Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 8

Página 9 de 54

El corazón me golpea contra las costillas con tanta violencia, que el pecho me duele; mis manos temblorosas se aferran con tanta fuerza a Mikhail, que temo estar haciéndole daño; mi boca —ávida y necesitada— no deja de besarle con urgencia y el lazo que me une a él no deja de tirar con brusquedad.

La sangre me zumba en las venas, el pulso late enloquecido detrás de mis orejas y quiero fundirme en él. Quiero acabar con el resentimiento; con las dudas que no me dejan a sol ni a sombra. Quiero, por primera vez en mucho tiempo, bajar la guardia porque ya no puedo más. No puedo soportar la idea de seguir dudando de todo aquel que me rodea.

Un sonido gutural escapa de la garganta de Mikhail cuando una de mis manos se posa en su nuca y las hebras alborotadas de su cabello oscuro se me enredan entre los dedos. Entonces, uno de sus brazos se envuelve alrededor de mi cintura y me atrae hacia él. El dolor en la espalda se detona, pero trato de ignorarlo. De empujarlo lejos, porque esto —su beso— eclipsa todo lo demás. Porque todo aquello que había intentado negarme a mí misma está aquí, llenándome el alma; alimentando aquella esperanza que ni siquiera sabía que albergaba en el corazón.

Otra cosa es susurrada contra mis labios cuando el chico frente a mí se aparta un poco, pero el sonido de su voz se apaga cuando vuelve a besarme con urgencia.

El sonido de la puerta siendo abierta lo irrumpe todo y hace que Mikhail se aparte de mí a toda velocidad.

En el proceso, doy un respingo en mi lugar y bajo la mirada para que, quien sea que haya entrado a la habitación sin llamar, sea incapaz de verme la cara.

—Creí que Bess necesitaría un poco de ayuda para controlar tu temperamento de mierda, Miguel —la voz de Rael llena mis oídos y cierro los ojos, al tiempo que siento cómo mi rostro se calienta—, pero creo que la he subestimado. Lo tiene todo bajo control.

—¿Qué es lo que quieres, Rael? —Mikhail suelta. Trata de sonar severo, pero la vergüenza que tiñe su voz delata que se encuentra tan azorado como yo.

La garganta de Rael se aclara y lo miro de reojo justo a tiempo para verlo esbozar una sonrisa taimada.

—Puedo venir en otro momento si así lo desea, comandante —dice, con socarronería. No me pasa desapercibida la burla con la que pronuncia la palabra «comandante», y, muy a mi pesar, una sonrisa abochornada tira de las comisuras de mis labios.

—Rael… —El tono de Mikhail destila advertencia.

—¡Bueno, bueno! Ya. —El ángel se apresura a decir, al tiempo que trata de recomponer el gesto—. ¿Podemos hablar en privado un segundo? Tenemos una situación.

—Puedes hablarlo aquí —Mikhail, deliberadamente, aparta sus manos lejos de mí y, de pronto, me siento abandonada.

Rael lanza una fugaz mirada en mi dirección.

—Realmente, preferiría que lo hablásemos en privado —dice y el tono que utiliza no hace más que encender las alarmas en mi sistema.

—¿Ocurre algo? —inquiero. La culpabilidad que había empezado a evaporarse, se solidifica poco a poco.

—No. —Rael se apresura a responder, pero no da más explicaciones al respecto. Se limita a dirigirse a Mikhail para añadir—: ¿Vamos a afuera?

El intercambio que tienen con la mirada no hace más que formarme un nudo de ansiedad en la boca del estómago, pero cuando la criatura delante de mí me observa, solo soy capaz de encontrarme con una máscara de serenidad.

—Lo siento —dice, y de verdad suena contrariado—. Tengo que ir.

La ansiedad que comenzaba a anidarse en mi estómago ha empezado a transformarse en algo más crudo, visceral y difícil de controlar:

Pánico.

Crudo e intenso pánico.

