Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 18

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Un grito de puro horror se construye en mi garganta en el instante en el que la voz de Mikhail se desgarra en un sonido aterrador. Tan inhumano y agonizante como el que amenaza con escaparse de mis labios.

Lágrimas de impotencia y rabia se me agolpan en los ojos, y los Estigmas, pese a su debilidad, sisean furiosos; dispuestos a intentar hacer algo —lo que sea— para ayudarle. Dispuestos a llevarse fuera de mi cuerpo los últimos trazos de vida con tal de detener la locura que se lleva a cabo.

El demonio que sostiene a Mikhail afianza su agarre en el ala casi destrozada del arcángel y, sin más, da un último tirón; desgarrando así el ala de murciélago en su totalidad.

Un grito se me escapa de los labios, llanto incontrolable cae por mis mejillas y una sensación de ira desmedida me invade de pies a cabeza.

Las figuras que sobrevuelan alrededor del demonio chillan y se regocijan en la victoria que el demonio gigantesco obtiene sobre nosotros y, desde más arriba, la mujer que fue traída por los Creadores del Infierno mira la escena.

Luce satisfecha. Calmada, serena y en control de la situación. Como si las cosas estuviesen saliendo tal cual las ha planeado.

Los Estigmas vibran en mi interior. Su energía destructiva me susurra al oído que ha llegado el momento de hacer un verdadero sacrificio con tal de acabar con ella. Con tal de acabar con todo aquel que le ha hecho un daño a Mikhail; para que así, él sea capaz de salvar al resto de los sellos. Para que sea capaz de rescatar a la humanidad misma de la locura que ha envuelto al mundo.

Así pues, con esto en la cabeza, los dejo desperezarse. Los dejo arrastrarse con lentitud fuera de mí mientras tantean todo a su paso en busca de algo qué absorber. Algo con qué fortalecerse.

Los hilos se entretejen por todo el suelo. Tratan de aferrarse a cualquier cosa que emane energía y, justo cuando creo que están a punto de encontrar algo, se detienen.

Confusión, alarma y terror se mezclan en mi pecho cuando, de la nada, las hebras se retraen y regresan hacia mí con pereza y lentitud.

El horror que me invade me retuerce las entrañas y trato, desesperadamente, de retomar el control sobre ellos para obligarlos a avanzar. Ellos, sin embargo, ignoran todas mis protestas y se retraen con lentitud parsimoniosa. La impotencia que me llena el cuerpo es tanta, que tengo que apretar los dientes para no gritar.

Estoy a punto de volver a intentarlo. De tratar de empujar la energía de los Estigmas fuera de mí, cuando lo siento.

Empieza como una pequeña oleada de calor. Un suave soplo tibio que forma espirales en la energía que nos rodea y lo impregna todo de un poder abrumador, denso y… ¿luminoso? ¿Oscuro?… No sabría describirlo.

Las criaturas que vuelan en el aire comienzan a moverse, inquietas ante esta nueva energía, y, sin más, la tierra debajo de mí empieza a temblar.

Los edificios comienzan a mecerse al ritmo impuesto por el movimiento del suelo y, presa de una sensación de familiaridad aterradora, trato de incorporarme en una posición sentada para tratar de localizar a la criatura capaz de hacer esto.

En ese momento, el mundo se detiene por completo.

El universo entero detiene su curso y Haru está ahí, al centro de todo, con la mirada —blanca en su totalidad— clavada en el caos que reina en el cielo, y las manos teñidas de… luz.

Un escalofrío me recorre la espina. Haru alza las manos…

… Y todo explota.

Los cristales de los edificios y los autos estallan, las alarmas de los vehículos abandonados se encienden, el suelo se resquebraja, la tierra se estremece con tanta violencia que se siente como si en cualquier momento fuese a partirse en dos para engullirnos, y los demonios en el cielo se marchitan y caen de manera estrepitosa por todos lados.

Chillidos horrorizados invaden todo el espacio y un rugido particularmente aterrador me aturde cuando, sin más, la criatura que sostiene a Mikhail cae en picada con el demonio de los ojos grises en brazos.

Los Creadores del Infierno se retraen ante el estallido de energía proveniente de Haru y la mujer que lo observaba todo desde una distancia prudente, suelta un alarido de dolor.

