Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 11

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El ángel de hace un rato no mentía. Uno de los ángeles de confianza de Rael, fue a buscarme para decirme que Mikhail quería hablar con nosotros.

Ahora me encuentro en la sala de la casa, instalada en un sillón junto a Niara, Dinorah y Zianya.

Los ángeles que salvaguardan la casa también están aquí, esperando por Mikhail. Los niños, sin embargo, aún se encuentran en el estudio de la casa. Sé, de antemano, que no saldrán de ahí hasta que Gabrielle —o Mikhail en persona— vaya por ellos.

Así pues, aprovecho estos instantes de mediana soledad para susurrarle a Niara al oído que tengo algo que contarle —respecto al ángel de hace un rato—, pero que deberá ser más tarde, para tener más privacidad. Ella me dedica una mirada inquisitiva y curiosa, pero ni siquiera tiene tiempo de cuestionarme qué ha sucedido, ya que, cuando sus labios se abren para hablar, se cierran de golpe porque su atención es captada por algo a mis espaldas.

—¿Qué…?

—Ya están aquí —dice, sin siquiera darme oportunidad de terminar de formular la oración.

En ese instante, mi vista se vuelca hacia la puerta —donde su mirada está fija— y frunzo el ceño ligeramente.

—¿Cómo lo sabes? —musito, en un susurro confundido, mientras regreso la atención hacia la bruja.

Se ruboriza por completo.

Niara no tiene oportunidad de responder. No tiene oportunidad de hacer nada, ya que la puerta principal se abre a mis espaldas y corro la vista hacia ella solo para comprobar que tiene razón: están aquí.

Rael es el primero en entrar y, sin poder evitarlo, miro de reojo a la chica a mi lado. Ella solo lo observa, pero me atrevo a decir que hay algo más en su mirada. Algo cálido que nunca había visto en sus ojos.

Me repito una vez más que, cuando sea oportuno, indagaré sobre eso con ella y, con ese pensamiento en la cabeza, me concentro en lo que sucede a mi alrededor.

Todas las criaturas que faltaban —Gabrielle, Jasiel y Mikhail— están dentro de la estancia y lucen serios; como si acabasen de tener una discusión acalorada que terminó en nada. A pesar de eso, ninguno habla hasta que llegan al lugar en el que nos encontramos todos.

—¿Quieres que vaya por los niños? —Gabrielle pregunta hacia Mikhail y, en el proceso, le pone una mano en el antebrazo. Yo no puedo apartar la vista del lugar en el que lo toca.

El arcángel —o demonio— le dedica una mirada agradecida y un asentimiento suave, y la arcángel se encamina hacia el estudio.

Mikhail, sin esperar un segundo más, barre la sala con la vista. Sus ojos se detienen en mí un segundo más de lo debido, pero nada en su gesto cambia cuando lo hace.

Los instantes que transcurren en silencio se sienten eternos, pero no es hasta que Gabrielle regresa acompañada del resto de los Sellos, que el demonio —o arcángel— da un paso al frente para hablar.

—Tenemos que viajar a la voz de ya —dice, sin ceremonia alguna y, a pesar de que los preparativos para el viaje no se han detenido en lo absoluto, escucharle decir en voz alta que es hora de marcharnos se siente como un puñetazo en el estómago—. No podemos postergarlo más. Cada día que pasa es uno más de peligro y riesgo que corremos en este lugar. No sé por cuánto tiempo más vamos a poder contener a las criaturas que amenazan con salir de esa grieta y, ciertamente, no quiero estar aquí para averiguar si algún día nos derrotarán. Es hora de irnos.

El silencio que le sigue a sus palabras es largo y tenso, pero nadie se atreve a romperlo.

—Viajaremos en grupos pequeños para no llamar la atención —continúa, cuando se da cuenta de que nadie puede articular palabra alguna—. Dinorah, Zianya y Niara viajarán con Rael y tres ángeles que estarán bajo su mando. —La mirada de Mikhail se posa de manera fugaz en tres de los ángeles que nos rodean y estos asienten con rigidez, sin dejar notar nada sobre sus pensamientos—. Gabrielle viajará con Radha, Kendrew y su equipo de trabajo habitual. —Mira al grupo más aislado de ángeles en el proceso y, finalmente, vuelve sus ojos hacia mí—, y Haru y Bess viajarán con Jasiel y conmigo, acompañados, por supuesto, de lo que queda de la cuadrilla de Jasiel —observa al resto de los ángeles, quienes asienten en silencio.

