Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 13

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Mikhail no ha despertado.

Luego de nuestro enfrentamiento, ha permanecido así, inconsciente. Jasiel ha dicho que no tengo qué preocuparme por eso. Que es normal que, luego de un episodio como el que tuvo, permanezca en ese estado un tiempo. Con todo y eso, no me ha permitido acercarme a él desde entonces.

Luego de la lucha que mantuvimos y de que Jasiel me explicara brevemente lo que estaba ocurriendo, me obligó a alejarme de su cuerpo a la fuerza y fue Arael, el ángel con el que tuve aquel incidente antes de salir de casa, el que nos llevó a Haru y a mí a una habitación alejada del lugar en el que Mikhail nos atacó.

Acto seguido, nos dijo que permaneciéramos ahí hasta que él o Jasiel vinieran y, luego de eso, se marchó.

Hemos estado aquí desde entonces.

Para mantenerme ocupada, he buscado el botiquín de primeros auxilios de la habitación para curarme las heridas. Luego de encontrar un par de vendas, gasas y alcohol, me he lavado las heridas y he improvisado un par de torniquetes para detener el sangrado.

Aún me sorprende cuán fuerte me siento a pesar de haber hecho uso del poder destructivo que llevo dentro, pero trato de no cuestionármelo demasiado. Por ahora, hay cosas más importantes en las cuales ocuparse; es por eso que, cuando termino conmigo, me acerco a Haru con el mayor tacto posible y, a señas, le indico que tengo intenciones de curarle las heridas. Él no objeta para nada cuando empiezo con el minucioso escrutinio a su cuerpo.

Sus muñecas son lo primero que reviso, pero no hallo nada en ellas. Ni una marca, ni una herida… Nada. Después, reviso su espalda, pero tampoco logro ver nada. Finalmente, él parece comprender qué es lo que busco, ya que se levanta el cabello de la frente ensangrentada y me da una vista de los extraños —y profundos— cortes que tiene en la parte superior del rostro.

Un escalofrío de puro horror me recorre entera al comprenderlo. Sus marcas… sus Estigmas… son semejantes a las heridas que sufrió el hijo de Dios al llevar la corona de espinas con la que, se cuenta, fue torturado también.

Así pues, con la garganta hecha un nudo y el corazón apelmazado, concentro la atención en limpiar y desinfectar las heridas de un niño que, a sus escasos doce o trece años, tiene que lidiar con mucho más de lo que cualquier persona lidiará jamás.

Cuando termino y hago amago de levantarme, él me detiene tomándome de la sudadera que me viste con suavidad. La alarma se enciende en mi sistema por acto reflejo, pero se disipa cuando, con cuidado, el chico me toma de las manos y me hace girarlas hasta que tiene una vista de mis palmas. Entonces, retira el material de las mangas de la sudadera con delicadeza y observa los vendajes ensangrentados.

No dice nada. No sé si serviría de algo que lo hiciera, ya que ni siquiera puedo entender el idioma en el que me habla; sin embargo, soy capaz de verle el rostro. De notar el entendimiento en sus facciones y la compasión en su mirada. Él sabe, mejor que nadie en este mundo, lo que es cargar con esto. Él sabe a la perfección lo que le hace todo esto a tu mente; a tu salud emocional y mental y eso, por sobre todas las cosas, me hace sentir conectada a él de formas que ni siquiera soy capaz de explicar.

Haru es como yo. No es un niño, como Kendrew o Radha. Él entiende la magnitud del poder —y la condena— que cargamos encima.

—Estoy bien —digo, a pesar de que sé que el idioma es un impedimento entre nosotros.

Él alza la vista para encararme y, como si de verdad me hubiese comprendido, asiente. Entonces, murmura algo que no entiendo y me deja ir las manos. Lo único que puedo hacer luego de eso —pese a que no estoy segura de qué es lo que ha dicho—, es dedicarle una sonrisa débil y tranquilizadora. Él, en respuesta, me devuelve el gesto y mi pecho se calienta con una sensación extraña. Con un impulso de protección que hacía mucho tiempo que no sentía y que solo Freya o Jodie —mis hermanas menores— podían despertar en mí.

