Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 19

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Tengo los ojos cerrados, pero soy plenamente consciente de lo que pasa alrededor. Hace rato ya que decidí hacerme la dormida solo para que el puñado de personas que abordan la camioneta en la que viajamos bajen un poco la guardia.

Cuando la chica que nos encontró —Julia— regresó, lo hizo con cinco personas: cuatro hombres y una mujer. De esos cinco individuos, tres de ellos eran jóvenes y a los otros dos no pude calcularles menos de cuarenta.

Al llegar, lo primero que los más jóvenes hicieron, fue bajar a Haru del techo del autobús y, luego de corroborar que seguía vivo, la mujer —quien se identificó como la doctora y veterana de guerra Olivia Harper—, se encargó de revisar nuestras heridas. Mientras lo hacía, sus acompañantes no dejaron de apuntarnos, tanto a Mikhail, como a Haru y a mí, con armas de alto calibre.

Luego de que terminó, y antes de decir nada acerca de nuestro estado físico, me preguntó qué, con exactitud, fue lo que le pasó a Mikhail en la espalda.

De manera improvisada, le dije que las criaturas aladas que nos atacaron lo mordieron en la espalda, tratando de comérselo vivo. Después, preguntó qué le ocurrió a Haru, y repetí la historia que ya le había dicho antes de Julia y, finalmente, inquirió respecto a lo que me pasó a mí. En respuesta, simplemente le dije que, en el intento de escapar, salté desde una ventana del segundo piso de un edificio y me herí en el proceso.

Cuando terminé de hablar, el silencio fue la única respuesta que obtuve y, luego de una exhaustiva evaluación visual por parte de la doctora —y de un hombre de aspecto hosco y cabello entrecano—, rompió el silencio y me hizo saber que el estado de salud de Mikhail no era muy prometedor. Que la herida de su espalda parecía de mucha gravedad y que era probable que, aun recibiendo atención médica, falleciera.

Yo tuve que contenerme de contradecirla y decirle que, contrario a lo que ella cree, su herida tiene más probabilidades de sanar ahora que hace unos momentos, cuando todavía tenía el muñón pegado al omóplato. Lo que dijo Ash cuando fue herido en las alas la última vez no han dejado de retumbar en mi cabeza desde el momento en el que le arranqué el resto del ala de la espalda; así que, si las condiciones de esta nueva herida y la anterior son las mismas, era más probable que Mikhail muriera con el muñón pegado a la espalda que ahora que no lo tiene.

La doctora dijo, también, que Haru parecía estar en perfectas condiciones, pero que necesitaba pasar tiempo en observación, solo para descartar alguna contusión cerebral o algo por el estilo. Respecto a mí, me dijo aquello que ya sospechaba: que tengo el brazo y un par de dedos fracturados y que, probablemente, también una de mis costillas tenga alguna herida de cuidado.

Me dijo que teníamos suerte de estar vivos, pero que no podía garantizar nuestra supervivencia si no recibíamos atención médica inmediata.

El hombre de cabello entrecano, al oírla decir eso, protestó. Fue obvio para todos que las intenciones de la doctora eran las de llevarnos con ellos; sin embargo, su iniciativa no tuvo mucho éxito entre sus compañeros, ya que el hombre empezó a discutir con ella; argumentando que estaba loca si creía que iba a permitir llevarnos con ellos.

Luego de unos instantes de caos y opiniones dichas en voz de mando, la mujer refutó con el argumento de que los humanos debían ayudar a otros humanos. Que, por una vez en la existencia de la humanidad, debíamos ser solidarios y empáticos con nosotros mismos; no esas criaturas egoístas que son capaces de apuñalar al prójimo solo porque sí. Dijo que, si no podíamos echarnos la mano los unos a los otros, merecíamos lo que está pasándonos.

Sus palabras debieron haber calado mucho en el hombre, ya que fue hasta ese momento que dejó de protestar.

Los más jóvenes, no obstante, no estuvieron conformes con el resultado cuando la doctora Harper dijo que nos llevarían con ellos al asentamiento y, luego de otros intensos minutos de discusión, el hombre de cabello entrecano intervino y puso fin a los reproches; dándole así la palabra final a la doctora Harper.