Cuando se ha cerciorado de que todos hemos asimilado lo que ha dicho, posa su atención en el mayor de los niños y, luego, le dice algo en su idioma.

El escucharle hablar un idioma tan diferente al mío, me saca de balance por completo, pero oír la respuesta hostil y furiosa de Haru me turba todavía más.

Mikhail, con una dureza impropia de él, alza la voz y pronuncia algo que no logro entender en lo absoluto. En respuesta, Haru espeta otra cosa y toma la mano de Kendrew y Radha —quienes miran al demonio con horror— para salir corriendo en dirección al estudio.

No he entendido una mierda de lo que han hablado, pero no se necesita ser un experto en japonés para saber que Mikhail le ha hablado sobre nuestra forma de viaje. Tampoco se necesita ser un genio para deducir que a Haru no le ha gustado para nada.

A pesar de eso, Mikhail no hace nada por contarnos qué es lo que ha pasado entre ellos. Se limita a dejar escapar un suspiro largo y pesaroso antes de continuar:

—Mañana por la mañana saldrá el primer grupo. Al mediodía saldrá el segundo y por la noche el tercero. Nos moveremos despacio, y nos veremos a las afueras de Los Ángeles dentro de tres días: para tomarnos nuestro tiempo y llamar la atención lo menos posible.

—¿Por qué no podemos ir todos juntos? —Niara inquiere, en voz baja y aterrorizada.

—Porque, si lo hacemos, será más fácil ser detectados —el demonio de los ojos grises responde—. No podemos darnos el lujo de que nos atrapen solo porque no fuimos lo suficientemente cuidadosos.

Cierro los ojos y tomo una inspiración profunda para aminorar el nerviosismo y la culpa que me embargan. Todo esto es gracias a mí. Si yo no hubiese decidido que tenía que hacer algo para ayudar, nada de esto habría ocurrido. La grieta seguiría pasando inadvertida para los demonios y tendríamos un poco más de tiempo.

—¿Alguien más tiene alguna duda? —Mikhail habla luego de unos instantes de silencio, pero nadie responde. Nadie se atreve a externar cualquier cosa porque estamos demasiado ocupados sintiéndonos mortificados por lo que se avecina. Porque estamos tratando de convencernos a nosotros mismos de que todo esto es por un bien mayor.

—Bien —El demonio asiente con dureza, antes de hacer un gesto hacia Gabrielle—. Ustedes saldrán primero.

—Pero Haru… —Gabrielle empieza.

—De Haru yo me encargo —Mikhail la interrumpe—. Tú solo preocúpate por estar lista mañana a primera hora ¿de acuerdo?

Ella, pese a que no luce muy conforme, asiente. Entonces, Mikhail posa su atención en mí.

—Nosotros saldremos al mediodía —mira a Rael y a las brujas—, y ustedes por la noche. Todos los grupos de viaje recibirán órdenes expresas mías a través de Rael o Gabrielle. —Mira hacia los ángeles que no pertenecen a nuestro grupo—. Deberán acatarlas sin cuestionar ninguna de ellas. ¿Entendido?

Nadie responde.

—¡¿Entendido?! —La voz de Mikhail truena con tanta autoridad que me encojo sobre mí misma.

—¡Sí, señor! —La respuesta al unísono y tan militarizada que todos le dan me eriza los vellos del cuerpo, pero trato de no hacérselos notar.

—Bien. —Mikhail les dedica un asentimiento duro—. Vayan a prepararse. Es todo por ahora.

Acto seguido, y sin siquiera dedicarnos una última mirada, se gira sobre sus talones y se encamina hacia el estudio, donde Haru y el resto de los sellos se encuentran.

