Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 10

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Se siente como si pudiera vomitar. Como si el mundo entero hubiese detenido su andar apresurado el mismo nanosegundo en el que lo ha hecho mi corazón.

Una oleada de terror se detona en mi sistema y se abre paso en mi interior hasta llenarme por completo. Hasta hacerme sentir enferma en todas las formas posibles.

La sola idea de pensar en Los Ángeles y la devastación que encontramos cuando fuimos allá, me provoca un dolor intenso en el pecho.

El silencio que le sigue a las palabras de Mikhail se asienta en la habitación durante unos segundos antes de que el escándalo estalle. De pronto, una oleada de exclamaciones exaltadas me llena la audición y no soy capaz de hacer otra cosa más que escucharlas expresar todo lo que está mal con el plan de ir a ese lugar.

Todos —ángeles incluidos— elevan sus voces en protestas preocupadas, pero Mikhail se queda ahí, quieto, sin decir una sola palabra.

Es una locura. Una completa y soberana locura y, de todos modos, no puedo hacer otra cosa más que intentar comprender qué diablos es lo que pretende al llevarnos allá.

Mi vista está clavada en el chico —el guerrero— que se encuentra de pie al centro de la estancia con gesto inescrutable y mandíbula apretada.

—Perdiste la maldita cabeza, ¿no es así? —La voz de Niara se eleva y sobresale del resto.

—Ir a Los Ángeles va a conseguirnos la misma sentencia de muerte que nos da el estar en este lugar. —Dinorah pronuncia y mis manos, temblorosas y débiles, se presionan sobre los muslos para aminorar los espasmos incontrolables que me invaden debido al pánico creciente.

—Ir a Los Ángeles es igual o más peligroso que quedarnos aquí. —Escucho decir a Zianya, y la ansiedad que se había mantenido a raya en mi interior, se detona en el instante en el que cientos de escenarios fatalistas empiezan a invadirme.

—Normalmente, no estoy de acuerdo con nada de lo que estas humanas dicen o hacen, pero tienen razón, Miguel —interviene uno de los ángeles de la multitud—, ir a California es una completa locura.

—Yo no pienso poner un pie en ese lugar. —Niara insiste, y suena al borde de la histeria.

—Vas a entregárselos en bandeja de plata a Lucifer. —Otro de los ángeles exclama, señalándome a mí y a los niños.

—Es evidente que no piensas con claridad. —Otro de ellos escupe en dirección a Mikhail, pero este ni siquiera se inmuta. Sigue sin decir nada. Sin detener la ola de incertidumbre y cuestionamientos que parece alzarse cada vez más alta sobre su cabeza.

—¡¿Quieren cerrar la boca todos?! —La voz de Rael retumba en todo el lugar y hace que los presentes enmudezcan casi al instante. Luego, cuando se cerciora de que todos estamos escuchándole, añade—: Está claro que Mikhail ha tomado una decisión precipitada, ¿no es así, Mik?

Su atención se posa en el demonio de ojos grises, pero este se limita mirarlo con toda la seriedad que puede imprimir en el gesto.

—No, no lo he hecho. —La dureza y la determinación con la que habla hace que el terror se vuelva insoportable—. No he tomado ninguna decisión sin antes haber estudiado todos los posibles escenarios. Llevarlos a Los Ángeles es lo mejor que podemos hacer.

La mirada escandalizada de Rael no hace más que reflejar la estupefacción que todos —incluyéndome— sienten. La forma en la que mira a Mikhail dice mucho respecto a lo que le pasa por la cabeza.

Una negativa de cabeza es lo único que Rael puede darle en respuesta al demonio de los ojos grises, pero este ni siquiera se inmuta cuando las protestas se reanudan.

Las voces se elevan a cada segundo que pasa y, de pronto, las exclamaciones son tan altas que me aturden y me abruman por completo. Quiero decir algo. Quiero abogar por la causa —por Mikhail—, pero no puedo hacerlo. No puedo comprender del todo sus motivos para querer llevarnos al campo de batalla.

