Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 17

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La figura es alta y esbelta. Me atrevo a decir que es más alta que Mikhail. Mucho más alta que cualquier ser humano promedio y, poco a poco, envuelta en líquido negro y viscoso, empieza a tomar forma definida.

En el instante en el que lo hace, la energía a nuestro alrededor se condensa. Se vuelve pesada. Oscura. Peligrosa.

—Jas —la voz de Mikhail llega a mí, pero no puedo apartar la vista de la criatura que los Creadores están trayendo hasta aquí—, lleva a Haru y a Bess a un lugar seguro.

—Pero, Mikhail…

—Jasiel, haz lo que te digo. —La protesta de Jasiel es interrumpida por la voz del demonio y el material oscuro y denso que ha empezado a apoderarse de todo el terreno se retrae y se aleja para mostrar al ser que ha traído desde sabe-Dios-dónde.

Es una mujer. Y es hermosa…

… Y aterradora.

Su piel es tan pálida que casi me atrevo a decir que es blanca y no de un tono que pueda catalogarse como natural; sus ojos son de una tonalidad violeta eléctrico que solo es eclipsada por la pupila rasgada que los atraviesa; su cabello —negro como la noche— cae desperdigado sobre sus hombros y está completamente desnuda.

Un centenar de venas amoratadas cubre toda su extensión y un par de enormes cuernos alargados sobresalen entre la mata oscura y rebelde que es su melena.

Una sonrisa aterradora, llena de dientes afilados, se desliza en sus labios en el instante en el que sus ojos se posan en nosotros y, casi de inmediato, la oleada de energía oscura —que ya era abrumadora— comienza a llenar cada rincón. Cada recoveco del espacio en el que nos encontramos.

Un estremecimiento me sacude entera cuando me percato de que la masa viscosa en el suelo se extiende hasta abarcar gran parte de la azotea y, es entonces cuando soy capaz de percibir el calor que expide. De sentir el bochorno que provoca su energía apabullante.

La mujer delante de nosotros luce relajada cuando clava sus ojos en nosotros, pero hay algo aterrador en la forma en la que nos mira.

—¡Al fin los encontré! —Un escalofrío de puro terror me recorre de pies a cabeza en el instante en el que barre la vista sobre mí y Haru y, por instinto, doy un paso más hacia atrás.

Ella parece notar la inseguridad que me provoca su escrutinio, ya que su sonrisa se ensancha con satisfacción.

—Jasiel… —La voz de Mikhail suena tan tensa ahora, que casi aparto la vista de la mujer delante de mí para encararlo. Casi.

—Francamente, no sé qué hay de especial en ustedes —dice ella, ignorando por completo al resto de las criaturas aquí arriba. Mientras habla, su cabeza se inclina en un gesto curioso y sus ojos se llenan de malicia—. Supongo que tendré qué averiguarlo.

—¡Ahora! —El demonio de los ojos grises truena en voz alta y, como si todos fuésemos sacados de nuestro estupor, comenzamos a movernos.

Mikhail se ha interpuesto entre la mujer y yo, mientras Jasiel me tira del brazo para hacerme reaccionar. Yo, presa de un instinto de supervivencia tan abrumador como la energía que nos envuelve, empiezo a moverme a toda velocidad.

Haru corre delante de Jasiel, quien, a su vez corre delante de mí y, de un movimiento furioso, extiende sus alas, preparándose para el vuelo. No puedo evitar quedarme sin aliento al ver la extensión impresionante que sus extremidades son capaces de alcanzar.

—¡Haru! —grita el ángel, y el chiquillo vuelca su atención un segundo antes de que Jasiel envuelva su mano alrededor de su brazo. Acto seguido, y sin detenerse, me mira por encima del hombro y me extiende su mano libre al tiempo que grita—: ¡Bess!

Mis dedos se cierran alrededor de los suyos y me aprieta con tanta fuerza que duele; sin embargo, no aminoro la presión de nuestro agarre. Al contrario, trato de aferrarme a él lo más que puedo.

Nos acercamos al borde de la azotea. Estamos tan cerca, que puedo sentir el pavor escalando a través de mis extremidades —ardientes por el esfuerzo físico— hasta que me atenaza el corazón.

