Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 24

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—¿Estás lista? —La voz de Hank Saint Clair me llena los oídos cuando estoy terminando de atarme los cordones de las botas y, por acto reflejo, alzo la vista a toda velocidad.

La diversión tiñe los ojos del chico en el instante en el que se percata del estado de alerta en el que me encuentro, pero no sonríe. Nunca lo hace.

He pasado un poco menos de dos semanas en el asentamiento y, en todo este tiempo, no lo he visto sonreír de verdad. Lo único que he conseguido atisbar, han sido muecas torcidas y comisuras de labios alzadas ligeramente.

He comenzado a preguntarme si en realidad tiene la capacidad de hacerlo o si la perdió en el instante en el que toda esta locura comenzó.

—Sí —musito, mientras me levanto del colchón en el que he dormido los últimos días y me encamino en dirección a la salida del dormitorio que me han asignado.

Hank asiente y, luego, hace un gesto en dirección a uno de los corredores que dan al ala principal de la estación subterránea en la que nos encontramos. Acto seguido, empezamos a avanzar.

Ha pasado casi una semana desde que tuve que hablarles a los líderes del asentamiento acerca de lo que represento en el escenario apocalíptico que estamos viviendo. Casi una semana desde que el refugio en el que nos encontramos fue invadido por un montón de demonios, atraídos gracias a la energía abrumadora de Mikhail.

Muchas cosas han pasado desde entonces y, al mismo tiempo, se siente como si no hubiese pasado nada en lo absoluto.

Para empezar, el escrutinio incesante que se había puesto sobre mí ha desaparecido casi por completo. Y digo «casi» porque realmente no tengo la certeza de que no tengan los ojos puestos sobre mí todo el tiempo. Si pudiera apostar, diría que sí lo hacen. Que me vigilan las veinticuatro horas del día. La diferencia es que ahora no soy capaz de notarlo.

Gracias a lo que hizo Mikhail conmigo y mis heridas, he podido abandonar el catre en el que estaba postrada para, de vez en cuando, vagar por el asentamiento y familiarizarme con todo el lugar. A pesar de eso, no lo he hecho demasiado. Paso la mayor parte del día en el área médica en la que mi chico de los ojos grises se encuentra. Solo abandono mi puesto de vigilancia cuando Haru viene por mí para que vayamos a comer algo juntos.

Mikhail no ha despertado todavía. Ha seguido dando señales de consciencia, pero nada consistente aún. De vez en cuando, siento cómo remueve el lazo que nos une, pero nada más que eso. No hay movimientos ni espasmos musculares. No hay respuesta alguna a todos los estímulos que la doctora Harper se empeña en probar en él todos los días.

Ella no dice nada, pero sé que no está muy esperanzada. Sé que, muy en el fondo, cree que Mikhail no va a despertar. Que ha entrado en una especie de coma y que no habrá poder humano que lo haga reaccionar.

Pese a eso, yo no he perdido las esperanzas. Después de todo, es lo único que me queda.

Por lo demás, las cosas han estado tranquilas dentro de lo que cabe. Luego del ataque de los demonios, estuvimos varios días ocultos dentro de los túneles por los que antes funcionaba el tren, mientras las brigadas preparadas para combatir a los demonios limpiaban el desastre y aseguraban las entradas y salidas una vez más.

Cuando todo volvió a la normalidad y pudimos regresar a la estación, todo fue tomando forma poco a poco.

Desde entonces, he logrado fundirme entre la gente y he establecido una especie de rutina que me mantiene en movimiento y lejos de la incertidumbre y los pensamientos caóticos que hacen de mis noches horribles torturas. He logrado ir dando un paso a la vez en este oscuro y extraño curso que ha ido tomando mi día a día.

Aún me pregunto a diario respecto al paradero de Axel, las brujas, los Sellos y los ángeles que viajaban con ellos. Aún me pregunto a diario qué carajos es lo que va a pasar con Haru y conmigo si Mikhail no despierta.

