Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 22

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La puerta de la habitación se abre sin ceremonia alguna y la figura imponente de Hank Saint Clair aparece en mi campo de visión.

Lleva puesto un pantalón militar y una remera negra que se ciñe a sus hombros como si hubiese sido mandada a hacer solo para él. Su cabello —deshecho y sin forma alguna— cae sobre su frente y le tapa parte de los ojos, y tiene manchas de hollín en los pómulos y la frente; como si hubiese pasado horas haciendo trabajos mecánicos y se hubiese pasado las manos por la cara en repetidas ocasiones.

Al verlo, no puedo evitar sentir cómo los hombros se me tensan y mis entrañas se contraen.

Ahora mismo, me encuentro instalada en el catre junto al de Mikhail. No estoy haciendo nada en particular. Solo sostengo la mano del chico que ha pasado ya más de cuatro días inconsciente, mientras me siento impotente por no poder ayudarle.

—¿Cómo está? —Las palabras abandonan a Hank con tanta naturalidad, que me saca de balance. De hecho, la manera desgarbada en la que se deja caer en el espacio vacío junto a mí, como si fuésemos lo suficientemente cercanos como para poder invadir el espacio vital del otro, hace que un destello de ansiedad me recorra.

Por acto reflejo, la mano con la que sostengo la de Mikhail aprieta su agarre y, a pesar de que soy consciente de la cercanía de Hank, me obligo a posar la atención en el demonio de los ojos grises.

Mikhail, al contrario de Hank, luce débil y frágil. Un claro contraste con la imagen fuerte e invencible que guardo de él en mi cabeza.

—Igual —respondo y mi voz suena ronca por la falta de uso. Desde el incidente con el comandante, casi no hablo con nadie. La poca confianza que había depositado en la doctora Harper se ha esfumado ahora que sé de qué lado se encuentra. Ahora que sé que absolutamente todo lo que pase en este lugar llegará a los oídos del hombre que amenazó con mantenernos cautivos y en calidad de rehenes.

Así pues, mis interacciones con la gente del asentamiento son casi nulas. Las largas conversaciones que llegué a entablar con Olivia Harper han sido remplazadas por unas extrañas y cortas, que más bien pueden pasar por cuestionamientos rápidos que siempre son respondidos con monosílabos.

—Se pondrá bien —Hank asegura y, de reojo, tengo un vistazo de su perfil anguloso e imponente.

Tiene la vista clavada en el demonio, pero no se siente como si estuviese evaluándolo. La forma en la que lo observa es compasiva; como si de verdad esperase que mejorara.

—Eso espero —musito, pero lo digo más para mí misma que para él.

Algo cambia en su gesto. Algo se apodera de sus facciones y las suaviza hasta hacerlas esbozar un gesto más amable. Blando.

Hank no es un chico que entre dentro de los estándares de belleza prestablecidos, eso me queda más que claro —el aspecto hosco y duro de sus facciones es tan peculiar, que me cuesta trabajo discernir si lo encuentro atractivo o no, y eso no me gusta—; pero, definitivamente, hay algo en él que no deja de llamar mi atención. Que no me permite dejar de mirarle cuando está cerca.

El estómago se me revuelve. Descubrir el rumbo que han tomado mis pensamientos durante los últimos segundos hace que un sabor amargo me llene la punta de la lengua. Descubrir que paso el tiempo tratando de averiguar si Hank luce bien o no, me causa una repulsión horrible hacia mí misma.

Me aclaro la garganta.

—¿A qué has venido? —La poca ceremonia con la que hablo ni siquiera parece tomarlo por sorpresa. Es casi como si esperase ser recibido por esa clase de cuestionamientos; por la dureza y la hostilidad que se filtran en el tono de mi voz.

No responde de inmediato. Se limita a mirar al chico que descansa sobre el catre unos instantes antes de clavar sus ojos en mí.