De pronto, no puedo apartar la vista del niño que tengo enfrente y, sobre todo, no puedo dejar de mirar en él a mis hermanas. De revivir una y otra vez todas las ocasiones en las que traté de protegerlas de las cosas más absurdas de la vida: un mal día, un desamor precoz, una discusión con mamá o papá…

El nudo que siento en la garganta se aprieta otro poco y siento cómo los ojos se me llenan de lágrimas debido a los recuerdos. Él parece notar mi cambio repentino de humor, ya que su ceño se frunce un poco. Con todo y eso, me limito a tragar duro y a parpadear un par de veces para ahuyentar el llanto, para luego obligarme a sonreír.

Acto seguido, y para aligerar otro poco el ambiente, le pongo una mano en la cabeza y le alboroto el cabello apelmazado. Él luce aturdido y confundido por mi gesto, pero no hay molestia en sus facciones. No hay incomodidad ni actitudes defensivas como las que había estado mostrando en casa de las brujas.

A pesar de eso, trato de no hacérselo difícil y me pongo de pie para darle algo de espacio. Quizás lo hago para dármelo a mí. No lo sé. Lo único de lo que tengo la certeza, es de que necesito respirar y recomponerme. De cualquier modo, me las arreglo para lucir despreocupada mientras me instalo sobre una de las camas de la estancia.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que, en la desesperación de saber qué demonios está pasando, decida salir de la habitación, pero sé que ha sido demasiado. Los primeros rayos del sol son la única confirmación que necesito para saber que he pasado la noche entera con los ojos abiertos y la mente alerta.

Hace rato que Haru se quedó dormido, así que he tratado de no hacerle demasiado ruido; no obstante —y pese a las insistencias de Arael de pedirme descanso—, no he podido hacer lo mismo.

Así pues, luego de corroborar que sigue dormido y que no hay señales de que vaya a despertar pronto, me encamino hacia la salida de la habitación.

Espero encontrarme de frente con la figura de Arael cuando lo hago —no me sorprendería en lo absoluto si hubiese montado guardia afuera de esta habitación solo para cerciorarse de que no la abandonemos—; pero, en su lugar, me encuentro de lleno con la vista desértica del estacionamiento del hotel y la carretera. No hay señal alguna de él… o de Jasiel… o de Mikhail… y eso me pone los nervios de punta.

Aun así, me obligo a avanzar en dirección a la habitación destrozada al fondo del pasillo. Durante el trayecto, y a pesar de que no hay señal alguna de vida en kilómetros a la redonda, miro hacia todos lados para asegurarme de que no hay nadie cerca. Lo último que necesitamos es que alguien se percate de que estamos aquí. Sobre todo, luego de lo ocurrido anoche. De hecho, me sorprende que nadie del pueblo haya venido a comprobar qué diablos ha ocurrido en este lugar.

El pensamiento que ahora me llena la mente me eriza los vellos de la nuca y cientos de escenarios fatalistas me llenan de humo la cabeza.

Me digo a mí misma que, seguramente, estamos demasiado lejos de Smithville y ese es el motivo por el cual nadie ha venido. Mejor aún, me digo que el mundo ha cambiado tanto las últimas semanas, que un incendio en un hotel de paso a las afueras de un pueblo pequeño en Tennessee es la menor preocupación que tienen los locatarios. Trato de convencerme a mí misma de que, ahora, los seres humanos solo luchamos por nuestra supervivencia, no por las edificaciones que alguna vez significaron algo para nosotros.

Con eso en la cabeza, me obligo a avanzar y a empujar la tormenta gris que me nubla la razón.

No me toma mucho tiempo cruzar el espacio que me separa de la habitación destruida; pero, cuando llego a ella, lo que veo me saca de balance. Aquí no hay nadie. En este pequeño espacio chamuscado y destrozado, no hay absolutamente nadie. Ni siquiera un rastro de cualquiera de los ángeles.

Una punzada de pánico empieza a atenazarme las entrañas y, presa del terror que me invade por sentirme abandonada aquí, en medio de la nada, me apresuro a volver sobre mis pasos y a abrir todas y cada una de las habitaciones a mi paso.

