Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 25

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El aliento me falta. Todo dentro de mí se contrae. El mundo entero ralentiza su marcha y no puedo moverme. No puedo ordenarle a mi cuerpo que reaccione porque mis ojos están clavados en la figura que se encuentra de pie a pocos pasos de distancia. Porque mi atención entera esta puesta en el chico tan familiar y aterradoramente diferente que me mira con cautela, recelo y… ¿anhelo?

—Bess… —El murmullo ronco y profundo que sale de sus labios hace que un escalofrío me recorra y que el nudo que tengo en la garganta se apriete.

La pronunciación de mi nombre suena como una plegaria en sus labios. Como un rezo de alivio y agradecimiento susurrado al viento, y yo no sé qué demonios hacer con el huracán de emociones que me azota en ese instante.

Quiero abrazarlo. Quiero acortar la dolorosa distancia que nos separa y fundirme en él, pero mi anatomía no reacciona. No se mueve. Lo único que me permite hacer es mirarle a los ojos.

«¿Qué le pasó a sus ojos?».

Una tormenta de tonalidades doradas —las cuales ahora son el color predominante en sus irises—, grises y blancas baila en la mirada del demonio delante de mí y me deja sin aliento. Me deja con un hueco en el estómago y la sensación devastadora de saber que algo ha ocurrido. Que algo ha cambiado dentro de él; pero no es hasta que da un paso en mi dirección, que tengo la certeza de ello. Que una oleada de energía extraña, estridente y abrumadora me da de lleno en la cara.

—Bess. —Mikhail repite, más contundente, y las lágrimas me nublan la vista.

Algo cálido me toca la mano y doy un respingo antes de desviar la atención hasta el lugar donde una extraña electricidad empieza a recorrerme. Es en ese momento, que noto cómo una de sus manos se ha estirado para tocarme; para acariciar la piel de mi muñeca —esa que no está cubierta por vendajes firmes— y dejar una estela de sensaciones que me recorren desde la nuca hasta los talones.

Su toque apenas es perceptible. La forma en la que sus dedos fríos me rozan es tan suave y delicada que, de no estar mirando lo que hace, no sabría decir si está tocándome en realidad o no.

—Bess —susurra una vez más, y su voz suena rota. El corazón se me estruja con violencia al escucharle y el lazo que nos une vibra y pulsa cuando, sin más, tira de mí en su dirección.

El mundo entero me da vueltas. Se siente como si el alma estuviese a punto de escaparse fuera de mí y me siento aletargada. Embotada por la brutalidad de las emociones que me saturan los sentidos.

De pronto, me encuentro siendo rodeada por la fuerza de sus brazos. Envuelta por el calor de su pecho y el olor fresco y terroso de su piel.

Tiemblo de pies a cabeza. Quizás es él quien lo hace. No lo sé. De lo único de lo que estoy segura ahora mismo, es de que el mundo —mi mundo— parece haber encontrado su eje. De que, pase lo que pase, este espacio entre sus brazos siempre será mi lugar seguro.

Mis ojos se cierran. Lágrimas pesadas y calientes me resbalan por las mejillas, y mis brazos se envuelven a su alrededor. Un sollozo entrecortado escapa de mis labios y hundo el rostro en su pecho, mientras él me aprieta con fuerza contra su cuerpo y murmura mi nombre sin parar.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que, con delicadeza, me aparte un poco para examinarme, pero me siento abandonada cuando lo hace. Indefensa.

—Estás bien. —No es una pregunta. Es una declaración aliviada que me envía un espasmo cálido por toda la espina.

Asiento, incapaz de hablar.

—¿Haru…?

—Está bien. —Le aseguro, interrumpiendo su pregunta y sus ojos se cierran con alivio.

—¿Jasiel? —inquiere, mirándome esperanzado.

Niego y el rostro se le contorsiona en una mueca dolida.

—¿Qué pasó? —No aparta sus ojos de los míos cuando habla. Su gesto es tan confundido y torturado que el corazón se me resquebraja en pedazos diminutos solo de mirarlo—. ¿Qué es este lugar? ¿Dónde diablos están todos?