—¡Silencio! —La voz del demonio truena en toda la estancia al cabo de unos instantes más, seguida de una oleada de energía tan densa que hace que todos guarden silencio de inmediato. Las quejas desaparecen en cuestión de segundos y todo el lugar se llena de una extraña sensación de incertidumbre y miedo.

La mirada de Mikhail —ahora dura, pesada y determinante— barre la estancia con lentitud. La amenaza que irradia es tan abrumadora, que nadie se atreve a pronunciar nada mientras escruta la habitación.

—No estoy aquí para hacer una encuesta o una votación —dice, en un tono tan autoritario que me eriza los vellos de la nuca—. Esto no es una democracia. Mucho menos una consulta o un cuestionamiento sobre cuál será el siguiente paso que daremos. La decisión está tomada: iremos a Los Ángeles.

—Pero es una locura. —La voz me sale en apenas un susurro tembloroso, y su atención se posa en mí. La manera en la que su ceño fruncido enmarca esos ojos tan penetrantes y profundos que tiene hace que me sienta pequeña e indefensa. A pesar de eso, me obligo a decir—: Sabes que es una completa locura.

Mikhail asiente, dándome la razón.

—Es, precisamente, el motivo por el que iremos allá —refuta.

—Es el lugar más peligroso que existe en la tierra ahora mismo, Mikhail. —Apenas puedo pronunciar, mientras sacudo la cabeza en un gesto frenético y aterrorizado—. Es el campo de batalla.

—Y ese lugar, por ser el campo de batalla de esta guerra, es el último lugar en el que a Lucifer se le ocurrirá buscarlos. —Su vista se posa de manera fugaz en el lugar donde los niños se encuentran, antes de continuar—. Es el lugar más seguro para ustedes en estos momentos. Solo piénsalo: está infestado de ángeles y demonios, hay una grieta inmensa en ese lugar… Eso, por supuesto, camuflará tanto tu esencia como la de ellos. —Hace un gesto de cabeza en dirección a los niños—. Además, no planeo llevarlos para dejarlos morir en medio de un fuego cruzado.

—¿A dónde planeas llevarnos, entonces? —Zianya interviene y Mikhail posa su atención en ella.

—A un refugio humano —dice, y otro largo silencio se extiende entre nosotros.

—¿U-Un refugio humano? —Niara, finalmente, inquiere y el demonio de los ojos grises asiente—. ¿Eso existe?

Mikhail asiente una vez más.

—Sabemos que hay uno en la ciudad. Lo tenemos localizado y está flanqueado por ángeles todo el tiempo. Los humanos no saben que estamos enterados de su ubicación y que los mantenemos lo más protegidos posible, pero somos conscientes de que están ahí —explica—. Todos aquellos que no lograron salir de Los Ángeles antes de que el gobierno pusiera en cuarentena a la ciudad por las posesiones, y que no han sido corrompidos por ningún ente de índole demoníaca, están refugiándose ahí, y yo quiero llevarlos a ese lugar. Quiero que todos ustedes —nos mira a las brujas, a los niños y a mí—, se refugien con esa gente y pasen tan desapercibidos como sea posible.

La nueva perspectiva que todo esto le da a la situación es un poco más esperanzadora; sin embargo, no puedo dejar de sentirme inquieta ante la posibilidad de que algo salga mal. De que su plan no funcione y los demonios se percaten de nuestra presencia; y, lo que es peor: que más gente inocente salga herida gracias a nosotros —a mí.

—Sigue siendo una locura —digo, con desesperación, al tiempo que cierro los ojos.

—Lo sé —Mikhail dice, y suena genuinamente pesaroso—. Lo sé, Bess, pero es lo único que tengo ahora. Es lo único que se me ocurre. No pueden quedarse aquí y, transportarlos lejos de un lugar rodeado de líneas energéticas, no es una opción. Tú mejor que nadie sabes que no se camuflaría ni tu esencia ni la de ellos en un lugar donde no haya caos. Ir a Los Ángeles es la mejor de nuestras opciones. La menos catastrófica de todas.

Hace una pausa.