No vamos a lograrlo. Jasiel no va a poder volar si carga el peso de ambos. Si sus intenciones son hacernos saltar y volar con nosotros a cuestas, vamos a morir. Vamos a ser un poco menos que sopa de órganos en el pavimento. Vamos a…

—¡Salten! —El grito brota de su garganta, y el terror construye un sonido lastimero y doloroso en la mía—. ¡Ahora!

«Mierda, mierda, mierda, mierda…».

Mis pies dejan de tocar el suelo.

Un grito eufórico y aterrado proveniente de la voz de Haru me estremece la espina y nos quedamos suspendidos en el aire durante unos instantes antes de que la gravedad tire de nosotros.

Mi brazo —el cual sigue aferrado a Jasiel— duele cuando el tirón brusco provocado por el intento del ángel de mantenerme sujeta me estira los ligamentos, pero la caída no se detiene. La sensación vertiginosa no para y me deja sin aliento.

Jasiel suelta un sonido a medio camino entre un gruñido y un grito, y bate sus alas en un intento desesperado por detener nuestro impacto contra el suelo. Alzo la vista para encararlo —y para no mirar al pavimento—, y logro ver cómo las venas de sus brazos y cuello saltan a la vista ante el esfuerzo que hace para detenernos.

Cierro los ojos. Cierro los ojos y le ruego al cielo que algo ocurra. Que algo suceda para que no muramos de esta manera. No luego de tanto. No luego de todo lo que hemos pasado.

«Vamos a morir. Vamos a morir. ¡Vamos a morir!».

La caída se detiene.

Aturdimiento, confusión, alivio… Todo se arremolina en mi interior y me corre a toda velocidad a través de las venas, pero no me atrevo a abrir los ojos. No me atrevo a dejar ir el aire que aún contengo en los pulmones.

Algo me cae sobre la mejilla. Es cálido y húmedo, y hace su camino a través de la superficie de mi piel.

El mundo entero se detiene. El viento, el tiempo y todo aquello que corre y viaja con el universo parece haberse quedado suspendido en el aire. Parece haber perdido la capacidad de moverse, mientras que un hedor metálico y familiar me llena la nariz.

Abro los ojos.

Jasiel me mira.

Su gesto desencajado, aturdido y horrorizado me llena de una sensación oscura e insidiosa. Mis labios se abren para formular una pregunta, pero un hilo de algo carmesí sale de su boca y me cae sobre el pómulo.

Es sangre. Su sangre.

—Jas… —Mi voz es un susurro. Una súplica. Un sonido a medio camino del pánico y el horror.

Los brazos del ángel tiemblan y su boca se cierra unos instantes antes de que una tos incontrolable —que me baña de aquello que le brota de los labios— lo asalte.

Lágrimas de puro terror me nublan la mirada, pero me obligo a desviar los ojos hacia a su torso. Es entonces, cuando lo veo.

Hay algo atravesándole el cuerpo. Una especie de guadaña de carne, hueso y cartílago ennegrecido que se curva a su alrededor para impedir que caiga.

Haru grita con horror. Un sonido similar al de un sollozo se me escapa, pero no puedo apartar los ojos del ángel que, aferrándose al hilo de vida que le queda, nos aprieta de las manos con fuerza.

Una silueta se asoma sobre el hombro de Jasiel, pero a contraluz lo único que soy capaz de ver son unos enormes cuernos, una abrumadora musculatura y un par de inmensas alas de murciélago.

Un gruñido escapa de la criatura —que, claramente, no es la mujer de la azotea— y, luego, estira una larga extremidad hacia el chiquillo a mi lado.

—¡Haru! —grito, pero ya está siendo sostenido por una mano completamente negra, con manos como garras y venas enrojecidas, como si el mismísimo fuego de las fosas del Infierno corriera a través de ellas.

El chico forcejea y grita algo que no entiendo, pero sus esfuerzos son inútiles. La criatura ha levantado al chico sin esfuerzo alguno y se lo ha echado al hombro. Los Estigmas, presas de un impulso asesino, sisean y tratan de desperezarse, pero no lo consiguen. Están demasiado débiles por el encuentro que tuve con Mikhail hace unos días.

