Pandemónium

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Vida

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Decir que estoy exhausta es una declaración ligera para la realidad que me embarga. Estoy agotada. Solo puedo pensar en meterme en la cama y dormir hasta el infinito. El día de hoy fue particularmente difícil. Y no es que me esté quejando; por supuesto que no; pero ser la madre de un bebé de casi dos años que, no solo está descubriendo el mundo, sino que, además, está descubriendo el poder de su naturaleza, es una verdadera proeza.

Iskandar es demandante. Autoritario. Rebelde e independiente. Su curiosidad no tiene límites y eso, en combinación con el extraño poder que lleva dentro, no hace más que convertir mis días en un tornado de emociones. Todas aterradoras. Todas maravillosas.

El sonido de la puerta abriéndose en la planta baja me trae de vuelta al aquí y al ahora.

De inmediato, la abrumadora energía que emana de mi flamante marido inunda todo el lugar, y es lo único que necesito para saber que está en casa. El confort que eso le trae a mi cuerpo es casi tan grande como el cansancio que impide que vaya en su búsqueda.

Escucho sus pisadas en las escaleras y, luego, nada…

Cierro los ojos.

Casi puedo visualizarlo asomando la cabeza por la habitación de Iskandar, con gesto de pesar por no haber estado aquí para llevarlo a la cama.

Los pasos se reanudan y aparece en el umbral de la puerta.

La sonrisa fácil que se desliza en sus labios hace que el estómago me revolotee de la anticipación, y se quita la chaqueta llena de nieve, antes de acercarse a la cama para besarme.

—Hola… —murmura contra mis labios.

Está helado.

—Hola. —Suspiro—. Te echamos de menos.

—Y que lo digas —dice, al tiempo que se sienta al borde de la cama, junto a mí—. Solo quería terminar con todo para venir a casa.

—¿Qué era ese asunto tan importante que quería discutir el subsecretario Dayton?

Suspira.

—Quería saber cuándo podrán empezar a poblarse las metrópolis y de paso tratar de negociar la decisión de aislar Los Ángeles y prohibir que la gente se acerque a los alrededores.

Sacudo la cabeza en una negativa.

—Imagino que no le parece la idea de perder una ciudad tan importante como Los Ángeles.

Asiente.

—Pero es una decisión inamovible. La energía es turbia ahí, pese a que la grieta fue sellada. —Habla mientras se deshace de la chaqueta y comienza a desabotonarse la camisa—. Además, todavía hay demonios por todos lados.

—Pasará mucho tiempo antes de que los demonios se vayan por completo, imagino —murmuro.

—Pero hazle entender a esos diplomáticos. Te reto —bufa y una sonrisa se dibuja en mis labios. Luego, cuando se deshace de los zapatos, cambia el tema—: ¿Y a ustedes? ¿Cómo les fue?

Es mi turno de suspirar.

—A veces creo que soy la peor madre del mundo.

—Eres maravillosa —protesta y esbozo un puchero.

—Me sentí horrible cuando lo obligué a comerse todo lo que tenía en el plato de la cena. —Niego—. Pero tampoco es como si hubiese comido mucho en todo el día. No podía dejarlo ir a la cama sin acabarse al menos eso. —Me froto la cara con las manos—. Y, para coronarlo todo, tuve que poner bombillas nuevas en toda la casa. Resulta que a tu hijo le encanta tomar baños de tina largos y, cuando le dije que eso no iba a pasar, que iba a ser una ducha rápida y listo, lloró tan fuerte que los hizo estallar. Todos.

Una carcajada suave escapa de los labios de Mikhail y, con todo y el pesar con el que le cuento mi fatídico día, río yo también.

—No te rías de mis desgracias. —Me quejo, pero sigo sonriendo.

Me acuna el rostro entre las manos y me da un beso casto sobre los labios.

—No seas tan dura contigo misma, amor —dice entre besos y mimos suaves—. Lo estás haciendo de maravilla. Iskandar te ama, y yo te amo más, porque, aunque no te das cuenta de ello, estás llevándolo increíble.

—No se siente como si así lo llevara. —Suspiro.

—Pues es así. —Me besa en la punta de la nariz—. Es normal tener miedo y no saber si se hace lo correcto, pero confía más en ti. En tu instinto.

Me aparto para mirarlo a los ojos.

—¿Y si le arruino la vida?

Otra carcajada lo abandona.

—Bess Knight, no tienes remedio —dice, mientras me envuelve entre los brazos—. No vas a arruinarle la vida a nadie. Eres la madre perfecta para nuestro hijo y no hay más. —Apoya sus labios en mi sien y me da un beso suave ahí—. Habrá días que serán un poco más difíciles que otros, pero eso no quiere decir que no seas apta para criar a nuestro hijo.

Suspiro y él me imita.

Cuando vuelve a hablar, lo hace en voz baja y ronca:

— Lo único que lamento, es no haber estado aquí para ayudarte.

Sonrío.

—No lamentes nada. —Me aparto para mirarle a los ojos—. Era algo que tenías que hacer. Además, lo pasamos bien. Nos reímos mucho y también jugamos mucho antes de la cena.

—Odio perderme la cena. —Es su turno de quejarse y sonrío aún más.

—Te guardé un poco de lasaña.

—No es lo mismo si la como solo. —Hace un puchero—. Los extrañé como un loco.

—Y nosotros a ti, amor. —Beso sus labios.

—Si ese hombre me hace perder otra cena con mi familia, juro que voy a asesinarlo.

Es mi turno de reír.

—No puedes abusar de tu poder, señor Ángel de la Muerte.

Bufa.

—Soy el Ángel de la Muerte. Puedo hacer lo que me plazca.

Alzo las cejas en un gesto cargado de fingida indignación.

—Y si tu esposa te lo permite —puntualizo y ríe una vez más.

—Y si mi esposa está de acuerdo —admite y no puedo dejar de reírme. No puedo dejar de envolver los brazos alrededor de su cuello para besarlo.

—Te amo, Mikhail —murmuro contra sus labios.

—Te amo, Bess —responde, y me besa de nuevo.

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