—Tenemos que darnos prisa. —La voz de Hank me saca de mis cavilaciones y me obligo a poner toda la atención en él, al tiempo que acelero el paso para alcanzar el suyo. Sin darme cuenta, me he quedado atrás un par de pasos—. Ya vamos tarde. La brigada está ansiosa. No quiere pasar mucho tiempo allá afuera. No luego del incidente de la semana pasada y de lo que está ocurriendo.

—¿Qué es, exactamente, lo que vieron la última vez que salieron? —cuestiono, inquieta ante la idea de lo que va a responderme.

Hace un par de días fue al área médica exclusivamente a hablar conmigo respecto a algo que vieron las brigadas de abastecimiento.

Hank niega.

—No se trata solo de lo que vieron, sino de eso que dejaron de ver —masculla sin mirarme.

Frunzo el ceño.

—No entiendo.

El chico me dedica una mirada cargada de preocupación.

—Dicen que no había un solo demonio en toda la zona que cubrieron —dice—. Por lo regular, debemos movernos con mucha precaución porque se encuentran en todos lados; pero ahora, tres de las cuatro brigadas que salieron, no vieron un solo demonio en todo el lugar.

—¿Qué hay de la cuarta brigada? —inquiero—. ¿Ellos vieron algo?

Asiente.

—Dice que se toparon de frente con al menos una veintena de ellos, pero que ni siquiera se molestaron en mirarlos. Siguieron su camino, en dirección al lugar donde aparecieron los ángeles por primera vez: el U.S. Bank Tower.

Un pinchazo de preocupación me invade por completo cuando lo escucho hablar, pero me obligo a mantener el gesto impasible. No quiero pensar lo peor, pero la conversación que tuve hace tiempo con Mikhail ha comenzado a salir a la superficie en mi memoria. De pronto, no puedo dejar de pensar en esa plática que tuvimos acerca del pandemónium y de las probabilidades que había de que los demonios estuviesen planeándolo.

No puedo dejar de pensar en que, quizás, eso es lo que está ocurriendo.

—¿Qué hay de los ángeles? ¿Han visto a alguno? —Hablo, mientras, por instinto, desvío la mirada hacia el pasillo por el cual se llega al pequeño cuarto que se ha dispuesto como área médica.

El impulso que tengo de pedirle a Hank unos instantes para ir a ver a Mikhail antes de irnos es atronador e imperioso.

—Sí. Los ángeles siguen rondando con normalidad: sin bajar a tierra firme, ni agredirnos. Sin siquiera echarnos una segunda ojeada. —No me atrevo a apostar, pero casi podría jurar que no le agrada en lo absoluto el hecho de que los ángeles ni siquiera nos consideren amenaza suficiente como para intentar averiguar qué hacemos aquí abajo—. Son los demonios los que han empezado a presentar comportamientos anormales.

Desde el lugar en el que nos encontramos, soy capaz de visualizar las compuertas improvisadas que han sido dispuestas en cada una de las salidas al exterior. Luego de lo que ocurrió con los demonios hace unos días, los altos mandos del asentamiento han puesto particular atención en reforzar la seguridad del lugar.

—Tenemos la esperanza de que, quizás, al ver lo que está pasando, puedas darnos una mejor perspectiva —dice, al ver que no tengo nada para decir luego de escucharle hablar.

—No quiero desilusionarte, pero sé tanto sobre demonios como tú —miento—. No creo ser de mucha ayuda, pero de todos modos puedo intentarlo.

—Hay algo más… —el chico acota y, de inmediato, poso la atención en él.

Nos hemos detenido ya y los guardias de la entrada han comenzado a abrirla para que podamos salir. La penumbra azulada del amanecer se cuela en el espacio que los hombres han abierto para nosotros y, sin darme oportunidad de preguntar qué es lo que no me ha dicho, avanza, obligándome a seguirlo.

—¿De qué hablas? —digo, al tiempo que subo a toda marcha los cinco escalones que me lleva de ventaja—. ¿Qué es eso que no me has dicho?

—Ha venido formándose desde hace un par de días.

—¿Qué cosa?

—Una especie de… neblina —masculla y, presa de una sensación dolorosa cargada de pánico, me detengo en seco a la mitad de las escaleras.