Mi boca se abre para responder, pero alguien detrás de mí carraspea y hace que enmudezca por completo. Entonces, la voz de Hank me llega a los oídos y me hace volver a la realidad de manera súbita y dolorosa.

—¿Quiénes son «todos»? —dice, y la sangre se me agolpa en los pies.

Mikhail debe sentir algo a través del lazo que compartimos, ya que observa en dirección a Hank —quien se encuentra detrás de mí—, frunce el ceño en desconfianza y me mira de regreso.

El cuestionamiento está fijo en sus facciones y no puedo hacer otra cosa más que mirarle con disculpa, antes de girar sobre mi eje para encarar al hijo del comandante.

—Habla sobre los demás ángeles que viajaban con nosotros —improviso y los ojos de Hank se entornan hacia mí. Es todo lo que necesito para saber que no ha creído una sola palabra de lo que he dicho.

—Creí que era solo uno el que te protegía —suelta, y algo en su voz suena acusatorio, afilado y mordaz.

—¿Tú enviarías a solo uno de tus hombres a proteger a alguien que podría desatar el mismísimo apocalipsis? —digo, con el mismo tono cáustico que utiliza él y su mandíbula se aprieta.

No se necesita ser la persona más observadora del mundo para notar el descontento que ha comenzado a aparecer en el gesto de Hank, pero no dice nada. Se limita a mirar más allá de mi hombro, hacia Mikhail.

—¿Bess? —La voz ronca y profunda a mis espaldas me provoca escalofríos, pero no es algo agradable. Hay algo en la manera en la que habla, que me hace sentir como si estuviese irritado. Como si Mikhail, en estos momentos, estuviese tratando con todas sus fuerzas de no mostrar la verdadera naturaleza de sus emociones—. ¿Qué está pasando? ¿Quiénes son estas personas?

La frustración y la desesperación comienzan a luchar en mi interior, como si intentaran vencerse la una a la otra para dominarme y doblegarme los sentidos.

—La verdadera pregunta aquí es: ¿Quién eres tú? ¿Cómo demonios te las arreglaste para inhabilitar a tres personas con preparación y conocimientos militares? —Hank ataja, con brusquedad, y la alarma se enciende en mi sistema de inmediato.

El pánico amenaza con paralizarme y el terror de escuchar la respuesta de Mikhail me eriza cada vello del cuerpo. Pese a eso, me giro sobre mi eje ligeramente, de modo que tengo un vistazo de los dos chicos que ahora se miran el uno al otro como si tratasen de medir su fuerza. Como si estuviesen evaluándose.

«Están evaluándose», me susurra la vocecilla insidiosa en mi cabeza y aprieto los dientes.

Una de las comisuras de Mikhail se alza en una sonrisa sesgada y condescendiente. El tipo de sonrisa que le conseguiría un puñetazo en la nariz a cualquiera, pero que en él luce encantadora. Como si hubiese sido mandada a hacer para que solo él la utilizara.

En el proceso, la sombra de un hoyuelo se le dibuja en la mejilla.

—Lamento mucho decirte esto, pero si crees que esas personas están calificadas y preparadas para estar en un campo de batalla —hace un gesto en dirección a la pequeña multitud que se ha formado afuera del baño. Específicamente, en dirección a donde el comandante, Donald y la doctora Harper se encuentran—, tenemos un concepto muy diferente de lo que es una preparación militar adecuada.

Un destello iracundo centellea en la mirada de Hank y tengo que reprimir las ganas que tengo de cerrar los ojos y gritar.

—¿Quién demonios eres tú? —Hank ignora por completo el comentario despectivo de Mikhail y le dedica una mirada cargada de advertencia.

Los ojos —dorados, grisáceos y blanquecinos— del demonio a mi lado se llenan diversión y algo más. Algo oscuro y siniestro que me hace preguntarme qué diablos estará pasándole por la cabeza en estos momentos.

—Mi nombre es Mikhail —dice, finalmente, pero el tono que utiliza se siente erróneo. Como si encontrase bastante entretenido todo lo que está pasando.