Estoy segura de que Mikhail es capaz de verlo en mi expresión, pero no hace nada por aminorarlo. No hace nada por amainar la sensación dolorosa que tengo en la boca del estómago.

Un asentimiento torpe es lo único que soy capaz de regalarle después del largo escrutinio, pero él no se mueve de inmediato. Se toma unos últimos segundos para mirarme a detalle antes de ponerse de pie y encaminarse fuera de la estancia.

No puedo dormir.

La sensación ansiosa que tengo en la boca del estómago no me permite cerrar los ojos, y la densidad en el aire no hace nada para ayudarle a mis nervios alterados. No sé, exactamente, qué es lo que me provoca esta extraña opresión en el pecho. Mucho menos sé a qué se debe este hormigueo que me corre debajo de la piel, pero es insoportable. Es aterrador y quiero que termine.

Hace mucho rato ya que dejé de sentir la cercanía de Mikhail a través del lazo que nos une, lo cual solo ha acrecentado el hueco en mi interior; con todo y eso, no me he atrevido a salir de la habitación para averiguar si su ausencia —porque estoy segura de que no está aquí. Lo siento en la atadura de mi pecho— durará apenas unas horas o será algo más duradero; como todas aquellas veces que se ha marchado sin avisar.

No quiero aceptarlo, pero la sola idea de imaginarme de nuevo aquí, atrapada en este lugar, mientras él se encuentra lejos, me oprime las entrañas de manera incómoda y dolorosa.

Todavía no sé cómo me siento respecto a lo que pasó hace unas horas, pero los labios aún me arden debido a nuestro contacto intenso, las manos aún me pican con la necesidad de tocarle y mi mente no deja de reproducir una y otra vez todo aquello que pronunció.

Una parte de mí no deja de decirme que soy una estúpida por sentirme como lo hago; por anhelarle luego de todo lo que ha pasado y de cuánto daño me hizo; sin embargo, no puedo hacer nada para evitarlo. Ahora mismo, mis defensas se han resquebrajado y me han dejado vulnerable. Han dejado expuesta esa parte de mí que aún desea creer… Y no sé si esa sea la decisión más inteligente que puedo tomar.

Cierro los ojos cuando el recuerdo de sus labios sobre los míos me invade la cabeza y tomo una inspiración profunda.

«No puedes bajar la guardia así de fácil, Bess», me reprimo a mí misma, pero el anhelo no se va. Las ganas que tengo de verle de nuevo son más intensas que nunca.

Tomo una inspiración profunda, en un débil intento por aminorar la sensación dolorosa que se ha mezclado con la ansiedad, y aprieto la mandíbula hasta que logro empujar las ilusiones a un rincón oscuro en mi pecho.

Entonces, la sensación incómoda y densa se me arrastra de nuevo debajo de la piel y repta hasta mi nuca. Ahora que la presencia abrumadora de Mikhail se ha ido, soy capaz de percibir mejor este extraño rumor que lo ha invadido todo. Este extraño zumbido ronco y profundo que parece venir desde lo más profundo de la tierra.

«Eso fue lo que provocaste al ir a esa grieta», susurra la vocecilla insidiosa de mi cabeza y el remordimiento se le suma al nerviosismo que se me cuela en los huesos. «Tú has provocado este caos en el ambiente».

La culpabilidad incrementa y trato de incorporarme poco a poco en una posición sentada. El dolor del cuerpo me distrae de la pesadez que lo envuelve todo y, cuando logro superarlo, deslizo los pies hasta la orilla de la cama y me pongo de pie con lentitud.

La debilidad que siento es tanta que las rodillas se me doblan, pero me las arreglo para mantenerme de pie aferrada a la mesa.

Cierro los dedos en el material de las cobijas que cubren el colchón y doy un paso en dirección a la ventana que da hacia la calle. Un par de trompicones me llevan hasta el alféizar y me aferro a él mientras, con los ojos cerrados, trato de absorber el ardor que me escuece la espalda.

