Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 9

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Nadie se mueve. Me atrevo a decir que, durante unos instantes, nadie se atreve a respirar.

La tensión que se ha apoderado del ambiente es casi tan intensa como el latir desbocado de mi corazón. Casi tan apabullante como la sensación enfermiza que me provoca saber que yo he soñado con estos niños.

Mis ojos barren la extensión de sus pequeños cuerpos y, de inmediato, puedo notar la postura temerosa de la más pequeña. Lleva puesto un chándal oscuro y una sudadera descosida que le va grande; su cabello —enmarañado y larguísimo— es tan oscuro como el de Niara y va descalza. Luce descuidada y sucia, y no puedo evitar sentir una punzada de coraje hacia Gabrielle —que era quién los cuidaba— por ni siquiera tener la consideración de hacerles tomar una ducha.

El pelirrojo lleva el cabello pegado a la frente y su piel blanquísima tiene manchas de suciedad por todos lados. Eso, aunado a la cantidad de pecas que le cubren el rostro, le hace lucir aún más descuidado que la niña. Su vestimenta asemeja mucho a la de ella: una sudadera, unos pantalones de chándal y pies descalzos.

El más grande de ellos —el de aspecto asiático—, lleva el cabello oscuro alborotado, el ceño fruncido en un gesto feroz y postura determinada y protectora. Está parado justo frente a los dos más pequeños, y viste unos pantalones deportivos rotos, y una remera blanca percudida y agujereada. La hostilidad que emana es casi tan poderosa como la energía errática que soy capaz de percibir en él.

El chico —el más grande de ellos— dice algo en un idioma que, creo, es japonés. No entiendo ni una sola palabra, pero por su postura amenazante sé que no ha sido algo amable.

—No hablan inglés. —Dinorah dice a mis espaldas—. Tampoco español, o cualquier idioma que pueda ser entendido por cualquiera de nosotras.

Las palabras de la bruja no hacen más que provocarme una extraña frustración. Un sentimiento de horrible desasosiego porque sé que, haga lo que haga, no vamos a poder hacerles saber que no queremos dañarlos.

—Rael dijo que el más grande le enseñó a los más pequeños a hablar japonés —Niara pronuncia débilmente—. No conocen otro idioma más que ese. También dijo que, al no recordar casi nada del lugar de donde provienen, fue sencillo para ellos aprender el idioma que Haru, el más grande de los tres, les enseñó.

Zianya, quien se ha alejado un par de pasos de los tres niños con mucha cautela, añade sin mirarme:

—Parecen animales salvajes y están a la defensiva todo el tiempo. —Niega con la cabeza y los mira con una tristeza que me saca de balance—. No confían en nadie, no dejan que nadie se les acerque; no quieren comer nada de lo que hemos puesto en la mesa para ellos y, por si fuera poco, la barrera del idioma no ha hecho otra cosa que no sea un obstáculo más entre nosotros. Están aterrorizados.

—No los culpo. —Las palabras se me escapan de los labios sin que pueda detenerlas o filtrarlas, y una sonrisa triste tira de las comisuras de los labios de la bruja.

—Yo tampoco —susurra, y yo me pongo de pie con mucho cuidado.

El chico —Haru— pronuncia otra cosa ininteligible y hace una seña que, claramente, indica que quiere que nos apartemos.

Concediéndoselo, todas retrocedemos un par de pasos.

El chico aprovecha esos instantes y toma de la mano a los dos más pequeños. Luego, sin dejar de mirarnos con recelo, comienza a avanzar en dirección al estudio de la planta baja. Ese lugar en el que las brujas guardan todos sus Grimorios y libros antiguos.

Mientras avanzan, no puedo evitar notar la forma en la que la energía abrumadora y cálida que lo invadía todo, los sigue. Es hasta entonces que me doy cuenta… Son ellos. Ellos —o alguno de ellos— son los dueños de esa extraña esencia que llena cada rincón de la sala.

Cuando desaparecen por la entrada del estudio, toda la tensión que se había acumulado se aligera un poco. Mis ojos se cierran y un suspiro aliviado escapa de los labios de Zianya.

—¿Han estado ahí todo este tiempo? —inquiero, en voz baja, al tiempo que hago un gesto de cabeza en dirección al lugar donde han buscado refugio.

Niara, quien aparece en mi campo de visión, asiente.

—No hemos querido presionarlos —dice, sin apartar la vista de la puerta por la cual los tres niños han desaparecido. Mi atención se posa en ella casi de inmediato y un hueco se instala en mi estómago cuando me percato del color amoratado que tiñe su pómulo derecho; de los cortes y raspones que le ensucian el rostro y de la hinchazón en su ojo izquierdo. Todo, por supuesto, debido a lo ocurrido anoche—. Mikhail dice que son muy volátiles. Que, si se sienten amenazados o asustados, son capaces de provocar un pequeño caos con la energía que poseen.