—Pero si alguien tiene una mejor idea —pronuncia, al cabo de unos instantes—, estoy dispuesto a escucharla. De no ser así, lo mejor será que nos preparemos para viajar cuanto antes.

Han pasado varios días desde la reunión a la que Mikhail nos convocó para avisarnos que planeaba llevarnos a Los Ángeles y, desde entonces, la tensión no ha dejado de acumularse en el ambiente.

El nerviosismo es palpable entre todo el mundo —ángeles incluidos— y los temperamentos volátiles están a la orden del día.

Dinorah y Zianya no han parado de discutir por nimiedades y Niara no ha dejado de llorar a la menor provocación.

Sé que están aterrorizadas, así que no puedo culparlas por actuar del modo en el que lo hacen. Me encantaría poder decir que yo me encuentro un poco más en control de mis emociones, pero la verdad es que apenas si he podido conciliar el sueño. Paso los días enteros leyendo los Grimorios de las brujas en busca de algo que pueda servirnos sin conseguir nada en lo absoluto.

A estas alturas del partido, he perdido todas las esperanzas; sin embargo, el seguir investigando —el mantenerme ocupada—, me tranquiliza y me permite sentirme un poco mejor conmigo misma.

En cuanto a los Sellos se refiere, no hemos progresado mucho que digamos. Ya han perdido el miedo que sentían por las brujas y por mí, pero siguen sin querer estar en la misma habitación que nosotras. Comen aquello que Mikhail les ofrece, pero no permiten que nadie más que él se acerque a ellos de esa manera. Ni siquiera Gabrielle, que estuvo velando por su bienestar durante tanto tiempo, puede acercarse sin provocar gritos, llanto y uno que otro destello de energía desbordada.

Los preparativos para el viaje inminente han comenzado, y ahora más que nunca cualquier posibilidad de idear otro plan se siente lejana. Después de todas las protestas, el malestar y el pánico colectivo que experimentamos al recibir la noticia, nadie fue capaz de pensar en nada más; en otras posibilidades para ponernos a salvo sin meternos directamente en la boca del lobo.

La situación en general sigue pareciéndome una completa locura, la cantidad de escenarios horrorosos que me invaden la cabeza a diario es más grande de lo que me gustaría admitir, y sigo sin estar del todo de acuerdo con la idea de huir, y dejar que la gente de Bailey se las arregle como pueda, pero ya no he hecho nada por externar mis inquietudes.

He tratado de convencerme a mí misma de que nada de lo que yo pueda decir al respecto hará que Mikhail cambie de parecer, o que el plan se detenga solo porque sí; así que he pasado los últimos cuatro días de esta manera: con un nudo atorado en el estómago las veinticuatro horas del día y las ganas de gritar a la orden del día.

La presencia de los ángeles en casa tampoco ha hecho mucho por aminorar el estado de permanente ansiedad en la que nos encontramos. Antes, cuando la grieta en Bailey no era tan grande como lo es ahora, nos daban un poco más de espacio. Incluso, a veces se sentía como si no se encontraran aquí en lo absoluto. Lo único que los delataba, era el brillo de su armadura durante las noches, cuando sobrevolaban los alrededores. Ahora, están cerca todo el tiempo: dentro y fuera de la propiedad, en el perímetro, en el cielo… Se han encargado de hacernos notar que se encuentran aquí y que no les agradamos en lo absoluto.

No nos dirigen la palabra, no nos miran —ni siquiera cuando estamos en la misma habitación que ellos— y, cuando lo hacen, es solo para dedicarnos algún gesto desdeñoso o condescendiente.

En cuanto a Mikhail y a mí concierne, no hemos conversado mucho desde aquella reunión de la otra noche. De hecho, apenas sí hemos cruzado un par de palabras durante sus breves visitas a este lugar. Pasa los días enteros coordinando a sus soldados y tratando de buscar a Axel; quien, desde aquella fatídica noche, no ha dado señales de vida.

