Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 15

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Una mano grande y firme se apodera de mi nuca y cambia el ángulo de mi rostro, de modo que este se inclina hacia un lado, dándole entrada amplia a la lengua ávida que, sin pedir permiso, me invade la boca. Un sonido a mitad del camino entre un grito ahogado y un gemido me abandona, y un brazo se envuelve alrededor de mi cintura y me atrae hacia el pecho cálido y duro de Mikhail.

Mis manos se deslizan casi por voluntad propia hasta el rostro de mandíbula angulosa y piel cálida, y correspondo a la caricia abrumadora y embriagante que ejercen los labios del demonio sobre los míos.

Mi corazón es un amasijo de latidos irregulares y no hay ni un solo pensamiento coherente cruzándome la cabeza. Soy un montón de emociones encontradas, amontonadas en un cuerpo que apenas puede mantenerse en pie. Soy un millar de sensaciones y terminaciones nerviosas que empiezan y terminan en los labios de Mikhail.

—¿Qué estás haciendo conmigo? —El murmuro ronco y torturado sale su boca en medio de un resuello tembloroso, pero no me da oportunidad de responder. No me da oportunidad de nada porque su beso está de nuevo sobre mí.

El contacto es desesperado. Angustiado. No hay nada dulce en él porque se trata de poseer y reclamar. De tomar todo aquello que es prohibido y saborearlo, aunque sea durante unos instantes.

Dedos ansiosos se deslizan por mi cintura y se detienen en la curva de mi cadera, justo donde el trasero empieza y, de pronto, me encuentro deseando que se deslicen un poco más. Me encuentro anhelando que me toque como aquella noche hace —lo que se siente como— una eternidad.

Arqueo la espalda hacia él y un gruñido ronco retumba en su pecho cuando mis dedos se envuelven en su nuca. Acto seguido, la caricia se rompe.

Su frente se une a la mía cuando deja de besarme, pero no me atrevo a abrir los ojos. No estoy lista para volver a la realidad. No todavía.

El sonido de mi respiración dificultosa es lo único que irrumpe el silencio en el que se ha sumido todo y, durante unos deliciosos instantes, me permito creer que todo estará bien. Que, finalmente, todo tomará el curso correcto solo porque estoy entre sus brazos. Porque, desde que lo conozco, he deseado esto con él. Incluso, cuando no podía tocarlo porque le hacía daño.

—Necesito decírtelo ahora, porque no sé si después tendré el valor de hacerlo —murmura, con la voz enronquecida y su aliento caliente me golpea en los labios—. Necesito decírtelo ahora, porque luego no voy a permitirme un ápice de debilidad. Ni siquiera por ti.

Mis ojos se abren y encuentran los suyos en el proceso.

—Estoy enamorado de ti, Bess Marshall —su voz es un susurro tembloroso e inestable. Un suave suspiro que me calienta el alma entera—. Estoy completamente condenado a vagar por este mundo encadenado a ti; y no por la manera en la que este lazo nos une a ambos —al decir esto, siento como una caricia dulce vibra y pulsa entre nosotros—, sino por la forma en la que tu corazón le habla al mío. Y, que el universo, el destino y el mismísimo Creador me perdonen, pero haré hasta lo imposible por mantenerte a salvo. Y no por lo que representas para el mundo, sino para mí. —Hace una pequeña pausa solo para contemplarme a detalle—. Quiero que sepas que hago esto por convicción propia, no por deber. Porque, ahora mismo, el mundo entero puede irse al demonio siempre y cuando tú estés a salvo.

Sus ojos me barren el rostro una vez más y sus manos suben hasta mis mejillas, de modo que sus pulgares pueden trazar caricias suaves en ellas.

—Y no espero que me perdones. No espero que te arrojes a mis brazos y confíes en mí, porque sé que las cosas no funcionan de esa manera; pero no quería quedarme con esto atascado en el pecho. —Guarda silencio unos instantes mientras yo absorbo todo lo que acaba de decirme. Entonces, deposita un beso casto en mi frente—. Ahora te voy a soltar. Voy a dejarte ir, y todo volverá a ser como lo era hace quince minutos, porque no puedo permitirme a mí mismo el riesgo de herirte. No una vez más. Nunca más, si está en mis manos decidirlo.