—Solía ir a un restaurante de comida italiana que me encantaba —dice, y la confusión me hace mirarlo. La expresión despreocupada de su rostro y el tono suave de su voz hacen que me sienta ligeramente aturdida—. Cuando estaba en la ciudad, iba a casa de mi madre, divorciada de mi padre, por cierto —acota—; e íbamos a cenar juntos a ese lugar. La comida era fabulosa. La mejor pasta que he probado era preparada en ese lugar. La lasaña era la favorita de mamá, pero yo siempre preferí los raviolis. —Hace una pequeña pausa y, pese a que está mirándome, sé que su mente está en otro lugar. En ese espacio hecho para los recuerdos y la nostalgia—. Cuando no teníamos oportunidad de reservar ahí, íbamos a un lugar de comida japonesa bastante bueno también. —Deja escapar un suspiro—. ¡Diablos! Mataría por un rollo de sushi de ese lugar…

Frunzo el ceño ante la confusión que me provoca el hecho de que esté hablando de comida y él, al percatarse de mi expresión, me regala una sonrisa.

El gesto es amable, pero triste y no entiendo qué demonios está sucediendo. Por qué carajos está hablándome de restaurantes y esas cosas que, ahora mismo, no importan.

—¿No te parece increíble, Bess?

—¿El qué?

—Que hace apenas un par de meses, uno tenía la libertad de elegir el lugar en el que cenaría, con quién lo haría y qué comería. Ahora… —Sacude la cabeza en una negativa—. Ahora no hacemos más que buscar alimentos hasta debajo de las piedras porque necesitamos sobrevivir.

—Me dices todo esto porque… —dejo al aire la oración. No pretendo sonar grosera o arrogante, pero realmente no entiendo a dónde quiere llegar con todo esto.

—Porque, dos o tres veces por semana, dos veintenas de hombres y mujeres salimos de este lugar y arriesgamos nuestras vidas para conseguir algo que darle a la gente que habita el asentamiento —dice, y su gesto se ensombrece con cada palabra que pronuncia—. Porque, dos o tres veces por semana, uno o dos… a veces hasta tres de esos hombres y mujeres mueren a manos de una criatura que no pertenece a este mundo, o a manos alguien que quizás si lo hizo, pero que no lo hace más; para que todos aquí tengan algo que llevarse a la boca… —Su voz se enronquece un poco más—. Y porque acabo de enterarme que hace un día entero que dejaste de probar bocado alguno.

Silencio.

—Bess, estamos partiéndonos el culo para que tengan algo que llevarse a la boca, ¿y tú te das el lujo de desperdiciar la comida? —dice, cuando se da cuenta de que no voy a replicar—. ¿De despreciar el sacrificio que hacen los malditos héroes de este asentamiento?

—Yo no le he pedido absolutamente nada a nadie —refuto y sé que sueno como una completa idiota. Que parezco una niña mimada que no puede hacer otra cosa más que una rabieta cada que no consigue lo que quiere, pero la verdad es que estoy tan angustiada por todo lo que está pasando, que no puedo probar bocado alguno. A pesar de eso, me obligo a decir—: No quiero tu comida, ni tu caridad. Quiero irme de aquí. Eso es lo que quiero.

—Lo harás —Hank replica, tranquilo, pero su mirada me hace saber que está perdiendo los estribos—. Te marcharás tan pronto como puedas dar más de veinte pasos sin desplomarte en el suelo, eso te lo aseguro. Lo que no harás, es burlarte de mi gente. Del esfuerzo que hacemos por poner comida en esa boca suelta que tienes; así que, Bess, no quiero volver a escuchar que no pruebas un solo bocado de lo que se pone en tu plato; porque, si no, van a haber consecuencias.

Una sonrisa cruel se dibuja en mis labios solo para descolocarlo. Hay algo retorcido y satisfactorio en sacar lo peor de estas personas.

—¿De verdad crees que amenazándome vas a conseguir lo que quieres? —Me burlo—. Además, ¿a ti qué te importa si me alimento o no? Toda la gente de este lugar no ha dejado de recordarme cuán poco bienvenidos somos, así que, si muero de inanición, no debería ser un problema para ustedes.