El chiquillo que está provocando todo el caos suelta una especie de rugido que no suena como si pudiese provenir de su boca y, acto seguido, la longitud de sus brazos se llena de pequeñas venas iluminadas. La mujer en el techo gruñe y se abalanza en picada en su dirección, y un grito se construye en mi garganta; sin embargo, él está listo para recibirla. Para provocar una oleada intensa de energía que la detiene en su lugar; como si cientos de hilos se hubiesen envuelto alrededor de ella y la hubiesen inmovilizado de golpe.

Acto seguido, la mujer empieza a gritar. La manera en la que la voz le abandona la garganta es tan aterradora, que me encojo sobre mí misma mientras ella se retuerce en ángulos antinaturales, tratando de escapar de lo que sea que Haru está haciéndole.

Un gruñido horroroso brota de la garganta del niño y, de repente, todo se ilumina. Se llena de una luz tan incandescente, que debo apartar la mirada unos instantes.

Los Creadores del Infierno tratan de llegar a la mujer a través del manto luminoso que lo ha cubierto todo, pero no parecen ser capaces de romper el campo energético que ha creado Haru a su alrededor.

La lucha que se lleva a cabo es tan brutal, que espirales oscuros y luminosos se entretejen en el aire, como si tratasen de engullirse los unos a los otros.

El movimiento de la tierra es cada vez más aterrador e intenso, pero la lucha no cesa. La pelea entre la oscuridad de las criaturas viscosas y la luz que emana Haru no se detiene ni un instante. Ni siquiera cuando los edificios empiezan a crujir ante la intensidad del terremoto que ha provocado el chico que no ha dejado de pelear para salvarnos.

La oscuridad logra colarse en una grieta en la fortaleza luminosa que ha creado Haru y un gruñido se le escapa cuando, sin más, los Creadores del Infierno se envuelven alrededor de la mujer a la que Haru mantenía cautiva, y consiguen engullirla por completo, para luego disolverse y retraerse en el suelo.

El chico suelta un grito, mientras trata de alcanzar a la oscuridad que se disipa en el suelo, pero es inútil. Se ha marchado y se ha llevado consigo a la mujer que nos atacó. Se ha ido y nos ha dejado aquí, hechos pedazos.

La luz se apaga de golpe. La energía de Haru se disuelve luego de unos instantes más de extraña intensidad y, sin más, el chico cae desplomado sobre el techo del autobús.

El silencio lo invade todo luego de eso y, de pronto, como si nada hubiese ocurrido, la tierra deja de temblar. El mundo entero se detiene durante una fracción de segundo y luego, reanuda su marcha a su ritmo habitual; como si nada de lo que pasó hubiese tenido importancia. Como si Haru no acabase de salvarnos la vida a todos.

Un zumbido me llena la audición mientras que, aturdida, me obligo a mirar alrededor para comprobar que nada ha sido producto de mi imaginación —por mucho que me gustaría que así fuera.

Decenas y decenas de cuerpo oscuros y marchitos invaden el suelo, pero ninguno se mueve. Ninguno de ellos agoniza o trata de escapar de aquí luego de lo que Haru provocó.

Los mató a todos. Se encargó de no dejar a ninguno vivo y, por retorcido que suene, la satisfacción que me llena el cuerpo al darme cuenta de ello es casi inmediata.

Una punzada de algo oscuro y retorcido se me cuela en las venas, pero lo empujo lejos porque me aterra sentir esta clase de emoción tan retorcida, dolorosa y satisfactoria.

Mi mirada barre el terreno una vez más, solo para comprobar que, efectivamente, no ha quedado ni una sola de esas criaturas vivas y es solo hasta ese momento que me atrevo a echarme un vistazo a mí misma.

Me duele el hombro —ese que alguna vez me disloqué tratando de escapar de una iglesia repleta de fanáticos religiosos—, me arden las costillas y creo que me he roto varios dedos de la mano derecha. Uno de mis ojos ha comenzado a cerrarse debido a la inflamación y, cada que trago saliva, soy capaz de probar el sabor de mi sangre.

Con todo y eso, trato de levantarme. Me toma un par de intentos lograrlo y, cuando finalmente lo hago, el dolor es tan insoportable que me desplomo en el suelo una vez más. Tengo que apretar los dientes para no gritar. Tengo que contener la respiración para que la agonía cese lo suficiente como para poder relajarme.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que vuelva a intentar moverme; sin embargo, cuando lo hago, trato de que sea diferente y me arrastro por el suelo con toda la lentitud que me es posible.