—Mikhail, yo…

—No lo digas —me interrumpe, en un suspiro torturado y doloroso—. Por favor, no lo digas. Sea lo que sea, no te atrevas a decírmelo, porque si lo haces… —traga duro—. Si lo haces, no voy a tener el valor de alejarme de ti, y no quiero ser así de egoísta.

Asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar y, luego, decido que le diré lo que siento de otra manera. Le diré cuánto me importa de la única manera en la que sé que podrá entenderlo…

Mis manos —que se habían posado en su pecho— se deslizan hasta su nuca, y enredo los dedos entre las hebras oscuras de su cabello antes de atraerlo hacia mí. Antes de acortar la distancia que nos separa y probar el sabor de sus labios una vez más e imponer un ritmo pausado, dulce y profundo; capaz de hablar por mí. De decirle cuánto me importa.

Un gruñido ronco abandona sus labios en el instante en el que mi lengua busca la suya, y me besa de regreso. Me besa como si tuviese todo el tiempo del mundo para hacerlo. Como si el mundo no estuviese cayéndose a pedazos a nuestro alrededor.

Esta vez, cuando nos separamos, no se permite ni un segundo más en mi compañía. No le permite a sus manos el privilegio de tocarme y se aparta, imponiendo una distancia prudente entre nuestros cuerpos.

Cuando sus ojos y los míos se encuentran una vez más, todo vestigio de tortura desaparece de su expresión. Todo vestigio de emoción se desvanece y lo único que soy capaz de ver es esa máscara inescrutable que se ha echado encima durante las últimas semanas.

—Es hora de irnos —dice, con la voz enronquecida por las emociones provocadas por nuestro contacto y el corazón me escuece y arde.

A pesar de eso, me obligo a asentir. Entonces, él gira sobre su eje y se echa a andar en dirección a las escaleras. Yo me permito unos instantes más para recomponerme, pero cuando me siento lo suficientemente serena como para no echarme a llorar cuando lo tenga enfrente de nuevo, lo sigo.

Nos quedamos sin combustible al final de nuestro segundo día oficial de viaje.

La noche casi ha caído para ese momento y los ángeles —y el demonio— al mando tratan de decidir cuál es la mejor de nuestras opciones: si continuar nuestro camino durante la noche o descansar un poco antes de seguir avanzando.

Arael no ha parado de abogar por algo de descanso y, por primera vez, estoy de acuerdo con algo de lo que dice. Quiero descansar. He pasado las últimas dieciocho horas sentada tras un volante. Siento los músculos tan agarrotados y la cabeza me duele tanto, que solo puedo pensar en dormir.

Finalmente, luego de un acalorado debate, Mikhail cede y decide darnos algo de tregua.

Así pues, luego de eso, emprendemos camino en busca de algún refugio para pasar la noche. Para hacerlo, tenemos que recurrir al vuelo, y trato de no lucir afectada cuando Mikhail, en lugar de tomarme en brazos y llevarme con él, lleva a Haru. Yo, como apenas tolero estar en presencia de Arael, opto por viajar bajo el cuidado de Jasiel.

Media hora más tarde, aterrizamos sobre el claro de un bosque frondoso que se encuentra a los costados de la carretera que inicialmente seguíamos. El viaje por aire ha sido mucho más rápido que por tierra, pero también ha sido más agotador; así que, para el momento en el que pisamos el suelo una vez más, me siento como si pudiese dormir una vida entera.

—Jasiel —la voz de Mikhail me llena los oídos cuando le ofrezco a Haru un sándwich que saqué de una máquina expendedora de la recepción del hotel en el que estábamos—, Arael y yo iremos a revisar el perímetro. Tenemos que asegurarnos de que estamos a salvo. Tú quédate aquí con Bess y Haru.

A propósito, me obligo a mantener la atención fija en el chiquillo que me sonríe mientras le paso una botella de agua, pero, por el rabillo del ojo, sigo el movimiento de él y Arael.