A Mikhail no le tomó mucho tiempo disuadir a Haru de dejar a Kendrew y Radha bajo el cuidado de Gabrielle durante tres días. Sea lo que sea que le haya dicho para convencerlo, ha sido lo bastante convincente para que el preadolescente decida confiar en la palabra del demonio —arcángel—, y yo no sé cómo sentirme al respecto.

Saber que Mikhail tiene ese poder de persuasión en todo el mundo me pone los nervios de punta y, al mismo tiempo, no deja de recordarme la forma en la que nos manipuló a todos para hacernos creer que estaba de nuestro lado hace —lo que se siente como— una eternidad.

Me digo a mí misma que las cosas son diferentes y que él realmente recuerda ahora. Que lo que ocurrió es cosa del pasado y que no volverá a suceder nunca más, pero a mi corazón herido le cuesta mucho trabajo hacerse a la idea. No sé si algún día podrá hacerlo del todo. Si será capaz de depositar toda su confianza en él una vez más.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —La voz ronca a mis espaldas me hace girar con brusquedad, justo a tiempo para encontrarme con la figura de Mikhail de pie bajo el umbral de la puerta de mi habitación.

La visión es tan abrumadora, que tengo que tomarme unos instantes para absorberla.

No lleva la armadura que le he visto utilizar a diario las últimas semanas, sino unos vaqueros oscuros, una remera gris, una chaqueta de piel y botas de combate. El cabello alborotado en la cima de su cabeza le da un aspecto desgarbado y casi —pero no del todo— descuidado.

Vestido de esta forma, bien podría decirme que es un chico común y corriente y lo creería.

Un asentimiento es lo único que puedo regalarle, mientras coloco un par de mechones de cabello detrás de mis orejas. Esta mañana he tomado un baño largo con agua caliente y he tenido un desayuno sustancioso, solo porque no sé cuándo —si es que algún día vuelve a ocurrir— voy a volver a tener alguna de las dos cosas.

Las expectativas de este viaje son tan inciertas en mi cabeza, que ya no me atrevo a dar nada por sentado. Es surreal pensar que hace unos años, despertar en las mañanas era tan natural para mí como respirar. Ahora, tener un día más —unos instantes más en esta tierra— se siente como un regalo divino.

Me habría encantado darme cuenta antes del obsequio tan valioso que el universo nos otorga al dejarnos, simplemente, existir.

—Bien. —Mikhail asiente, pero su gesto sereno y serio no cambia en lo absoluto—. Salimos en cinco minutos. Será mejor que bajes si quieres despedirte como se debe de todo el mundo.

Sus palabras ponen un nudo en mi garganta, pero no entiendo muy bien por qué lo hacen. No sé si es la nostalgia que siento de abandonar este lugar que consideré mío durante mucho tiempo, o si es el hecho de que todo aquello que se sentía lejano hace unos meses ahora es tan tangible como el aire que respiro.

Tomo una inspiración profunda por la nariz y, luego, me echo al hombro la mochila que preparé para el viaje antes de avanzar hacia donde él se encuentra. En el proceso, las heridas casi cicatrizadas en mi espalda se quejan ligeramente, pero las ignoro como puedo. Trato, mejor, de concentrarme en la forma en la que el lazo que me une a él se tensa conforme me muevo en su dirección.

Si él puede percibirlo, no lo demuestra. Su gesto ni siquiera se inmuta cuando lo alcanzo y tiene que apartarse del camino. No me pasa desapercibida la forma en la que trata de no tocarme mientras lo paso de largo. Una parte de mí se siente agradecida por eso; otra, simplemente se siente decepcionada.

A estas alturas, sigo sin averiguar qué es lo que me inspira la criatura que tengo frente a mí. Tampoco sé qué es lo que yo inspiro en él.

Al llegar al piso inferior, lo primero que hago es buscar a las brujas. Todas se encuentran en la cocina, así que no me toma demasiado dar con ellas. Ninguna dice nada respecto al viaje que estamos a punto de emprender, pero no es necesario que lo hagan. Sé que son conscientes del peligro que corremos al ir hasta ese lugar, y del que corremos si nos quedamos aquí, así que ninguna dice nada cuando les digo que es tiempo de marcharme.