Otra mano —idéntica a la que a la que se llevó a Haru— trata de llegar a mí. Jasiel, como puede, intenta de impedirle que me tome, pero no lo consigue. Su cuerpo está tan débil, que apenas logra tensar su agarre en mí antes de que los dedos largos y burdos de la criatura aferren la parte delantera de mi sudadera y tiren de mí con una facilidad aterradora.

Jasiel intenta detenerme. Intenta sostenerme ahí durante una fracción de segundo, antes de que sus dedos se aflojen. Antes de que la vida se fugue de su cuerpo por completo.

La energía en mi interior trata, con todas sus fuerzas, de defenderme, pero solo consigue desperezarse un poco, antes de que sea lanzada sobre un hombro abominablemente grande.

Un gruñido que podría jurar que es de satisfacción retumba y reverbera debajo de mí y, entonces, la bestia emprende el vuelo. Un grito se me escapa mientras observo cómo la cosa hecha de carne que atraviesa el cuerpo de Jasiel —y que, desde esta perspectiva, luce muy similar a una cola de dragón—, se retrae en dirección a la criatura que nos lleva a cuestas; dejándome así con la vista del cuerpo del ángel cayendo en picada hacia el asfalto.

Lágrimas de horror y desasosiego me abandonan y sollozo. Lloro abrumada y aterrorizada, al tiempo que los Estigmas —débiles y desgastados— luchan y tratan de aferrarse a todo aquello que se mueve para absorber algo de energía. Para hacer algo que detenga el caos que está rodeándonos.

Nos movemos a toda velocidad. Todo pasa como un borrón a mi alrededor y mis oídos pitan. La parte activa del cerebro trata de hacer algo por pedirle a la energía en mi interior que se mueva, pero apenas consigue mantenerme consciente. Apenas consigue registrar que seguimos elevándonos del suelo tan rápido, que se siente como si pudiese vomitar en cualquier instante.

Haru grita algo ininteligible. El demonio que nos lleva a cuestas gruñe —o grita también, no estoy segura— y la velocidad a la que avanzamos disminuye. Yo aprovecho esos pequeños instantes para removerme y liberarme del agarre casi doloroso que ejercen sobre mí.

—¡Bess! —La voz de Haru pronunciando mi nombre hace que me vuelque a toda velocidad en su dirección. En ese instante, la resolución de lo que está ocurriendo me golpea.

Las manos del niño están puestas sobre la enorme cara del demonio y una nube de humo ha comenzado a emanar de él. Como si le quemara.

«Oh, mierda…».

Mi vista cae unos instantes sobre mis manos desnudas al caer en cuenta del efecto que tenemos en las criaturas de su naturaleza y, sin pensarlo dos veces, las presiono contra la espalda del demonio.

Un alarido escapa de las fauces de la criatura de aspecto animalesco que nos ha arrancado de Jasiel, y la lucha comienza.

El demonio trata de apartarnos de él sin dejarnos caer. Sus alas baten con furia, sus garras manotean en movimientos hoscos y un golpe es atestado en mi cara por una de sus garras. El dolor que estalla es tan intenso, que mis manos lo dejan ir y pierdo el equilibrio.

El sabor de la sangre me llena la boca, pero no es eso lo que me invade de terror. Lo que hace que mi estómago caiga en picada.

Es la forma en la que, casi en cámara lenta, comienza mi descenso.

Las manos —garras— torpes del demonio tratan de alcanzarme, pero no lo consiguen porque una extraña y abrumadora energía ha comenzado a emanar del chiquillo que lleva colgado del cuello. Porque las manos de Haru han comenzado a iluminarse con una luz cálida e incandescente que las hace lucir como si estuviesen al rojo vivo.

Un sonido antinatural escapa de su garganta y, por más que trato de aferrarme a algo en el aire, no puedo hacerlo.

Estoy cayendo a toda velocidad.

Esto es todo.

Se acabó.

Voy a estrellarme contra el asfalto.

