Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 14

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—Bess… —La familiar voz femenina me llena los oídos y abro los ojos.

Todo es blanco a mi alrededor. Blanco inmaculado. Antinatural.

—Bess…

Esta vez, soy capaz de percibir la urgencia en la voz que pronuncia mi nombre y frunzo el ceño.

Conozco esa voz. Conozco ese peculiar sonido dulce, pero no logro unir los puntos en mi cabeza.

Me siento tan aletargada, que apenas soy capaz de mantenerme consciente de lo que me rodea.

—Bess, no tenemos mucho tiempo —urge.

—¿Daialee? —inquiero, en voz baja, al sentirme un poco menos confundida y aturdida, pero no estoy segura de que sea ella quien me habla.

—Bess, escúchame bien. No debes confiar en él, ¿de acuerdo? —dice, y la preocupación en su voz me eriza los vellos del cuerpo. A pesar de eso, giro sobre mi eje con lentitud, mientras la busco en el vasto espacio de nada que se extiende a mi alrededor.

—¿Dónde estás? ¿En quién no debo confiar? —La voz me tiembla un poco, pero me las arreglo para empujar la sensación de malestar lo más lejos posible.

Nadie me responde.

—¡Daialee! —Elevo el tono de mi voz y esta hace eco en algún lugar lejano—. ¡Daialee! ¿Dónde estás?

Silencio.

—¡Daialee! —Camino de un lado a otro, pero sé que no hay modo de saber hacia dónde se fue o dónde está—. ¡Daialee!

Entonces, despierto.

La penumbra es lo primero que me recibe cuando abro los ojos. La desorientación y la somnolencia no hacen nada por mis sentidos aletargados y tengo que parpadear un par de veces para acostumbrarme a la iluminación.

De hecho, me toma unos instantes espabilar y empezar a ser consciente de mi entorno. La habitación me es vagamente familiar, pero no es hasta que los recuerdos vienen a mí de a poco que la reconozco por completo.

Estoy en una habitación de un hotel de paso que se encuentra a las afueras de Smithville, Tennessee… Y estoy sola.

La realización de este hecho hace que me incorpore de golpe. El mareo provocado por el abrupto levantamiento me incapacita unos segundos; pero cuando logro superarlo, corro la vista a toda velocidad por la reducida estancia.

Estoy sola en la cama. Mikhail —quien había estado acurrucado a mi lado— ha desaparecido y no hay señales de él por ningún lado. Haru, quien estaba tumbado en un sillón de la estancia, tampoco está aquí y, presa de una extraña inquietud, me pongo de pie y me apresuro hacia la salida.

Trato de mantener a raya la extraña y horrorosa sensación que me invade el estómago en el proceso, pero es imposible.

Abro la puerta con un tirón brusco.

No hay nadie aquí afuera.

De nuevo, no hay señales de ninguno de los ángeles, de Mikhail, o de Haru, y la sensación de déjà-vu que me embarga me pone los vellos de punta.

El sol ha caído lo suficiente como para teñir todo de tonalidades azules y grisáceas, como sacadas de alguna película de suspenso; de esas que tienen aire melancólico, casi tétrico. Eso solo hace que las emociones previas se revuelvan en mi pecho.

La sensación vertiginosa que me embarga me obliga a apretar la mandíbula para tragarme el gemido de pánico creciente que amenaza con abandonarme.

Me obligo a barrer los ojos sobre la extensión de terreno que se despliega frente a mí.

El aparcadero abandonado del hotel me recibe de lleno, pero, una vez más, no hay señal alguna de las criaturas con las que emprendí este viaje en primer lugar. Una punzada de terror me atenaza las entrañas, pero ni siquiera tiene oportunidad de transformarse en algo más, ya que el retortijón de la cuerda en mi pecho me lo impide.

Mi atención viaja, de inmediato hacia un punto a mi izquierda y toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies cuando lo veo.

Ahí, de pie, vistiendo una sudadera y vaqueros oscuros, se encuentra Mikhail —y Jasiel y Arael— y me mira con gesto inescrutable. Luce agotado, como si hubiese pasado días enteros sin conciliar el sueño, y el nudo de ansiedad se aprieta cuando, con lentitud y cuidado, avanza hacia mí.