Una a una, se limitan a abrazarme y a decirme que pronto nos veremos de nuevo. La única que se atreve a susurrarme algo real al oído es Dinorah, quien me pide que me cuide y que no baje la guardia nunca, aun estando con Mikhail alrededor. Eso es lo único que necesito para saber que ella tampoco confía del todo en él.

Al cabo de unos minutos, el demonio en cuestión aparece en el umbral de la puerta y, luego de unos momentos más, anuncia que es hora de irnos.

Las brujas siguen nuestro camino hasta las afueras de la casa, donde Rael, Haru, Jasiel y dos ángeles más nos esperan. Entre ellos se encuentra aquel con el que tuve el incidente de las escaleras. Ese del que solo he hablado con Niara y Rael.

La charla con él no fue provechosa en lo absoluto. Se limitó a decirme que Arael —el ángel en cuestión— era uno de los guerreros más fieles a la causa del Creador, y que no lo creía capaz de traicionarnos. Yo, luego de eso —y pese a la sensación de incomodidad que ese ángel me provoca—, he tratado de confiar en él —y en Rael—; a pesar de que me ha resultado bastante difícil. Todo dentro de mí grita que debo poner cuanta distancia sea posible entre Arael y yo.

Los ángeles también van vestidos como si fuesen personas comunes y corrientes; pero, a diferencia de Mikhail, lucen demasiado… perfectos. Como si hubiesen sido sacados de alguna revista famosa.

Es en ese momento en el que me percato de algo que no había notado antes. Hay algo en Mikhail que lo hace diferente al resto de los suyos, y no es precisamente la parte demoníaca que aún alberga en su interior. Es algo más. Algo que lo hace más humano y cálido que el resto. Como si hubiese sido constituido para sentir como nosotros. Para ser empático y protegernos, tal como dicen todos los textos que es su deber.

Rael extiende una mano en mi dirección una vez que he bajado del pórtico, sacándome del ensimismamiento, y me toma unos instantes darme cuenta de que está ofreciéndome un juego de llaves.

—¿Qué es esto? —inquiero al tomarlas.

—Vas a conducir —explica y frunzo el ceño. Él, al notar mi confusión, explica—: Van a salir de la ciudad en auto —hace un gesto de cabeza a un coche de modelo antiguo que se encuentra aparcado en la calle—, para no llamar la atención de la gente. Mientras más bajo sea el perfil, mejor.

El nerviosismo que me embarga es atronador, pero no digo nada más. Me limito a mirarlo a los ojos, antes de dedicarle una sonrisa tensa.

—Prométeme, por favor, que no vas a cometer una locura en el trayecto —bromea, pero puedo notar el filo ansioso en su voz al decirlo.

—Lo prometo —digo, al tiempo que le regalo un guiño que pretendo que sea tranquilizador.

—Lo digo en serio, Annelise. —Me mira con severidad—. Nada de misiones suicidas, decisiones precipitadas o portales al Inframundo.

Sin que pueda evitarlo, mi sonrisa se aligera y ruedo los ojos al cielo.

—Entendido y anotado —digo, al tiempo que muevo la cabeza en un asentimiento continuo.

Él no luce muy conforme con mi respuesta, pero no dice nada más. Se limita a envolverme en un abrazo y musitar que nos veremos muy pronto.

Así pues, luego de una breve —incierta e inquietante— despedida, nos trepamos al coche. Yo, en el asiento del piloto, Mikhail a mi lado, y Haru, Jasiel y el resto de los ángeles en el asiento trasero del vehículo.

Entonces, sin esperar nada más, emprendemos el viaje.

Salir de Bailey nos toma un poco más de cuarenta y cinco minutos, pero no es hasta que estamos en la carretera desierta que Mikhail habla y me dice que, por ahora, viajaremos en auto. Cuando la gasolina que hay en el maletero se acabe, será el momento en el que él y el resto de los ángeles se encargarán de transportarnos.