Me rehúso a pensar que fueron capaces de abandonarnos. Me niego a pensar que Jasiel —sobre todo Jasiel— aprovechó la falta de liderazgo de Mikhail para dejarnos a Haru y a mí a nuestra merced.

Puerta tras puerta es abierta, y la desesperación incrementa con cada segundo que pasa; con cada habitación que aparece frente a mis ojos.

Justo cuando estoy a punto del trote, abro una puerta más y los veo.

Alivio, enojo y frustración se mezclan en mi interior, de modo que no puedo hacer otra cosa más que tratar de controlar la oleada de emociones que me invade.

Es por eso que me quedo aquí, al pie del umbral, con la mirada fija en las tres criaturas que se encuentran dentro de la estancia.

Una de ellas, Mikhail, por supuesto, yace boca abajo sobre el colchón de una de las camas. Sigue inconsciente y eso, por sobre todas las cosas, me angustia.

Mi atención viaja, entonces, hacia las otras dos figuras. Una de ellas es Jasiel. La otra, Arael. Quiero preguntar qué ha pasado con el otro ángel, ese que estaba tirado en el suelo de la otra habitación; pero al mismo tiempo la pregunta se siente tan aterradora, que no quiero hacerla. Me horroriza pensar que, quizás —por no decir «seguramente»— está muerto.

—Bess… —La voz de Jasiel me saca del estupor momentáneo y me obligo a posar la vista en él. No sé en qué momento volví a poner los ojos sobre Mikhail.

—¿Qué está pasando con él? ¿Por qué no reacciona? —inquiero, porque es más fácil formular esa clase de preguntas y no aquellas otras que son más aterradoras y dolorosas.

—¿Dejaste solo a Haru? —La mirada reprobatoria de Jasiel casi me hace sentir culpable, pero es el destello aterrado que me encuentro en su expresión, lo que me hace darme cuenta de que ha respondido a mis cuestionamientos con otros.

—Está dormido —resuelvo, con un gesto rápido y, luego, insisto—: ¿Qué está ocurriendo con Mikhail?

—Todavía no lo sabemos —Arael, quien me atraviesa con esa aterradora mirada suya, responde—, pero no podemos quedarnos a averiguarlo. Tenemos que llegar a Los Ángeles en tres días.

Una nueva clase de pánico se me asienta en los huesos ante sus palabras y poso la atención en Jasiel.

—¿Qué está diciendo? No podemos dejarlo. —Hago un gesto en dirección a Mikhail—. No vamos a dejarlo.

La aprensión que veo dibujada en el rostro de Jasiel no hace más que asentarme una sensación nauseabunda en el estómago. Una negativa es lo único que puedo regalarle cuando, con horror, veo algo parecido a la disculpa en su mirada.

—No —digo, tajante y determinante—. No vamos a dejarlo aquí.

—La orden expresa era llevarlos a ti y a Haru a Los Ángeles en tres días, y eso es, precisamente, lo que vamos a hacer —Arael refuta y tengo que reprimir el impulso de gritarle que cierre la boca, que estoy hablándole a Jasiel y no a él, pero me trago las palabras y mantengo la vista fija en el único ángel que confío —si es que «confianza» es que puedo llamarle a la sensación de vaga familiaridad que me embarga cada que lo tengo cerca—. Después de todo, él fue el ángel que se apoderó del cuerpo de Nate, el prometido de mi tía. Fue el ángel que, en el último minuto, se arrepintió de haberme entregado a Rafael y prometió buscar a Mikhail para que fuera a rescatarme.

—Jasiel… —Por primera vez en mucho tiempo, pronuncio su nombre en voz alta y la voz me tiembla cuando continúo—: No podemos dejarlo. No puedes pedirme que lo acepte.

El ángel luce torturado ante mi súplica, pero no dice nada. Se limita a mirarme fijo, como si estuviese tratando de decidir qué hacer.

La falta de dirección y de voluntad para tomar una decisión está tallada en sus facciones, así como lo está la determinación que demuestra Arael a seguir las instrucciones precisas sin salirse ni un poco de la línea trazada originalmente.

Eso, de alguna manera, hace que quede claro para mí que los ángeles, sin un líder, son incapaces de tener iniciativa propia. Son incapaces de tomar decisiones por sí mismos. La frustración que eso me provoca es tanta que apenas puedo digerirla.