Una punzada de algo doloroso me atraviesa cuando lo veo desplegar sus alas de un movimiento furioso, pero ni siquiera entiendo por qué. A estas alturas del partido, no entiendo por qué me siento tan desolada cada que lo veo. No quiero pensar demasiado en que, quizás, ha sido su confesión más temprana la que me tiene así, pendiendo de un hilo y sintiendo como si, en cualquier momento, fuese a estallar de la angustia; pero no puedo dejar de hacerlo. No puedo dejar de atribuirle esta revolución interna al hecho de que me ha dicho que realmente siente algo por mí.

Poso la atención en él.

La oscuridad de su ala demoníaca es eclipsada por la belleza luminosa que sobresale de su omóplato cicatrizado, y eso le da un aspecto sombrío y maravilloso a la vez. La dualidad de Mikhail —esa que tanto le aterra—, materializada de manera tangible en sus alas, es el espectáculo más bello que he tenido la oportunidad de presenciar.

—¿Estás seguro de que quieres que me quede aquí? —La voz de Jasiel hace que desvíe la vista en su dirección—. ¿Estarás bien?

Mikhail clava su vista en el ángel y noto como una nota sombría tiñe su gesto. Es en ese momento, cuando lo sé. No sé cómo lo hago, pero tengo la certeza absoluta de que algo está ocurriendo, ya que ambos se miran como si tratasen de decírselo todo con los ojos.

No estoy segura de que se trate de esa inestabilidad de la que Mikhail me habló esta mañana, pero sospecho que tiene mucho que ver con eso.

La sola idea de imaginarme estar en medio de otro episodio como el último me pone los nervios de punta, pero trato de convencerme a mí misma de que la serenidad que hay en su gesto no es ensayada.

—No podemos dejar a Haru y a Bess sin compañía —El demonio pronuncia, pero suena como si no estuviese seguro de querer ir con Arael a revisar el perímetro del lugar—. Te necesito aquí.

—Pero…

—No está a discusión, Jas —Mikhail suena duro y paternal al mismo tiempo—. Necesito que te quedes con ellos.

—Yo puedo quedarme —Arael interviene, y la atención de todo el mundo se posa en él.

La duda tiñe el gesto del demonio de los ojos grises, pero no dice nada durante un largo momento. Se siente como si estuviese teniendo una lucha interna.

—Si necesitas que Jasiel vaya contigo, yo puedo quedarme con los Sellos. —La manera en la que Arael evita llamarnos por nuestro nombre a Haru y a mí, me llena el pecho de un sentimiento oscuro y peligroso.

Él no nos ve como criaturas que piensan y sienten. Nos ve como objetos que necesitan ser resguardados en un lugar seguro; no como seres capaces de racionar.

La mirada de Jasiel está clavada en Mikhail, pero él no ha apartado los ojos de Arael. Sé que está tratando de decidir qué hacer. De discernir si es buena idea o no dejarnos bajo su cuidado.

«Mikhail no confía en Arael…», susurra la vocecilla insidiosa de mi cabeza, pero trato de empujarla lejos. Ahora mismo, envenenarme el alma es lo último que necesito.

—No lo sé, Arael. Yo…

—Soy perfectamente capaz de cuidar de ellos, aunque sea unos minutos. —El ángel interrumpe la diatriba del demonio de los ojos grises y quiero protestar. Quiero pedirle a Mikhail que no se atreva a dejarnos a solas con él, pero no lo hago. No lo hago porque, desde que abandonamos el hotel, no he sido capaz de dirigirle una sola palabra.

Finalmente, los ojos del demonio se cierran durante unos instantes antes de encararle. Esta vez, cuando lo hace, hay resolución en su gesto.

—De acuerdo —dice, en dirección al ángel y una protesta se construye en mi garganta—. Arael, tú te quedarás aquí y Jasiel me acompañará. —Su vista se posa de manera rápida y fugaz en Haru y en mí antes de añadir—: No nos tardaremos demasiado.

Cierro las manos en puños, pero me las arreglo para morderme la lengua y no protestar por nuestras condiciones actuales. En su lugar, observo como Jasiel despliega sus alas para unirse a Mikhail, quien ahora nos mira con fijeza, como si tratase de decidir si decirnos algo o no.

Al cabo de unos instantes, parece decidir que no es necesario, ya que clava su vista en el cielo y, sin más preámbulos, sus alas —una luminosa y otra demoníaca— se extienden otro poco y se baten, elevándolo en vuelo. Jasiel lo imita al cabo de unos segundos.