De pronto, todo ocurre tan rápido que ni siquiera soy del todo consciente de mis movimientos. No soy del todo consciente de la manera en la que avanzo hacia él; primero con paso dubitativo y temeroso, y luego a trote. Tampoco tengo mucha noción de la manera en la que, cuando me percato de cuánto nos hemos acercado, me detengo en seco.

Las emociones que colisionan en mi interior son tan poderosas, que tengo que pararme un segundo a pensar qué diablos es lo que quiero hacer: si golpearlo, abrazarlo o exigirle a gritos una explicación.

Apenas hay un palmo entre su cuerpo y el mío, y todo dentro de mí se contrae de anticipación al darme cuenta de ello. El corazón me late a toda marcha y las manos me tiemblan tanto que tengo que cerrarlas en puños sobre el material de la sudadera que me viste. Sus ojos, que ahora son una tormenta grisácea y dorada, me barren el rostro con lentitud y se posan unos instantes más de lo debido en mis labios. Entonces, alza una mano y me acomoda un mechón de cabello rebelde detrás de la oreja.

El nudo que siento en la garganta es insoportable y siento los ojos llenos de lágrimas sin derramar.

—Bess… —pronuncia, con suavidad, y sacudo la cabeza en una negativa frenética.

—Creí que… —Mi voz es apenas un susurro roto y tembloroso—. Creí que no…

Él asiente, como si de verdad entendiera qué es lo que trato de decir, aunque ni siquiera yo misma sé qué carajos hago.

—Lo siento tanto —musita, con esa voz suya tan ronca y tan apacible, y una nueva oleada de angustia me golpea. Angustia por él, por mí y por lo que ocurrió hace casi veinticuatro horas.

Un sonido similar a un gemido escapa de mis labios y, sin siquiera detenerme un segundo a pensar en lo que hago, le golpeo en el pecho con el puño. La sorpresa que veo reflejada en sus facciones solo incrementa la desesperación dentro de mí y atesto otro golpe en su dirección.

Él, aturdido, da un respingo, no por la fuerza del ataque, sino por el ataque mismo y, cuando estoy por golpearlo una vez más, me sostiene por el antebrazo y tira de mí hacia él.

Mi pecho impacta contra el suyo y forcejeo por ser liberada. A pesar de eso, no me deja ir. Al contrario, envuelve sus brazos a mi alrededor y me aprieta contra sí con más intensidad de la que sé que le gustaría.

Un chillido incoherente —y que pretende ser un reproche por haberme ocultado una cosa más— escapa de mis labios, y él hunde una mano en mi cabello y me presiona la cabeza contra su pecho de una manera tan protectora, que la ira previa se mezcla con una sensación aplastante de seguridad que apenas me permite respirar. Que me impide hacer otra cosa más que llorar de terror. De alivio. De liberación por todo lo que ha pasado.

Palabras tranquilizadoras son murmuradas contra mi cabello y un estremecimiento me sacude entera cuando siento la caricia constante y persistente a través del lazo que nos une. Es tan suave y dulce, que me llena el cuerpo de una calidez apabullante.

Finalmente, luego de unos instantes más de reticencia, me doy por vencida y aferro los dedos al material suave que le cubre el torso. Acto seguido, permito que la debilidad se haga cargo. Que el miedo y el alivio nos fundan en este amasijo de piernas, brazos y calor.

—Mikhail —la voz de Jasiel irrumpe el silencio, luego de unos instantes, pero no me muevo del hueco que el demonio ha creado para mí entre sus brazos—, tenemos que ponernos en marcha.

Mikhail se tensa en respuesta, pero no dice nada durante un largo momento. Se siente, de hecho, como si tratase de decidir qué es lo que debe hacer; pero al cabo de unos segundos de vacilación, deja escapar un suspiro pesaroso y cansado, y pronuncia:

—Tenemos que irnos, Bess —Su voz suena ronca y es apenas un murmullo, pero es tan plana y carente de emociones, que una punzada de enojo me recorre.