El aire gélido de la mañana me provoca un escalofrío, pero estoy segura de que la carne de gallina me la ha provocado el terror que ha empezado a atenazarme el vientre.

—¿Una neblina?

Hank se detiene al ver que no sigo avanzando y se gira sobre sus talones para encararme. Está casi en la superficie y el aire sombrío que le da la poca iluminación que hay aquí afuera, lo hace lucir peligroso y misterioso.

—No es neblina como tal. Es más bien como una nube espesa y oscura. Como nubes de tormenta muy, pero muy bajas —dice—. Al principio, no estábamos seguros de que realmente estuviese formándose, pero ahora es evidente que está ahí y que crece a una velocidad considerable. No sabemos qué significa, o si tenga algo que ver con los recientes acontecimientos, pero pensamos que lo mejor era pedirte a ti que la vieras y nos dijeras si sentías algo, como lo hiciste cuando los demonios entraron al asentamiento.

La sangre se me agolpa en los pies y el miedo —que ya ha comenzado a hacer su nido en mi interior— incrementa un poco más.

Trago duro, en el afán de deshacerme del extraño nudo que ha comenzado a formarse en mi tráquea, pero este no se va. No se disuelve ni un poco.

—Hank… —comienzo, insegura de decirle que, aunque sea capaz de averiguar si esa neblina es o no provocada por algo que va más allá de nuestro entendimiento, no seré capaz de hacer nada para impedir que crezca, pero él me interrumpe.

—Lo sé —dice, y el pesar en su gesto me hace sentir culpable—. Sé que es injusto que te pidamos abandonar el asentamiento cuando el motivo de tu llegada aquí fue el de refugiarte, pero no tenemos a nadie más a quién recurrir. No tenemos a nadie más a quien pedirle ayuda. —Baja un par de escalones, de modo que tengo que alzar el rostro para mirarle a la cara—. La neblina está formándose cerca del único lugar en el cual tenemos contacto con el exterior. Si llega a invadirlo todo, estaremos solos aquí, atrapados con los demonios y los ángeles, en medio de un maldito fuego cruzado.

La perspectiva de quedarnos atrapados sin Mikhail, Gabrielle o alguien capaz de guiarnos en medio de todo este caos, es desoladora y apabullante. Entiendo el temor del comandante y su gente. Entiendo la desesperación y no puedo juzgarlos por querer hacer algo para impedir que lo peor suceda; sin embargo, me siento con la obligación de decirles que, por mucho que quiera ayudar, no sé si podré hacerlo. No sé hasta qué punto podré prepararlos —o protegerlos— para lo que viene.

—Hank —digo, con toda la cautela y el tacto que puedo imprimir en la voz—, entiendo. Entiendo a la perfección el lugar del que vienes y la desesperación que debe estar provocándoles la idea de quedarnos aquí, atrapados en la ciudad, pero necesito que entiendas que, aunque yo pueda confirmar o desechar sus sospechas, nada cambia. Yo no sé más de la situación de lo que ya les he dicho, y tampoco soy una experta en el tema. Solo soy una chica que ha tenido que lidiar con mucho. No soy un ángel, ni un demonio. Tampoco soy la clave para salvar a la humanidad. El motivo de mi existencia es, precisamente, todo lo contrario. Estoy aquí para acabar con todo. —Hago una pequeña pausa, porque incluso mis propias palabras me hieren. Me hacen darme cuenta, por milésima vez, de lo que represento—. Necesito que lo entiendas. Que todos ustedes lo hagan.

Algo salvaje y crudo surca las facciones del chico.

—Pues si estuviera en tu lugar, le enseñaría el dedo medio a quien sea que me haya puesto en la situación de mierda en la que me encuentro y pelearía con uñas y dientes por mi vida. Porque es mía y alguien allá arriba —señala el cielo sobre nuestras cabezas—, decidió que podía tener libre albedrío. —La fiereza con la que habla se siente como una bofetada en la cara. Como un golpe del estómago, capaz de sacar el aire por completo de tu cuerpo—. Y, no sé tú, pero yo, por mi libre albedrío, decido que, si está en mí el impedir pudrirme en esta ciudad de mierda, lo intentaré. Así se me vaya la vida en ello.