Cuando el dolor disminuye, me atrevo a alzar la vista y observar hacia la calle.

La oscuridad de la noche es apenas irrumpida por la suave iluminación que se proyecta a través de las luminarias parpadeantes de la calle. La imagen está tan llena de sombras y siluetas deformadas que apenas puedo reconocer la vialidad que alguna vez fue tan común y corriente como cualquier otra en el mundo. Esa por la que caminaban los vecinos con sus perros durante las noches, las madres con sus hijos pequeños por las mañanas y los padres de familia ataviados en trajes de vestir o uniformes de trabajo por las tardes.

Ahora, bajo el escrutinio de mi mirada, lo único que puedo ver es… soledad. Ese vasto terreno de concreto y edificaciones que alguna vez guardaron la vida —sueños e ilusiones— de alguien más. De decenas de personas que ahora solo pueden sentir miedo.

La normalidad se acabó en el mundo. Las preocupaciones que ayer nos atormentaban se han quedado diminutas en comparación a lo que nos aqueja ahora. La humanidad ha cambiado para siempre y solo Dios sabe si quedará alguien, cuando todo esto termine, para contar lo que ocurrió. Si quedará alguien que pueda escucharlo.

Un suspiro entrecortado se me escapa de los labios cuando la realización de esto me azota directo en la cara y quiero llorar porque me siento diminuta. Perdida. Sola. Desolada… Y no puedo siquiera imaginarme cómo es que se sienten todos aquellos que no tienen idea de lo que está pasando. Cuánto terror deben albergar en sus corazones y cuántas ganas de acabar con todo deben sentir ahora.

Un movimiento es captado por el rabillo de mi ojo y, rápidamente, poso la atención en el punto en el que lo he percibido. Entonces entorno la mirada y cambio el ángulo en el que me encuentro hasta que soy capaz de distinguir una silueta.

Mi ceño se frunce en concentración y me muerdo el labio inferior mientras, como puedo, pego la cara al vidrio para observar mejor. En ese momento, soy capaz de distinguirla…

Al principio, con la oscuridad de la noche y mi pésima ubicación, no soy capaz de darle la forma correcta, pero ahora que la he escudriñado con atención, soy capaz de tener un mejor vistazo.

Ahí está ella.

Gabrielle.

Se encuentra de pie a unos pasos de distancia del cerco que rodea el perímetro de la casa, y habla con alguien a quien no soy capaz de ver desde el lugar en el que estoy posicionada.

No lleva aquellas vestiduras extrañas que alguna vez le vi llevar. Tampoco lleva una armadura como la de los ángeles guerreros que he visto acompañando a Mikhail. Va vestida como si fuese cualquier chica común y corriente…, excepto que no luce como una. Dudo que alguien tan imponente como ella sea capaz de pasar desapercibida, aún si utilizara las ropas más simples existentes.

«¿Qué hace aquí?», inquiero para mis adentros y, presa de una curiosidad imperiosa y demandante, me obligo a apartarme de la ventana y encaminarme hacia la salida de la habitación.

En el instante en el que pongo un pie fuera, me azota una oleada de energía extraña y abrumadora. Una que me aturde y me desarma durante unos segundos.

Un escalofrío de puro terror me recorre la espalda cuando la sensación de estar siendo observada me golpea de lleno y miro hacia todos lados solo para asegurarme de que no hay nadie aquí, en el pasillo del piso superior.

La sensación de estar siendo perseguida o vigilada no se va. Al contrario, se aferra con fuerza a mis huesos.

Me digo a mí misma que, si alguien en esta casa está vigilándome, me lo tengo bien merecido. Luego de lo que ocurrió en la carretera, no me sorprendería para nada que alguien estuviese al pendiente de mí las veinticuatro horas del día.

Así, pues, con todo y las ganas que tengo de volver a la seguridad de la recámara, me obligo a avanzar en dirección a la ventana que se encuentra al fondo del corredor. Esa que está justo a un lado de la escalera descendiente.