—¿Es que acaso no has escuchado? —Arael espeta—. ¿O vas a volver a ir en contra de todo lo acordado para hacer tu santa voluntad?

El destello de ira que se apodera de mí es tan grande que siento cómo los Estigmas, pese a estar bastante aletargados y débiles, se desperezan un poco.

—No estoy hablando contigo —escupo, en dirección al ángel entrometido y este contorsiona su gesto en uno furibundo.

—¡Perdimos a uno de los nuestros esta noche! —Alza la voz—. Tu ángel salvador lo asesinó de un condenado movimiento, ¿y tú quieres quedarte aquí, con él?

—Prefiero quedarme con él a ir a cualquier maldito lugar contigo. —El tono de mi voz iguala el suyo—. No confío en ti. Ni siquiera confío en él. —Hago un gesto de cabeza en dirección a Jasiel—. ¿Qué te hace pensar que voy a querer ir con ustedes a ningún lado?

Una risa amarga brota de los labios del ángel.

—¿Y confías en Miguel? ¿A pesar de todo? —El veneno que tiñe su voz no hace más que confirmar que él está enterado a la perfección de lo que pasó en Los Ángeles. Eso me hace sentir invadida. Ultrajada de un modo inquietante y retorcido.

A pesar de eso, y presa de un impulso envalentonado, doy un paso hacia enfrente y alzo el mentón en un gesto desafiante.

—Si tanto desconfías de él, ¿qué haces aquí? —siseo, y su mandíbula se aprieta—. ¿Por qué decidiste unirte a él si no crees en sus capacidades?

—Creo en las capacidades de quien alguna vez fue Miguel Arcángel. —Hace un gesto en dirección al demonio que descansa sobre la cama—. Ese pobre diablo de ahí no es ni la sombra de quien fue alguna vez.

—Si eso es lo que crees, entonces, vete —escupo, y la mirada del ángel se ensombrece otro poco; acto seguido, poso mi atención en Jasiel una vez más para añadir—: Y si tú crees lo mismo que él —hago un gesto despectivo e impertinente en dirección a Arael—, lo mejor es que tú también te vayas. Mikhail no necesita a quien no quiere ayudar en realidad.

En ese momento, algo cambia en la expresión indecisa y angustiada de Jasiel. Algo parecido a la entereza y la determinación se apodera de sus facciones, como si mis palabras hubieran despertado algo en él.

—Yo creo en Mikhail —dice, con la voz enronquecida por las emociones—. Yo sé que él es el único que puede salvar a la humanidad. Así está escrito en su destino.

Son sus palabras las que, de alguna manera, hacen que algo se encienda en mi interior. Una especie de resolución que no sabía que existía en mí. Una clase enfermiza de realización que me atenaza las entrañas y me estremece de pies a cabeza.

Este es el destino de Mikhail. Nuestro destino. Es el final de este largo y tortuoso recorrido, y solo Dios sabe cuánto me aterroriza saber en qué acabará todo.

Trago un par de veces para aminorar la sensación de ahogamiento que me invade.

—Bien. —Asiento, pese a las emociones desbordantes que me empañan la voz—. Entonces, es momento de que intentes comunicarte con Rael… —Hago una pequeña pausa, indecisa de pronunciar las siguientes palabras que me cruzan por la mente, pero, sin más, me obligo a hacerlo—: O con Gabrielle. —Me detengo una vez más—. Tienes qué decirles lo que acaba de suceder. —Mi vista se posa en Arael en ese momento y lo barro con todo el desdén que puedo imprimir—. En cuanto a ti —hago una mueca de desagrado—, puedes irte ya mismo si así lo deseas.

Entonces, sin añadir nada más, me giro sobre los talones y salgo de la habitación con toda la intención de ir en busca de Haru.

Arael no se ha marchado. Han pasado ya varias horas desde nuestro confrontamiento y no se ha ido de aquí. No sé qué es lo que pretende al quedarse, puesto a que ha quedado más que claro que no cree en Mikhail, pero ahora mismo estoy tan agotada emocional y mentalmente, que he decidido no enfrentarlo una vez más por ahora.

