con violencia. El lazo que me une a él vibra y pulsa con cada una de las caricias de sus labios y todo a mi alrededor se diluye. Se disuelve en un mar de emociones caóticas y turbulentas. En un mar de sentimientos enterrados y sensaciones olvidadas.

Se aparta con brusquedad. Su respiración es tan agitada como la mía y el lazo entre nosotros parece tirar de mí hacia él; como si tratase de fundirnos en un solo cuerpo. Como si tratase de convertirnos en una sola criatura.

—In tua cute ego inventi caelum. In tua corde, anima mea —susurra contra mis labios y, entonces, vuelve a besarme.

Ir a la siguiente página

Report Page