—¿Y qué esperabas, Bess? ¿Que recibiéramos a tres desconocidos que no han dejado de mentir acerca de su origen con los brazos abiertos? ¿Que confiáramos en ustedes cuando todo apunta a que ocultan algo? —Hank niega con la cabeza—. Si quieres ser bienvenida en este lugar, tienes que empezar a hablar con la verdad. Entonces, las cosas cambiarán para ustedes y podrán formar parte de nuestra comunidad.

—¿Estás seguro de ello? —siseo, con todo el coraje que puedo imprimir en la voz—. ¿De verdad formaremos parte, incluso si te digo toda la verdad?

—Vale la pena el intento, ¿no?

Una risa corta y amarga se me escapa.

—Solo… déjanos en paz, Hank. Olvida esa obsesión que tienes con nosotros y déjanos ir de una vez por todas —digo, al tiempo que aparto la vista de la suya para posarla en Mikhail.

—¿Eso crees que es? ¿Una obsesión?

—De otra forma no me explico qué demonios haces aquí, pidiéndome que coma algo. No entiendo qué diablos pretendes conseguir con todas estas atenciones tuyas.

—¿En serio no entiendes qué es lo que consigo si te mantengo con vida y me dices la verdad? —él refuta, y el tono de su voz raya en la desesperación; tanto, que me obligo a mirarlo una vez más—. Son las primeras personas en semanas que encontramos en el exterior. Todo el mundo allá afuera está poseído o no es como nosotros. Ustedes son la primera señal de humanidad que hemos encontrado desde que decidimos encerrarnos en este maldito subterráneo; así que, sí: estoy obsesionado. Obsesionado con la posibilidad de que, allá afuera, quizás hay alguien más. De que, quizás, hay gente que necesita de nosotros, o que, tal vez, haya alguien, por muy distinto que sea a nosotros, dispuesto a ayudarnos. —Su atención se fija en Mikhail durante una fracción de segundo—. Pero si no me dices de dónde carajos han venido y cómo diablos han logrado sobrevivir a esta locura, no consigo nada. Seguimos aquí, atrapados como malditas ratas, mientras el mundo se pudre y nosotros con él.

—¿Estás escuchándote? —replico, al tiempo que niego con la cabeza—. Mikhail no es ninguna clase de criatura extraña dispuesta a ayudarnos. No sé qué cuentos te has hecho en la cabeza, pero él no es diferente de ti o de mí.

—No te creo.

Otra risotada me abandona. Esta vez, el sonido raya entre la histeria y el nerviosismo.

—Hank, por el amor de Dios, escúchate. Si Mikhail fuese un ángel o un demonio, ¿por qué diablos viajaría conmigo y con Haru? ¿Por qué se molestaría en estar con nosotros? —refuto.

—Bess, no soy estúpido. —Hank suena tan severo y resuelto, que un escalofrío me recorre entera—. He notado cómo lo miras. He visto cómo cuidas de él… ¿Está mal suponer que, quizás, él se siente de la misma manera que tú?

—¿Y de qué manera crees que me siento? —bufo, en medio de una carcajada cargada de ansiedad.

—Estás enamorada de él. —La certeza con la que suelta las palabras me provoca un retortijón en el estómago—. Y, si mis asunciones son ciertas, él está enamorado de ti. Ese es motivo suficiente para que viaje con ustedes.

Niego, pero no dejo de reír como una completa lunática.

—¿Es en serio? ¿La explicación a tu obsesión con nosotros es la trágica historia de un amor, inexistente, por cierto, entre una humana y una especie de ángel? —espeto, y la duda surca su expresión—. En primer lugar, Hank, lamento arruinártelo, pero yo no estoy enamorada de Mikhail y, en segundo, pero no por eso menos importante: Mikhail no es ningún ángel. Mucho menos es un demonio. Lo siento mucho, pero esa es la única verdad.

—Sé que estás mintiendo. Sé que hay algo más detrás de esta renuencia tuya a hablar claro. De este recelo que muestras con nosotros. —Su tono duro iguala el mío.