Es casi mediodía y Mikhail no ha dado señales de mejoría. No sé qué carajos significa eso, pero he tratado de mantenerme lo más positiva posible. No quiero agobiarme ante la idea de él, despertando y siendo una criatura abominable y aterradora. Una incapaz de dominar sus impulsos más primitivos y dispuesta a atacar a diestra y siniestra a todo aquel que se le interponga en el camino.

Jasiel ha dicho que la posibilidad existe. Que, debido a la lucha que lleva dentro, es posible que, luego de uno de esos fuertes episodios, despierte y sea alguien completamente diferente. Que el Mikhail que todos conocimos desaparezca para siempre y solo quede ese demonio lleno de sed de sangre y destrucción.

La sola idea es lo suficiente aterradora como para mantenerme al vilo de las emociones, pero trato de contenerme lo mejor que puedo. De acallar los malos pensamientos y esperar porque las cosas resulten bien.

Varias veces he tratado de llegar a él por medio del lazo que compartimos, pero no he recibido respuesta alguna a los pequeños estímulos —a las suaves caricias y los pequeños tirones que le aplico a la cuerda invisible entre nosotros— que trato de enviarle. La desesperación es tanta llegados a ese punto, que he empezado a considerar la posibilidad de que, quizás, nunca despierte. Si puedo ser sincera, no sé cuál, de todas estas opciones, me horroriza más.

Cierro los párpados y trato de acompasar la respiración. La sensación dolorosa que le acompaña a mi desasosiego es casi tan intensa como la angustia que me aplasta el corazón.

La culpa, el remordimiento y las ganas que tengo de decirle a Mikhail que lamento mucho todo lo que ha ocurrido gracias a mí me hace sentir como si me asfixiara; y aquí, presa de una desesperación ansiosa, aprieto la mandíbula y tiro una vez más del lazo que nos une.

Abro los ojos.

Esta vez, cuando lo hago, una nueva resolución me invade y me pongo de pie con determinación.

En un par de zancadas, acorto la distancia que me separa de la cama donde se encuentra.

Ha pasado un rato desde que Haru y yo nos trasladamos a la habitación en la que Mikhail descansa, mientras Jasiel trata de comunicarse con Rael —o con quien sea— para informarle sobre lo ocurrido. Es por eso que no me toma demasiado llegar hasta donde Mikhail se encuentra tumbado.

Siento la mirada de Haru fija en mí desde que me levanto, pero no dejo que eso me acobarde y me arrodillo junto a la cama para estirar la mano hasta tomar la del demonio —arcángel— entre una de las mías.

Sus dedos, entrelazados con los míos, se sienten débiles en su agarre, pero el calor del cuerpo está ahí. La aspereza de sus yemas y el tamaño grande y fuerte de su palma es el mismo de siempre.

Un nudo se instala en mi garganta.

—Por favor —suplico, en voz tan baja, que apenas puedo escucharme—. Por favor, Mikhail, sé que estás ahí.

Nada.

—Sé que puedes escucharme. —La voz se me quiebra tanto que suena extraña a mis oídos—. Sé que puedes sentirme. Por favor, di que puedes sentirme…

El ardor que siento en el pecho es tan intenso que me duele al respirar.

—Sé que las cosas entre nosotros no están bien. Que no han estado bien en mucho tiempo… —murmuro, con un hilo de voz, presa del pánico. De un impulso ansioso y angustiado—. Sé que me cuesta confiar y que te he dificultado todo las últimas semanas, pero… —El nudo que se aprieta en mi garganta amenaza con arrebatarme las palabras y trago duro para deshacerlo—. Pero si luchas… Si peleas contra la oscuridad y haces todo para quedarte aquí un poco más… —trago duro, para deshacerme del ardor y de las ganas que tengo de echarme a llorar—, prometo luchar también. Prometo pelear contigo. A tu lado. Mikhail, a pesar de todo, yo… yo…

No puedo continuar. No puedo decir una sola palabra pese a que quiero gritar. Decir en voz alta todo esto que he callado durante tanto tiempo, pero no puedo hacerlo. No puedo arrancarlas fuera de mí porque son peligrosas. Del tipo de palabras que comprometen el alma y acaban contigo si se les das la oportunidad.