La sensación enfermiza que me embarga cuando termina de pronunciar aquello, hace que me sienta al borde del vómito.

—¿E-Ellos también tienen…? —No puedo terminar de formular la pregunta.

—¿Estigmas? —Dinorah, quien parece haberme leído la mente, interviene.

Asiento, en respuesta.

—Solo el más grande —ella susurra—. Los más pequeños solo provocan pequeños desastres como el de hace unos momentos. El grande, sin embargo… —La manera en la que deja al aire la afirmación me hace sentir intranquila.

—Llevan un poco menos de doce horas aquí y ya están ocasionando problemas —Zianya interviene y aprieto la mandíbula cuando noto la molestia en su tono—. Esto no puede ser bueno para nosotras. No cuando estamos tan cerca de una grieta.

El dejo acusatorio que hay en su voz me escuece el pecho, pero me obligo a no encogerme sobre mí misma. Sé que su intención, implícitamente, es hacerme sentir culpable por todo esto y, aunque sé que lo soy hasta cierto punto, no puedo dejar que me haga sentir diminuta. No puedo permitirle amedrentarme en estos momentos.

—¿Cómo se llaman? —Mi voz es apenas un susurro.

—El más grande es Haru —Niara susurra—, el pelirrojo Kendrew y la niña se llama Radha. Japón, Escocia y La India. De ahí viene cada uno de ellos.

—¿No hay noticias de sus familias? ¿Sus padres? ¿Alguien cercano a ellos? —inquiero, con apenas un hilo de voz.

Dinorah niega.

—Mikhail dice que no tienen idea del paradero de sus familias. —Habla, en voz baja y con mucho tacto—. Hay tantos seres humanos en la tierra y tanto caos en estos momentos, que no ha habido oportunidad de buscar a alguien que esté relacionado a ellos.

—Y aunque los encontraran… —Niara pronuncia, con pesar—. Aunque los padres de los niños aparecieran, dudo mucho que alguno de ellos pueda recordarlos. Eran demasiado pequeños cuando fueron arrancados de sus hogares.

—Excepto el más grande —apunto, y la tristeza que se me cuela en la voz es inmensa—. Él debe extrañar a sus padres.

El silencio que le sigue a mis palabras pesa más que cualquier otra cosa que pudiera haber sido dicha.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que espabile y me obligue a mirar al alrededor. Lo primero que veo cuando lo hago, es a Niara, quien me observa desde el lugar en el que se encuentra, a pocos pasos de distancia.

Ahora que la he encarado de forma más directa, soy capaz de notar el aspecto magullado que tiene y eso, por sobre todas las cosas, me hace sentir como la persona más estúpida existente. No puedo creer lo que le hice. No puedo creer que, por un momento, creí que salir a intentar abrir un portal al Inframundo era una buena idea.

—Niara, yo…

—Necesitas comer algo —Niara dice, como si fuese capaz de leerme el pensamiento. Ni siquiera me da oportunidad de terminar lo que iba a decir. No hace otra cosa más que regalarme una sonrisa significativa, y eso es suficiente para saber que no quiere hablar de lo ocurrido anoche. Que no quiere revivir la pesadilla que fue el haber estado en un lugar tan peligroso como en el que nos adentramos.

—Bess, Niara… —La voz de Zianya me llena los oídos antes de que tome la decisión de no tocar el tema de anoche con Niara, y ambas, como podemos, nos giramos para encararla—. No crean que esto va a quedarse así. Ustedes y yo vamos a tener una conversación respecto a lo que pasó, ¿de acuerdo?

Ninguna de las dos dice nada. Ambas nos limitamos a asentir antes de seguirla hacia el interior de la cocina.

El sonido de la puerta siendo llamada hace que, tanto mi atención como la de Niara, se vuelque hacia la entrada de la habitación.

—Es Rael. —Niara musita unos segundos antes de que el ángel pregunte, desde el otro lado de la puerta, si puede entrar.

Mi vista se posa de manera fugaz en la bruja, quien mira la puerta con expresión extraña. Una pequeña sonrisa incrédula amenaza con tirar de las comisuras de mis labios cuando noto como, de manera suave y discreta, se coloca un mechón de cabello alborotado detrás de la oreja.

«¿Será que…?».

Sacudo la cabeza, en un intento de espabilar y ahuyentar el hilo de mis pensamientos, y me digo a mí misma que luego, cuando tenga oportunidad, trataré de indagar un poco más en el efecto que tiene Rael en la bruja que se encuentra recostada a mi lado, en la cama.