Se siente como si hubiese pasado una eternidad antes de que, finalmente, me obligue a apartar la vista del punto en el que Mikhail se encontraba para enfocarme en Haru y en nuestra cena improvisada.

Los minutos pasan sin novedad alguna, pero cada minuto que paso bajo el ojo crítico de Arael se siente como una estocada. Como un yugo del que no puedo deshacerme del todo, por más que trate de hacerlo.

Pese a eso, me aseguro de lucir tranquila mientras, en silencio, como un emparedado idéntico al de Haru.

No tengo hambre. De hecho, la inquietud que siento es tanta, que apenas puedo tragar lo que me he metido a la boca, pero me obligo a tratar de alimentarme lo más que puedo. De mantenerme serena mientras me repito una y mil veces que tengo que dejar la paranoia y confiar un poco más en el juicio de Mikhail hacia estas criaturas que, hasta hace unas semanas, le consideraban un traidor.

La vista de Haru se posa de vez en cuando en el cielo y sé, sin que diga absolutamente nada, que él también se siente inquieto sin Mikhail alrededor. No puedo culparlo. Después de todo, Mikhail fue quien lo sacó a él y al resto de los Sellos del cautiverio en el que los mantenían los ángeles.

Así pues, decido que, para distraerlo un poco y borrar ese gesto angustiado de su rostro, debo llamar su atención y le ofrezco una botella de agua.

—Agua —pronuncio, en el afán de hacerle saber lo básico de la lengua que hablo, para así poder comunicarnos aunque sea un poco.

Él observa la botella, con la boca llena de comida, y luego clava sus ojos en mí. Yo le hago un gesto con la cabeza para que tome mi ofrenda y él así lo hace antes de repetir con entendimiento:

—Agua.

Una sonrisa se me desliza en los labios y, luego, pongo una mano sobre mi pecho.

—Bess —digo, señalándome a mí misma, para luego extender los dedos hacia él, a manera de saludo.

Él de inmediato entiende lo que trato de decirle y envuelve su mano en la mía.

—Haru —dice, poniéndose la mano libre en el pecho, para señalarse a sí mismo. Mi sonrisa se ensancha y le regalo un cálido guiño.

Los siguientes minutos son una completa tortura. La ausencia y la demora de Mikhail y Jasiel no han hecho más que ponerme los nervios de punta, al grado de considerar la posibilidad de ir a buscarlos. De abandonar este lugar y ponerme a gritar sus nombres como una loca desquiciada.

En lugar de eso, me obligo a mantenerme aquí, acurrucada con la espalda recargada sobre el tronco de un árbol y Haru arrebujado contra mi cuerpo, bajo el cobijo de una manta.

Tengo los ojos fijos en el cielo medio cubierto por las copas de los árboles, y, sin poder evitarlo, tiro de la cuerda en mi pecho con la esperanza de recibir una respuesta que no llega.

Al menos, no de inmediato.

Cuando lo hace, es con una sutileza tan cálida y suave, que tengo que volver a tirar de ella para confirmar que ha sido real y no solo un producto de mi imaginación.

Sentir a Mikhail desde el otro lado de la cuerda me tranquiliza los nervios casi de inmediato. Me hace saber que todo está bien y que, seguramente, han encontrado algo de importancia y por eso están tardando tanto.

Con eso en mente —y sintiéndome un poco más relajada, me acurruco aún más con la cobija y cierro los ojos, en un intento de conciliar el sueño —o de dormitar, aunque sea un poco.

Una ráfaga de viento helado me saca de la bruma de mi sueño, pero la pesadez amenaza con arrastrarme de vuelta a los brazos de Morfeo. La parte activa del cerebro, esa que me exige estar alerta todo el tiempo, me pide que despierte y averigüe qué está ocurriendo; pero el cansancio acumulado me domina. Las horas y horas de viaje en carretera le reclaman a mi cuerpo y le obligan a sumergirse en ese mar denso creado solo para el descanso.