Se siente como si pasara una eternidad antes de que, por fin, llegue hasta el autobús donde sé que Haru se encuentra y, haciendo acopio de toda mi fuerza, me afianzo en el neumático para empujarme hacia arriba.

—¡Ha-Haru! —medio grito. Mi voz suena tan rota y agonizante, que ni siquiera puedo reconocerla.

No tengo respuesta.

—¡Haru! —repito y, esta vez, golpeo el metal del vehículo con la palma de mi mano sana abierta.

Silencio.

Un nudo de impotencia comienza a formarse en mi garganta y, justo cuando estoy a punto de gritar de nuevo por el chiquillo, lo escucho.

Al principio no logro distinguirlo del todo. Suena tan bajo y lejano, que se siente como si fuese producto de mi imaginación; sin embargo, cuando agudizo el oído, soy capaz de notarlo.

Es un gemido. Un sonido ronco y adolorido que llega a mí desde algún punto no muy lejano. Un destello de esperanza me invade. Una pequeña flama se enciende en mi pecho y, por más que trato de decirme a mí misma que debo huir y esconderme, no puedo evitar querer ir hasta donde el sonido proviene porque, muy en el fondo, sé a quién le pertenece. Sé de quién se trata.

—¿M-Mikhail? —El sonido de mi voz es tan esperanzado, que me siento patética.

En respuesta, algo en el pecho tira de la cuerda tensa con suavidad y, en ese momento, mis defensas caen el suelo.

Lágrimas aliviadas y ansiosas brotan de mis ojos mientras sollozo algo que ni siquiera yo logro entender. Mientras me arrastro por el suelo y sigo el tirón del lazo que me ata la caja torácica.

Conseguir avanzar hasta donde Mikhail yace es una completa proeza. Comprobar que sigue vivo luego de la caída brutal que experimentó a manos de la criatura que le arrancó un ala, es la sensación más abrumadora que he podido experimentar.

Ver el desastre ensangrentado que es su espalda, es la peor de las torturas.

Piel, cartílago y los restos de un ala demoníaca que ya no está en su lugar es lo único que puedo distinguir entre la alarmante cantidad de sangre oscura y espesa que le cubre los omóplatos, y las lágrimas —que ya me caían a raudales por las mejillas— se vuelven incontenibles.

—Lo siento mucho —sollozo, sin atreverme a tocarlo, pero estirando las manos como si tuviese toda la intención de hacerlo—. Lo siento mucho, amor.

Está inconsciente. De hecho, luce tan quieto, que de no ser por el constante tirón que siento en el pecho, juraría que esta…

Cierro los ojos con fuerza, mientras ahuyento el pensamiento lo más lejos que puedo porque es demasiado doloroso. Demasiado insoportable.

Tengo que hacer algo. Tengo que sacarnos de aquí. Escondernos en algún lugar y curar nuestras heridas. Tengo que…

—No deberíamos estar aquí, Julia. —Soy perfectamente capaz de escuchar la voz de un chico haciendo eco entre los edificios, y todos los vellos de la nuca se me erizan en un instante.

—Deja de quejarte. —Esta vez, es una chica la que habla—. Solo quiero echar un vistazo, ¿de acuerdo?

Son humanos… y están cerca. Muy cerca. Tienen que estarlo, de otro modo, sería incapaz de entender a la perfección lo que dicen.

—¡Un vistazo! —El chico bufa, y su voz suena más clara y nítida—. Lo que vas a conseguir es que nos maten a todos.

—¡Oh, cierra la boca! Solo quiero…

—¿Conseguir que nos exilien? ¿Hacer que un demonio o un andante nos siga hasta la guarida y conseguir que muera el resto de la civilización como la conocemos?

—¡Tú lo viste! ¡Viste el espectáculo de luces en el cielo! Solo quiero echar un vistazo. —Ella insiste y, desesperada por el sonido tan cercano, trato de quitarme la sudadera que llevo encima para cubrir la espalda magullada de Mikhail. No sé qué serían capaces de hacernos si supieran qué es él.

—¡Por Dios, Juls! ¡Seguro era uno de esos ángeles que sobrevuelan la ciudad! ¡Ya detente y regresemos al maldito camión! —El chico exclama.