Las ganas que tengo de apartarme y exigirle una explicación se vuelven insoportables; pero, a pesar de eso, me las arreglo para tomar una inspiración profunda y mantener las emociones a raya. No estoy lista para dejarlo ir. No todavía.

Los brazos de Mikhail me dan un último apretón luego de unos segundos más y, entonces, me deja ir dando un paso hacia atrás.

El vacío que me deja su contacto es tan doloroso que apenas puedo soportarlo y me pregunto, por primera vez, si el apego que siento por él es saludable.

«No debe ser saludable».

—Haru ya está en el auto —anuncia, en ese tono distante y frío que ha estado utilizando últimamente, y el pecho me escuece en respuesta.

Aparto la mirada de la suya.

De pronto, las ganas que tengo de volver al cómodo rencor que sentía por él hace unos días son tan grandes e intensas, que apenas puedo soportarlas; pero sé que es imposible. Por más que quiera o trate, nunca podré odiarle del todo.

—Viajaremos de noche por el retraso que tuvimos —Mikhail continúa y la sensación de hundimiento me agobia un poco más. No puedo creer que esté hablando como si nada hubiese ocurrido. No puedo creer que ni siquiera esté tratando de explicar qué carajos fue lo que pasó con él hace casi veinticuatro horas—. Espero que puedas conducir un poco más antes de que tengamos que recurrir al vuelo para seguir avanzando.

Mis ojos, que habían estado evitándole desde que nos separamos, se alzan y lo encaran, y todo el enojo reprimido se agolpa en mi interior y me hace temblar las manos.

—¿Eso es todo? —La decepción y la frustración hacen que la voz me suene rota y apagada—. ¿De verdad vas a hacer como si nada hubiera pasado?

Una emoción desconocida centellea en su mirada en el instante en el que escupo esas palabras, y algo adolorido y profundo se acentúa en la expresión inescrutable que lleva tallada en el rostro, pero desaparece tan pronto como llega.

—Ahora no hay tiempo para eso, Bess. —La dureza en su tono me encoge el cuerpo entero, pero ni siquiera parece darse cuenta de lo mucho que me afecta lo que dice. Al contrario, se limita a apartarse del camino y pasar de largo a mi lado, avanzando por el corredor en dirección a las escaleras.

De cerca le siguen Jasiel y Arael, quienes actúan como si no hubiesen escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho.

El enojo que intentaba controlar ruge en mi interior.

—No puedes hacerme esto otra vez. —Mi voz suena más áspera y dura de lo que espero, pero consigue que se detenga en seco y me mire por encima del hombro.

—Vámonos —espeta, y lágrimas nuevas se agolpan en mis ojos—. Ahora.

La única respuesta que recibe de mi parte es un tirón duro y violento en el lazo que nos une. Es un claro desafío y él lo sabe, ya que se gira sobre su eje y clava su mirada en mí.

—No tengo tiempo para esto. No esta vez —dice, en un tono tan ronco y pesado, que un escalofrío me recorre entera—. Tenemos que seguir avanzando.

—No voy a ir contigo a ningún lado —refuto, a pesar de que la idea de quedarme sola es aterradora—. No sin una explicación de lo que pasó.

—Bess, por favor, ahora no es el momento —Jasiel interviene con suavidad, pero ni siquiera lo miro. Mantengo la mirada fija en el demonio que tengo enfrente.

—No me importa si tengo que llevarte a rastras, Bess —Mikhail suena tranquilo y acompasado cuando habla, pero el ceño profundo que se ha formado entre sus cejas me hace saber que está a punto de perder los estribos—, así que toma la decisión que más te apetezca: la de ir por tu propio pie o la de ir a la fuerza. No vas a quedarte aquí. Vas a venir quieras o no, ¿entendido?

Me cruzo de brazos.

—¿Entendido? —repite, al no tener respuesta de mi parte y yo alzo el mentón en un gesto cargado de desafío.

Una palabrota muy impropia de un arcángel escapa de sus labios y acorta la distancia que nos separa en un par de zancadas. Cuando se detiene está tan cerca que tengo que reprimir el impulso de encogerme sobre mí misma. Sé que trata de intimidarme, pero no voy a permitir que lo consiga.