Algo similar a un gemido quedo y bajo llega a mí, pero es sofocado tan pronto como llega y, de pronto, lo único que soy capaz de escuchar es el sonido de las hojas quebrándose. El sonido del follaje de un árbol siendo removido sin descanso.

El ruido, que antes era manejable y tolerable, ahora se transforma en algo incómodo. Algo que hace que me remueva en mi lugar una y otra vez, en busca de alguna posición que me permita volver al sueño previo.

Otro pequeño ruido sofocado llega a mí y, esta vez, algo en mi interior me exige movimiento. Me exige que abra los ojos y averigüe qué, en el infierno, está sucediendo.

Todo se vuelve blanco. El sueño ha ganado y ahora el sonido de las hojas removidas se convierte en un suave rumor en la habitación blanca que, ahora, es familiar para mí.

Estoy en el lugar donde Daialee me visita. Ese en el que me habla.

—¡Bess! —La voz de mi amiga me llena los oídos y suena urgente y angustiada—. ¡Bess, despierta! —El rostro de la chica aparece en mi campo de visión y pego un respingo debido a la cercanía. De inmediato, sus ojos viajan hacia un punto a mi derecha y vuelven para encararme, horrorizados— ¡Ahora!

Manos heladas me tocan los hombros y me sacuden una sola vez antes de que mis ojos se abran de golpe.

El aturdimiento es aterrador y abrumador, y solo hay penumbra en todo lo que me rodea. Tonalidades azul muy oscuro tiñen el cielo, y las estrellas han empezado a pintar el precioso lienzo que se extiende sobre mi cabeza. Los árboles murmuran susurros ansiosos provocados por el viento y tengo que parpadear varias veces para recordar el lugar en el que estoy.

El frío se cuela en mi interior del lado en el que la manta ha dejado de cubrirme, y es cuando me percato…

«¡Haru!».

Mi vista viaja al espacio vacío a mi lado; ese que llenaba el chiquillo con el que viajamos y, de inmediato, una punzada de miedo me recorre.

—¿Haru? —Mi voz suena ronca a mis oídos debido al sueño, pero ni siquiera sé cuánto tiempo ha pasado desde que cerré los ojos hasta ahora—. ¿Arael?

Me pongo de pie, aún aturdida y aletargada, y miro hacia todos lados, en busca de alguien.

«¿Dónde está Mikhail? ¿Dónde está Jasiel? ¿Por qué estoy sola?».

—¿Haru? —Mi voz se eleva y reverbera entre los árboles oscurecidos del bosque. El aspecto siniestro que tiene todo el lugar me pone la carne de gallina, y la falta de respuesta termina por darle a mis nervios alterados un pinchazo de dolor e inquietud.

—¡Haru! —Mi voz se encuentra a la mitad del camino entre un grito y la voz de mando. Estoy medio trotando por todo el claro en busca de él. De Arael. O de cualquier cosa que me diga qué carajo ha pasado.

—¡Arael! —grito, al tiempo que me adentro un poco en el bosque—. ¡Haru!

Mis pasos se detienen y trato de aguzar el oído para percibir algo —cualquier cosa— que me indique hacia dónde ir.

La sensación insidiosa que me provoca este mal presentimiento que ha empezado a invadirme, hace que el pulso me lata con fuerza. Hace que sienta el corazón como si estuviese a punto de explotar dentro de mi caja torácica.

Mi vista viaja entre los árboles oscurecidos por las tonalidades de la noche y, en un intento desesperado de sentirme un poco más en control de mí misma y de la situación, tiro del lazo que me une a Mikhail. Tiro con el afán de hacerle saber que me siento inquieta, que necesito de su presencia a mi alrededor, y que estoy asustada.

La falta de respuesta no hace más que ponerme un nudo de ansiedad en la boca del estómago y, justo cuando estoy a punto de volver a gritar el nombre de Haru, escucho algo. Un pequeño alboroto de hojas, una especie de gemido y entonces…

Nada.

Mi atención se vuelca de inmediato en dirección contraria a la que venía y, sin pensarlo demasiado, me echo a correr a toda velocidad con la plena certeza de que algo terrible está sucediendo.