Así pues, a regañadientes y obligados por la doctora y el hombre, nos llevaron hasta el lugar donde la camioneta —esa sobre la que ahora viajamos— se encontraba aparcada.

Al llegar ahí, me di cuenta de inmediato que las personas que fueron a buscarnos no eran las únicas que estaban merodeando la zona. Alrededor de quince hombres y mujeres de aspecto joven y fuerte aguardaban por el pequeño grupo de búsqueda que Julia llevó hasta nosotros.

Al vernos, muchos de ellos protestaron y argumentaron que no podían llevar a extraños a la guarida, pero el hombre —que, claramente, tiene algún tipo de autoridad— les hizo callar diciendo que la palabra final la tendría el comandante Saint Clair —quien sea que ese hombre sea.

Luego de eso, nos instalaron dentro de la camioneta y emprendimos camino en dirección a Dios-sabe-dónde.

No ha pasado mucho desde entonces. Apenas puedo calcularle diez o quince minutos, pero me ha parecido una eternidad. A pesar de eso, he tratado de mantenerme imperturbable. Completamente relajada ante el hecho de que estoy rodeada de una veintena de hombres y mujeres armados, dispuestos a asesinarme a la primera señal de provocación.

No sé cuánto tiempo más pasa antes de que el vehículo se detenga por completo y las puertas traseras se abran; pero, cuando lo hacen, lo primero que escucho es a alguien pronunciar que deben informarle al comandante sobre nosotros. De inmediato, sé que ese dichoso comandante es el encargado en este lugar.

Mientras me bajan y me transportan en una improvisada camilla, escucho como alguien más dice que el comandante no se encuentra disponible ahora, pero que le informarán tan pronto como sea posible.

Decido que mi actuación como chica inconsciente debe terminar cuando la camilla en la que soy transportada deja de moverse y soy colocada sobre un material blando y suave; pero no abro los ojos hasta que el jaleo a mi alrededor se convierte en silencio. Hasta que las voces pronuncian que deben informar a la doctora Harper que ya nos han traído hasta el área médica, y los pasos y el sonido de la gente moviéndose a mi alrededor se transforma en paz y quietud.

Lo primero que me recibe cuando abro los párpados, es la incandescente luz de una lámpara que cuelga en el techo. Tengo que cerrar los ojos un par de veces para acostumbrarme a la nueva iluminación; pero, cuando lo hago, trato de incorporarme como puedo y echo un vistazo a lo que me rodea.

La habitación es pequeña y está llena de estantes metálicos de oficina. Ninguna de las personas que nos trajo hasta aquí se encuentra en la estancia y eso hace que una punzada de alivio me recorra el cuerpo de inmediato.

Así pues, con el corazón lleno de una sensación apaciguadora, echo otro vistazo al cuarto en el que me encuentro.

Hay un escritorio repleto de cajas apiladas en las cuales se leen, en etiquetas blancas, los nombres de los activos de algunos medicamentos de uso común. Un montón de cajas más están acomodadas en un rincón de la estancia y, junto a ellas, hay un puñado de aparatos que, asumo, son de uso médico.

Finalmente, mi vista viaja hacia la derecha, donde cuatro catres están acomodados. Tres de ellos están vacíos; sin embargo, ese que está a mi lado está ocupado por Mikhail.

Una extraña sensación de hundimiento me invade por completo cuando tengo un vistazo de su espalda desnuda y magullada. Un extraño nudo de impotencia y frustración se me forma en la garganta, pero me las arreglo para mantenerlo a raya.

—Lo siento —murmuro, a pesar de que no sé si puede escucharme—. Lo siento mucho, Mikhail.

El aliento se atasca en mi garganta cuando el recuerdo de mí arrancándole el muñón sobresaliente de su omóplato me llena la cabeza. La culpa, la quemazón en el pecho y las ganas de echarme a llorar se vuelven intensas. Tan intensas, que no puedo respirar; que el corazón me duele y se me estruja debido al poder demoledor de mis emociones.