Voy a morir…

Alguien me aferra la muñeca con tanta brusquedad, que casi puedo sentir cómo los ligamentos me gritan de dolor ante la violencia con la que mi caída es detenida. Ante la velocidad con la que soy arrastrada en el aire.

Rápidamente, mi vista se eleva, aterrorizada de todos los posibles escenarios existentes, y un destello de alivio me llena el pecho cuando me encuentro de lleno con la figura de Mikhail, sosteniéndome con tanta fuerza que duele.

—¡Sostente! —El demonio de los ojos grises instruye y yo, como puedo, aferro mi mano a su antebrazo. Acto seguido, hace un giro brusco, haciéndome ahogar un grito cuando algo —una figura oscura y compacta— pasa a toda velocidad junto a mí.

Busco, desorientada, a la figura, y es en ese momento, en el que me percato de que no es solo una.

Decenas de criaturas han comenzado a saltar del techo del edificio para volar a nuestro alrededor mientras tratan de derribarnos; sin embargo, Mikhail es más rápido. Más ágil.

Un rugido aterrador inunda todo el espacio y mi vista busca, entre el centenar de puntos negros y borrosos que pasan como flechas a nuestro alrededor, a la criatura que lo ha emitido. No se necesita ser un genio para saber que es aquella que tiene a Haru en su poder.

—¡¿Dónde está Haru?! —chillo, al tiempo que trato de localizar al inmenso demonio entre todo el caos.

—¡Ahí! —Mikhail grita y, luego, suelta un gruñido y tira de mi peso hacia arriba para envolver uno de sus brazos alrededor de mi cintura—. ¡Sujétate fuerte!

Mis brazos y piernas se envuelven a su alrededor y se aferran a su torso con fuerza. Acto seguido, hundo la cara en su pecho y él, sin más, despereza su agarre en mí y aumenta la velocidad a la que nos movemos.

La sensación vertiginosa que me provoca su vuelo frenético, aunado al sonido del viento golpeándome los oídos, apenas me permite pensar con claridad. Apenas me permite procesar lo que ocurre.

Mikhail grita algo que no logro entender y un giro brusco de trecientos sesenta grados hace que ahogue un grito. Un segundo giro violento nos sacude y, entonces, algo me golpea el costado con brusquedad.

El aliento se me escapa de los pulmones y mi agarre en el cuerpo de Mikhail se debilita.

Puntos negros oscilan en mi campo de visión cuando trato de abrir los ojos.

El dolor es insoportable. Las ganas que tengo de echarme a llorar lo son aún más y, de pronto, me encuentro jadeando en busca de aire.

La voz de Mikhail llega a mis oídos, pero no puedo concentrarme en ella. No puedo hacer nada más que tratar de recuperar el ritmo de mi respiración.

Otro golpe nos sacude y, esta vez, comenzamos a descender a toda velocidad. El impacto de otra cosa nos da de lleno y luego una más hace que mi agarre en el demonio se afloje.

Un par de brazos fuertes y firmes me envuelven, y me pegan contra el pecho cálido y desnudo del demonio de los ojos grises.

Acto seguido, la luz se va. El sol es cubierto por una manta oscura y, cuando alzo la vista, lo hago justo a tiempo para observar cómo Mikhail agacha la cabeza. Me toma unos segundos registrar qué es lo que está haciendo, pero, cuando lo hago, el corazón se me estruja con violencia.

Está cubriéndonos con sus alas. Está envolviéndonos en un manto hecho por su ala demoníaca y aquella luminosa mientras caemos en picada.

Cierro los ojos y hundo la cara en su cuello mientras gira sobre su eje para llevarse él la peor parte de nuestro impacto inminente.

Instantes más tarde, sucede.

El cuerpo de Mikhail cae primero, pero eso no impide que el aire se me escape de los pulmones por completo cuando hago contacto con el suelo. El estallido de dolor que me invade es tan abrumador, que no puedo pensar. No puedo concentrarme en otra cosa más que en el calor abrasador que me llena las venas.

Los brazos del demonio de los ojos grises se aflojan en mí y salgo disparada, rodando sobre el asfalto. Golpeándome con todo a mi paso.