No quiero admitirlo en voz alta, pero estoy aterrorizada por él. Horrorizada de imaginarme que lo peor pudo haberle ocurrido y, al mismo tiempo, sin poder dejar de pedirle al universo que le haya permitido sobrevivir. De rogarle al cielo que haya logrado escapar a tiempo.

Tengo la vista clavada en la caja de cereal que sostengo entre los dedos, pero mi mente está en otro lugar. Estoy concentrada, de nuevo, en la retahíla de negatividad que no me deja a sol ni a sombra. Tanto, que me toma unos instantes percatarme del pequeño escalofrío que ha comenzado a invadirme.

Me recorre desde la nuca hasta los talones, y una extraña sensación de calidez me embarga casi de inmediato. En ese momento, el hilo de mis pensamientos me trae al aquí y al ahora y, de soslayo y por instinto, miro en dirección a la entrada de la cocina.

Apenas si puedo tener un vistazo de la melena oscura que se oculta detrás de la pared divisoria entre la sala y este lugar, pero es todo lo que necesito para saber de quién —quienes— se trata.

Son ellos. Los niños.

Siempre hacen esto. Pasan el día detrás de mí, pero nunca se atreven a abordarme. Pasan el tiempo siguiéndome a hurtadillas y espiando cada uno de mis movimientos, pero no se atreven a acercarse lo suficiente como para que yo me sienta con la confianza de preguntarles algo. Sé que pueden sentirme, así como yo los siento a ellos. Sé que pueden percibir que somos similares y eso, por sobre todas las cosas, es lo que los atrae hacia mí.

Ahora mismo, a pesar de que no puedo verlos, sé que están aquí. Al menos, los dos más pequeños. Haru, el más grande, suele ser un poco más orgulloso y no me vigila como lo hacen Kendrew y Radha. Solo se les une cuando estoy cerca de Mikhail o Rael.

Una pequeña sonrisa tira de las comisuras de mis labios cuando los oigo cuchichear en ese idioma que no entiendo, pero finjo no verlos mientras, metódicamente, me sirvo un plato de cereal con leche.

Después, me siento sobre la isla de la cocina y me pongo a comer con lentitud.

Me siento observada todo el tiempo, pero me las arreglo para no hacer evidente lo mucho que puedo notar su presencia —y su mirada sobre mí.

Cuando termino, lavo el tazón y lo pongo en su lugar. Entonces, justo como he hecho los últimos días cuando me siguen a la cocina, tomo tres tazones más, vierto cereal y leche en ellos y los pongo sobre la isla antes de marcharme en dirección a la planta alta.

Sé que, como todas las noches, los niños tomarán el cereal y lo comerán porque les encanta.

Mientras subo las escaleras, miro de reojo en dirección a la sala, donde se esconden cuando salgo de la cocina, y noto como el pelirrojo y la niña corren en dirección a la cocina y salen cargando los tazones de cereal.

A Kendrew se le derrama un poco la leche del que lleva para Haru, pero no se detiene. Al contrario, aprieta el paso y desaparece detrás de Radha en el estudio de la casa.

Una sonrisa me baila en las comisuras de los labios y sacudo la cabeza en una negativa mientras subo las escaleras a paso lento pero decidido.

Mi vista sigue fija en la planta baja. Una parte de mí espera que los niños salgan de nuevo de su escondite, pero sé que es tarde y no lo harán. Sé que, luego de cenar, dormirán todos apretujados en ese nido de cobijas y colchas que han creado ahí abajo y nadie sabrá de ellos hasta mañana por la mañana.

Impacto contra algo duro y firme, y doy un paso tambaleante hacia atrás. Mis pies apenas logran mantener el equilibrio en el reducido espacio de los escalones, y me aferro al pasamanos lo más fuerte que puedo para recuperar el control de mis extremidades.

Rápidamente, poso la atención en la figura alta e imponente contra la que he chocado y me toma unos instantes identificar la superficie metálica que aparece delante de mis ojos. Es una armadura. La armadura de un ángel.

Alzo la vista a toda velocidad y un escalofrío de puro terror me recorre la espina dorsal cuando me encuentro de lleno con la mirada gélida de uno de los ángeles que rondan la casa.