—Si vas a seguir quejándote, Ian, lo mejor será que te marches. Te alcanzaré en unos minutos, ¿de acuerdo? —La chica —Julia— refuta mientras que, con el cuerpo adolorido, forcejeo con la sudadera.

—Hank va a enojarse mucho si se entera de lo que estás haciendo. —El chico pronuncia—. Ya no te dejará salir a las brigadas de abastecimiento.

—Hank no va a enterarse si no se lo dices. —Ella sentencia y, esta vez, suena tan cerca, que una punzada de terror me invade por completo—. Además, sabes que él no es así. Hank siempre es justo y amable.

—Pero Hank no está a cargo y lo sabes. —El chico replica—. La protección que él puede darnos terminará si el comandante se entera de lo que estamos haciendo.

—Ian, si solo viniste detrás de mí para sermonearme, lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí a vigilar mientras echo un vistazo.

—Julia… —El chico suelta, con frustración, antes de soltar un suspiro exasperado.

—Ian, te juro por Dios que voy a volarte la tapa de los sesos si no te detienes ahora mismo.

Otro suspiro invade mi audición.

—¡De acuerdo! ¡Haz lo que quieras! Solo… no tardes, ¿de acuerdo?

—Gracias. —Ella responde, pero no suena agradecida en lo absoluto. Más bien, se escucha fastidiada—. Ahora regreso.

La conversación se termina y el sonido de los pasos acercándose hace eco a mi alrededor.

La poca movilidad que puedo ejercer sobre mí misma debido al dolor, hace que el pánico se vuelva insoportable. Hace que las ganas que tengo de echarme a llorar de la impotencia incrementen y que mis movimientos se vuelvan torpes y ansiosos.

—¿Pero qué demonios pasó aquí?… —Creo escuchar en un susurro.

Apenas he logrado sacarme una manga de la sudadera sin gritar. Apenas he logrado alzar los brazos para pasarme el material por encima de la cabeza y los pasos cautelosos no dejan de acercarse.

Un sonido aterrorizado y adolorido brota de mis labios cuando me doy cuenta del poco tiempo que me queda y, entonces, la voz de la chica —cerca, alerta y alarmada— me llena los oídos:

—¿Quién anda ahí? —Exige, y aprieto los dientes mientras, como puedo, me saco el resto del material lejos del cuerpo.

Tengo que morderme el labio inferior para no gritar cuando me estiro más allá de mis límites para cubrir la espalda del demonio herido que yace boca abajo en el suelo.

En ese instante, un jadeo horrorizado me llena la audición y los pasos se detienen.

—¡No te muevas! —El sonido a mis espaldas me eriza todos y cada uno de los vellos del cuerpo. El terror creciente en mi interior se vuelve insoportable y contengo el aire que se ha quedado estancado en mis pulmones.

Cierro los ojos.

Como reflejo, los Estigmas sisean y tratan de desenroscarse, pero los contengo como puedo. No es muy difícil hacerlo, ya que siguen bastante débiles.

«¿Y si vio su espalda? ¿Y si no lo cubrí bien? ¿Y si notó el trozo destrozado de ala?».

—Levanta las manos. —La autoridad en la voz de la chica me dice que debo tener mucho cuidado con cada uno de mis movimientos; así que, lentamente, suelto el material de la sudadera y levanto un brazo; el único que puedo alzar sin que el cuerpo entero me grite de dolor. Entonces, ella espeta—: ¡Levanta las dos putas manos!

—¡N-No puedo! —Mis palabras suenan aterradas y enojadas en partes iguales y, como para mostrar mi punto, con mucha lentitud, me giro sobre mí misma para darle un vistazo de cuán magullado tengo el cuerpo. Cuando estoy de frente a ella, la miro a los ojos.

Es joven. No le puedo calcular más de veinticinco. Lleva el cabello rubio tan corto como suele ser el cabello de los chicos, y su piel pálida está manchada de tierra y hollín, dándole un aspecto descuidado y desgarbado, pero la fiereza en su mirada castaña me hace saber que no dudaría ni un segundo en dispararme con el arma de alto calibre que sostiene entre las manos si hago algún movimiento en falso.

Viste pantalones holgados negros y una chaqueta que le va grande y, a pesar de eso, no deja de lucir imponente y amenazadora.