—Eso ya lo sé —espeta el hijo del comandante y el chico de los ojos grises arquea una ceja en un gesto condescendiente.

—Si ya lo sabes, ¿para qué lo preguntas, entonces? —El tono aburrido y divertido con el que Mikhail responde hace que una mezcla de humor e irritación me invada el pecho.

Esta vez, la ira es tan palpable en el gesto de Hank, que temo que en cualquier momento se abalance en su dirección para propinarle un golpe.

—No sé qué clase de juego absurdo crees que estamos jugando, pero si no me dices de dónde diablos has salido o dónde has aprendido a hacer eso que hiciste con mi gente, te juro que vas a lamentarlo. —La voz de Hank suena tan ronca, que un escalofrío me recorre entera.

—Hank, escucha… —decido intervenir, pero la mirada llena de advertencia que me dedica me hace enmudecer de inmediato.

—No —espeta en mi dirección, interrumpiéndome—. No voy a tolerar ni una mentira más, Bess. Quiero la verdad y la quiero ahora.

—Ten mucho cuidado con la forma en la que le hablas —Mikhail interviene, y la diversión previa se fuga de su voz. Ahora suena tan amenazador, que me encojo sobre mí misma por acto reflejo—. Un poco más de respeto hacia la chica o quien terminará con el brazo roto, el hombro herido o inconsciente en el suelo, vas a ser tú.

—No te tengo miedo.

—No necesito que me lo tengas.

—La arrogancia puede hacerle mucho daño a la gente, ¿lo sabías?

—¿Lo dices por experiencia?

—Eres un hijo de…

—¡Es suficiente! —La voz del comandante se abre paso entre las voces de mando que ahora utilizan tanto Hank como Mikhail y la atención de todos se posa en él.

Apenas puede sostenerse en pie y lleva los ojos entornados, como si le costase trabajo enfocar cualquier cosa con la mirada. Es claro que aún sufre los efectos de lo que sea que haya hecho el demonio de los ojos grises para dejarlo inconsciente.

—Hank, apártate —ordena en un tono tan autoritario, que su hijo, a pesar de lucir como si quisiera combatir aquí y ahora con el chico que tiene enfrente, aprieta la mandíbula y se aparta del camino de su padre.

El hombre, a su vez, da un par de pasos en dirección a la entrada del baño y se detiene a una distancia prudente. No me pasa desapercibido el recelo con el que observa a Mikhail.

—Ha sido suficiente. —Pese a la cautela que tiñe el rostro del comandante, su gesto se endurece hasta convertirse en una máscara de severidad—. No sé quién demonios eres, o de dónde diablos has salido —hace una pequeña pausa para recuperarse del esfuerzo que le toma estar moviéndose—; pero no puedes venir aquí a armar todo este alboroto.

La mirada de Mikhail está fija en el hombre frente a él, pero no dice nada. Ni siquiera luce intimidado. Pareciera, más bien, como si estuviese tratando de decidir si el comandante es una amenaza o no.

—Entiendo lo que debe haber sido para ti el despertar en un lugar desconocido, sin saber qué había sido de quienes viajaban contigo, pero eso no te da el derecho de venir aquí a aterrorizar a todo el mundo. —El padre de Hank suena cada vez más duro y autoritario, pero el demonio ni siquiera se inmuta.

—¿Entonces qué se supone que debía hacer? —Mikhail inquiere, al tiempo que arquea una ceja en un gesto arrogante y soberbio—. ¿Asumir que todos aquí son buenas personas? No sé si está enterado, pero el mundo allá afuera se está acabando.

—¿Así que de eso se trata todo esto? ¿De desconfiar hasta de tu propia sombra solo porque todo allá afuera es un caos? —El hombre refuta—. Nosotros tampoco teníamos la garantía de que lo que esta chica —hace un gesto de cabeza en mi dirección—, ha dicho sobre ustedes y su origen es cierto y, a pesar de eso, les dimos el beneficio de la duda. Les abrimos las puertas del asentamiento y los acogimos como si fueran uno más de los nuestros. No se trata de ir por la vida pensando lo peor de todo el mundo, muchacho. Se trata de aprender a unirnos en los peores momentos. De sacar lo mejor de nosotros y demostrar que aún valemos la pena.