No puedo pronunciar nada. No puedo refutar lo que Hank acaba de decirme porque una vocecilla en lo más profundo de mi cabeza susurra en acuerdo. Susurra —queda y baja— que debería estar luchando. Que debería estar aferrándome a la vida con todas mis fuerzas, pero no quiero escucharla. No quiero aferrarme a ella, porque no es sana. Porque sé que, tarde o temprano, la cuenta regresiva llegará al cero, y pronto —muy pronto— todo esto habrá terminado.

El chico delante de mí no me da tiempo de responder. Ni siquiera me da tiempo de ordenarme el pensamiento, ya que se ha girado sobre su eje para continuar su camino.

Yo, presa de una extraña sensación de incertidumbre, avanzo detrás de él hasta la superficie. Está a punto de amanecer, así que soy capaz de distinguir un poco de las ruinas y la desolación que invaden la ciudad en la que nos encontramos.

—Estamos listos. —El hijo del comandante habla hacia la pequeña multitud que se encuentra afuera, cerca de dos grandes camionetas—. Vámonos.

Todos asienten en acuerdo y comienzan a trepar en los vehículos.

El terror me atenaza las entrañas mientras los imito y me instalo dentro de uno de ellos, y el pánico total me estruja el estómago cuando empezamos a movernos.

Es una grieta. El lugar en el que está llevándose a cabo la conglomeración de demonios, es una grieta. Estoy segura de ello. Lo que no entiendo es… ¿por qué? ¿Por qué tan cerca de una grieta? ¿Por qué ahí, si se supone que no deberían de poder estar en ese lugar? ¿Por qué ahí, si son tan destructivas?…

No tiene sentido.

Frunzo el ceño, mientras observo hacia el lugar donde una enorme nube oscura y espesa descansa.

Hace alrededor de diez minutos que le pedí a Hank que ordenara detener los vehículos. Hace cerca de cinco que estoy aquí, de pie, con la mirada clavada en ese lugar, sin lograr colocar todas las piezas en su sitio.

No hemos visualizado ni un solo demonio en todo el trayecto hasta aquí. De hecho, ni siquiera he podido sentir a alguno. Los ángeles son un asunto completamente diferente. Están inquietos. Muy inquietos. Me recuerdan a aquella ocasión, hace más de cuatro años; cuando fui capaz de percibirlos por primera vez. Aquella en la que, estando con Mikhail, fui capaz de sentir su inquietud llenando el ambiente.

Saben que algo está ocurriendo. Que deben actuar. Y, no me atrevo a apostarlo, pero estoy segura de que saben que algo ha ocurrido con Mikhail. Después de todo, ha pasado ya más de una semana desde la última vez que tuvieron noticias sobre él.

Lo único que espero es que no le haya pasado nada a Rael, las brujas, Gabrielle y el resto de los Sellos. Espero que todos se encuentren a salvo. De lo contrario, salir de Bailey habrá sido en vano.

—¿Y bien? —La voz de Hank me llena los oídos y me saca de mis cavilaciones. Pese a eso, no aparto la vista de la nube oscura que se cierne sobre gran parte de la ciudad.

—Es una grieta —digo, en voz baja—. Están reuniéndose cerca de una grieta.

—Creí que habías dicho que eran muy peligrosas.

—Lo son. —Asiento, al tiempo que mi ceño se frunce en un gesto confundido—. Es por eso que no logro entender con qué afán lo están haciendo. Algo está ocurriendo.

«El pandemónium», me susurra el subconsciente, pero empujo el pensamiento tan pronto como llega porque es aterrador. Porque es capaz de hacerme perder toda esperanza de que esto termine remotamente bien para nosotros.

—¿Debemos preocuparnos? —Hank inquiere.