—No había otra forma —digo, en un susurro tembloroso y entrecortado—. Lo sabes, ¿no es así?… —Trago duro, en el afán de deshacer el nudo que me impide hablar—. Sabes que nunca haría nada para lastimarte, ¿no es cierto?

Silencio.

—Mikhail, si pudiera…

Un sonido estrepitoso irrumpe mi diatriba y la quietud. Un grito lejano —y aterradoramente— familiar me invade los oídos. La pronunciación de un idioma extraño y conocido al mismo tiempo me llena la audición, y un escalofrío de puro terror me recorre cuando el grito se repite, seguido de un montón de voces desconocidas que gritan y vociferan cosas que no entiendo.

«¡Haru!», grita la voz en mi cabeza y, de inmediato, algo dentro de mí se acciona.

Como puedo, e impulsada por un disparo de adrenalina, bajo del catre en el que me encuentro instalada y, a pesar del punzante dolor que me llena el cuerpo cuando mis pies tocan el suelo, me levanto y empiezo a moverme.

Un gemido adolorido me abandona cuando el dolor en las costillas se vuelve insoportable, pero no me detengo. Me aferro a todo lo que me encuentro para mantenerme de pie y avanzar lo más rápido que puedo.

Alguien grita algo acerca de no herir a un niño y la vocecilla familiar grita algo en ese idioma que no entiendo, pero que empieza a serme familiar.

«¡Apresúrate!», me espeto a mí misma, pero no puedo moverme más rápido. No puedo dejar de doblarme cada vez más debido al dolor que me embarga.

Para el instante en el que mi mano sana se aferra a la manija de la puerta, estoy temblando. De pies a cabeza, me estremezco ante los espasmos de ardor y dolor que me asaltan; con todo y eso, hago acopio de toda mi fuerza de voluntad y abro la puerta de golpe.

La imagen que me recibe me hiela la sangre. Al menos media docena de hombres apuntan con armas de alto calibre hacia Haru, quien se encuentra en el suelo agazapado, como si se tratase de un animal salvaje o una criatura incapaz de erguirse como un ser humano común y corriente; y, al menos, un par de veintenas de personas —todas con gestos horrorizados— miran la escena sin mover un solo dedo. Sin interponerse entre esos hombres y el pobre chiquillo que, sin dejarse amedrentar, los mira desde el suelo.

—¡Haru! —mi voz sale rota y aterrorizada, pero suena lo suficientemente fuerte como para que la atención de todo el mundo se pose en mí.

El gesto de Haru se transforma en el instante en el que clava su vista en la mía y pasa del horror al alivio en cuestión de segundos.

Acto seguido, el chiquillo se levanta del suelo y se echa a correr en mi dirección.

Apenas tengo tiempo de equilibrarme. Apenas tengo tiempo de prepararme para el impacto de su cuerpo contra el mío.

El abrazo apretado de Haru envía un disparo de dolor agudo e insoportable por toda mi espina y cientos de puntos negros oscilan en mi campo de visión debido a la presión que ejerce sobre mí. Los oídos me zumban, el aliento me falta y, durante unos largos instantes, no puedo moverme. No puedo hacer nada más que cerrar los dedos de mi mano sana en el material de la sudadera que utiliza y morderme la parte interna de la mejilla, mientras trato de absorber el dolor.

Un murmullo incoherente escapa de la garganta de Haru y su abrazo se tensa tanto, que no tengo el corazón de apartarle y decirle que está lastimándome.

—Está bien. —La voz me suena tan ronca, que no puedo reconocerla como mía—. Todo está bien. Estamos bien.

Me siento como una completa hija de puta al asegurarle algo de lo que realmente no tengo la certeza, pero es lo único que tengo para él en estos momentos: palabras. Absurdas palabras de aliento.

—¡Levanten las manos! —Alguien grita, y mi vista se clava en la multitud que ahora se ha vuelto hacia donde yo me encuentro.

Seis armas de alto calibre nos apuntan y una punzada de ira me recorre entera. Un disparo de aterradora oscuridad se filtra en mi pecho y me llena la cabeza de ideas siniestras; de imágenes acerca de mí, poniendo en su lugar a toda esta gente con el poder de los Estigmas.