La mirada de Mikhail se posa unos segundos en mí antes de volver hacia el comandante.

—¿Y qué se supone que esperas que haga ahora? ¿Que te agradezca? ¿Que te aplauda para que puedas regocijarte en esa falsa humanidad de la que tanto presumes? —La desconfianza que mana de su voz es tanta, que me pone alerta y a la defensiva.

—No estoy aquí para probar mis buenas intenciones —dice el comandante—. De hecho, si crees que hago esto por otros motivos ajenos al de la tranquilidad y el bienestar de toda la gente que viene a este lugar en busca de ayuda, es tú problema. El mío es el de velar por toda esa gente. Abastecer, cuidar y proteger a todo aquel que lo necesite. Si tú crees que ya no lo necesitas, eres libre de marcharte. —Hace otra pequeña pausa—. Ahora, si lo que quieres es una explicación sobre el motivo por el cual estás aquí, con gusto puedo dártela; siempre y cuando no vuelvas a herir a ninguno de los míos.

—¿Y si no quiero escucharte? —Mikhail lo mira ahora con el ceño ligeramente fruncido y la desconfianza brotando de cada poro del cuerpo—. ¿Y si quiero largarme de aquí sin permitirte decir nada?

—Pues entonces, como te lo dije antes, eres libre de marcharte —dice, y me dedica una mirada rápida—. Así como Bess es libre de decidir si quiere o no marcharse contigo.

Los ojos de todo el mundo se posan en mí. Como si esperasen que tomara una decisión ahora mismo.

En su lugar, clavo la vista en el demonio de los ojos grises y, mientras tiro del lazo que nos une, digo en un susurro suplicante:

—Mikhail, por favor, tenemos que hablar.

Él parece pensarlo durante unos largos instantes; pero, luego de unos segundos de deliberación, asiente.

—De acuerdo. Pero solos tú y yo, Bess. Ningún intermediario.

Asiento.

—Está bien —digo, al tiempo que le dedico una mirada rápida al hombre que se encuentra cerca de la puerta y que me observa como si tratase de decidir si considera esto una buena idea o no—. Hablaremos tú y yo solos.

La mirada de Mikhail —dura, pesada e imponente—está fija en mí y no sé cómo sentirme al respecto.

El nudo de ansiedad que se me ha formado en la boca del estómago me hace imposible pensar en cualquier otra cosa que no sea en la sensación vertiginosa que me provoca el no saber qué diablos está pasándole por la cabeza.

Quiero gritar. Quiero tomarle por los hombros y sacudirlo mientras le exijo aunque sea un par de palabras que me digan algo —lo que sea— que me haga salir de este estado de angustia inexorable.

Hace apenas unos instantes que terminé de relatarle todo lo que ha ocurrido durante su lapso de inconsciencia, pero se siente como si hubiese pasado ya una eternidad. Como si el tiempo se hubiera quedado suspendido en el instante en el que terminé de hablar.

Ni siquiera soy capaz de identificar alguna clase de emoción en sus facciones, ya que su rostro entero es una máscara inescrutable. Una piedra labrada con ese gesto estoico que suele esbozar cuando no quiere que nadie se dé cuenta de sus verdaderos sentimientos.

Estoy segura de que me odia. Debe hacerlo. Le he arrancado el ala que le quedaba. Le he arrebatado sabrá-Dios-qué al terminar de quitársela.

Estoy segura, también, de que debe estar pensando que soy una completa idiota por haberme expuesto del modo en el que lo hice al detener la invasión demoníaca que estuvo a punto de acabar con el asentamiento. Estoy segura de tantas cosas, que ni siquiera sé por qué no ha empezado a vociferar. A recriminarme por todas y cada una de las equivocaciones que he cometido sin él al mando.

—Mikhail… —El murmullo suplicante brota de mis labios cuando la angustia alcanza niveles insoportables—, por favor, di algo…

Él parpadea un par de veces, como si mi voz lo hubiese sacado de un estado de estupor profundo y luego aprieta la mandíbula.