No puedo escuchar otra cosa más que el zumbido constante en mi audición. No puedo moverme de la posición aovillada en la que he quedado. Ni siquiera puedo luchar contra la pesadez que amenaza con arrastrarme a un estado de inconsciencia.

Me duele todo el cuerpo. Cada parte de mí grita y se retuerce de agonía, y un sonido aterrador me abandona los labios cuando trato de colocarme boca arriba. Se siente como si cada hueso en mi cuerpo se hubiese roto. Como si cada ligamento se hubiese desgarrado y cada uno de mis órganos estuviese a punto de estallar y, a pesar de eso, no puedo dejar de luchar por mantenerme despierta. Por abrir los ojos y tener un vistazo de la aterradora escena que se desencadena allá arriba, a muchísimos metros de distancia de donde me encuentro.

Una figura inmensa —la del demonio que tiene a Haru— se precipita a toda marcha hacia el suelo. Una estela de humo y luz le siguen en el proceso y decenas de criaturas animalescas, similares a los murciélagos ordinarios, chillan y vuelan alrededor de esta.

Los creadores del Infierno se deslizan por el costado del edificio del que acabamos de bajar —o caer—, mientras que otra figura, una esbelta y femenina, aparece en la cima de todo. Un par de alas enormes enmarcan a la criatura que, claramente, está controlando al resto de nuestros atacantes y desciende con lentitud, sin importarle que su criatura más abominable está a punto de caer al suelo derribado por el poder de Haru.

«¡Mikhail!», grita la parte activa de mi cerebro. «¡¿Dónde está Mikhail?!».

Entonces, como evocado por el poder de mis pensamientos, su rostro —cubierto de suciedad y sangre— aparece en mi campo de visión. Su expresión horrorizada se relaja cuando nuestros ojos se encuentran, pero ni siquiera me da tiempo de preguntarle cómo se encuentra; ya que ahueca un costado de mi rostro con suavidad.

—Gracias al cielo —susurra, sin aliento, antes de añadir con urgencia—: Vamos a estar bien. Voy a encargarme de esto.

Acto seguido, alza la vista, despliega sus alas y levanta el vuelo.

El dolor que sentía ha mermado un poco. La sensación de entumecimiento es lo único que me acompaña ahora y, a pesar de que debería estar tratando de levantarme, no lo hago. No puedo hacerlo. Si me muevo, voy a desmayarme de dolor. A pesar de que Mikhail amortiguó lo peor de nuestra caída, se siente como si en cualquier momento fuese a deshacerme en el suelo.

En la lejanía, soy capaz de observar cómo lucha contra los demonios. Soy capaz de ver como trata de llegar a Haru en medio del caos… Y soy capaz de ver cómo las pequeñas criaturas —que solo puedo describir como murciélagos demasiado grandes— se cuelgan de él: alas y extremidades, con la sola intención de derribarlo.

Quiero ayudarle. Quiero utilizar los Estigmas para ayudarle, pero estos, por más que tratan, son incapaces de responder. De liberarse y hacer eso que siempre hacen cuando estoy en peligro.

Haru cae. Mikhail lo alcanza en el aire y una bandada de animales —demonios— los engulle. Haru cae de nuevo, pero el demonio de los ojos grises se despereza de las pequeñas figuras y lo alcanza de nuevo, justo antes de que la cara del chico se estrelle sobre el techo de un autobús cerca de donde me encuentro. El chiquillo es depositado ahí y yo hago un esfuerzo descomunal por colocarme sobre mi costado, para intentar levantarme.

El dolor es abrasador. El escozor de mis heridas es tan intenso, que reprimo un gemido cuando trato de incorporarme sin éxito.

Haru grita algo en un idioma desconocido y suena aterrado. Mi vista —llena de lágrimas no derramadas— se alza hacia el lugar al que el chiquillo mira, y el mundo ralentiza su marcha. El universo entero comienza a moverse con más lentitud, porque el demonio gigantesco, ese que estuvo a punto de sucumbir a manos de Haru, sostiene a Mikhail por el torso, mientras que, con su mano libre, le desgarra parte del ala demoníaca.

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