Mis labios se abren para decir algo, pero las palabras mueren en mi boca cuando ocurre…

Empieza con una extraña sensación en el pecho. Con una diminuta chispa de quemazón que empieza en el centro de mi tórax y se expande hasta llenarme los pulmones. Empieza con el salto de un latido del corazón, pero le sigue una abrumadora sensación de asfixia. Entonces, la cuerda de mi pecho se estira hasta sus límites y, sin poder evitarlo, me doblo sobre mí misma.

Un grito ahogado me abandona los labios cuando el lazo se estruja con brutalidad, y mi vista se nubla cuando el aturdimiento me embarga.

Un pitido agudo me llena la audición y todo da vueltas a mi alrededor.

Hank habla, pero no logro entender una sola palabra de lo dice. El mundo entero parece haberse desenfocado y no puedo hacer nada más que aferrarme al catre sobre el que me encuentro mientras trato, con todas mis fuerzas, de controlar el movimiento errático de la soga que me ata a Mikhail.

No puedo pensar. No puedo decir nada. No puedo respirar… No puedo hacer otra cosa más que intentar recuperar el control de mi cuerpo.

Entonces, sucede.

Las luces sobre nuestras cabezas parpadean, un rugido estruendoso retumba en todo el lugar y el techo se estremece. Una palabrota escapa de los labios de Hank y, de pronto, se pone de pie y corre hasta la entrada del área médica antes de gritar algo hacia el exterior. De inmediato, la habitación se llena de gente y, sin más, el rostro de Hank aparece en mi campo de visión.

Alguien me toma por los brazos y me obliga a ponerme de pie, pero las piernas apenas me responden. A pesar de eso, soy empujada hacia la salida del lugar. Mis rodillas se doblan cuando un tirón violento me invade el pecho, y un brazo fuerte y firme me eleva del suelo y me lleva a cuestas en dirección a la entrada.

Quiero protestar. Quiero gritar que se detengan; que Mikhail sería incapaz de hacernos daño y que es inofensivo, pero es en ese momento, que me doy cuenta.

No están alejándome de él. No están sacándome de la habitación porque él es peligroso. Están sacándome de aquí porque está temblando. Porque el suelo debajo de nosotros cruje y se estremece con tanta fuerza, que todo el mobiliario del área médica se sacude de manera violenta.

Detrás de nosotros, la doctora Harper y dos chicos más llevan a cuestas a Mikhail para sacarlo de la reducida habitación y es en ese preciso instante, que la percibo…

Oscuridad. Fría, densa y abrumadora oscuridad se cuela en el ambiente y se funde con otra cosa… Algo cálido e intenso.

La mezcla de energía hace que todo a mí alrededor se sienta extraño y lejano, pero no es hasta que las piezas empiezan a caer en su lugar poco a poco, que el terror me llena los huesos.

Es Mikhail.

Mikhail está provocando todo esto.

«¡Está teniendo otro episodio!», grita la parte activa de mi cerebro y el pánico se detona en un abrir y cerrar de ojos.

En ese instante, trato de desperezarme de quien sea que me lleva en brazos. Trato de deshacerme del agarre firme que ejercen sobre mí, para echarme a correr en dirección a la doctora Harper.

Quiero gritarle a todo el mundo que deben alejarse de Mikhail, porque no sé qué diablos va a ocurrir si la criatura que yace sobre el catre llega a despertar siendo alguien que no es capaz de diferenciar el bien del mal; pero el terror es tan grande que me atenaza los pulmones. Que se deshace por completo de mi capacidad del habla.

—¡Bess! —La voz de Hank truena en mi oído y es todo lo que necesito para saber que es él quien me lleva a cuestas, pero a pesar de su protesta, me obligo a seguir luchando. A forcejear y patalear hasta que me libero de su agarre y mis pies tocan el suelo.

Las rodillas me fallan cuando trato de correr en dirección a Mikhail, pero eso no me detiene. Como puedo, doy traspiés hasta llegar a los chicos que llevan el catre de Mikhail a cuestas.

—¡Bájenlo! —exijo y noto la confusión en sus rostros.

