Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 23

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Todo el mundo corre. Cada una de las personas que se encuentran en este lugar se abre paso hacia las salidas de emergencia de la estación en busca de una escapatoria. De un refugio que les permita escapar de la inminente invasión que el asentamiento está sufriendo.

Gritos, llanto y órdenes lanzadas en voz de mando que se ahogan en un mar de alaridos angustiados me inundan los oídos, pero no puedo hacer nada. No puedo mover un solo músculo del cuerpo porque el pánico me ha paralizado. Porque la absoluta certeza de saber que estamos encerrados, como si de una ratonera se tratase, me ha golpeado con brutalidad.

Mi vista viaja por todo el espacio y se siente como si el universo entero hubiese ralentizado su marcha. Como si fuese capaz de mirarlo todo en cámara lenta.

Aquellos que tienen armas corren en dirección al túnel. Aquellos que no tienen manera de defenderse, desparecen entre los pasillos que dan hacia las variadas líneas del tren que convergen en este lugar.

De pronto, el sonido de los disparos me truena en los oídos y la voz de alguien diciéndome algo hace que mi vista se vuelque de inmediato hacia el lugar de donde proviene.

El rostro de la doctora Harper aparece en mi campo de visión y sé que está hablando conmigo, pero no logro escucharla. El aturdimiento y el terror son tan grandes, que no puedo ponerle ni un poco de atención.

Tres personas se apresuran a toda marcha hasta el lugar en el que Mikhail, Haru y yo nos encontramos y, luego de gritar algo que no logro procesar del todo, me apartan y levantan el catre donde mi chico de los ojos grises yace.

Acto seguido, un rostro que no reconozco aparece frente a mí y un par de manos me toman por los brazos y tiran de mí para que me incorpore. Espero sentir dolor en las costillas ante la brusquedad con la que soy levantada, pero este nunca llega.

Otra oleada de aturdimiento y confusión se detona dentro de mí, pero ni siquiera tengo oportunidad de pensarlo demasiado porque he comenzado a moverme. He comenzado a avanzar por el camino que la doctora Harper lidera.

Ella lleva a Haru de la mano y corre muy por delante de mí. Detrás, le siguen dos chicos corpulentos que avanzan con mayor lentitud, pero que llevan a cuestas a Mikhail y, finalmente, hasta el final de la hilera, avanzamos otro chico y yo. Él me sostiene como si tuviese toda la intención de ayudarme a avanzar, pero siento que me estorba. Que sus manos alrededor de mi torso y la manera en la que trata de cargar mi peso me reprimen y me impiden moverme con libertad.

No hay dolor. No hay ni un ápice de malestar en mi cuerpo y mi mente empieza a correr a toda marcha. Mi cabeza empieza a tropezar con la infinidad de conjeturas que me invaden de repente y, sin más, todo cae sobre mí como baldazo de agua helada.

Fue Mikhail.

Pude sentirlo. Pude sentir que algo le ocurría al lazo que nos une. Pude sentir, hace no más de unos minutos, como mi cuerpo se llenaba con algo a través de la cuerda que nos ata.

«¿Será que…?».

—Oh, mierda… —Las palabras me abandonan los labios sin que pueda detenerlas y la certeza de lo que está sucediendo se me asienta en los huesos. Se aferra a ellos y me llena el pecho de sensaciones contradictorias.

Él me ha sanado. A través del lazo —y pese a su debilidad— ha hecho algo conmigo. Con mis heridas.

Un nudo se me instala en la garganta y los ojos empiezan a llenárseme de lágrimas sin derramar. Lágrimas de terror, alivio e impotencia por no poder hacer con él lo mismo que él ha hecho conmigo.

Un estallido retumba en cada rincón del lugar y las paredes se estremecen ante la brutalidad de la explosión. Por acto reflejo, todos nos encogemos sobre nosotros mismos y, segundos después, gritos adoloridos y horrorizados me llenan la audición.

La opresión que siento en el pecho al escucharlos me llena de una sensación enfermiza e insidiosa. De un odio profundo y siniestro que se encausa hacia las criaturas que tratan de irrumpir en el refugio.

Chillidos aterradores y animalescos invaden mi audición y el sonido de los disparos incrementa. Eso es lo único que necesito para saber que las criaturas se están acercando. Que los humanos están perdiendo terreno y que los demonios han comenzado a lograr su cometido.