Yo, sin embargo, no puedo dejar de sentirme incómoda ante la idea de cualquiera de ellos —Mikhail incluido— llevándome en brazos. Sé que no es el momento para pensar en nimiedades tan estúpidas como lo son mis sentimientos, o la traición que, claramente, aún arde en mi pecho; pero no puedo evitarlo. Las emociones contradictorias que tengo hacia el sujeto a mi lado son tantas, que no puedo apartarlas ni un segundo fuera de mi sistema. Mucho menos ahora, que soy capaz de mirarlo de reojo todo el tiempo. De percibir con más fuerza que nunca la tensión del lazo que nos mantiene atados el uno al otro.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que salimos, pero calculo que ha sido ya un tiempo considerable, tomando en cuenta que la noche ha caído ya y que nos hemos detenido a llenar el tanque de la gasolina y para comer algo de la comida chatarra que trajimos para alimentarnos.

—Tenemos que buscar un lugar donde pasar la noche —Mikhail susurra, mientras arrugo en el puño el envoltorio de un paquete de galletas—. No podemos viajar de noche. Es muy riesgoso.

El fugaz pensamiento de Rael y las brujas viajando en la noche hace que un destello de preocupación me invada, pero me digo a mí misma que no pasa nada. Que Mikhail solo está siendo precavido en extremo y que ellos estarán bien. Así pues, con esto en la cabeza, y a pesar de que no sé si habla conmigo, asiento en señal de entendimiento.

—¿Crees que haya demonios rondando por aquí cerca? —No quiero sonar tan asustada como lo hago, pero no puedo hacer nada para detener el temblor de mi voz.

—No —Mikhail responde, al tiempo que mira alrededor con cautela—. No son los demonios lo que me preocupa. Son los saqueadores y los asaltantes humanos que rondan las carreteras a quienes quiero evitar.

La ansiedad hace que me falte el aliento.

—No tenía idea de que los humanos eran más amenazadores que las mismísimas bestias del Inframundo —bromeo, en un intento de aligerar el ambiente, pero no lo consigo. Por el contrario, la mirada del demonio de los ojos grises se agudiza.

—Te sorprendería saber de lo que es capaz de hacer el ser humano para garantizar su supervivencia —dice, en un murmullo ronco—. Además, cuando se trata de mantener perfil bajo, lo peor que podemos hacer es echarlo todo a perder gracias a un confrontamiento. Sea cual sea el tipo.

La ansiedad que se había mantenido a raya en mi sistema incrementa un poco con su comentario.

—Entonces, lo mejor es que nos pongamos en marcha —digo, al tiempo que enciendo el motor del auto una vez más. Los ángeles —quienes se encuentran fuera del auto, estirando las piernas—, se introducen en el vehículo luego de que escuchan el auto e, instantes después, emprendemos camino una vez más.

Nos detenemos en un pequeño hotel de paso a las afueras de Smithville, Tennessee.

Han pasado ya casi ocho horas desde que salimos de Bailey y, a pesar de que este es un pueblo pequeño, luce inquietantemente desierto. La intermitencia en la electricidad en las calles, y la falta de tráfico y movimiento le dan un aspecto aterrador a todo el entorno.

Hace rato que Mikhail —acompañado de uno de los ángeles que viajan con nosotros— fue a inspeccionar el lugar en busca de peligro. Se siente como si hubiese pasado una eternidad desde entonces, pero sé que solo han sido unos minutos. A pesar de eso, me siento angustiada y nerviosa.

No sé por qué no puedo arrancarme esta sensación de ahogamiento que no me deja tranquila. Quiero atribuírselo a la falta de vida en el exterior. A la falta de movimiento y normalidad; pero la realidad es que, quizás, solo soy yo quien se encuentra paranoica al respecto. Quizás, luego de tantas instancias tan aterradoras, solo estoy a la defensiva.

Poso la vista en el espejo retrovisor y, por milésima vez, verifico que no haya nadie allá, en la calle oscura y vacía que se extiende detrás de nosotros. A pesar de que no estoy sola —Haru duerme en el asiento trasero, y Jasiel y otro ángel se encuentran flanqueando el coche—, no puedo dejar de mantenerme alerta en todo momento.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que Mikhail y el ángel que lo acompañó regresen; pero, una vez que se encuentran cerca, salgo del vehículo. El gesto de Mikhail es inescrutable, pero hay algo en su ceño fruncido y en la forma en la que aprieta la mandíbula, que me hace saber que algo le inquieta.