—¡Haru! —grito, sin saber si voy en la dirección correcta, pero con la seguridad de este presentimiento que grita con todas sus fuerzas que es así, que estoy en el camino indicado; y los pulmones arden por el esfuerzo. Las ramas bajas y los arbustos me golpean mientras me abro paso por el terreno irregular y, entonces, cuando estoy a punto de llamar a gritos al chiquillo de cabello oscuro y ojos almendrados, lo siento…

Un tirón brusco me llena el pecho de una sensación extraña e inquieta, y tiro de regreso, solo para hacerle sentir a Mikhail mi preocupación y mi angustia.

—¡Haru! —grito, con toda la fuerza de mis pulmones y casi caigo de bruces cuando un agujero particularmente profundo me hace tropezar. Apenas logro detener el impacto de mi cuerpo contra el suelo y, presa de un impulso primitivo e instintivo, me levanto lo más rápido que puedo para seguir corriendo.

Mi boca se abre una vez más para gritar el nombre del niño. Los pulmones se me llenan de aire de nuevo y, entonces, justo cuando estoy a punto de gritar, los veo.

Están ahí.

Los dos.

Uno sobre el otro.

Arael con las manos alrededor del cuello de la figura escuálida de Haru, y Haru en el suelo, pataleando, arañando y forcejeando por su libertad.

La anatomía burda y tosca del ángel casi cubre la totalidad del niño que trata de liberarse, y durante unos instantes, no soy capaz de moverme. No soy capaz de respirar. No soy capaz de hacer nada.

No sé cómo es que llegué hasta aquí. No sé qué fuerza de la naturaleza, o del poder que llevo dentro me hizo dar con ellos de la manera en la que lo hice y, francamente, ahora mismo no me importa.

Los hilos dentro de mí gritan y cantan ante el poder avasallador de mis emociones y, sin que yo pueda hacer nada para impedirlo, se desenvuelven a una velocidad aterradora.

«¡Quítale las putas manos de encima!», quiero gritar, pero ningún sonido sale de mis labios. Ningún sonido es capaz de abandonarme la garganta, porque los Estigmas ya han hecho su camino hacia Arael —quien apenas se ha percatado de mi presencia—. Porque la energía destructiva que llevo dentro ya se ha enredado en cada extremidad del ángel y, con una facilidad aterradora, han comenzado a absorber la vida fuera de él.

Un grito sorprendido y adolorido escapa de los labios de la criatura, quien se aparta de Haru para encararme, pero que ni siquiera consigue mirarme a la cara, ya que se derrumba en el suelo gracias al poder destructivo de los Estigmas.

Siento los músculos agarrotados y la ira hierve en mi interior a borbotones. Hierve con tanta violencia, que temo que pueda derramarse por cada poro de mi cuerpo y materializarse.

Arael grita algo ininteligible y los Estigmas sisean furiosos ante el desafío que el ángel trata de imponer. Por primera vez en mucho tiempo, dejo que hagan su voluntad. Dejo que se estrujen alrededor de la energía ahora parpadeante del ángel y devoren todo a su paso.

Los árboles crujen a mí alrededor, la tierra se estremece debajo de mí y me siento poderosa. Me siento mejor de lo que nunca antes me sentí.

Eso me aterroriza.

«Iba a matarlo», susurra la voz en mi cabeza. «Iba a matarlo mientras dormías. Iba a deshacerse de él, para luego deshacerse de ti».

Aprieto los puños y siento cómo mis vendajes se humedecen con la sangre que ha empezado a salirme de las muñecas. No es demasiada. No es tanta como espero y eso me saca de balance unos instantes.

«¿Por qué?».

Alguien grita mi nombre.

Creo que es Haru.

Alguien trata de pedirme que me detenga, pero no lo hago. No lo hago, porque la vista de su figura, acurrucada y temblorosa en el suelo, me hace querer venganza. Me hace querer cobrarme lo que le ha hecho a Haru mientras dormíamos. Mientras se suponía que nos cuidaba.

No quiero detenerme. No voy a hacerlo. No pararé hasta que los Estigmas no puedan alimentarse más. Hasta que se llenen de esta revitalizante y extraña energía que sé que no me pertenece, pero que llega a mí a través los hilos tensos de energía envueltos alrededor de Arael.