—¡Tenemos que seguir! —La voz de la doctora Harper llega a mis oídos a través del escándalo y la encaro justo a tiempo para verla retomar su paso apresurado.

Haru mira hacia atrás y sé, por el gesto aliviado que esboza, que estaba buscándome con la mirada y que, ahora que me ha encontrado, se siente más tranquilo. Entonces, mira más allá de mí; en dirección al túnel por el cual toda la guardia del asentamiento ha desaparecido.

En ese momento, el horror se graba en sus facciones.

No quiero mirar. No quiero darme cuenta de qué ha visto que ha pintado ese gesto en su rostro, pero no puedo evitarlo. No puedo detenerme de girarme a ver como los humanos —liderados por el comandante— corren hacia el interior de la estación, con una bandada de murciélagos gigantes —similares a los que nos atacaron cuando llegamos a la ciudad— siguiéndoles los pasos.

Durante unos instantes, nada ocurre. Durante una dolorosa fracción de segundo, el tiempo se detiene y el mundo ralentiza su marcha.

Entonces, comienza la masacre.

Los demonios derriban a los hombres y mujeres que tratan de combatir contra ellos. Unos cuantos son derribados por los disparos de las armas de uno que otro chico o chica con buena puntería, pero no es suficiente. Están muriendo. Los humanos que luchan están pereciendo.

Una punzada de terror se mezcla con el odio que hierve a fuego lento en mis venas y, de pronto, la energía que tenía días sin sentir a mí alrededor comienza a sisearme en los oídos.

Los Estigmas, luego de haber pasado días enteros en absoluto silencio, me hablan. Me susurran en los oídos como tenían mucho tiempo sin hacerlo. Se deslizan a través de mí con una facilidad tan aterradora, que casi se siente como si hubiesen recobrado toda su fuerza. Como si se hubiesen alimentado de lo que sea que Mikhail puso en mi cuerpo.

—¡Haru! —El grito horrorizado me saca de mis cavilaciones y, de inmediato, mi atención se vuelca en dirección a donde el chiquillo y la doctora Harper se supone que se encuentran.

En ese instante, el corazón deja de latirme, el terror me atenaza las entrañas y la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies.

Haru corre…

… En dirección al desastre.

La doctora Harper le grita que regrese y, paralizada por la intensidad de mis emociones, me tomo una fracción de segundo solo para procesar lo que está pasando antes de echarme a correr hacia el chico.

La doctora Harper grita mi nombre, pero no me detengo. Al contrario, aprieto el paso. Escucho una voz ronca gritando el nombre de Haru y, sin más, lo veo.

Es Hank. Es el hijo del comandante quien se precipita a toda velocidad hacia el chico que trata de detener el desastre. Es Hank quien taclea a Haru unos instantes antes de que un demonio les pase a centímetros de la cabeza.

Haru lucha contra el chico que trata de contenerlo. Por quitárselo de encima, pero Hank es más fuerte y lo retiene en el suelo.

—¡Hank! ¡Cuidado! —Alguien grita más.

Un demonio se precipita hacia Hank —quien se ha acomodado a horcajadas sobre Haru—. Una criatura horrorosa chilla y se abalanza en dirección al hijo del comandante con toda la intención de atacarlo ahora que se encuentra distraído.

Hank apenas tiene tiempo de mirarlo y levantar el arma de alto calibre que sostiene entre los dedos, cuando es embestido con brutalidad por la criatura alada.

La doctora Harper grita algo ininteligible, el comandante llama a su hijo en un bramido angustiado y Haru se arrodilla en el suelo, con el gesto cargado de horror y culpa, y los ojos llenos de lágrimas sin derramar.

Dejo de correr.

Dejo de moverme.

Dejo de respirar porque sé, con toda la seguridad que poseo, que, si no hacemos… no… Que si no hago algo… todos vamos a morir. Todos —niños, adultos y ancianos— vamos a ser asesinados aquí, bajo tierra, como animales rastreros.

Una exhalación entrecortada me abandona. Un extraño dolor se apodera de mis pulmones. Un terror apabullante me estruja las entrañas, y los Estigmas cantan. La energía en mi interior se remueve con tanta violencia, que me quedo sin aliento hasta que, de pronto, comienza a abandonarme. A expandirse por todo el lugar en forma de hilos invisibles que se aferran a todo lo que se les pone enfrente. A cualquier cosa viviente en este lugar. A cualquier cosa capaz de potenciar sus capacidades de destrucción.