La duda tiñe la expresión de la doctora Harper y abre la boca para preguntar algo, cuando, de pronto, un grito aterrorizado llena mi audición:

—¡Demonios! ¡Demonios volando sobre nosotros!

Un escalofrío de puro horror me recorre la espina cuando la certeza absoluta me invade. Sé que están aquí por él. Porque pueden sentir la energía oscura y cálida que emana de Mikhail. Ese apabullante poder que lo ha invadido todo en cuestión de segundos.

—¡Todos a sus puestos! —La voz de Hank estalla y los chicos que llevaban a Mikhail lo depositan sobre el azulejo con cuidado antes de salir disparados en dirección a no-sé-dónde.

Yo, aprovechando el momento de distracción, me apresuro hasta llegar a Mikhail y me dejo caer de rodillas a su lado para tomarle la mano.

—Por favor, detente —suplico, pero no estoy segura de que pueda escucharme, así que le aprieto los dedos y, como puedo, tiro de la cuerda que nos une.

El tirón que recibo en respuesta es tan violento y firme, que me doblo sobre mí misma y reprimo un gemido adolorido. Mis dedos se cierran con violencia sobre los suyos y aprieto los dientes antes de volver a intentarlo. Esta vez, lo hago lentamente; como si de una caricia se tratase.

El caos que nos rodea es aterrador. Gente corre de un lado a otro ladrando órdenes y un montón de personas más han empezado a conglomerarse en el espacio a nuestro alrededor.

Pese a todo, no aparto la atención del demonio que yace en el catre y que, con todo y el desastre que ha armado, no se ha dignado a abrir los ojos.

—Mikhail, por favor —susurro, para que solo él pueda escucharme—. Por favor, detente.

Esta vez, mientras hablo, le aparto el cabello de la cara, pego mi frente a su mejilla y tiro de la cuerda con suavidad. En ese momento, algo viene a mí a través del lazo. Una especie de descarga eléctrica me invade de repente, pero no es dolorosa. No es, ni siquiera abrumadora. Apenas sí logra estremecerme y hacerme dar un pequeño salto de la impresión.

Entonces, algo cálido me invade. Algo dulce, suave y sobrecogedor me llena el pecho y tengo que apartarme para mirarlo a la cara solo para comprobar que sigue inconsciente.

En ese instante, el temblor de la tierra debajo de mis pies se detiene poco a poco y una caricia dulce llega a mí a través del lazo.

El alivio me invade en el instante en el que siento como Mikhail tira de la cuerda; pero, esta vez, lo hace con delicadeza. Como si supiera perfectamente que soy yo quien se encuentra del otro lado. Como si fuese consciente de cada uno de sus movimientos.

El caos que nos rodea aún no se detiene. La gente grita, los niños lloran y la tensión casi puede cortarse con el filo de un cuchillo para mantequilla y, a pesar de eso, no puedo dejar de sentirme aliviada. No dejo de sentirme sobre una maldita nube porque Mikhail está dando señales de vida. Porque está recuperando esa fuerza aterradora e imponente que posee.

Alguien se arrodilla a mi lado. Alguien me mira fijamente y me obligo a alzar la vista solo para encontrarme con el gesto de un Haru inquisitivo. La cautela en su mirada y la manera en la que me observa me hace consciente de que él sabe a la perfección que Mikhail ha sido el causante de todo. Está preguntándome si todo está bien. Si estamos a salvo.

En respuesta, le regalo un asentimiento.

El alivio que invade su rostro es tan grande, que casi asemeja el mío. Que casi asemeja el pinchazo de felicidad que me ha invadido de pies a cabeza.

—¿Bien? —pregunta, y escucharle pronunciar algo en un idioma que conozco, me llena el corazón de una sensación extraña y satisfactoria al mismo tiempo.

Sé que está inquiriéndome si Mikhail está bien, así que asiento y digo:

—Sí. Está bien.

Me estudia unos instantes más.

—¿Tú? —insiste y, sobrecogida por la forma en la que se preocupa por mí, asiento de nuevo.