Lágrimas gruesas y cálidas se agolpan en mi mirada y, sintiéndome una completa cobarde, le aprieto la mano un poco más, con la intención de que sea capaz de sentir, exactamente, lo que quería decir, pero no tuve el valor.

Entonces, como la más gloriosa de las sensaciones, ocurre…

Al principio es tan suave, que durante unos instantes creo haberla soñado.

«No, no, no, no… No es posible. No…».

Otra suave vibración me llena el pecho y la sangre se me agolpa en los pies.

—Oh, por todos los infiernos… —Mi voz sale en un susurro tembloroso—. ¿M-Mikhail?

La cuerda que me ata a él vuelve a vibrar ligeramente y una nueva emoción se abre paso en mi sistema. De hecho, me atrevo a apostar que el mundo entero se ha estremecido ante la pequeña caricia que he sentido a través del lazo.

—Mikhail. —Su nombre me abandona, como si de una plegaria se tratase y, en respuesta, la atadura se tensa.

Es apenas perceptible, pero es lo suficiente como para hacerme saber que nada de esto ha sido producto de mi imaginación.

El alivio se me filtra entre los huesos a una rapidez dolorosa y dejo escapar un suspiro tembloroso al instante. El sentirlo… el saber que está, de algún modo, aquí, presente… hace que una nueva certeza se instale en mi interior. Él está ahí. Él —su verdadera esencia— sigue ahí.

Un escalofrío de pura emoción me recorre la espina dorsal y, sin pensar demasiado en lo que hago, le pongo la mano que tengo libre sobre la cabeza. Las hebras oscuras de su cabello se revuelven entre mis dedos y cepillo hacia atrás, en un gesto que pretende aliviarle… o aliviarme a mí; todavía no logro averiguarlo.

Es mi turno de acariciarle por medio del lazo. Es mi turno para tirar de la cuerda entre nosotros y, en ese momento, soy capaz de percibirlo.

No sé cómo explicarlo. Ni siquiera sé si algún día podré poner en palabras exactas lo que siento en estos momentos, pero sé que está aquí. No solo en cuerpo, sino en alma. De una manera que llena cada rincón de mi cuerpo y me hace sentir segura.

—Vas a estar bien —digo en un murmullo suave y, presa de una sensación aterradora, pronuncio—: Está en tu destino. Ya está escrito.

Algo me hace cosquillas en la mejilla. En medio de la bruma de mi sueño, un pequeño hormigueo me recorre la mejilla izquierda y baja hasta mi barbilla. Mi cuerpo, presa de un impulso de supervivencia que va más allá de mi entendimiento, se estremece y sigue con atención el trayecto de… bueno… lo que sea que provoca esta sensación que me recorre el contorno de la cara.

Pese a eso, el cerebro no es capaz de despertar. No está dispuesto a liberarme de la bruma densa que me envuelve.

El hormigueo llega a mi mandíbula y regresa siguiendo la línea del contorno de esta hasta que se une con mi oreja. Algo cálido y familiar me atenaza las entrañas y, finalmente, la consciencia gana. Mis ojos se abren al cabo de unos segundos más y me toma unos instantes de aturdimiento espabilar.

La habitación está bañada de una tonalidad tan cálida, que solo puedo evocar memorias de tardes soleadas y sentir como si estuviese metida en un sueño dulce y etéreo.

Un sueño que, por muy caluroso y afable que parezca, es un poco incómodo, ya que las rodillas me duelen por haber estado en la misma posición durante mucho tiempo; pero, a pesar de que eso podría romper el encanto de todo lo que me rodea, no lo hace. No lo hace porque la imagen que me recibe es tan maravillosa, que bien podría quedarme así, en este lugar y en esta posición, para siempre.

Ojos intensos, del color de la plata… o del oro…, aún no sabría decirlo del todo, me miran fijamente con ese calor extraño que hacía mucho que no expedían. Con esa apabullante emoción que alguna vez vi en ellos y que era tan poderosa que me hacía temblar las rodillas y doler el corazón.

Un nudo me atenaza la garganta.

No me muevo. Ni siquiera me atrevo a respirar. Solo me quedo aquí, quieta, mientras trato de absorber lo que está pasando.