Estoy aterrorizada. Estoy congelada en mi lugar debido al pánico y, a pesar de eso, sé que es lo que tengo que hacer. Que es lo correcto para todos. Así que, sin más, tomo una inspiración profunda y me trago el terror. Tomo una más y guardo la angustia en una caja en lo profundo de mi cerebro.

Acto seguido, tiro de uno de ellos.

El demonio que mantiene a Hank en el suelo sale expedido y, en el proceso, se lleva a otro a su paso. Ambos colapsan contra una columna de concreto, ante la mirada estupefacta de todos los humanos presentes y yo, presa de la euforia y el alivio, dejo escapar un poco del aire que contengo en los pulmones.

Nadie se mueve. Nadie dice nada. Un extraño silencio se expande durante apenas un nanosegundo, hasta que, sin más, los demonios que vuelan por todo el espacio comienzan a rodearme.

Han olvidado por completo su objetivo previo: los humanos; y ahora se concentran en mí.

De inmediato, siento el peso de las miradas de todos. Siento la confusión que emana de cada uno de los presentes… Y siento como los Estigmas se repliegan un poco para luego aferrarse a todas y cada una de las criaturas que sobrevuelan a nuestro alrededor.

El corazón me va a estallar, el aliento me falta y el control que trato de ejercer sobre los hilos se resquebraja con cada segundo que pasa. Mis ojos encuentran los de Hank y, a pesar de la opresión que me atenaza el pecho, tiro de los hilos con fuerza.

Un grito brota de mi garganta cuando siento cómo los demonios con aspecto de murciélago se resisten, pero todos —absolutamente todos— terminan cediendo. Todos sucumben ante la fuerza demoledora de los Estigmas y caen al suelo de manera estrepitosa.

El tiempo parece haberse detenido. El universo entero parece haber parado su marcha durante un suspiro antes de permitirse el movimiento. Antes de permitir que los demonios que se retuercen en el suelo chillen de manera angustiosa.

Los hilos vibran ante la posibilidad de absorberlos, pero saben que estoy reteniéndolos. Que estoy impidiéndoles hacer su voluntad.

Un pinchazo de dolor me recorre entera cuando los Estigmas me exigen libertad, pero aprieto los dientes solo para demostrarles que sigo teniendo el control y que, mientras así sea, tendrán que obedecerme.

En respuesta, sisean, enojados; pero con todo y eso esperan antes de que les permita acabar con todo y absorber la energía de todas esas criaturas. Entonces, cuando ya no hay más que llevarse, los hacen explotar.

Sangre oscura de hedor putrefacto me salpica de pies a cabeza y, sin más, soy incapaz de sostenerme en pie. De soportar el peso de mi cuerpo y caigo al suelo de bruces, con la cabeza dándome vueltas y los sentidos embotados.

El rostro de Haru se dibuja delante de mis ojos, pero desaparece y es suplido por otro. Uno familiar también, pero menos bienvenido.

Ojos oscuros, gesto agobiado y cejas pobladas fruncidas en un ceño profundo me llenan la visión, pero no me provocan alivio. No me provocan otra cosa más que ansiedad y nerviosismo. Una parte de mí —esa que aún es consciente de lo que pasa a mí alrededor— sabe que debo estar nerviosa. Aterrorizada de ese rostro. De esas facciones. De esa persona a la que no logro ponerle nombre, pero que sé a la perfección que conozco.

Después de eso, todo se diluye. Se desvanece poco a poco hasta que no queda nada.

Cuando abro los ojos, la oscuridad es lo primero que me recibe.

La sensación inquietante que me provoca la lobreguez que lo envuelve todo, me atenaza las entrañas casi de inmediato, y la confusión me llena los sentidos de una alerta aplastante. De pronto, antes de que pueda procesar mis propios movimientos, me incorporo en una posición sentada y parpadeo un par de veces para tratar de adaptarme a la tenue —y casi nula— iluminación.

Las tinieblas de la estancia en la que me encuentro pintan sombras y siluetas por todos lados, y el nudo de ansiedad que me atenaza el estómago se aprieta un poco más.

Poco a poco, los recuerdos comienzan a llenarme el pensamiento:

El tirón en el lazo que me une a Mikhail, la energía exorbitante que emanó de él, el temblor de la tierra, la extraña mejoría de mi cuerpo, la invasión al asentamiento, Haru tratando de ayudar, Hank impidiéndoselo y siendo atacado por un demonio, la sucesión de decisiones que tomé en cuestión de segundos luego de que eso ocurrió…

Todo vuelve y me golpea como tractor demoledor. Me azota directo en la cara y me hace sentir abrumada y aterrorizada en partes iguales.