No me atrevo a responderle. A asegurarle que todo estará bien, cuando las cosas se ven del modo en el que lo hacen. Tampoco me atrevo a ser fatalista y decirle que estamos a poco de perecer en una guerra que está a punto de alcanzar su punto más climático, donde no tenemos ni las más mínimas posibilidades de salir bien librados. No con la Legión dividida y sin Mikhail al mando. No sin el resto de los que son como yo resguardados en un lugar seguro y protegidos de aquellos que amenazan con destrozarnos.

Una pequeña risa ansiosa escapa de los labios del chico que se ha instalado a mi lado y mi corazón se estruja debido a la culpa.

—Estamos jodidos… —masculla, y aprieto la mandíbula.

—¿Qué tan probable es que la gente del asentamiento pueda salir de la ciudad? —pregunto, a pesar de que sé que la respuesta no será favorecedora.

—No podemos. Toda la ciudad está siendo vigilada. Hay militares por todos lados. Nadie entra y nadie sale.

«Pero ustedes pudieron entrar. Haru, Mikhail, Jasiel y tú pudieron entrar. Debe haber una forma», me susurra la vocecilla en mi cabeza, pero me obligo a empujar el destello de esperanza que ha comenzado a formarse dentro de mí, porque no quiero ilusionarme. No quiero idealizar la posibilidad de conseguir salvar a todos los habitantes del asentamiento cuando ni siquiera he podido mantener a salvo a Mikhail. Cuando ni siquiera he podido contribuir en algo a esta guerra de mierda.

—Tenemos que encontrar una forma, Hank —digo, en voz baja, para que solo él sea capaz de escucharme. El resto de la gente que salió con nosotros está alerta a los alrededores, a la espera de cualquier amenaza potencial; ya sea un poseído o algún demonio; sin embargo, no me atrevo a hablar en voz muy alta. No quiero que alguno de ellos vaya a escucharme y se lo diga a alguien más. Si el pánico llega a sembrar su semilla en el asentamiento, estaremos perdidos—. Si no salimos de aquí pronto, ten por seguro que nos quedaremos atrapados en medio de una batalla de tamaño monumental.

Los labios de Hank se abren para decir algo, pero no estoy poniéndole atención. Algo ha logrado invadirme los sentidos y ponerme en un estado de repentina alerta.

La sensación de picazón en la parte trasera de mi nuca ha hecho que me gire sobre mi eje con brusquedad e interrumpa la diatriba del chico a mi lado. Ha conseguido que la alarma se encienda en mí a una velocidad aterradora.

—¿Qué ocurre? —Hank pregunta y suena turbado.

No tengo tiempo de responder. No tengo tiempo de decir nada, porque una figura ha salido chillando, gritando y corriendo a toda velocidad en dirección a uno de los soldados del asentamiento.

—¡No! —grita el hijo del comandante y, de pronto, todo sucede a una velocidad aterradora.

La criatura se ha abalanzado sobre el cuerpo del guerrero, quien ha interpuesto su arma de alto calibre entre él y aquello que le ataca. Otro de los soldados apunta su arma en dirección a la figura que lucha por llegar a su víctima. En ese momento, el sonido de un disparo lo invade todo… Y se hace el silencio.

La figura deja de gritar y de chillar. Deja de moverse por completo y luego cae al suelo gracias al empujón que le da el soldado que estaba sometido en el suelo.

En ese instante, una decena de chillidos aterradores provenientes de todos lados me ponen la carne de gallina, pero no entiendo qué demonios está ocurriendo.

—¡A las camionetas! —La voz de Hank truena y reverbera en la acústica provocada por los edificios que nos rodean—. ¡Ahora!

Entonces, todos comienzan a correr.

Alguien me tira del brazo con tanta brusquedad que el hombro me duele, pero hago caso al instinto de supervivencia que ha comenzado a invadirme y corro sin quejarme. Corro detrás de Hank, quien me lleva de la muñeca en dirección a la camioneta más cercana.

Los gritos y chillidos incrementan y, sin más, un puñado de criaturas de aspecto humano y animal a la vez, salen de entre los escombros y comienzan a moverse a toda velocidad hacia nosotros.

Un grito se construye en mi garganta, pero me lo trago mientras, con ayuda de otro soldado, trepo en el interior de uno de los vehículos, seguida de Hank y otros dos chicos.