Me toma una eternidad alcanzar el marco viejo y desgastado y, cuando lo hago, me obligo a mirar hacia la calle. Desde este ángulo tengo una mejor vista. Un mejor ángulo hacia el espacio en el que Gabrielle se encuentra. Lo único que puedo rogarle al cielo es que ella siga ahí, con quien sea que esté conversando.

Mis pies descalzos se alzan sobre las puntas y me estiro lo mejor que puedo para tener un vistazo de la calle. Es en ese momento, que el corazón me da un vuelco. Que una sensación oscura e insidiosa se aferra a mi cuerpo con sus garras afiladas.

Ahí, justo frente a Gabrielle —y dándole la espalda a la casa—, se encuentra Mikhail. A pesar de que no tengo una vista directa de su anatomía, sé que se trata de él. Podría reconocerlo en cualquier parte del mundo.

Trato, desesperadamente, de apaciguar todo aquello que me llena el pecho de sensaciones abrumadoras, y me digo a mí misma que esto no me importa. Que el hecho de que Mikhail y Gabrielle estén allá afuera, teniendo una conversación privada, no es algo que deba afectarme o siquiera incumbirme; sin embargo, no logro deshacerme de esta opresión en el pecho. No logro desperezarme de la dolorosa sensación de ahogo que me embarga.

—No sabía que eras del tipo de chica que espía a sus intereses románticos. —La voz a mis espaldas me hace pegar un salto y tengo que cubrirme la boca para evitar dejar ir el grito que se ha construido en mi garganta.

En ese instante, me giro sobre los talones y me encuentro de lleno con la figura imponente de Rael, quien se encuentra parado a una distancia prudente.

Lleva los brazos cruzados por encima del pecho y una expresión que, a pesar de la oscuridad que nos rodea, puedo reconocer como socarrona y burlesca.

—Casi me matas del susto —siseo, en su dirección, y una risa suave brota de sus labios.

—Gabrielle está aquí porque Mikhail le pidió que viniera —Rael dice, ignorando por completo mi protesta—. El plan inicial era que ella se quedara aquí, con un pelotón entero, protegiéndolos a ti y a los demás sellos; pero luego de lo de esta noche… —Hace una mueca desalentadora antes de añadir—: Están tratando de deliberar qué es lo mejor que se puede hacer ahora mismo.

—¿Qué está pasando allá afuera, Rael? —inquiero, en un susurro asustado—. ¿Qué fue lo que hicimos? ¿Cómo está Niara? ¿Dónde está Axel?

Rael niega con la cabeza, pero la preocupación ha comenzado a invadirle las facciones.

—La grieta aquí ya era enorme, y con el escape de las bestias de esta noche se hizo gigantesca. Todo parece indicar que vamos a tener que marcharnos de aquí —dice, y la culpa me invade el pecho de inmediato—. Mikhail dice que puede conseguirnos un lugar seguro para ocultarlos a ti y a los otros sellos; pero dice, también, que hacer el viaje podría ser muy riesgoso. —Rael deja escapar un suspiro—. Como te dije antes, aún están tratando de decidir cuál será el siguiente paso.

El peso de sus palabras se asienta entre nosotros y crea un silencio pesado que acompaña la densidad en la energía que lo rodea todo.

—Tu amiga la bruja, se encuentra bien —Rael pronuncia, al cabo de unos instantes que se sienten eternos—. Se fracturó un dedo y tiene el cuerpo magullado, pero no hay nada de qué preocuparse. En cuanto al íncubo… —El ángel deja escapar un suspiro pesaroso—. No hemos podido localizarlo. Es como si se lo hubiese tragado la tierra. De no haber sido porque Niara nos dijo que fue con ustedes, habríamos jurado que habían ido solas hasta ese lugar. No hay ni un solo rastro de su esencia.