—Adelante —digo e, instantes más tarde, el ángel de cabellos rubios aparece en nuestro campo de visión.

Luce agotado y lleva la armadura sucia. Un claro contraste con el aspecto limpio y compuesto que siempre suele tener.

—Mikhail necesita que bajen —dice, sin ceremonia alguna, al tiempo que nos mira de hito en hito.

Un nudo se apodera de mi estómago casi de inmediato, pero trato de controlar el efecto enfermizo que tiene en mí.

No he visto a Mikhail desde ayer por la noche y, la sola idea de enfrentarlo luego de lo que pasó entre nosotros, no hace más que formarme un nudo en las entrañas.

—¿Las dos? —Niara suena tan confundida como yo lo haría de haber sido la primera en hablar.

Rael asiente.

—Necesita hablar con todas ustedes —dice, y sé que se refiere a las brujas y a mí.

Así pues, como puedo —y con ayuda de Niara y Rael—, abandono la cama y me encamino hasta la planta baja de la casa. Durante todo el trayecto, soy capaz de percibir las extrañas y variadas vibraciones que emite la energía que ha empezado a acumularse en el piso inferior. Poco a poco, mientras descendemos por las escaleras, soy capaz de percibir el aumento de energía angelical en el ambiente y, cuando termino de bajar y alzo la vista del suelo, me congelo en mi lugar.

La imagen que me recibe es tan extraña como inquietante, y el nudo de ansiedad que había comenzado a formarse en la boca de mi estómago se aprieta.

Con la vista, barro la estancia con lentitud solo para absorber lo que me ha recibido, y la sensación nerviosa incrementa otro poco.

Aquí están todos: Dinorah, Zianya, Gabrielle, casi una veintena de ángeles, los tres niños que Mikhail trajo consigo y Mikhail en persona.

El espacio luce tan reducido ahora que está abarrotado de gente, que se siente como si estuviese a punto de desbaratarse a nuestro alrededor. Como si estuviese encogiéndose poco a poco ante la multitud que lo invade.

Mis ojos se detienen unos segundos más de lo debido en Mikhail, pero él no da señal alguna de siquiera recordar que hace menos de veinticuatro horas me besó —y lo besé—. Solo se limita a mirarme con ese gesto inescrutable que lleva tallado en el rostro la mayor parte del tiempo. Ha vuelto a ser el guerrero. Ha vuelto a ponerse la máscara de General de Ejército que utiliza últimamente.

No estoy muy segura de cómo sentirme al respecto. Una parte de mí, esa que aún no logra descifrar del todo si está dispuesta a creer en él, está agradecida por ello. Está agradecida de que no me mire como si todo estuviese bien entre nosotros. Y la otra, esa que no puede arrancarse fuera de la piel todas las caricias y las promesas, se siente traicionada. Decepcionada.

Soy un completo y soberano desastre. No quiero sentirme de esta manera por él y, al mismo tiempo, estoy aquí, debatiéndome internamente si debo o no sentirme afectada por la máscara de indiferencia que lleva puesta ahora mismo.

Cientos de preguntas se me arremolinan en la punta de la lengua cuando él, sin decir una palabra, hace un gesto en dirección a uno de los sillones de la estancia. Decenas de dudas y escenarios fatalistas se deslizan en la red sin principio ni fin que es mi cabeza y, a pesar de que quiero que hable de una vez por todas, me obligo a avanzar hasta donde indica para apretujarme junto a Zianya y Dinorah. Niara me sigue de cerca y se instala a mi lado en el sofá.

El silencio que lo invade todo me pone los nervios de punta, pero me las arreglo para mantener la expresión serena mientras observo como Rael avanza hasta acomodarse detrás de Mikhail. A su lado se encuentra Jasiel y, al fondo —y apartada de los demás ángeles—, se encuentra Gabrielle.

Su postura es desgarbada, pero hay tensión en sus hombros. Hay una rigidez extraña en su mandíbula y una dureza incómoda en la forma en la que se cruza de brazos. No se necesita ser un genio para saber que lo que está sucediendo no le gusta para nada.

—Ocurrió algo, ¿no es así? —Niara es la primera en romper el silencio y su voz suena tan inestable y asustada que, por instinto, estiro una mano para tomar la suya y apretarla en un gesto conciliador.

Mikhail, sin romper el gesto estoico que lleva en el rostro, posa su atención en ella y luego en nuestras manos unidas.

—Me temo que es así —dice, al cabo de unos instantes, y un puñado de rocas se me instala en el estómago.

—¿Qué es? —Dinorah, quien suena un poco más compuesta que Niara, pronuncia, y mis ojos se cierran solo porque no estoy lista para escuchar lo que Mikhail tiene que decir.

Otro silencio se extiende entre nosotros y, por unos instantes, creo que voy a ponerme a gritar de la ansiedad.