En el instante en el que las puertas se cierran, las camionetas arrancan a toda velocidad, arrollando a su paso a lo que sea que se les interponga.

La carrera apresurada que ha sido impuesta, nos hace tambalearnos de un lado a otro en el interior de los vehículos y, en un giro particularmente brusco, termino cayendo de rodillas, llevándome a Hank en el proceso, directo al suelo metálico.

—¡Siguen detrás de nosotros! —Alguien urge y el conductor de la camioneta acelera un poco más, de modo que es imposible intentar ponerme de pie sin sufrir otro percance.

Se siente como una eternidad antes de que alguien pronuncie que los hemos perdido —quienesquiera que sean aquellos que nos seguían—; pero, de todos modos, nadie parece conforme con la declaración. Al contrario, todos lucen enfermos y asqueados de lo que acaba de ocurrir.

—¿Qué pasó? ¿Qué eran esas cosas? —pregunto, incapaz de quedarme con la incertidumbre atorada en el pecho.

—Personas —dice la voz de una chica, y mi mirada viaja hacia ella.

—¿Personas?

—Poseídos. —Es Hank quien habla—. Todos ellos están poseídos. En algún momento fueron personas. Ahora son como animales. Como criaturas capaces de atacar a lo que sea que se mueva por el mero placer de asesinar.

Un escalofrío de terror me recorre de pies a cabeza, pero no me atrevo a decir nada más. Al contrario, me obligo a mantenerme en silencio, mientras clavo la vista en el vidrio de la ventana trasera de la camioneta.

El sol ha salido ya desde hace un rato, así que soy capaz de notar la destrucción en la que se ha sumido la ciudad que alguna vez fue el sueño dorado de muchos.

Nadie habla en el trayecto de regreso al asentamiento. La charla ligera que se había impuesto cuando salimos de la estación subterránea es ahora inexistente. En su lugar, se ha instalado un silencio tenso y tirante; lleno de remordimientos, desazón y culpa.

No se necesita ser un genio para saber que a nadie le agrada la idea de herir a quien alguna vez fue como nosotros. De hecho, el mero pensamiento de lo que ocurrió hace apenas unos instantes, me pone los nervios de punta.

Todo el mundo espera cuando bajamos de los vehículos. No es hasta que Hank les da permiso de retirarse —luego de pedirles más serenidad a la hora de enfrentarse a situaciones como las que vivimos hace un rato y decirles que no deben sentirse culpables por lo que ocurrió—, que se marchan a descansar.

Hank, luego de cerciorarse de que los vehículos no sufrieron daños considerables, me acompaña al interior del asentamiento.

—Ve a descansar un rato —dice, cuando llegamos a los corredores amplios de la estación—. No te preocupes por las tareas que te asignaron para el día. Me encargaré de que alguien más las haga por ti.

—No pasa nada —digo, al tiempo que le regalo una sonrisa, a pesar del agotamiento emocional que siento—. No voy a poder descansar de todos modos. Ha sido… demasiado.

Un suspiro largo y cansado escapa de los labios de Hank.

—Lo lamento, Bess. No debí exponerte de esa manera. Es solo que…

—Lo sé. —Lo interrumpo—. No te disculpes. Yo habría hecho exactamente lo mismo.

La mirada del chico se posa en mí y la amabilidad que veo en ella hace que mi sonrisa se ensanche solo para asegurarme de que ha recibido el mensaje de que todo está bien.

—¿Irás a ver a tu novio a la enfermería? —bromea, pero no sonríe. Lo único que soy capaz de notar, es la forma en la que sus ojos se entornan y las comisuras de sus labios se elevan un poco.

En respuesta, ruedo los ojos al cielo.

—Por milésima vez: no es mi novio —mascullo, pero no he dejado de sonreír.

—Pero irás a verlo. —No es una pregunta.

—Es probable —digo, pero ambos sabemos que así será. Ambos sabemos que, tan pronto como lleguemos a la zona del área médica, me despediré de él y me encaminaré hasta ese lugar.