—Bess, te juro por lo más sagrado que existe que si no empiezas a moverte ahora mismo… —Se interrumpe y yo esbozo una sonrisa cruel.

—¿Qué? —Le reto, con desdén—. ¿Vas a intentar asfixiarme de nuevo?

Un centenar de emociones relampaguean en su mirada en el instante en el que las palabras me abandonan y noto como sus ojos se desvían hasta los moretones que —seguramente— tengo en el cuello.

—Bess, por favor, sé sensata —la voz de Jasiel llega a mí y aprieto la mandíbula.

Estoy a punto de replicar. De hacer un comentario mordaz y despectivo en su dirección, pero una voz diferente habla antes:

—Ayer dijiste que no irías a ningún lado sin él —dice Arael, con ironía—, ¿y ahora dices que no vas a ir a ningún lado con él? Definitivamente, alguien necesita empezar a ser consistente con sus decisiones.

Mi vista viaja hacia atrás de Mikhail, en dirección a donde el ángel se encuentra.

—Lo dice quien quería abandonarle aquí, a su merced, y que ahora está acatando sus órdenes sin chistar. —El veneno en mi voz me hace sonar amarga y dura, pero no me importa.

El destello iracundo que surca la mirada de Arael me pone la carne de gallina, pero me obligo a no apartar la vista cuando, en un arranque de furia, avanza hacia mí a toda velocidad.

—Ten mucho cuidado con la manera en la que me hablas, humana —escupe la palabra como si fuese la cosa más asquerosa que han pronunciado sus labios, y el enojo incrementa—. No olvides que puedo partirte el cuello en dos si…

—Si hay alguien aquí que debe cuidar la manera en la que habla, ese eres tú, Arael. —La voz de Mikhail interrumpe la diatriba del ángel con tranquilidad, pero su tono tiene un dejo tan belicoso y gélido, que este detiene su discurso de inmediato al escucharlo—. Y de una vez te lo advierto: si vuelves a hacer cualquier mínima insinuación acerca de herir, hacer daño, ponerle un dedo encima o, incluso, te atreves a respirar demasiado cerca de Bess, quien va a terminar con el cuello partido en dos, eres tú.

No quiero apartar la vista de Arael porque no quiero darle el gusto de verme vulnerable, pero la declaración de Mikhail me resulta tan retorcidamente dulce, que no puedo evitar mirarle por el rabillo del ojo.

El demonio tiene la vista fija en mí y su gesto es de lo más sereno, pero la hostilidad que emana el resto de él es tan abrumadora, que no hay necesidad alguna de que pose la vista en el ángel para dejar en claro que no está haciendo una amenaza al aire. De hecho, suena como si estuviese declarando una verdad simple y llana. Como quien habla acerca de algo tan ordinario como hacer las compras del supermercado o dar un paseo por el parque.

Es eso, por sobre todas las cosas, lo que hace que una punzada de algo cálido me atraviese de lado a lado.

Los ojos de Arael se endurecen al instante, pero no dice nada más. Se limita a apretar la mandíbula antes de retroceder un par de pasos para darme algo de espacio vital. En ese momento, toda mi atención se vuelca hacia Mikhail, quien sigue actuando como si nada de lo que ocurrió hace veinticuatro horas tuviese importancia.

—Necesito que me digas qué está pasando contigo —digo, tan firme y serena como puedo. Quiero que se dé cuenta de que esto no es una rabieta. Que me preocupo por él y que quiero saber qué es lo que está sucediéndole para así evaluar la situación. Para así no volver a ser tomada con la guardia baja una vez más—. Y quiero la verdad.

Una emoción relampaguea en las profundidades de sus ojos, pero es ahogada por ese gesto inescrutable que lleva tallado en el rostro. Sé que no quiere hablarme respecto a los episodios que sufre, pero también sé que sabe que no tiene alternativa; así que, al cabo de unos largos momentos de silencio, toma una inspiración profunda y ladra en dirección a Jasiel y Arael:

—Vayan con Haru. Bess y yo tenemos una conversación pendiente.