Trato de ponerme de pie y descubro —justo a tiempo para no irme de bruces— que me encuentro instalada sobre un colchón desnudo a ras del suelo.

La poca luz que se filtra por debajo de lo que, asumo, es una puerta, apenas es capaz de iluminar lo que parecen ser cajas; sin embargo, no soy capaz de apostar que lo son.

Rápidamente, una vez que me encuentro de pie, hago una evaluación de mí misma.

Lo primero que noto —en el estado de terror adormecido en el que me encuentro— es que no estoy atada, ni esposada. Eso, hasta cierto punto, trae alivio a mi sistema.

Lo siguiente que noto, es que nada me duele. El dolor corporal que me había acompañado desde que llegué al asentamiento —gracias a las múltiples heridas que sufrí luego de mi caída en brazos de Mikhail— se ha marchado en su totalidad. Cuando me percato de eso, un nuevo sentimiento se cuela a través de la maraña incongruente que es mi cabeza ahora mismo: incertidumbre.

La sensación de alivio y confusión que me invade es casi tan poderosa como las ganas que tengo de ponerme a gritar. El asunto es que no sé por qué quiero gritar; si por el hecho de haber tenido que descubrirme a mí misma ante la gente del asentamiento, o por el hecho de saber que estoy bien. Sana. Como cuando la parte angelical de Mikhail aún estaba conmigo.

Aun no tengo la certeza, pero todo dentro de mí no ha dejado de gritar que ha sido él. Que ha sido Mikhail, a través del lazo, el que se ha encargado de sanar cualquier daño interno que pude haber tenido.

Por acto reflejo, estiro mi mano lastimada y, el no tener dolor en lo absoluto, hace que otra oleada de alivio se mezcle con la revolución de emociones que amenazan con enloquecerme. En el proceso, son capaz de sentir algo en la muñeca. Algo abultado alrededor que, si bien es firme y me sujeta con fuerza, no me lastima ni me hiere.

Frunzo el ceño y, a tientas en la oscuridad, toco esa parte de mis extremidades para descubrir que son vendajes. Firmes y expertos vendajes hechos en ambas muñecas.

«Los Estigmas», susurra la vocecilla en mi cabeza y tengo que reprimir el impulso que siento de quitar el material que los cubre solo para averiguar qué tan mal lucen ahora.

En su lugar, me obligo a avanzar un par de pasos por la estancia, a pesar de que no soy capaz de ver más allá de mi nariz.

—¿Haru? —Mi voz es un susurro roto y ronco.

Silencio.

—¿Haru? —insisto.

Nadie responde.

«Estás sola», la vocecilla murmura y, presa de un nuevo miedo, comienzo a recorrer la habitación a tientas.

Choco con lo que parecen ser, las cajas que antes visualicé, pero no hay nada en este lugar más allá de ello. Ni un catre, ni otro colchón… Nada. Absolutamente nada.

«¡Te encerraron! ¡Te han encerrado aquí!».

Pánico y terror se cuelan en mi sistema en el instante en el que me percato de lo que está ocurriendo y, sin siquiera detenerme a procesar lo que hago, me apresuro hasta esa parte de la habitación en la que, asumo, está la puerta.

La madera es aporreada un par de veces por mis manos antes de que sea capaz de localizar el pomo. Es en ese momento, cuando giro de él…

… Y la puerta se abre.

El alivio y la confusión son tan grandes, que me quedo ahí, quieta, con la mano y los ojos clavados en el cerrojo, antes de atreverme a alzar la vista para encarar a las cuatro personas que me observan con una mezcla de cautela y sorpresa.

Durante un doloroso momento, soy incapaz de moverme. Lo único que puedo hacer, es mirar la escena que se desarrolla delante de mis ojos.

La doctora Harper, Hank, el comandante y Donald Smith —el hombre que parece ser su mano derecha— están ahí, sentados alrededor de un diminuto escritorio metálico, y me observan como si no supiesen qué hacer o qué decir.

El primero en aclararse la garganta, es Hank y mi atención se vuelca hacia él en el instante en el que lo hace.

Luce magullado. Hay un corte en su mejilla izquierda y tiene el pómulo derecho amoratado e inflamado. A pesar de eso, luce intacto.