El ángulo firme y fuerte que contornea su rostro no hace más que darle un aspecto más peligroso y hosco del que ya le han dado sus facciones endurecidas, y su ceño se frunce ligeramente.

Sé, por el modo en el que me mira, que su mente está corriendo a toda velocidad. Que su cerebro no deja de avanzar a mil por hora mientras digiere todo lo que acabo de contarle.

—Cuando los humanos nos rescataron, ¿te cercioraste de que nadie nos seguía? —inquiere, y su pregunta me toma fuera de balance.

De todas las cosas que esperaba escuchar de sus labios, esa era, definitivamente, la única que ni siquiera me había cruzado por el pensamiento.

—No —respondo, horrorizada ante la posibilidad de haber cometido un error tan simple como ese. Estaba tan ocupada tratando de maquinar algo creíble para la chica que nos encontró, que nunca me pasó por la cabeza el cerciorarme de que ningún demonio estuviese cerca—. ¿Por qué?

El ceño de Mikhail se profundiza al tiempo que niega con la cabeza.

—¿No te parece demasiado conveniente que, luego del enfrentamiento que tuvimos, apareciera una brigada de humanos vagando casualmente por la zona más peligrosa de Los Ángeles? —dice, y el nudo que tenía ya instalado en el estómago se aprieta un poco más—. Eso sin mencionar que no fue un enfrentamiento cualquiera, Bess. La mujer que nos atacó no es un demonio cualquiera. Es Baal. Es uno de los siete Príncipes del Infierno. Nada más y nada menos que la asistente personal del Supremo. —Sacude la cabeza en una negativa—. Es imposible que nadie se haya percatado de lo que estaba ocurriendo en, al menos, kilómetros a la redonda; así que no tengo más que dos posibles opciones: o estos humanos son unos estúpidos, o no son quienes te han dicho que son.

Niego, pero no estoy segura si es gracias a la incredulidad que me embarga o al hecho de que nada de lo que dice Mikhail se me había pasado por la cabeza.

—Existen las casualidades —balbuceo, pero ni siquiera yo misma puedo creer del todo lo que digo.

—¿Lo hacen? —Los ojos del demonio son escepticismo puro.

—Nos han acogido. Nos han alimentado, curado y brindado protección, como si fuésemos uno más de ellos durante más de una semana. Incluso antes de saber lo que represento en todo esto. ¿Por qué tomarse tantas molestias si sus intenciones son otras? —digo, esta vez, un poco más convencida de mis palabras. Del razonamiento que trata de abrirse paso a través de la bruma de confusión que me rodea.

La expresión indecisa del demonio me hace saber que él tampoco está convencido de lo que dice. Sabe que tengo un punto a mi favor. Sabe que estas personas no han hecho más que arriesgar sus vidas y su integridad al mantenernos aquí, escondidos entre ellos.

—No lo sé, Bess —niega con la cabeza—, pero no confío en ellos. No luego de todo lo que ha pasado. Debiste…

Se queda callado, como si se arrepintiera de las palabras que estaban por abandonarle.

—¿Qué? —Lo insto, sintiéndome herida y ofendida por el ligero reproche en su voz—. ¿Quedarme ahí, a la mitad de la nada, en la zona más peligrosa de la ciudad, esperando a que la mujer esa, Baal, regresara? ¿Dejarte morir ahí para luego morir víctima de una infección y dejar solo a Haru? ¿Utilizar las pocas fuerzas que me quedaban para tratar de despertarlo y alejarlo de los humanos? —es mi turno de negar con la cabeza—. Hice lo que creí que era mejor para nosotros. Y lamento mucho si no te parece lo adecuado, pero fue lo único que pude hacer para mantenernos con vida.

—No estoy diciendo que lo que hiciste no fue adecuado, Bess, es solo que… —Vuelve a dejar al aire la oración y la punzada de tristeza que había comenzado a formarse en mi pecho, se mancha de algo más. De algo oscuro y doloroso. De algo que me cierra la garganta y pone lágrimas en mis ojos a una velocidad aterradora.

Bajo la mirada al suelo y la clavo en las manos entrelazadas sobre mi regazo.