Escucharle decir eso debería traer alivio y felicidad a mi sistema, pero lo único que consigue es hacer que sienta las rodillas débiles. Que sienta el pulso acelerado hasta un punto que raya en lo ridículo.

Los ángeles parecen renuentes a dejarnos solos, pero no sé a qué se deba: si a su miedo a que Mikhail revele algo que no debería, o a el miedo que sienten de que me haga algo.

Con todo y eso —y luego de un largo instante cargado de miradas evaluadoras—, se dan la vuelta y avanzan en dirección a las escaleras descendentes.

Mikhail no dice nada. Ni siquiera cuando ya han pasado un par de minutos desde que los ángeles se marcharon; es por eso que, presa de un destello de impaciencia, me cruzo de brazos —más para abrazarme a mí misma que para lucir molesta— y digo:

—¿Y bien?

Es hasta ese momento, que me doy cuenta… Él no estaba mirándome. Tenía los ojos clavados en mí, pero su mente estaba en otro lugar; uno tan lejano, del que solo fue capaz de volver hasta que rompí el silencio que nos envolvía.

Se aclara la garganta.

—No estoy muy seguro de qué es lo que quieres que te diga —dice y, pese a su tono sereno y un poco irritado, soy capaz de notar la vulnerabilidad con la que habla. La forma en la que sus hombros, antes cuadrados e imponentes, se inclinan un poco hacia adelante, en una postura incierta e insegura.

Sacudo la cabeza, en un intento por ponerle orden a la cantidad de preguntas que se arremolinan en mi mente.

—¿Por qué no me lo dijiste? —La voz me sale en un susurro tembloroso y dolido y, de pronto, me pregunto por qué me siento tan afectada. Por qué me importa el no haber estado enterada de lo que le ocurría.

Por un momento creo que va a fingir demencia y preguntarme de qué hablo, pero la manera en la que su gesto se endurece me dice que no está dispuesto a seguir ocultándolo. Ya no.

—Porque no quería preocuparte —dice, en un tono tan neutro y tan tranquilo, que me saca de balance—. Porque no quería añadirle más peso a la carga que llevas sobre la conciencia.

Su respuesta es tan simple, que el pecho me escuece ante la crudeza de su declaración. Ante la manera en la que trata de restarle importancia al hecho de que, una vez más, solo trataba de no hacerme sentir mal.

—¿Qué es, exactamente, lo que te pasa? —Apenas puedo hablar, pero no puedo hacer nada para cambiar la forma en la que la voz me sale de los labios. Me siento tan abrumada, que las palabras me abandonan entre bocanadas de aire demasiado largas y susurros rotos.

Silencio.

—Bess, en las fosas del Inframundo estuve a punto de terminar mi transformación. —Cuando habla una vez más, suena un poco más inestable, como si luchase contra algo para obligarse a hablar. Como si arrancase las palabras de sus labios a la fuerza—. ¿Entiendes lo que es eso? ¿Lo que significa? —Niega, al tiempo que frunce el ceño ligeramente—. Estuve a punto de ser un demonio completo, y lo hubiese sido, de no ser porque escapé. Porque yo sabía que había algo aquí, en este plano, que estaba deteniéndome. Impidiéndome ser la criatura más poderosa del Averno. Porque estabas tú, con esta atadura entre nosotros, que me hacía vulnerable. Escapé, no porque no deseara convertirme en una criatura de oscuridad completa, sino porque tenía que acabar con la única de mis debilidades. Tenía que destruir, de alguna manera, aquello que me hacía endeble. —Hace una pequeña pausa, permitiendo que sus palabras se asienten entre nosotros—. Salí del mismísimo Infierno con la sola intención de acabar contigo. Aun cuando no sabía qué o quién eras tú.

—Pero ¿Qué tiene que ver todo esto con lo que pasó anoche? —inquiero, con un hilo de voz.

—Tiene todo que ver, Bess. —La mirada compasiva que me dedica me hace sentir como una completa idiota porque no logro entender lo que trata de decir—. Estuve a punto de cumplir mi cometido y, lo más importante, estuve decidido a asesinarte más veces de las que me gustaría admitir.