—Estoy bien. —Le aseguro.

Él asiente, satisfecho con mi respuesta, pero su mirada preocupada se eleva al techo que se alza sobre nuestras cabezas. Mi vista se alza justo como la suya y sé, en el instante en el que lo hago, que él también puede sentirlo… Puede sentir la oscuridad que se ha acumulado allá arriba.

—¿Mikhail? —pregunta, en un susurro, antes de volver a mirarme.

Niego con la cabeza.

—No —digo, porque es cierto—. No es Mikhail… pero, definitivamente, él lo atrajo.

No estoy segura de que haya podido entenderme, pero su gesto me hace saber que, si no me ha entendido, ha podido deducirlo por su cuenta.

En ese momento, su vista corre por todo el lugar, para luego mirarme.

—¿A salvo? —pregunta con aprensión y sé que se refiere a toda la gente que habita este asentamiento.

Por primera vez desde que puse un pie fuera del área médica, echo un vistazo alrededor.

Es una estación subterránea del metro de Los Ángeles. Me atrevo a decir, por el tamaño que tiene, que es una de conexión; de esas en las que varias líneas del metro hacen intersección y se necesita mayor espacio para que la gente pueda trasbordar de un tren a otro. La cantidad de letreros y mapas de las rutas de los trenes no hacen más que confirmármelo.

Hay gente por todos lados. Niños, adolescentes, adultos y ancianos se arrebujan en pequeños y numerosos grupos en todo el espacio; mientras que hombres y mujeres armados corren de un lado a otro. Algunos en dirección a los andenes que dan hacia los túneles por los cuales viajan los trenes, otros a las salidas de la estación y unos cuantos más rodean a la multitud; como si estuviesen protegiéndolos a todos.

El terror y el pánico están tallados en el gesto de cada uno de los habitantes del asentamiento y mi corazón se estruja con violencia al darme cuenta de cuán vulnerables son. De qué tan poco preparada estaba la humanidad para enfrentarse a una situación como esta.

—No lo sé —admito, finalmente, y la expresión de Haru se endurece y se llena de un fuego que conozco a la perfección y que me aterra ver en él.

He visto esa expresión impotente. Cientos de veces. He visto esa frustración y esas ganas de hacer algo más veces de las que puedo contar, y me aterra verla en otro rostro que no es el mío. Me aterra encontrarlo en un lugar diferente a mi reflejo en el espejo.

Haru quiere hacer algo. Quiere ayudar… Justo como yo quería hacerlo mientras estábamos en Bailey.

—Yo. —Se señala a sí mismo y cierra las manos en puños antes de decir—: Pelear.

—No —respondo, tajante—. No, Haru.

—Yo…

—¡No! —espeto, y me sobrecoge el tono autoritario que utilizo. Él también parece aturdido ahora que lo he utilizado—. No. ¿Entendido?

No dice nada. Se limita a apretar la mandíbula mientras me mira con frustración. Sé que quiere ayudar. Que quiere hacer algo, pero si lo hace solo atraerá más la atención hacia el asentamiento. Si trata de ahuyentar a los demonios que Mikhail ha atraído con el disparo de energía que ha expedido, todo el mundo sabrá que estamos aquí. Los demonios nos buscarán y estaremos muertos. Todos. La gente que habita este lugar incluida.

—Lo siento… —susurro, en su dirección, pero sé que él no quiere escucharme, ya que desvía sus ojos de los míos.

—¡Comandante! —El grito horrorizado llega a mis oídos y todos los vellos de la nuca se me erizan de puro horror. Mis ojos viajan a toda velocidad hacia el lugar de donde la voz ha venido y me topo de lleno con la figura de alguien corriendo, a varios metros de distancia de mí, en dirección a una de las salidas de la estación donde, asumo, está el comandante—.

¡Están entrando por el túnel! ¡Por el maldito túnel!

—¡Código rojo! ¡Repito: código rojo! ¡Todos a sus puestos! —Grita la voz ronca y familiar del comandante desde un punto en la lejanía y, entonces, el caos estalla.

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