El horror se me asienta en los huesos.

—¿Crees que esté…? —No puedo terminar de formular la oración. Decirlo en voz alta lo hace más aterrador que nada en este mundo.

Rael, aún con mi renuencia, parece saber a la perfección lo que no me atrevo a pronunciar, ya que se encoge de hombros, al tiempo que esboza un gesto cargado de disculpa.

—No lo sabemos, Bess. Lo siento mucho.

Cierro los ojos con fuerza y algo desgarrador se me asienta en el pecho.

—¿Hay alguna posibilidad de que haya escapado? —Mi voz es un susurro entrecortado gracias al nudo que ha comenzado a estrujarme las cuerdas vocales.

Rael asiente rápidamente.

—Sí —afirma con seguridad—. Abrieron el portal, Bess. De algún modo, ustedes tres consiguieron abrir un jodido portal al Inframundo. Es por eso que las criaturas que los atacaron dieron con ustedes: porque se percataron del portal —explica—. Tenemos la esperanza de que haya logrado escapar hacia el interior del portal. De que haya logrado introducirse en su reino para salvarse de la destrucción en la carretera.

Una pequeña punzada de esperanza me agita las entrañas y me aferro a ella a pesar de que no debería. A pesar de que no puedo permitir que crezca. Sé que la posibilidad de que le haya ocurrido algo horrible también existe, pero pensar en ella se siente erróneo por sobre todas las cosas.

—Por favor, no dejen de buscarlo —suplico—. Pídele a Mikhail que no deje de buscarlo. Por favor.

Un escalofrío de puro terror me recorre luego de que la expresión de Rael se ensombrece, pero me las arreglo para mantener el gesto sereno. Para no mostrar cuán preocupada me ha dejado su expresión.

—Deberías ir a descansar. —Rael habla, y no me pasa desapercibida la forma en la que ha evadido responder a mi petición—. Necesitas recuperarte.

Una protesta se construye en mi garganta y abro la boca para externarla, pero me lo pienso mejor y no la dejo salir de mi sistema. Al contrario, la reprimo y la guardo porque sé que no quiere escucharla, y porque no sé si estoy lista para escucharle hablar de las posibilidades de que algo terrible le haya pasado a Axel.

—No te preocupes por eso ni por nada —dice, al cabo de unos instantes—. Ni siquiera por Mik y Gabe —añade, en tono juguetón y sugerente, al tiempo que me guiña un ojo—, yo me encargaré de ser la mosca fastidiosa por ti.

La manera en la que trata de distraerme hace que una mezcla de indignación y diversión se apodere de mi pecho y, muy a mi pesar, el rubor me calienta el rostro.

—Me tiene sin cuidado lo que hagan esos dos —digo, con todo el aburrimiento que puedo imprimir en la voz.

—Sí, claro.

—Lo digo en serio.

—Lo que tú digas, Bess —Rael suelta y, luego, hace un gesto en dirección al pasillo—. Ve a dormir. Vas a necesitarlo.

Estoy a punto de marcharme, cuando una pequeña inquietud se enciende en mi interior. Un pequeño pinchazo de incertidumbre se abre paso y hace que una imperiosa necesidad se arraigue en mis huesos.

Necesito pedirle a Rael que me cuente lo que sea que averigüe respecto a la situación en la que nos encontramos. Necesito ser capaz de contar con él. De confiar en que no va a ocultarme cosas como todo el mundo; así que, con eso en la cabeza, me aclaro la garganta y alzo el mentón para decir:

—Rael, necesito pedirte un favor.

El ángel sigue mirándome con diversión, pero asiente de todos modos, a la espera de que hable.

—Necesito que… —Hago una pequeña pausa, insegura de mis palabras—. Necesito que, por favor, me mantengas al tanto de todo, Rael. De todo.

Él asiente.

—Siempre lo hago.