—Pero no lo hiciste —pronuncio, y no sé si trato de declarárselo a él o si estoy tratando de convencerme a mí misma de que no lo hizo porque, en el fondo, algo en él era capaz de recordarme.

La tristeza que veo en sus facciones me estruja las entrañas de manera dolorosa.

—No, no lo hice… Pero porque no sabía si al hacerlo iba a morir contigo. —La admisión entrecortada me escuece el pecho—. Bess, el único motivo por el cual no te asesiné, fue porque me di cuenta de que lo que nos une es más poderoso que un artilugio de magia negra hecho por un puñado de brujas. La unión entre nosotros es tan poderosa que, de alguna manera, sabía que iba… no… que voy a morir si tú lo haces. —Sacude la cabeza una vez más—. No sé a qué se deba: si al hecho de que planté en ti mi energía angelical, o a la forma en la que tu condición de Sello se adaptó al lazo, a mi energía y a mi condición de ancla; pero sé que, de alguna forma, este lazo es más poderoso de lo que cualquiera de los dos imagina. ¿Por qué crees que sigues aquí? ¿Por qué crees que el poder que te dan tus Estigmas no te ha asesinado todavía?

Niego con la cabeza, aún incapaz de ver qué es lo que trata de hacerme entender. Todo lo que ha dicho es nuevo, pero no me aclara en lo absoluto qué es lo que está pasando con él.

Mikhail parece notar la confusión tallada en mi rostro, ya que deja escapar un suspiro antes de mirarme con infinita tristeza.

—Bess, te digo todo esto porque necesito que entiendas lo peligroso que puedo llegar a ser para ti —dice—. Porque necesito que entiendas que, a pesar de que me has devuelto esa energía angelical a la que renuncié para mantenerte a salvo, la demoníaca es fuerte y aún existe en mí. Se ha fortalecido durante mi estadía en el Averno y, aunque la energía angelical lucha con brutalidad por mantener a raya la oscuridad, esta no siempre es capaz de sosegarla. Soy un verdadero peligro para ti. Especialmente para ti. —Hace una pequeña pausa, como si sopesara las palabras que está a punto de pronunciar. Como si tratase de decidir si está dispuesto a mostrar una parte de él que, asumo, lo hace vulnerable y, al cabo de unos instantes más, dice—: Cuando estás cerca, la… —traga duro—, la oscuridad me habla. No literalmente, pero puedo sentir como…

—Te habla en el oído. Lo sé. —Lo interrumpo, porque de verdad sé de qué habla. Los Estigmas hacen eso conmigo todo el tiempo. Se enroscan y se envuelven a mi alrededor. Me susurran en los oídos toda clase de cosas y tratan de doblegarme la voluntad—. Me pasa lo mismo.

Un destello de sorpresa atraviesa el gesto de Mikhail y me doy cuenta de que es la primera vez que se lo digo a alguien. Es la primera vez que admito que el poder de los Estigmas hace eso conmigo.

—Bess, la oscuridad me pide que acabe contigo. —Habla de la oscuridad como si fuese poseedora de consciencia y voluntad. Del mismo modo en el que yo hablo de los Estigmas para mí misma. Eso me hace sentir conectada a él de una forma en la que nunca pensé que lo haría—. Me pide que corra el riesgo y te elimine del camino, porque prefiere verme muerto a permitirse una vulnerabilidad. —La máscara de tranquilidad que tiñe su mirada se resquebraja y me muestra el verdadero terror que alberga en su interior.

Una expresión tan dolorosa en sus facciones, que apenas puedo soportarla—. Tengo tanto miedo de ella.

—Mikhail…

—Tengo miedo de no poder controlarla. De que estés cerca cuando me domine, justo como lo hizo anoche, y haga algo de lo que me arrepienta el resto de mis días. —Me interrumpe y noto cómo aprieta los puños en sus costados—. Me aterra hacerte daño, Bess.

Lágrimas nuevas me inundan los ojos.