Esto es un sueño.

Tiene que serlo.

De otro modo, no habría explicación para lo que estoy viendo… ¿o sí? ¿O es que en realidad estoy despierta y… y Mikhail también lo está?

—¿Mikhail? —Mi voz es un susurro ronco y tembloroso, y él, en respuesta frunce el ceño un poco.

Ahora, un poco más consciente del entorno, soy capaz de darme cuenta de que la caricia constante en mi mandíbula es suya. Debido a sus dedos cálidos siguiéndome el contorno del rostro como si fuesen la cosa más fascinante por explorar.

No me responde, pero sus ojos me barren el rostro con lentitud y se detienen en mi pómulo, donde arde y escuece por un rasguño que, seguramente, me hice la noche anterior gracias a nuestro confrontamiento. Entonces, como si estuviéramos conectados por el pensamiento, él me pasa el pulgar sobre la herida.

Su ceño se frunce un poco más. Acto seguido, sigue la exploración detallada.

Su vista baja y noto como su rostro es desprovisto de cualquier emoción. Noto como sus ojos se bañan de una oscuridad aterradora y un estremecimiento me recorre el cuerpo al instante. Algo de ira llega a mí a través del lazo y una semilla de miedo se instala en mi interior.

En ese instante, los dedos de Mikhail me abandonan la mejilla y buscan el punto en el que la mandíbula y el cuello se unen. Entonces, con el pulgar me acaricia ahí y el dolor estalla.

Mi espina entera sufre un espasmo de sorpresa y escozor, y la mandíbula del demonio —arcángel— se aprieta.

—¿Fui yo? —Su voz sale en un gruñido gutural, roto y agotado.

Me toma unos instantes comprender lo que dice. De hecho, no lo entiendo hasta que me llevo una mano a la zona en la que me acarició solo para darme cuenta de que me he estremecido de dolor una vez más.

En ese momento, los recuerdos se azotan contra mí. Él me hizo esto. Me apretó el cuello y —asumo— me dejó marcas.

El desasosiego que me trae su expresión dolida es casi tan abrumador como las ganas que tengo de hacer desaparecer todas y cada una de las marcas, para que no sea capaz de torturarse más. Para que el cargo de consciencia no lo obligue a cometer una locura con tal de protegerme de nuevo.

—Bess, lo siento tanto —musita, y sacudo la cabeza en una negativa.

—Descansa —digo, en voz baja, porque de verdad necesitamos que lo haga.

—Bess…

—Shhh… —le pongo un dedo sobre los labios mullidos y me sorprende encontrar ese gesto de lo más natural. De lo más normal entre nosotros. No sé qué ha cambiado, pero, de pronto —y al menos en estos momentos—, no me siento tan molesta como hace unos días. Como hace unas semanas—. Luego hablamos sobre eso. Ahora necesitas descansar.

La expresión atormentada que adopta es tan dolorosa que quiero borrársela del rostro.

—Cielo… —Su voz suena agotada y ahogada. Suena, de hecho, como si él se sintiese al borde del colapso.

—Lo sé —musito, porque tengo la certeza absoluta de que iba a volver a disculparse—. No pasa nada. Trata de dormir un poco más.

—No tenemos tiempo —él murmura y yo, irónicamente, esbozo una sonrisa suave.

—Tenemos todo el tiempo del mundo. —Y sé que lo hacemos. El tiempo del mundo está, de alguna manera, en nuestro poder. En nuestras manos. En el momento en el que no podamos detener más el inminente desenlace.

Una negativa confundida es lo único que él puede regalarme y es hasta ese instante que me percato del esfuerzo que le toma moverse.

—Todo va a estar bien —pronuncio, a pesar del terror que me embarga por su debilidad y, sin más, trepo a la cama a su lado y me acurruco cerca del borde junto a él—. Estoy segura de ello.

—Bess… —murmura una vez más, pero yo ya he cerrado los ojos, en un gesto que indica que quiero dormir. Ya me he lanzado una vez más al abismo absurdo de la ingenuidad, porque es esa ingenua esperanza lo único que me queda. Lo único a lo que puedo aferrarme ahora; a pesar de que sé que ya todo está escrito.

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