—¿Cómo te sientes, Bess? —La pregunta me saca de balance, pero me las arreglo para no lucir confundida mientras le doy una segunda evaluación a todo el mundo.

No respondo. Me siento tan aterrorizada y ansiosa, que ninguna palabra viene a mí.

—¿Bess? —Hank insiste, al tiempo que se pone de pie, pero no puedo apartar la vista de su padre, quien me mira como si estuviese decidiendo si debe o no asesinarme ahora mismo.

Rupert Saint Clair no luce, ni por asomo, ansioso o nervioso. Ni siquiera luce amenazado por mi presencia en este lugar. Tampoco es como si debiera hacerlo; pero dadas las circunstancias, verlo así de seguro de sí mismo a mí alrededor me hace sentir inquieta por sobre todas las cosas.

El hombre al mando del asentamiento no dice nada. Solo me mira fijo, al tiempo que hace un gesto de mano en dirección a la silla que su hijo ha dejado libre frente a su escritorio.

Sé que está pidiéndome —ordenándome— que me siente, pero no estoy muy segura de querer hacerlo. No todavía.

—¿Dónde están? —digo y, por el gesto que esboza el comandante, sé que sabe que me refiero a Mikhail y a Haru.

—El chiquillo se encuentra cenando con el resto. El chico malherido está descansando como es debido. —El comandante responde en un tono tan acompasado y suave que la desconfianza incrementa. Entonces, insiste—: Siéntate, por favor.

—¿Somos rehenes? —inquiero y sueno aterrorizada cuando lo hago. Quiero golpearme por eso.

El hombre niega con la cabeza.

—Siéntate, por favor.

Aprieto la mandíbula.

No quiero hacerlo. No quiero ponerlo en una situación de ventaja, pero luego de echarle una mirada cautelosa a todo el mundo avanzo a paso lento hasta donde se me indica.

En el proceso, tengo una vista rápida del lugar. Luce como una oficina. Una diminuta y apretujada oficina que, de hecho, se siente como si se empequeñeciera con cada segundo que pasa.

Hay una puerta a mi derecha, pero Hank —quien se levantó hace unos momentos de la silla que ocupaba—, parece resguardarla, ya que se encuentra recargado junto al marco. Hay una estantería de metal al fondo, pero se encuentra vacía y hay un montón de papeles apilados sobre la superficie del escritorio.

Con cuidado —y a regañadientes—, me siento en el lugar vacío y, una vez ahí, me obligo a cuadrar los hombros y levantar el mentón. Acto seguido, clavo los ojos en los del hombre que me escruta como si pudiese desvelar las profundidades de mi mente con solo mirarme del modo en el que lo hace.

—Hemos pasado las últimas horas tratando de… entender, qué fue lo que pasó allá afuera. —Empieza a hablar al cabo de un largo momento de silencio, y me tenso ante la calma ensayada que tiñe su voz—. Hemos tratado de averiguar, basados en lo que sabemos, qué es lo que ocurrió en la estación, pero no hemos conseguido una explicación contundente. —Niega con la cabeza, al tiempo que frunce el ceño en un gesto concentrado y analítico—. Hemos tratado de hablar con el niño con el que viajabas, pero, curiosamente, no ha dicho ni una sola palabra desde que te desmayaste. —La acusación gravada en su gesto hace que tenga el impulso de apartar la mirada de la suya, pero me obligo a mantenerme firme—. En el instante en el que intentamos averiguar qué diablos había pasado, perdió la capacidad de comunicarse. Con todos. Ni siquiera Chiyoko ha conseguido sacarle una sola palabra. —Entorna los ojos en mi dirección antes de esbozar una sonrisa que no toca sus ojos—. Después de todo, el chico es leal a ti al cien por ciento, ¿no es así?

No respondo.

—El asunto es que, no obstante a lo que ha ocurrido, nos hemos salvado. Sí, apenas lo hemos conseguido. Apenas hemos logrado contener la amenaza que nos asechaba, pero lo hemos logrado al fin y al cabo… —Hace una pequeña pausa, como si lo siguiente que fuese a decir no le gustara en lo absoluto—. Y todo ha sido gracias a ti… ¿O me equivoco?