—P-Por eso me evitas. —No es una pregunta. Es una afirmación—. Por eso te alejas de mí. Por eso…

—Deberías odiarme. —Me interrumpe, y la frustración que se filtra en su tono ronco me deja sin aliento—. Deberías quererme lejos de ti. Deberías… —Se detiene, cierra los ojos y se lleva las manos a la cabeza en un gesto tan desolado y desesperado, que me duelen los huesos de la angustia. De la impotencia de no poder hacer nada para ayudarle a sobrellevar esa batalla—. Yo me detesto. Me aborrezco a mí mismo por lo que te hice.

Abre los ojos para encararme y el dolor demencial que veo en su mirada hace que una estaca se me clave en el pecho, justo donde debe estar el corazón.

—No soporto estar en mi propia piel solo de pensar en lo imbécil que fui —continúa—. En lo cegado que estaba por la necesidad de poder. Por la necesidad de arrebatarte eso que me pertenecía y ser, finalmente, el amo y señor del Inframundo. —En una zancada acorta el resto de la distancia que nos separa y noto cómo eleva las manos, como si fuese a ahuecarme la cara con ellas, pero se detiene a medio camino y aprieta los puños. Los nudillos se le ponen blancos—. Y no puedo dejar de preguntarme… ¿por qué?

No puedo responder. No puedo hacer nada más que tragar duro para tratar de eliminar el nudo en mi garganta, y parpadear para alejarme las lágrimas de los ojos.

—¿Por qué no me odias? —suelta, en un susurro agobiado y desesperado—. ¿Por qué exiges verme? ¿Por qué te pones en peligro? ¿Por qué estás cerca de mí, cuando soy la persona más peligrosa en este universo para ti? ¿Por qué me lo pones tan difícil cuando lo único que quiero es mantenerte a salvo?

Lágrimas calientes y pesadas se deslizan por mis mejillas y tengo que reprimir el sollozo lastimero que amenaza con abandonarme.

—Te traicioné, Bess. —Su voz suena tan rota que, de no estar mirándole a los ojos, secos por completo, juraría que está a punto de echarse a llorar—. Te utilicé. Me metí en tu cama con la única intención de hacer que confiaras en mí. Incluso yo me odio por eso. Deberías empezar a hacerlo tú también.

—N-No puedo… —digo, en medio de un sonido estrangulado, pero es cierto—. De verdad lo intento, pero no puedo.

Algo primitivo se apodera de su expresión y sus manos, finalmente, me ahuecan el rostro.

—¿Qué tengo qué hacer, chiquilla tonta, para que entiendas que no soy bueno para ti? —dice, entre dientes, con desesperación—. ¿A qué jodido infierno tengo que llevarte para que comprendas que soy el ser más despreciable que ha pisado la tierra? ¿Por qué no entiendes que voy a acabar con nosotros si me das la oportunidad de hacerlo?

De pronto, la respuesta viene a mí como caída del cielo. Como un rayo atronador en el mismísimo centro de la tierra y las palabras me abandonan antes de que pueda procesarlas:

—Porque confío en ti.

Pánico crudo y visceral se apodera de las facciones de Mikhail y el poder de sus emociones es tan apabullante, que el lazo que nos une se estruja con brusquedad.

—No deberías —dice, sombrío y aterrorizado.

—Lo sé. —Asiento y las lágrimas me caen a raudales por las mejillas—. Lo siento.

Una negativa le sacude la cabeza.

—Eres una tonta —dice, pero la dulzura en su tono le quita toda la malicia a la declaración—. Eres una idiota… Y yo lo soy más por permitirme este tipo de libertades. Por permitirme el privilegio de tocarte…

Sus pulgares trazan caricias suaves en mis mejillas y se llevan las lágrimas lejos de mi cara. En ese momento, poso mis manos sobre las suyas y las aprieto contra mí, de modo que su agarre se intensifica.

Su mirada se oscurece de inmediato y, un sonido ahogado y torturado escapa de su garganta cuando giro la cara para plantar mis labios en la parte interna de su muñeca, en un beso ligero y rápido.

—Me lleva el jodido Infierno —suelta, en un gruñido primitivo—. Vas a volverme loco.

Entonces, sin ceremonia alguna, acerca su rostro al mío y me besa con ferocidad.

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