Un espasmo violento convulsiona el cuerpo del ángel y le sigue otro más. Un sonido acuoso y torturado escapa de sus labios y, entonces, deja de moverse.

Los Estigmas gritan y cantan victoriosos, y yo, presa de la resolución de lo que acaba de suceder, me quedo quieta. Completamente inmóvil, mientras trato de asimilar lo que acabo de hacer.

Los ojos de Haru, quien yace en el suelo, jadeante, están fijos en mí y están llenos de terror y… ¿admiración?

Los Estigmas, al notarlo, ronronean con persuasión. Sé que tratan de pedirme que me alimente de él también. Tratan de convencerme de dejarles robar la vida fuera de Haru, pero los obligo a detenerse y retraerse.

No me atrevo a moverme hasta que me aseguro de que no tratarán de abandonarme y hacer su voluntad. No me atrevo a hacer nada hasta que los siento completamente en mi interior y, acto seguido, avanzo en dirección al chico derrumbado en el suelo, quien no ha dejado de respirar con dificultad.

El miedo en su gesto se suaviza cuando me arrodillo frente a él y, con cuidado, estiro los brazos para alcanzarle. Él no se aparta cuando lo hago y, solo hasta ese momento, me atrevo a inspeccionarlo. Me atrevo a tantearle los hombros, los brazos y la cara solo para asegurarme de que se encuentra bien.

El agradecimiento que tiñe su mirada cuando nuestros ojos se encuentran es como un bálsamo para mi pecho.

—¿Estás bien? —pregunto, con un hilo de voz, a pesar de que sé que no entiende lo que le digo.

Él abre la boca para responder, pero entonces, otro sonido lo irrumpe todo:

—¡Bess! —El grito en la voz de Mikhail hace que el terror y el alivio me invadan en partes iguales—. ¡Haru! ¡Arael!

El pánico en la expresión de Haru despierta uno similar en mí y, presa de un impulso maternal, le aparto el pelo de la cara y le regalo el gesto más tranquilizador que puedo esbozar.

—No pasa nada —digo, pese a que no puede entenderme—. Todo está bien. Él te atacó primero. No pasa nada.

—Oh, mierda… —La voz de Jasiel llega a nosotros y vuelco la atención hacia donde se encuentra.

Justo detrás de él está Mikhail. No me pasa desapercibido el tono ceniciento de su piel, ni las pequeñas venas amoratadas y negruzcas que le tiñen la piel del cuello y de la cara; mucho menos lo hace su gesto agotado y torturado.

Quiero preguntar qué ha ocurrido. Quiero preguntar si ha tenido otro episodio y por eso se ha marchado, dejándonos a merced de Arael, pero no lo hago. En su lugar, me limito a mirarlo, mientras espero por su reacción.

Su vista viaja de Arael hacia mí y termina en Haru. Entonces, vuelve a encararme.

—¿Qué pasó aquí? —Su voz es ronca y profunda y me provoca un nudo en la garganta.

Mi boca se abre y, justo cuando estoy a punto de responder, Haru le dice algo en ese idioma suyo que no entiendo. Los ojos de Mikhail se clavan en el chiquillo, quien habla y habla sin parar, mientras me toma las manos y las estruja con violencia.

Con cada palabra que Haru pronuncia, el gesto de Mikhail se endurece y, de pronto, luce tan descompuesto, que casi no parece él. Que se siente como si estuviese viendo una mala versión del demonio de los ojos grises.

Se hace el silencio.

—¿Qué ha dicho? —Jasiel irrumpe la quietud al cabo de unos instantes. Suena impaciente y angustiado, y no aparta la vista del cuerpo de Arael.

—Arael atacó a Haru. —Mikhail pronuncia casi en un gruñido—. Casi lo mata. —Su vista se posa en mí una fracción de segundo, antes de volver a clavarse en el cuerpo inerte del ángel—. Bess lo impidió.

—Oh, jodido infierno… —Jasiel suelta, pero los ojos de Mikhail no lo encaran. Se quedan clavados en el cuerpo de su compañero unos instantes antes de volverse hacia mí una vez más.

—Tenemos que poner a Gabrielle y Rael bajo alerta —dice, sin apartar su vista de la mía, con gesto horrorizado e impotente—. Hay traidores en nuestras filas.

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