«Quizás deberías hacerlo», susurra la insidiosa vocecilla en mi interior, pero la empujo lo más lejos que puedo. La aparto mientras maniobro, de modo que quedo interpuesta entre el cuerpo de Haru y aquellos de quienes nos amenazan.

—Es un niño —suelto, con todo el coraje que puedo imprimir en la voz, al ver que ninguno de los hombres que nos apuntan bajan las armas.

—Pues ese niño atacó a una de nuestras enfermeras —espeta uno de ellos—. Levanten las malditas manos. ¡Ahora!

Siento los dedos de Haru cerrarse en el material de mi sudadera y una extraña energía densa comienza a emanar de él. El pánico que me envuelve hace que el pecho se me atenace y aprieto los dientes, al tiempo que, con la mano sana, trato de tomar una de las suyas para pedirle, de manera silenciosa, que intente controlarse.

—Bajen las armas —pido, en voz calmada y acompasada.

Una risa condescendiente brota de otro de los hombres.

—¡Claro! —espeta, con sarcasmo—. ¿Algo más, su majestad?

—Por favor, bajen las armas —repito. Esta vez, la impaciencia tiñe mi voz.

—Levanten. Las putas. Manos —sisea el hombre una vez más y yo, haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad para no abalanzarme sobre él y golpearle —así eso me cueste la vida—, le doy un apretón a Haru en la mano y lo dejo ir para alzar mi extremidad no lastimada.

—Así me gusta. —El tipo se burla, al tiempo que baja un poco su arma y da un par de pasos más cerca. En respuesta, lo miro con todo el desdén que puedo imprimir—. Ahora, quítate la ropa.

Exclamaciones ahogadas de las personas que miran la escena como espectadores inundan mis oídos, pero nadie hace nada para detener lo que está sucediendo.

—¿Quieres que bajemos las armas? —El asqueroso bastardo canturrea, mientras se detiene frente a mí y adopta una postura amenazante—. Pues, entonces, desvístete.

—Mejor atraviésame el cráneo con una bala —escupo, con repulsión, al tiempo que alzo el mentón en un gesto arrogante—. Lo prefiero.

Una media sonrisa torcida y repugnante surca el rostro del hombre al que apenas puedo calcularle treinta años, y las ganas de vomitar se hacen presentes en mi sistema.

—La gatita tiene garras. —Asiente, en aprobación y, presa de un impulso asesino, quiero mostrarle cuánto daño puedo hacerle solo con las uñas.

—Basta ya, Martin —alguien pronuncia, pero el tipo lo ignora por completo y estira una mano áspera y sucia para tocarme la cara. Yo me aparto con brusquedad, sin importarme el daño que el movimiento me hace a mí misma.

—No te atrevas a ponerme un puto dedo encima, cerdo —siseo, y mi voz suena tan temblorosa debido a la ira contenida que, de alguna manera, logra sonar amenazante.

Una mano se cierra en mi cabello y tira de él con tanta brusquedad, que un gemido adolorido se me escapa. El sujeto en cuestión me hace alzar la cara para mirarle y aprovecho ese momento para escupirle.

Gritos ahogados llegan por todos lados, pero ni siquiera me tomo la molestia de mirar alrededor. Me quedo con la mirada clavada en el hombre que ya se ha limpiado la cara con la mano libre y la ha alzado para golpearme.

Por instinto, me encojo sobre mí misma, pero me obligo a no cerrar los ojos. Me obligo a seguir desafiándole.

—¡¿Qué demonios está pasando aquí?! —Una voz ronca y autoritaria truena en todo el lugar y, de pronto, el mundo entero enmudece. El extraño rumor de voces susurradas que había empezado a extenderse ha terminado por completo.

A pesar de eso, no me atrevo a apartar la mirada del hombre que trata de amedrentarme.

—He dicho: ¿Qué demonios está pasando aquí? —La voz suena tan cerca ahora, que tengo que reprimir el impulso que tengo de buscar al dueño.

Algo oscuro y siniestro surca la mirada de Martin —el hombre que trata de someterme—, pero desaparece tan pronto como llega. Acto seguido, me deja ir y se gira sobre su eje para encarar a la persona que, claramente, tiene la autoridad suficiente como para hacerlo desistir de sus intentos por intimidarme.