—Está abandonado —anuncia su acompañante, pero mis ojos siguen fijos en Mikhail—. Hemos revisado el perímetro del lugar, así como todas las habitaciones, y está todo en orden. Podemos pasar la noche aquí.

Cuando el ángel termina de hablar, la mirada de todo el mundo se posa en el demonio de los ojos grises. Este se limita a mirarme con aprensión durante unos segundos antes de cerrar los ojos, y dejar escapar un suspiro largo y pesado.

Quiero preguntar qué es lo que le incomoda, pero no me atrevo a hacerlo delante de todos. No me atrevo a exponer sus debilidades frente a las criaturas con las que debe lucir más resuelto y decidido.

—Es seguro —dice, pero no suena del todo conforme—, pero de cualquier modo haremos guardias. No podemos confiarnos de nada.

—De acuerdo. —Jasiel asiente—. Arael y yo podemos tomar la primera guardia sin ningún problema.

Mi vista se posa de manera fugaz en el ángel intimidatorio de hace unos días, pero este ni siquiera se inmuta cuando Jasiel pronuncia su nombre. Al contrario, se limita a sentir como si fuese un autómata.

Mikhail parece satisfecho con la iniciativa de Jasiel, ya que, luego de eso, comienza a lanzar instrucciones respecto a las habitaciones que tomaremos. Apenas termina, los ángeles se ponen manos a la obra.

—Necesito que me hagas un favor, Bess —Sus palabras me sacan de balance unos segundos, ya que últimamente apenas me dirige la palabra; pero, atenta, asiento. Él, al ver cómo espero por su petición, continúa—: Necesito que me ayudes a estacionar el coche en otro lugar. ¿Puedes hacer eso por mí?

Murmuro un asentimiento en respuesta y, entonces, ambos trepamos al auto para aparcarlo en un espacio oscuro a espaldas del pequeño edificio habitacional. No dice nada en el trayecto, a pesar de que solo estamos él y yo —y Haru— aquí dentro. Se limita a susurrarme instrucciones, antes de bajar del vehículo, tomar al niño dormido entre sus brazos, y guiar nuestro camino hacia las habitaciones del hotel.

Al llegar al lugar indicado, el arcángel —o demonio— vuelve a verificar la estancia y, una vez que se ha asegurado por segunda vez de que todo está en orden, me da el visto bueno para instalarnos.

El interior de nuestro refugio luce lúgubre gracias a la poca iluminación que baña la habitación; pero cuando trato de encender la luz, Mikhail me lo impide colocando su mano sobre la mía.

De inmediato —y por acto reflejo—, aparto los dedos para dejar de tocarlo. No me atrevo a apostar, pero a pesar de las tinieblas que nos rodean, creo haber visto un destello dolido en su expresión.

—No —dice, en un susurro tan ronco, que un estremecimiento me recorre la espalda—. No podemos darnos el lujo de atraer a nadie aquí.

No sé cómo acortó la distancia que nos separaba en tan pocos instantes —ya que se encontraba junto a la cama donde recostó a Haru—, pero trato de recordarme a mí misma que Mikhail no es una criatura común y corriente; que es un demonio —o un ángel. Aún no lo sé— y que es natural que sea capaz de hacer cosas como esas.

A pesar de eso, no dejan de turbarme en demasía las capacidades sobrenaturales que posee.

—Lo siento —musito, en voz baja y tímida, y su gesto, antes endurecido, se ablanda un poco.

—No te disculpes. —El tono amable y dulce que utiliza me llena el pecho de sensaciones extrañas y cálidas, pero me las arreglo para no sucumbir ante ellas. Por el contrario, me limito a aclararme la garganta y poner cuanta distancia es posible entre nosotros. Él no hace nada por seguirme los pasos. Se queda ahí, junto a la puerta de la entrada, con la vista clavada en mí, mientras me siento con cuidado sobre la cama libre de la habitación. Entonces, cuando volvemos a encararnos el uno al otro en la penumbra de la noche, dice—: Será mejor que me marche.