—No, no lo haces —refuto, esta vez con un poco de dureza colándose en mi tono—. Sabes que no lo haces. Ocultas cosas igual que todo el mundo. Rael, yo necesito saber qué está pasando o voy a volverme loca.

—¿Y para qué necesitas saber qué ocurre, Annelise? ¿Para salir corriendo a abrir portales al Inframundo? ¿Para ponerte en riesgo como lo hiciste esta noche? —Rael me reprime, pero en realidad no suena molesto. Suena como si fuese un padre tratando de hacer entrar en razón a uno de sus hijos.

—Para conocer la magnitud de lo que está pasando. Si yo hubiese sabido qué clase de criaturas se albergaban de aquel lado de las grietas, me lo habría pensado mejor.

—¿Lo habrías hecho? —Rael arquea una ceja y yo me muerdo la lengua para no decir una estupidez en respuesta, porque sé que tiene razón. Un suspiro largo escapa de sus labios y sacude la cabeza en una negativa antes de echarse el cabello hacia atrás. Entonces, luego de escudriñarme unos instantes, dice—: Escucha, Bess. Vamos a hacer un trato tu y yo, ¿de acuerdo?

No respondo. Me limito a esperar a que continúe hablando.

—Yo voy a decirte toda la verdad. Todo aquello de lo que yo me entere irá sin filtro hacia ti —dice, y una punzada de alivio me recorre el pecho al escucharle pronunciar eso—, pero a cambio vas a prometerme que no vas a hacer una locura como la de esta noche. Vas a prometerme que serás prudente y esperarás a que nosotros hagamos lo que nos corresponde; porque si no, Bess, puedes olvidarte de tenerme como tu aliado. De que sea permisivo contigo. Tomaré medidas drásticas la próxima vez que hagas alguna estupidez. Lo digo muy en serio. —Esboza una mueca de fingido horror y añade—: ¿Tienes una idea de la reprimenda que recibí por parte de Mikhail por eso? ¿Tienes una idea de lo jodido que fue tener que enfrentarme a un Miguel Arca-demonio enfurecido?

Sacude la cabeza en una negativa horrorizada y una sonrisa tira de las comisuras de mis labios sin que pueda detenerla. A pesar de que sé que está —de cierto modo— hablando en serio, no puedo dejar de sentir como si hubiese ganado una pequeña batalla. Como si hubiese conseguido que Rael dejara de verme como una niña que no debe enterarse de las conversaciones que tienen los adultos, y eso, aunque suene insignificante, para mí es lo mejor que he tenido en semanas.

—Lo siento mucho —musito.

—No, no mientas. Sabes que no lo sientes. —El ángel sentencia y tengo que reprimir la sonrisa aún más—. Por eso te lo estoy diciendo: No juegues conmigo que tenemos un trato, ¿de acuerdo?

Asiento una vez más, incapaz de confiar en mi voz para decir nada, y él hace otro gesto en dirección al pasillo.

—Ahora, a descansar —ordena, pero suena cálido y amable—. ¿Necesitas ayuda para llegar hasta tu habitación?

—No —digo, a pesar de que no me vendría mal una mano—. Lo tengo todo controlado.

Una sonrisa amable se dibuja en los labios del ángel y se aparta de mi camino para dejarme avanzar de regreso a la recámara.

Mikhail no está.

Según Rael, se marchó durante la madrugada con Gabrielle en dirección a la enorme grieta que ahora se encuentra custodiada por un pelotón de ángeles. No quiso mencionar mucho al respecto; pero por el gesto preocupado que llevaba, no me fue difícil suponer que las cosas son más graves de lo que parecen.

Así pues, con la promesa de información nueva cuando la tuviera, Rael se marchó hace un rato.

He pasado lo que va de la mañana aquí, encerrada en mi habitación, sin atreverme a poner un pie fuera de ella. Luego de lo ocurrido anoche, no tengo cara para abandonar este lugar y enfrentarme a Dinorah y Zianya. Mucho menos tengo el valor de ir a buscar a Niara para disculparme por haberla arrastrado al hoyo en el que nos metí.