—El imbécil ese golpeó a Wanda. —Hace un gesto de cabeza en dirección a Haru—. Solo tratábamos de contenerlo.

Es hasta ese instante, que tengo un vistazo de la persona que ha detenido la extraña interacción.

Es un hombre joven. Demasiado joven, de hecho, para ser poseedor de la autoridad que tiene. Debe ser apenas unos años más grande que yo; sin embargo, hay algo en él que luce tan intimidante y hosco que, de alguna manera, entiendo por qué todos parecen tenerle una especie de… respeto.

Es alto, pero no más que el hombre que trataba de intimidarme; la constitución de su cuerpo es mucho más robusta que la de Mikhail, pero sin dejar de lucir atlético y fuerte. Su cabello oscuro cae sin dirección alguna por su frente, cubriendo así, parte de sus ojos oscuros. La piel morena no hace otra cosa más que enmarcar la dureza de sus facciones y no puedo dejar de reparar en el gesto duro y amenazante que esboza cuando mi atacante lo desafía con su postura.

Todo en él grita autoridad, fuerza y determinación. Absolutamente todo en su anatomía exuda liderazgo, seguridad y arrogancia. Está más que claro para mí que este chico, quienquiera que sea, es una figura que inspira superioridad entre todos en este lugar.

—Creo que someter a un chiquillo escuálido al que le doblas la edad con una AK-74, es bastante innecesario, Martin. —La gélida respuesta del chico hace que, por instinto, me encoja sobre mí misma. Si estuviese hablándome así a mí, estoy segura como el infierno que me sentiría intimidada hasta la mierda.

—Te recuerdo que la última vez que trajimos a alguien de fuera, estaba infectado.

—Poseído. —El chico corrige a Martin—. Estaba poseído.

No me atrevo a apostar, pero me parece ver, por el rabillo del ojo, como Martin esboza una mueca de disgusto.

En ese momento, el chico que ha venido a detener la trifulca, clava sus ojos en Haru y en mí y, luego de evaluarnos durante unos instantes, vuelve su atención hacia nuestro atacante.

—Está más que claro para mí que el niño no representa ninguna clase de amenaza —sentencia—. No se necesita ser un genio en medicina para notarlo. —Vuelve a echarnos otra mirada—. Ella tampoco parece estar poseída por ninguna clase de entidad demoníaca. —Esboza un gesto tan condescendiente, que me provoca incomodidad y azoramiento—. Francamente, no veo la necesidad de intimidar a nadie del modo en el que lo estás haciendo.

Martin no responde y eso solo confirma mis sospechas: este chico tiene autoridad.

—Que sea la última vez que abusas del poder que el comandante te ha dado, Martin. —Esta vez, cuando el chico habla, suena tan frío y siniestro, que un escalofrío me recorre la espina—. Te quiero a ti y a la bola de imbéciles que te siguen como perros falderos a diez metros lejos de ellos. —Hace un gesto de cabeza en nuestra dirección—. Especialmente, de ella, y de cualquier chica en el asentamiento. ¿Queda claro?

Es en ese momento, que me doy cuenta de que este tipo, quienquiera que sea, sabe a la perfección lo que Martin pretendía hacer conmigo.

—Tengo que hacer el trabajo que se me fue encomendado —Martin refuta. Suena molesto y frustrado.

—Se te encomendó velar por todos aquellos que habitan en este lugar. Se te dio un arma, una misión y autoridad. —El chico asiente, pero su voz suena cada vez más fría y aterradora—. Autoridad de la que has abusado desde el primer día que se te otorgó. Te has aprovechado de tu posición para intimidar y conseguir cosas de otras personas solo para satisfacer tus necesidades primarias, y eso, mi querido Martin, es algo que no estoy dispuesto a tolerar más. —la frialdad en su mirada es tanta, que un nudo de ansiedad se me instala en el estómago—. Así que toma esto como un ultimátum. No quiero, por ningún motivo, enterarme de que vuelves a acercarte a una mujer en este asentamiento. No quiero enterarme de que has vuelto a levantarle un arma a un indefenso. No quiero que siquiera te pase por la cabeza el hacer abuso de ese poder que se te ha dado, porque si lo haces, Martin, te las vas a ver conmigo… —Hace una pausa para que sus palabras se asienten en el cerebro de nuestro atacante—. Y luego, te las vas a ver con el desamparo de las calles de Los Ángeles sin agua, sin un arma para defenderte y sin la oportunidad de volver a poner un puto pie en el asentamiento. ¿Quedó claro?