Mi primer instinto —el de supervivencia—, es negarlo todo. Es fruncir el ceño y fingir demencia hasta que se cansen de cuestionarme, pero sé que no va a servir de nada. Ellos vieron lo que pasó. No hay modo alguno en el que no hayan sido capaces de notar lo que le hice a todos esos demonios. No se necesitan más de dos dedos de frente para deducirlo.

Es por eso que, presa de un extraño sentimiento de calma, pronuncio:

—¿Me lo está reprochando o me lo está agradeciendo?

No me atrevo a apostar, pero me parece haber visto el atisbo de una sonrisa satisfecha en las comisuras de sus labios.

—Entonces, lo admites. —No es una pregunta. Sabe a la perfección que cualquier otra cosa que salga de mis labios es una mentira.

Mi única respuesta es un largo silencio.

Él asiente.

—¿Eres un ángel? —inquiere.

—No.

—¿Un demonio?

—No.

Otro silencio.

—Entonces, ¿qué diablos eres? —El comandante luce ligeramente exasperado llegados a este punto, pero yo no he perdido esa impasibilidad que se ha apoderado de mí de repente.

—Se los diré todo con una condición —digo, al cabo de unos instantes de tenso y abrumador silencio.

—Creo que no estás en posición de condicionar nada, Bess. —El comandante se inclina hacia adelante, en lo que pretende ser un gesto intimidatorio, pero ni siquiera me inmuto.

En su lugar, me inclino de la misma forma en la que él lo ha hecho y clavo los ojos en los suyos. Los míos, por supuesto, cargados de desafío.

Él, justo como pensaba que haría, retrocede un poco. No me sorprende que lo haga. Después de todo, todos aquí fueron capaces de ver el poder que llevo dentro. De hecho, ahora que lo pienso, estas personas —y los guerreros que luchaban contra los demonios— son los primeros humanos en presenciar una fracción de la destrucción que los Estigmas son capaces de crear.

—Se los diré todo, si ustedes prometen no interrumpirme a mitad del camino. Si me dejan explicarlo todo y, luego, dejan que mis amigos y yo nos vayamos de aquí. —No es una petición. Es una exigencia y el comandante lo sabe a la perfección. Sabe que, por ahora, soy yo la que lleva el sartén por el mango.

Durante un doloroso instante, duda y hace que un nudo de ansiedad se apodere de mi estómago; pero asiente luego de unos segundos y se reclina sobre el asiento.

Cuando lo hace, empiezo a hablar.

Les hablo acerca de mí. Les hablo sobre los Sellos, la profecía y el fin del mundo como lo conocemos. Les hablo acerca de la forma en la que descubrí que era un Sello, y sobre la batalla que comenzó entre ángeles y demonios desde mucho antes que el mundo se enterase de ella.

Les explico, también, la forma en la que mis habilidades se han ido potencializando con el paso del tiempo y de cómo hay más como yo.

Les digo absolutamente toda la verdad… excepto, que no lo hago. Excepto, que omito los detalles más importantes: la identidad de Mikhail y su naturaleza angelical y demoníaca, omito a las brujas y omito, por supuesto, a Haru, Radha y Kendrew.

En la versión de la verdad que les cuento, el ángel que me cuidaba y que pereció haciéndolo, era Jasiel; el lugar en el que me refugiaba era uno custodiado por ángeles y, lo más importante: les hago creer que no tengo idea de dónde se encuentran resguardados el resto de los sellos.

En esta versión, me encargo de hacerles creer que Haru y Mikhail viajaban juntos en la búsqueda del refugio humano en la ciudad y que, gracias a Jasiel, conseguimos que ellos, que conocían la ciudad mejor que nosotros, se comprometieran a ayudarnos. En esta versión alterada de la realidad, me encargo de hacerles creer que el ataque de los demonios ocurrió y que Haru y Mikhail son solo humanos que estuvieron en el lugar equivocado, con las personas equivocadas.

Trato, con todas mis fuerzas, de hacer que ellos queden libres de todo esto porque, si el comandante y su gente deciden asesinarme, Haru y Mikhail deberán sobrevivir. Deberán salir de este lugar, encontrar a los demás y detener toda esta locura.

Para el momento en el que termino de hablar, los ojos de todo el mundo están clavados en mí y el terror puede sentirse en cada partícula de polvo que revolotea en el aire. A pesar de eso, me las arreglo para mantenerme impasible, a pesar de la ansiedad que me provoca la posibilidad de que no me hayan creído un carajo.

—Tus amigos saben qué eres. —La afirmación viene de boca de Hank, al cabo de una eternidad, y me obligo a mirarlo.