—¿No vas a quedarte aquí? —Sueno aterrorizada y decepcionada cuando hablo, pero a estas alturas del partido no me importa en lo absoluto.

—No. Quiero estar presente en todas las guardias.

—Necesitas descansar. —No quiero sonar tan preocupada como lo hago, así que me reprimo internamente.

El silencio que le sigue a mis palabras es doloroso y cálido al mismo tiempo. Se siente como si él estuviese tratando de asimilar lo que acabo de decir y la preocupación que se ha visto reflejada en mi tono.

—Estaré bien. —Trata de tranquilizarme, pero hay algo en su tono que se siente extraño. Erróneo—. Necesito estar alerta.

La confusión me llena el cuerpo tan pronto como las palabras le abandonan.

«¿Alerta? ¿Para qué necesita estar alerta?».

—Mikhail…

—Tengo que irme —me interrumpe—. Trata de dormir lo más que puedas. Mañana será un día largo.

Un nudo de preocupación se me instala en el estómago, pero ni siquiera sé por qué me siento como lo hago. No sé por qué se siente como si algo estuviese ocurriendo y no estuviese enterándome de ello.

«¡Deja la paranoia, maldita sea!», grita la voz en mi cabeza y trato, con todas mis fuerzas, de escucharla. De hacerle caso, porque sé que suelo obsesionarme con todo aquello que me perturba, y porque quiero confiar en él. Darle el beneficio de la duda a pesar de todo lo que ha pasado.

—De acuerdo. —Sueno pesarosa y resignada, pero si es capaz de notarlo no lo refleja—. Trata de descansar tú también.

Un asentimiento es lo único que recibo por respuesta y, luego, sale de la habitación.

Cuando se marcha, me dejo caer sobre el colchón a mis espaldas y contemplo el techo en la oscuridad.

Estoy agotada, pero mi mente no deja de darle vueltas a lo mismo. No deja de reproducir una y otra vez lo que ha pasado con Mikhail desde que llegamos a este lugar, pero sin llegar a descubrir el motivo de su inquietud. Finalmente, cuando el cansancio es tan grande que empiezo a perder el hilo de mis propios pensamientos, me arropo con el edredón que cubre la cama y me dejo ir.

Un sonido estruendoso me hace abrir los ojos de golpe.

El aturdimiento y el letargo provocados por el sueño apenas me permiten procesar el abrupto despertar. Mi mente, adormilada y confundida, no consigue comprender del todo el motivo por el cual el corazón me late con tanta fuerza, y un dejo de desesperación me invade los sentidos.

El pulso me golpea detrás de las orejas con tanta intensidad que soy capaz de escucharlo; siento las manos temblorosas, un nudo de ansiedad me estruja las entrañas y el pecho me duele. No sé por qué me siento de esta manera, pero no puedo detenerlo. No puedo contener la adrenalina que me llena el torrente sanguíneo.

Me incorporo en una posición sentada y la desorientación me invade al instante. No sé dónde estoy. No reconozco el lugar en el que me encuentro, pero me obligo a abandonar la cama lo más rápido que puedo.

Poco a poco, el sueño va desperezándose fuera de mí y, justo cuando logro recordar que estoy en la habitación de un hotel de paso, otro sonido estridente me llena la audición.

El corazón se me dispara en latidos irregulares, pero apenas tengo oportunidad de procesarlo cuando un tirón brusco me estruja el pecho. La violencia con la que se mueve el lazo que me ata a Mikhail hace que me doble sobre mí misma y ahogue un grito cargado de impresión.

Trato de tomar el control de mí misma, pero no puedo hacerlo. No puedo moverme si la cuerda se estira de esta manera. Si tengo la certeza atronadora de que algo muy —muy— malo está ocurriendo.

Como puedo, me abro camino hasta la salida de la habitación, pero en el instante en el que pongo una mano en la manija, sucede…

Un estallido retumba en todo el lugar y, sin más, soy incapaz de escuchar nada.

Acto seguido, dejo de tocar el suelo e impacto con violencia contra algo a mis espaldas.