Silencio.

—¡¿Quedó claro?! —truena, y me encojo sobre mí misma por acto reflejo.

—Sí. —La voz rota de Martin envía una punzada de satisfacción por todo mi cuerpo.

El chico asiente.

—Esto va para cualquiera que se atreva a olvidar que estamos aquí para sobrevivir. Para ayudarnos los unos a los otros. ¿Entendido? —Esta vez, su voz es dirigida a la multitud que nos rodea; sin embargo, nadie en concreto responde. Todo el mundo se limita a murmurar un asentimiento—. Bien —dice—. Ahora, todos retomen sus actividades.

Y así, sin más, todos empiezan a marcharse. Martin y sus secuaces incluidos.

Un suspiro tembloroso se me escapa de los labios una vez que la tensión se fuga de mi cuerpo y cierro los ojos con fuerza.

—¿Están bien? —La voz de la doctora Harper llega a mis oídos y me obligo a encararla. La mujer suena molesta cuando habla—. No debí dejarlos solos. Debí esperar hasta que estuvieran los tres en la enfermería antes de ir a buscar a Quentin. Lo lamento tanto.

No respondo. No puedo hacerlo. Me siento tan agotada y aterrorizada, que no puedo hacer otra cosa más que sacudir la cabeza y dejar escapar el aire que ni siquiera sabía que contenía.

La doctora Harper ya ha empezado a llamar a gritos a un montón de personas y ha pedido un par de camillas, material de sutura y una infinidad de cosas más, cuando otra voz llega a mí desde un lugar cercano:

—No sé si felicitar el gesto de valentía que tuviste hacia tu amigo o traer a tu atención el hecho de que ha sido algo bastante estúpido. —La voz ronca que me llena los oídos me hace girar la cabeza en dirección a donde proviene.

Cuando lo hago y me encuentro mirando de frente a la figura del chico que nos defendió, y mi estómago cae en picada. Ahora, desde la cercanía, soy capaz de ver cuán pobladas son sus cejas y cuán mullidos son sus labios. Cuán intimidatorio luce de cerca y cuán inexpresivo es su rostro.

Yo, por instinto, me encojo sobre mí misma.

—Lamento mucho lo ocurrido con Martin. —La ira y la repugnancia que se cuelan en su voz solo consigue atenazarme el estómago un poco más—. No todos en este lugar son como él. Lo prometo. —Me mira a los ojos—. Mi nombre es Hank Saint Clair.

—¿Saint Clair? —La pregunta se me escapa de los labios sin que pueda detenerla y, por unos instantes, Hank luce aturdido—. ¿T-Tú eres el comandante Saint Clair?

El entendimiento parece apoderarse de su expresión y un asomo de sonrisa se dibuja en las comisuras de sus labios; pero esta no llega a formarse del todo.

—No —dice, al tiempo que me mira con un gesto enigmático—. Mi padre, el comandante Saint Clair, no se encuentra aquí ahora mismo, pero confío en que pronto irá a visitarlos al área médica. Por ahora, siéntanse como en casa y permitan que la doctora Harper y su equipo de trabajo los atiendan lo mejor posible.

Si necesitan algo, no duden en acercarse a ella o pedir directamente una audiencia conmigo.

No puedo responder. No puedo hacer otra cosa más que mirarle fijamente.

—Sé que es difícil ponerse cómodo luego de lo que acaba de pasar —añade—, pero traten de hacerlo. No somos malas personas. Lo prometo… —se queda en el aire y sé que espera que le diga mi nombre.

—Bess. Me llamo Bess.

—Lo prometo, Bess —dice y, entonces, me regala un asentimiento cordial y gira sobre su eje para alejarse.

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