Sus ojos barren mi anatomía, evaluándome a detalle, y después, se posan en el chico a mis espaldas. En ese instante, el horror invade su gesto y noto cómo apunta su arma hacia él.

—¡No! —Grito, cuando, por un doloroso instante, creo que ha visto el desastre de su espalda y, como puedo, me arrastro hasta interponerme entre ellos. El arma que sostiene entre las manos es aferrada con más fuerza y aprieto los dientes para tragarme el horror.

—P-Por favor, no —suplico, con la voz enronquecida por el pánico.

—¿Qué carajos son ustedes? —El terror que se cuela en el tono de su voz delata que se encuentra tan asustada como yo.

—Soy humana. —Me apresuro a decir—. S-Soy justo como tú. Soy humana.

La desconfianza en su gesto me hace saber que no cree una sola palabra de lo que digo.

—¿Y él? —Ella inquiere, con brusquedad, mientras hace un gesto en dirección a Mikhail. Es en ese momento, en el que me doy cuenta de que ella no sabe qué es en realidad. Que no tiene ni idea de la naturaleza paranormal del chico que agoniza en el suelo.

«Entonces, ¿por qué está tan alarmada?», susurra la voz en mi cabeza.

—Es humano. —El remordimiento de conciencia me carcome por dentro por la mentira tan atroz que estoy diciendo—. E-Es un humano también.

—¿Qué hacen vagando por esta zona de la ciudad si son humanos? ¿Se supone que crea que, casualmente, se refugiaban aquí? —Bufa, al tiempo que levanta un poco más su arma.

—¡Soy humana! —La voz me sale en un chillido exaltado y aterrorizado—. ¡Lo somos!

—¡¿Entonces qué carajos hacen aquí?! —La manera en la que espeta las palabras me hace saber que, seguramente, esta parte de la ciudad ha sido tomada por alguno de los bandos de criaturas paranormales que han invadido el mundo entero.

—¡Buscábamos el asentamiento humano! —Exclamo, cada vez más alterada, y añado en una súplica—: P-Por favor, no nos hagas daño.

La chica entorna los ojos con desconfianza.

—¿Qué fue lo que pasó aquí? —La chica suena un poco menos hostil que hace unos instantes, como si mi petición le hubiese provocado remordimiento.

—E-Estábamos escondidos en el edificio. —Decido soltar un poco de verdad entre la sarta de mentiras que estoy soltando a diestra y siniestra—. Escuchamos los rumores sobre un refugio humano y lo estábamos buscando. —Hago una pequeña pausa, al tiempo que hago un gesto en dirección a los murciélagos gigantes que se encuentran desperdigados por todo el suelo—. Esas cosas salieron de la nada y nos atacaron.

Lágrimas gruesas y cálidas me caen por las mejillas, pero ni siquiera sé por qué estoy llorando.

—¿Y pretendes que te crea que los derrotaron? —Afianza su agarre en el arma.

—¡No! —chillo, con la voz rota por el terror—. ¡No! U-Un puñado de… de ángeles l-los derrotaron. Nosotros solo quedamos atrapados en medio de la batalla y nos hirieron. Lo juro. Por favor, baja el arma. Por favor…

Una punzada de algo similar a la culpa surca las facciones de la chica, pero desaparece tan pronto como llega.

—¿Solo ustedes dos vinieron a buscar el asentamiento? —La chica inquiere, aún con desconfianza.

Yo, como puedo, señalo en dirección al autobús donde Haru se encuentra.

—No —digo, con un hilo de voz—. Éramos más, pero… —No puedo terminar la oración, porque no me atrevo a mentir más de lo indispensable; así que, sacudo la cabeza en una negativa y desvío el rumbo de la conversación—: H-Hay un chico en el techo del autobús —ella ni siquiera mira en dirección a dónde señalo. Hago una pequeña pausa y, luego, añado—: C-Casi se lo lleva una de estas cosas, pero logró liberarse y cayó ahí. Está inconsciente.

—O muerto. —Ella refuta, y la crueldad de sus palabras me hunde el corazón hasta los pies.

A pesar de que quiero decirle que Haru no puede estar muerto, asiento dándole la razón.

—P-Por favor, déjanos ir —digo, en un susurro lastimero y ronco—. Si no confías en lo que te digo, déjanos ir.

Silencio.

—¿Qué tan malherido está? —La chica desvía la mirada hacia Mikhail, y hace un gesto en su dirección.