—¡Es probable! —bufa, y mi sonrisa se extiende un poco más—. ¿Por qué no admites que mueres por dejarme aquí, con la palabra en la boca, para correr al área médica?

Mi boca se abre para hablar, pero las palabras mueren en mis labios cuando un extraño tirón me retuerce el pecho. Es tan distinto a los habituales, que me quedo muda, mientras trato de procesar esta nueva sensación.

El sonido de unos pasos acercándose a toda velocidad me invade la audición y otro movimiento brusco me llena la caja torácica. Entonces, el sonido urgente de una voz llega a nosotros:

—¡Hank, tenemos un problema!

—¿Qué sucede? —Hank inquiere y, presa de un extraño presentimiento, me giro sobre mi eje para mirar al chico escuálido que corre hasta detenerse frente nosotros.

—El chico —dice el muchachito, sin aliento—. El chico despertó.

El corazón me da un vuelco.

—¿Mikhail? —Es el sonido de mi propia voz el que me sorprende.

El chico me mira un segundo antes de volverse hacia Hank.

—Le rompió un brazo a Donald, noqueó al comandante e hirió a Harper con un bisturí antes de encerrarse en los baños de mujeres —dice, y siento cómo las rodillas se doblan bajo mi peso—. No ha dejado de exigir ver a la chica. —Hace un gesto en mi dirección—. No ha dejado de gritar que va a matar a todo el mundo si no le llevan a la chica.

Lágrimas me inundan los ojos y, sin esperar por más, empiezo a correr.

Hank grita mi nombre, pero no puedo dejar de moverme. No puedo hacer otra cosa más que correr en dirección al baño de chicas.

Hay una multitud ahí cuando llego, así que tengo que empujar varios cuerpos antes de toparme de frente con la imagen de una doctora Harper sosteniéndose un hombro ensangrentado, un comandante desorientado y un Donald Smith con un brazo torcido en un ángulo antinatural pegado al pecho.

—Bess, no puedes entrar ahí. Es peligroso. Es…

Empujo con poca delicadeza a la doctora para apartarla del camino; interrumpiendo su diatriba y acercándome un poco más a la puerta.

Un chico corpulento está bloqueándola para que nadie se acerque y me detengo frente a él antes de espetarle:

—Quítate.

El chico parpadea un par de veces, inseguro de qué responderme, pero no tiene tiempo de hacerlo. No tiene tiempo de decir nada, porque alguien ya ha envuelto un brazo alrededor de mi cintura y ha comenzado a apartarme de la puerta.

Yo, presa de un impulso aterrado y desesperado, comienzo a luchar para ser liberada.

—¡Bess, con un carajo! ¡Detente! ¡El tipo está en estado de shock! ¡Puede hacerte daño! —Es la voz de Hank la que me llena los oídos y es todo lo que necesito para saber que es él quien me sostiene.

—Sí, Bess. No es prudente que… —Comienza la doctora Harper, pero no la dejo terminar.

—Mikhail —digo, en voz de mando, ignorando por completo a todo aquel que no deja de decirme que me detenga—. Mikhail, soy yo.

Un puntapié es dado casi por instinto y, de inmediato, el brazo que me sostenía me libera, dándome el espacio suficiente para acortar la distancia entre la puerta y yo —luego de, por supuesto, empujar a quien la resguarda—. Entonces, golpeo con la palma abierta y tiro del lazo que me une a la criatura que se encuentra allí dentro.

Una vocecilla en mi interior no deja de susurrar que debo tener cuidado. Que no sé en qué condiciones se encuentra Mikhail y que no sé si me busca para hacerme daño o para acabar conmigo; pero la ignoro por completo. Ahora mismo, en lo único en lo que puedo pensar es en verlo. En averiguar si realmente se encuentra bien.

Nada sucede.

Mikhail no responde.

No tira del lazo que nos une.

Un pinchazo de ansiedad y desesperación me invade por completo, y pego la frente a la madera de la puerta.

—Mikhail, por favor, abre la puerta —digo, en un susurro entrecortado por el nudo apretado que me atenaza la garganta.

Uno. Dos. Tres segundos pasan…

…Y la puerta se abre.

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