No recuerdo su nombre. Tampoco sé si alguna vez lo dijo en voz alta. De hecho, ni siquiera soy capaz de recordar si, antes del incidente de la grieta, alguna vez lo vi rondando por aquí. Sus facciones angulosas y su cabello largo y oscuro me son tan ajenos como el color verde eléctrico de sus ojos fríos.

—Lo siento —musito, a pesar de que sé que no recibiré respuesta alguna y, de inmediato, la expresión de la criatura frente a mí se ensombrece con repudio y condescendencia.

Sus ojos barren la extensión de mi cuerpo con lentitud y un escalofrío de puro terror me recorre la espina. Hay algo erróneo en la manera en la que me mira. Algo que me llena de una sensación incómoda y oscura.

El ángel no dice nada. De hecho, no hace otra cosa más que observarme a detalle, como si me analizara. Otro escalofrío me recorre y me aclaro la garganta antes de musitar algo sobre subir a mi habitación. Acto seguido, me aparto de su camino y empiezo a subir las escaleras.

Él me mira por el rabillo del ojo mientras paso a su lado y me sigue con la vista hasta que quedo fuera de su campo de visión, y eso solo consigue que el miedo y el repelús que ya me provocaba, incremente de manera exponencial.

No me detengo hasta que estoy en la parte superior de las escaleras y, una vez ahí, no puedo evitar echarle un último vistazo.

Sigue ahí. No se ha movido para nada, pero me da la espalda. De alguna extraña manera, sé que sabe que estoy mirándole y eso solo consigue inquietarme otro poco. Las ganas que tengo de echarme a correr son grandes ahora; sin embargo, me las arreglo para tomar una inspiración profunda y avanzar a paso lento hacia mi habitación.

No sé cómo explicarlo, pero se siente como si tuviese que demostrarle a él y a todos los ángeles que habitan aquí, que no les tengo miedo. Así que eso trato de hacer: hago acopio de toda mi fuerza y, pese a que quiero apretar el paso, me obligo a recorrer la distancia que me separa de la recámara con una lentitud tortuosa.

Todavía puedo tener un vistazo de las escaleras cuando me detengo frente a la puerta de mi recámara, así que no reprimo las ganas que tengo de volver a mirar.

Toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies cuando me encuentro con la imagen del ángel, ahí, de pie en la parte superior de las escaleras, con una expresión oscura y burlesca pintada en la cara, y los ojos clavados en mí.

Me ha seguido. Ha subido los escalones para intimidarme y yo no puedo dejar de mirarle. No puedo dejar de aferrar una mano a la manija de la puerta y la otra al borde del pijama que llevo puesto.

Quiero decirle que no le tengo miedo. Que, sea lo que sea que trata de hacer, no está funcionando, pero no me atrevo a hacerlo. Solo lo miro fijo.

—Rael dice que el General estará aquí pronto y que nos quiere a todos en la sala dentro de unos minutos. —El ángel pronuncia, con esa voz de barítono que tiene, y el recelo me invade. Él parece notarlo, ya que añade—: Me lo ha dicho a través de la comunicación que tenemos entre nosotros.

Como para probar su punto, se da unos golpecillos en la sien con uno de sus dedos.

El recuerdo vago de haber escuchado a Mikhail hablar de eso en el pasado, hace que la sensación de desconfianza merme un poco, pero sigo sin bajar la guardia del todo.

Es mi turno de mirarle con condescendencia.

—Bajo en un momento —digo, en el tono más aburrido que puedo y él esboza una sonrisa socarrona y siniestra.

Un asentimiento elegante es dedicado en mi dirección y, sin más, se da la media vuelta y baja las escaleras.

La vocecilla insidiosa en mi cabeza no deja de gritarme que debo de contarle esto a Mikhail. Que debo hablarle sobre el extraño comportamiento de este ángel en particular y, con eso en mente —y con las emociones hechas un manojo—, dejo escapar el aire que ni siquiera sabía que contenía y me introduzco en la habitación.

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