—No lo sé. —Me sincero y mis propias palabras hacen que el nudo en que tengo en la garganta se apriete un poco más.

—¿Qué tan malherida estás tú? —Ahora me inspecciona a mí.

—No lo sé.

—¿Puedes levantarte?

Niego con la cabeza.

Ella aprieta los labios en una línea delgada y tensa.

—No van a sobrevivir así.

Me encojo de hombros, en un gesto resignado.

—Tendremos que hacerlo —digo, y la duda surca su expresión.

Otro silencio se apodera del lugar.

La desconfianza aún tiñe el gesto de la chica, pero el arma que sostenía con fiereza ha sido bajada ligeramente. Se nota a leguas que no sabe qué hacer. No la culpo. Yo en su lugar, tampoco lo sabría.

—No puedo prometerte nada, porque yo no lo decido —dice, luego de unos largos instantes más de arduo escrutinio—, pero puedo intentar traer a alguien a curar sus heridas.

El arma que sostenía con fuerza ha bajado lo suficiente como para sentirme un poco menos amenazada por ella, pero aún se siente como si pudiese cambiar de opinión en cualquier momento.

—No es necesario. Solo… déjanos ir.

Ella me regala una mirada dura y enojada.

—¿Eres idiota acaso? Sabes que, esta ciudad no es segura; ni siquiera estando en pleno uso de nuestras capacidades físicas. No quiero imaginarme lo complicado que debe ser sobrevivir en las condiciones en las que ustedes se encuentran —espeta—. Además, si el asentamiento es lo que buscaban, te tengo una noticia: ya lo has encontrado.

—¿Vienes de ahí? —Sueno aliviada y desconfiada en partes iguales.

—Si tienen suerte, quizás puedan quedarse con nosotros hasta que sanen sus heridas. —Su respuesta es altiva y arrogante, pero hay un destello de satisfacción en ella. Como si se sintiese orgullosa de pertenecer a ese grupo selecto de personas—. No puedo prometerte nada. Tengo que consultarlo con mis superiores antes de llevarte al asentamiento y aún tengo dudas respecto a ustedes.

—Mira al cuerpo del demonio que yace detrás de mí y luego clava sus ojos en los míos. La desconfianza que tiñe su gesto solo me provoca incomodidad e inquietud.

—No tienes por qué ayudarnos —digo, porque me siento con la imperiosa necesidad de puntualizar que no está haciéndonos un favor. Que somos capaces de ver por nosotros mismos, aunque eso, ahora mismo, sea una horrible mentira.

Rueda los ojos al cielo.

Claramente, sabe que sí necesitamos ayuda. Que encontrar un refugio es lo mejor que podría pasarnos.

—Quédate aquí —dice, ignorando por completo mi declaración—. No tardaré.

No me da tiempo de responder. No me da tiempo de hacer otra cosa más que mirarla correr entre los coches abandonados.

Cuando desaparece de mi vista, una punzada de alivio e inquietud me llena el pecho. Una sensación extraña y ansiosa se apodera de mis entrañas y me hace contener la respiración.

Mi atención se vuelca en la criatura que yace en el suelo inconsciente y, luego, hacia el autobús. Una plegaria silenciosa me brota de los labios en medio de una exhalación temblorosa y me giro sobre mi eje, de modo que soy capaz de poner las manos sobre la espalda de Mikhail.

Mis dedos remueven el material de la sudadera, exponiendo la herida abierta y escandalosa del demonio. Sé que tengo que hacer algo con el trozo de ala que le sobresale entre el tejido herido. Sé que debo deshacerme de él si no quiero que, quien sea que vaya a venir con la chica, descubra la naturaleza del demonio de los ojos grises.

El estómago se me revuelve ante la idea de hacerle daño a Mikhail, pero sé que, si no lo hago, van a descubrirnos y ni siquiera nos van a dar tiempo de dar explicaciones antes de que tengamos una bala atravesada en la frente.

Es por eso que, con esto en mente, tomo una inspiración profunda y coloco mi mano sana —y temblorosa— sobre el trozo de ala que sobresale del omóplato destrozado.

Acto seguido, afianzo mi agarre lo mejor que puedo y, a pesar del grito aterrador que brota de la garganta del demonio en el suelo cuando cierro los dedos alrededor del pequeño muñón, tiro de él con toda la fuerza que puedo.

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