—Lo saben —confirmo.

—Y, a pesar de que sabían lo peligroso que era para ellos estar cerca de ti y de… —Su ceño se frunce en el esfuerzo de recordar algo.

—Jasiel. —Le ayudo, y él asiente.

—A pesar de eso, se quedaron con ustedes —continúa—. Decidieron ayudarlos a encontrar este lugar.

Es mi turno para asentir.

—¿Por qué este lugar? ¿Qué empeño el del ángel que te acompañaba en traerte aquí y ponernos a todos en peligro? —Es el turno del comandante de hablar y poso la atención en él.

—La intención de Jasiel no era traerme aquí y ponerlos a ustedes en medio de todo —explico, al tiempo que trato de mantener la exasperación a raya—. Lo que pasa es que aquí, en Los Ángeles, al haberse iniciado todo: la ruptura de las Líneas Ley, la invasión de los demonios y el descenso de los ángeles, hay un caos energético tan grande que es imposible localizar absolutamente nada, ni siquiera a alguien como yo. Creyó que, al ser un desastre energético de proporciones catastróficas, este lugar sería ideal para esconderme.

—Y qué mejor lugar que un refugio humano para pasar desapercibidos. —Es la voz de la doctora Harper la que interviene a hora, pero suena más como si hablara más consigo misma que con el resto de nosotros.

—Tiene sentido —concuerda Donald, la mano derecha del comandante, y una punzada de alivio me recorre entera al darme cuenta de que al menos él y la doctora me creen.

—¿Qué hay de las heridas del chico que no ha logrado despertar? ¿Qué hay de las altas temperaturas a las que ha sobrevivido? —inquiere el comandante y yo parpadeo un par de veces para reprimir el impulso que tengo de apretar los puños y gritar.

—Lo que les he dicho respecto a ellas es verdad —digo, con toda la soltura que puedo—: Fuimos atacados por los demonios y estos trataron de comérselo vivo. En cuanto a las altas fiebres se refiere, bueno, esa he sido yo. Canalicé toda esta energía que apenas entiendo para ayudarle a sobrevivir.

—¿Por qué? ¿Por qué sanar a alguien más en lugar de sanarte a ti misma? —El comandante entorna los ojos, al tiempo que me confronta.

—Por el mismo motivo por el cual salvé a su hijo —refuto—. Porque es un ser humano. Un ser vivo. Alguien que no merece la muerte solo por estar en el momento y el lugar equivocado. Porque, contrario a lo que usted piensa sobre mí, jamás le he tocado un solo cabello a nadie que no amenace mi vida o la de aquellos que me rodean y me importan.

La desconfianza tiñe el gesto del hombre, pero se ha quedado sin argumentos. Ha dejado de hablar para contemplarme como si quisiera hacer mil y un cuestionamientos más.

—¿Qué hay de la invasión que tuvimos esta noche? —La voz de Hank llega a mis oídos y me vuelco para encararlo una vez más—. Hace un momento dijiste que querían esconderte aquí por el caos energético, pero los demonios entraron a este lugar como si hubiesen sabido a la perfección que tú te encontrabas aquí.

Niego, al tiempo que esbozo un gesto confundido y contrariado.

Sé a la perfección el motivo de la invasión. Sé que fue por la fuerza demoledora que emanó de Mikhail, pero no puedo decírselos. No sin delatar su verdadera naturaleza, así que improviso:

—Hubo algo más —miento—. Algo allá afuera. Pude sentirlo… —Frunzo el ceño, como si tratase de recordar con precisión qué fue lo que pasó durante esos momentos.

—Por eso te pusiste mal. —La afirmación de Hank hace que la atención de todo el mundo se pose en él—. Por eso empezaste a tener esa especie de… ataque.

Asiento, aferrándome al hilo que él mismo está dándome.

—Algo pasó allá afuera. Una especie de ola de energía… —Sacudo la cabeza en confusión.

—Por eso empezó a temblar —adivina la doctora Harper y le agradezco al cielo que ellos mismos estén llenando los espacios vacíos en mi historia imperfecta.

—Quiero pensar que, quizás, ha sido la ruptura de alguna línea o el despertar de alguna corriente energética lo que atrajo a los demonios a este lugar, pero puedo garantizarles que no fui yo. —Los miro a todos a los ojos, mientras trato de encontrar algún atisbo de amabilidad en sus facciones—. Sé que no tienen más que mi palabra para tener la certeza de ello, pero les juro por lo más sagrado que tengo, que no fui yo.