A estas alturas del partido, la brutalidad de lo que hice me ha golpeado tan fuerte, que me cuesta trabajo estar en mi propia piel. El peso de la decisión tan absurda que tomé se me ha asentado en los huesos y me impide hacerle frente como se debe.

Ni siquiera el hambre me ha hecho capaz de poner un pie fuera de estas cuatro paredes.

Nadie —a excepción de Rael— ha venido a llamar a la puerta.

Nadie ha venido a buscarme. Mucho menos han venido a espetarme que soy una inconsciente de mierda… y no sé cómo sentirme al respecto. Tampoco es como si esperase tener la atención de todos fija en mí; sin embargo, luego de lo que pasó, esperaba otra clase de reacción.

El retortijón que siento en el estómago me saca del ensimismamiento y hago una mueca cuando soy consciente del hueco que se ha instalado en la boca de mi estómago. Tengo tanta hambre, que podría vaciar la despensa. Fácilmente, podría comerme todo lo que hay en el refrigerador sin sentir remordimiento alguno.

«¡Tienes que dejar la ridiculez!», me reprime la vocecilla en mi cabeza y cierro los ojos. «¡Ve allá abajo, come y vuelve aquí! ¡Si alguien te dice algo sobre lo que pasó ayer, merecido te lo tienes!».

Sé que mi subconsciente tiene razón. Que debo hacerle frente a lo que sea, pero estoy tan avergonzada de mí misma que la sola idea de enfrentarme a las personas que habitan en esta casa y admitir que cometí la estupidez más grande del siglo, es más difícil de lo que parece.

El sonido doloroso que hace mi estómago hace que la mueca de mi rostro se acentúe.

«¡Anda ya!», me reprimo. «Deja la estupidez y ve por un maldito plato de cereal».

Así pues, luego de unos largos instantes de pensarlo a detalle, decido encaminarme hacia la planta baja.

Me toma una eternidad llegar a las escaleras. Me toma otra conseguir bajarlas sin caer y romperme algo y, justo cuando estoy a punto de avanzar por la sala en dirección a la cocina, lo siento.

Algo cálido y abrumador hace que la nuca me hormiguee. Una sensación tibia y electrizante se me cuela debajo de la piel, y me eriza todos y cada uno de los vellos del cuerpo. En ese instante, la sensación que me había embargado durante la madrugada regresa y, de pronto, me siento observada.

Los oídos me zumban, el corazón me late a toda marcha, mis sentidos están alertas y me encuentro aquí, congelada en mi lugar, tratando de digerir lo que está sucediendo.

Es entonces, cuando lo noto.

Ahí, justo detrás de uno de los sillones, soy capaz de notar un suave movimiento. Es tan imperceptible que, durante un instante, creo que lo he soñado; pero cuando la coronilla de una cabeza se asoma, todas las piezas caen en su lugar. Todo a mi alrededor parece colisionar con fuerza y empieza a tener sentido.

«Los niños», me susurra el subconsciente y me tenso en respuesta. El mundo entero ralentiza su marcha porque aquí, justo en esta sala, se encuentra uno de ellos.

Doy un paso dubitativo en dirección al sillón y luego doy otro. Un par de metros son recorridos por mis pies descalzos y, justo cuando estoy por llegar al borde del sillón, la coronilla de cabellos rojizos se eleva lo suficiente para que un par de ojos se encuentren con los míos durante una fracción de segundo.

Un chillido aterrorizado brota de los labios del niño que está del otro lado del sofá, y su intempestivo brinco hacia adelante para huir de mí hace que un grito ahogado se me escape de los labios, mientras que, con torpeza, doy un paso hacia atrás. Un tropezón le sigue a mi movimiento hosco y, cuando menos lo espero, mi trasero golpea con fuerza contra el suelo.

Un sonido estrangulado y lleno de dolor me abandona, y cierro los ojos mientras trato de absorber el escozor.