—Tenemos que irnos de este lugar. —Las palabras abandonan la boca del demonio —o arcángel— sin ceremonia alguna, y el nudo que sentía en las entrañas se despedaza y se convierte en un hueco. Un agujero inmenso que me llega hasta el pecho y hace que me sienta abrumada.

—¿Por qué? —Zianya interviene, luego de unos segundos de tenso silencio.

Un suspiro largo escapa de los labios de Mikhail y, por primera vez, soy capaz de notar una fisura en la máscara de serenidad que lleva puesta. Soy capaz de notar genuina preocupación en su gesto.

Su lengua moja sus labios, en un gesto tan ansioso y tan humano, que me hace querer estrujarle a él las manos para conciliarlo; para apaciguar lo que sea que está atormentándole el pensamiento.

—Porque la grieta es demasiado grande —dice, con la voz enronquecida por las emociones—. Porque, luego de lo que pasó anoche, es imposible garantizar la seguridad de nadie en este lugar. Es cuestión de tiempo para que los demonios se percaten de lo grande que es, y no podemos permitir que Bess, o cualquiera de ellos —hace un gesto de cabeza en dirección a los niños—, esté aquí cuando eso suceda.

La culpabilidad que se había asentado sobre mis hombros desde anoche me aprisiona el pecho. La sensación de ansiedad y nerviosismo que me había acompañado los últimos minutos detona en el más horrible de los remordimientos y quiero desaparecer. Quiero encogerme en mí misma hasta ser diminuta.

Zianya, quien se encuentra acomodada a mi lado, niega con la cabeza de manera frenética.

—No tenemos a dónde ir —dice, y con cada palabra que pronuncia, el tono de su voz toma una nota de angustia e histeria contagiosa—. No tenemos un solo centavo. N-No…

—Eso no es importante. —Gabrielle interviene y la atención de todo el mundo se posa en ella—. Lo único que importa, es sacarlos a ellos de aquí. —Hace un gesto de cabeza en mi dirección y en la de los niños.

—¿A dónde iríamos? —Dinorah inquiere. Suena menos inquieta que su hermana, pero el nerviosismo es palpable en su voz.

Mikhail abre la boca para responder, pero, en ese momento, algo viene a mi cabeza. Algo insidioso y apabullante me llena el pensamiento y no puedo dejar de pensar en ello. No puedo dejar de obsesionarme con lo que está taladrándome el cerebro.

—¿Qué va a pasar con la gente que vive aquí? —pregunto, sin siquiera darle oportunidad a Mikhail de responder la pregunta de Dinorah—. ¿Qué va a pasar con la gente de Bailey?

Los labios de Mikhail se cierran en una línea dura y apretada, y la sensación de malestar me llena la punta de la lengua de un sabor amargo. El silencio que le sigue a mis palabras es doloroso en todas las formas posibles.

—Bess… —Rael trata de intervenir, pero Mikhail hace un gesto de mano para hacerlo callar.

—Bess, te lo pedí ayer, ¿lo recuerdas? —dice, mirándome directamente—. Te pedí que confiaras en mí y te lo pido de nuevo: confía en mí. Haré lo que esté en mis manos.

—¿Y si eso no es suficiente? —Apenas puedo hablar—. ¿Cuánta gente va a morir si este lugar es infestado por…?

—Mucha —Mikhail me interrumpe—. Muchísima, Bess. Y morirá aún más si a ti, o a cualquiera de los habitantes de esta casa les ocurre algo. ¿Entiendes por qué tenemos que marcharnos? ¿Por qué tengo que llevarlos a un lugar seguro?

Lágrimas me inundan los ojos, pero no derramo ninguna. Me las arreglo para apretar la mandíbula y desviar la mirada.

Sé que tiene razón. Quedarnos aquí a tratar de hacer algo es una locura, pero no puedo evitar sentirme impotente y atormentada por todos aquellos que van a sufrir las consecuencias de algo que yo misma provoqué.

—¿A dónde vamos a ir? —Dinorah insiste, al cabo de un rato, y mis ojos se clavan en el suelo solo porque no sé si estoy lista para escucharlo. Solo porque no sé si estoy lista para saber a dónde vamos a huir esta vez.

Mikhail no dice nada de inmediato y eso hace que me obligue a mirarlo. A encararlo justo a tiempo para ver la duda en su gesto y la indecisión en sus ojos.

—¿A dónde vamos a ir, Mikhail? —inquiero, esta vez, sintiéndome al borde del colapso nervioso.

Él clava sus ojos en los míos, y la disculpa y el miedo que veo en sus ojos es tan grande que hace que me duela el estómago.

—A Los Ángeles, California —dice, y el corazón se me cae a los pies.

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