Un pitido agudo me ensordece; estoy aturdida, desorientada y aletargada. Trato de moverme, pero las extremidades apenas me responden. Trato, desesperadamente, de avanzar. De alejarme del peligro que aún no he visto, pero que el instinto me grita que existe; no obstante, la mente —aletargada y abrumada— apenas puede reaccionar. Apenas puede comprender eso que el cuerpo le exige.

El sonido de mi respiración dificultosa es lo único que puedo percibir ahora mismo, pero el pánico que siento es tan grande que no me atrevo a detenerme a averiguar si realmente me he quedado sorda.

La habitación se ha iluminado en tonalidades cálidas, pero sé que eso no es algo bueno. Sé, por sobre todas las cosas, que se trata de fuego. Otro retortijón brusco me invade la caja torácica y un gemido adolorido se me escapa. Entonces, algo cae sobre mí con tanta brusquedad que me sofoca. Los ojos me lagrimean, la garganta me arde debido al humo que he comenzado a respirar y algo se ha apoderado de las hebras de mi cabello. Un gemido aterrorizado se me escapa y, cuando tiran de mí hacia arriba, este se convierte en un grito de dolor.

Un gruñido gutural y profundo llega a mí en medio del letargo y la lejanía, y un extraño y primitivo miedo me llena las entrañas.

«¡Pelea, Bess! ¡Pelea ahora!», grita la voz en mi cabeza y me aferro a ella. Me aferro a su valor y a su instinto de supervivencia para empezar a forcejear. Los Estigmas, en respuesta, rugen y se desperezan. Están listos para atacar. Están listos para causar cuanta destrucción les sea posible, pero los contengo como puedo.

No puedo darme el lujo de utilizarlos. No mientras viajamos y tratamos de ser discretos.

Un grito llega a mí, pero no me pertenece. Una extraña y poderosa energía empieza a apoderarse de todo el espacio, pero no es mía.

Un destello de poder se libera con tanta fuerza que la onda expansiva lanza lejos a lo que sea que se había posado sobre mí.

Yo aprovecho esos instantes para alejarme lo más posible. Alguien dice algo en un idioma completamente desconocido para mí, pero sigo la voz porque suena urgente. Porque la parte activa del cerebro me grita que debo ir hacia ella.

Es entonces cuando lo veo.

Ahí está, arrodillado en el suelo, con la vista fija en un punto a mis espaldas, expresión horrorizada y sangre manchándole la cara. Un grito violento y airado escapa de sus labios, pero no lo dirige hacia mí. Lo dirige a alguien —o algo— detrás de mí. En respuesta, una oleada de energía oscura y densa lo invade todo. Es por eso que, haciendo acopio de toda mi fuerza —y pese al aturdimiento que aún me invade— me giro sobre mi eje para encarar a nuestro atacante.

En ese instante, el mundo se detiene por completo.

Cuernos enormes sobresalen de su cabellera oscura como la noche, piel ceniza y grisácea tiñe su anatomía y cientos de venas amoratadas aparecen en sus extremidades, cuello y cara. Su mirada —blanquecina, feroz y carente de emociones— me observa con una frialdad que me hiela por completo, y el pánico se cierne sobre mí como una nube inmensa y pesada.

Lleva las alas extendidas… O, al menos, una de ellas, y es tan grande, que de tener ambas, abarcarían toda la habitación; sin embargo, ambos sabemos que no las tiene. Ambos sabemos que dos alas no son posibles en su anatomía porque Amon le arrancó una. Porque él sacrificó una de ellas para hacerme caer en su trampa.

Es en ese instante, que el horror y el pánico me invaden de pies a cabeza.

«No… No, no, no. Por favor, no».

—¿M-Mikhail? —La pronunciación de su nombre en mis labios se siente errónea y equivocada, pero él no parece reaccionar a ella. Ni siquiera parece haberme escuchado. De hecho, tampoco luce como si fuese él mismo. Se siente como si la criatura delante de mí fuese solo un cascarón de él. Una fachada y nada más.

Un sonido gutural y animal escapa de su garganta a manera de respuesta y, sin más, se abalanza sobre mí.

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