El silencio que le sigue a mis palabras es largo, tenso y tirante.

—Entiendo que, dadas las nuevas revelaciones, no confíen ni siquiera un poco en lo que digo, pero prometo marcharme de aquí cuanto antes sin causarles problema alguno. —Me apresuro a decir, cuando noto que nadie habla al cabo de unos minutos—. Solo… Solo dejen que nos vayamos de aquí. Dejen que encuentre el modo de trasladar a Mikhail y les prometo que…

—Ustedes no irán a ninguna parte. —La voz del comandante hace que toda la sangre del cuerpo se me agolpe en los pies, pero noto el gesto amable que esboza cuando lo miro a los ojos y todo dentro de mí se sale de balance—. No, si no quieren, por supuesto.

—¿Qué?

—Bess, si tú mueres… si los demonios te encuentran… el resto de nosotros estará un paso más cerca del final. Un paso más cerca de la extinción de la humanidad como la conocemos —dice y, por primera vez, noto cómo la preocupación se apodera de su rostro—. Si nosotros podemos contribuir a la causa y podemos mantenerte oculta y a salvo, y tú así lo quieres, lo haremos. —Deja escapar un suspiro, al tiempo que me mira con un gesto tan paternal que me hace sentir como si tuviese diez años—. No puedo decir que estoy encantado con la idea de saber que nos has mentido todo este tiempo, y tampoco puedo decir que creo cada palabra de lo que dices, pero dadas las circunstancias, todo parece tener sentido.

No sé qué decir. No sé qué pensar. No puedo hacer nada más que mirar fijamente a este hombre, mientras trato de decidir si es prudente o no confiar en él.

—El comandante tiene razón. —Es el turno de la doctora Harper de hablar—. Hemos pasado semana tras semana encerrados aquí, como ratas, esperando a que alguien nos rescate… Quizás, nuestra función en todo esto; nuestro destino, quiero decir, es ayudar. Ayudarte a ti y a los ángeles a detener toda esta locura. A retrasar lo inevitable.

—Es que ni siquiera yo sé qué es lo que estamos retrasando —murmuro y, por primera vez, permito que el terror se cuele en mi tono de voz—. Podría no servir de nada tanto sacrificio.

—¿Y qué más da? —La voz de Hank hace que lo mire de nuevo—. De cualquier modo, nunca hemos tenido nada comprado. Ni siquiera cuando nada de esto había ocurrido.

Un nudo comienza a formarse en mi garganta cuando veo la resignación en la mirada del chico y quiero echarme a llorar. Quiero parar el tren del pensamiento de todos en esta habitación porque no quiero más sacrificios. No quiero que más gente inocente muera por protegerme.

—No puedo permitir que se expongan de esta manera —digo, con un hilo de voz.

—Es demasiado tarde. —Es la voz del comandante la que viene a mí ahora—. Ya estamos expuestos de cualquier modo —dice, y las lágrimas terminan de acumularse en mi mirada. Las ganas de desaparecer terminan por asentarse en mi pecho, porque sé, desde lo más profundo de mi ser, que si lo hago —si desaparezco—, las muertes de inocentes pararán y la culpa desaparecerá por completo.

—Supongo que está decidido. —Hank interviene, pero no soy capaz de decir nada en respuesta—. Tus amigos y tú se quedarán aquí el tiempo que sea necesario.

Aprieto la mandíbula.

—Y, ¿Bess? —La voz del comandante hace que clave mi atención en él—. Si hay algo más, cualquier cosa, que no nos hayas dicho, es momento de que lo hagas; porque, si descubro que sigues ocultándonos información, no seré tan benevolente como ahora. ¿Estamos?

El nudo en mi garganta se siente tan denso, que no puedo responder, así que, asiento con un movimiento rápido y seco. Entonces, el hombre se levanta de la silla y se dirige a la salida de la diminuta estancia.

—Es tiempo de ir a hablar con las brigadas. La naturaleza de Bess no puede saberse por todo el asentamiento. Lo mantendremos en secreto para no crear pánico en la población. —Rupert Saint Clair es todo negocios ahora, pero no deja de dirigirse a su hijo con aire autoritario para decir—: ¿Hank? Encárgate de mostrarle a Bess el lugar.

Acto seguido, sale de la habitación.

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