Un zumbido ronco se apodera de mi audición, un mareo intenso me revuelve el estómago. Me siento tan aturdida, que lo único que soy capaz de hacer, es intentar enfocar la mirada y tener un vistazo de la trayectoria que el niño ha seguido.

Un grito alarmado en un idioma desconocido me llena la audición y le sigue un llanto agudo e infantil. Algo denso y oscuro se apodera del ambiente y el suelo bajo mis pies comienza a estremecerse; sin embargo, estoy segura de que no soy yo quien lo estoy provocando. No estoy haciendo nada de esto.

—Oh, mierda… —Alguien familiar dice a mis espaldas y trato de orientarme sin conseguirlo del todo.

—No, no, no, cariño. —Otra voz conocida me llena los oídos—. No llores. Por favor, no llores…

El llanto incrementa hasta convertirse en un berrido y otro grito de aquel idioma desconocido lo invade todo.

—¡Va a atraer a esas cosas horrorosas! —Soy capaz de reconocer la voz aterrorizada de Niara—. ¡Haz que se detenga!

—¡De acuerdo! —Creo que es Zianya la que habla ahora—. ¡De acuerdo! ¡Me alejo! ¡Me alejo, pero ya detente! ¡Para! ¡Para!

El temblor de la tierra incrementa y la energía de los Estigmas se remueve con interés a pesar de su debilidad. Entonces, justo cuando un estallido similar al de un cristal rompiéndose lo invade todo, se despereza y se expande de manera amenazadora. Se libera y deja que todo a nuestro alrededor se impregne de su esencia.

Entonces, el alboroto se detiene. El estremecimiento de la tierra desaparece de manera abrupta y el silencio llena cada rincón de la estancia.

Es hasta ese momento, que un poco del aturdimiento se va y soy capaz de alzar la vista. De mirar alrededor y encontrarme de lleno con las tres pequeñas figuras que se encuentran arrinconadas en una esquina de la espaciosa estancia.

La vista de los tres niños está fija en mí y el terror que veo en sus ojos me hace saber que se han dado cuenta a la perfección de lo que acaba de pasar. Que han sido capaces de percibir la energía de mis Estigmas.

Los miro a detalle.

Son dos niños y una niña. Uno de ellos, el más grande de los tres, no puede pasar de los doce años; sin embargo, sus facciones orientales le dan la ilusión de lucir más pequeño. De no ser por su altura, juraría que no pasa de los diez. El otro de los chicos no pasa de los ocho. Lleva el cabello rojizo apelmazado contra la cabeza y tiene la cara repleta de pequeñas pecas, justo como yo.

Mi vista viaja hasta la figura más pequeña y todo el mundo se detiene abruptamente. El universo entero parece haber ralentizado su marcha porque solo puedo verla a ella. Solo puedo ver su gesto lloroso, su cabello largo y oscuro, y sus impresionantes ojos castaños. Esos ojos que he visto antes. Que podría reconocer en cualquier lugar porque se han quedado tallados en mi memoria. Porque soñé con ellos. Porque los vi mientras dormía no hace mucho tiempo.

Esos son los ojos que me miraban con terror en aquel sueño que me sacudió hasta el núcleo. Esos son los ojos que me imploraban seguridad y protección.

«¡Es ella! ¡Soñaste con ella! ¡Soñaste con todos ellos!», me grita la vocecilla insidiosa de mi cabeza, y una punzada de pánico crudo se instala en mi pecho. Una oleada de terror me azota con violencia y me taladra los huesos.

—Oh, mierda… —digo, en un susurro horrorizado.

Si soñé con ella debe significar algo. Si soñé con ellos, debo tener mucho cuidado.

Quizás Mikhail tenía razón.

Quizás tenerlos aquí no es una buena idea.

Quizás —solo quizás— he vuelto a joderlo todo.

Ir a la siguiente página

Report Page