No sé en qué momento me senté sobre uno de los catres del área médica —que es donde nos han permitido tener algo de privacidad para hablar—, pero ahora me encuentro aquí, sobre uno de ellos, tratando de mantener todas mis piezas juntas; con la frustración manchando la alegría previa de saber que Mikhail ha despertado y que parece ser él mismo a pesar de haber perdido otra ala.

La austera cama cede ante el peso de alguien, y un dedo firme y calloso me alza el rostro por la barbilla.

Está cerca. Muy, muy cerca. Su mirada —ahora llena de tonalidades ambarinas y doradas— está fija en la mía y la expresión en su rostro está a medio camino entre la frustración y el entendimiento.

—No te culpo de haber tomado las decisiones que creíste correctas —dice, en un susurro tan ronco y bajo, que un escalofrío me recorre entera—. Tampoco trato de recriminarte nada de lo que ha pasado, porque sé que, de no haber sido por ti, ahora mismo ninguno de nosotros estaría vivo. Probablemente, el mundo como lo conocemos se habría ido a la mierda. Es solo que no confío en esta gente. Hay algo en ese chico… —Niega, al tiempo que frunce el ceño en un gesto cargado de recelo—. Hay algo en todos ellos que no termina de gustarme, y no sé si es porque estoy a la defensiva, o porque realmente esconden algo; pero algo muy dentro de mí no deja de gritarme que no baje la guardia.

—Es que yo tampoco he bajado la guardia —digo, en un susurro entrecortado y su expresión, antes dura y frustrada, se suaviza notablemente.

No dice nada en respuesta. No hace otra cosa más que dejar de tocarme la barbilla con un dedo para, con delicadeza, poner un mechón rebelde de cabello detrás de mi oreja. Entonces, sus ojos pasean por todo mi rostro, como si tratase de memorizar cada peca. Cada imperfección. Cada detalle de mí.

—De verdad estás bien… —murmura, luego de unos segundos, pero suena como si hablase con él mismo.

Asiento, y él deja escapar un suspiro largo y aliviado.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —inquiero, a pesar de que no quiero romper el pequeño instante que se ha creado entre nosotros.

—Supongo que tenemos que seguir manteniendo perfil bajo —musita, pero sé que la idea no le agrada en lo absoluto—. Al menos, hasta que averigüemos cuanto podamos respecto al comportamiento de los demonios que viste esta mañana y esa grieta en particular de la que me hablaste. —Hace una pequeña pausa en la que se dedica a acariciar con delicadeza mi mejilla, sobre una cicatriz que no estaba ahí antes del incidente con Baal—. Quizás sea conveniente que estés cerca cuando escuches la historia que me inventaré respecto a los conocimientos militares que tengo. Solo para estar en la misma sintonía.

—De acuerdo —digo, en voz tan baja, que apenas puedo escucharme a mí misma.

—Y, ¿Bess? —dice, mientras clava sus ojos en los míos—. Hiciste lo que tenías que hacer.

El nudo que se había aflojado en mi garganta vuelve a apretarse.

—Incluyendo lo de mi ala —continúa, y las lágrimas vuelven a mí casi como invocadas por alguna especie de conjuro.

—Lo siento tanto… —La voz me suena tan rota por el llanto que ha comenzado a abandonarme, que no suena como mía.

—No hay nada que lamentar. —Me consuela, pero hay una tristeza tan grande en sus ojos, que ni siquiera puedo soportar verlo—. Hiciste lo correcto. No lo dudes nunca.

Niego con la cabeza.

—Si pudiera…

—Pero no puedes, Bess —Me corta de tajo, al tiempo que, con un pulgar se deshace de las lágrimas que corren por una de mis mejillas—. No te tortures más con eso. Tenemos mejores cosas en qué pensar, ¿vale?

—¿Qué va a pasar contigo? —inquiero, a pesar de que me ha pedido que lo deje estar.

—No lo sé —admite, y suena aterrorizado—, pero ya habrá tiempo para averiguarlo. Lo importante ahora es solucionar todo esto y lo vamos a hacer juntos, ¿de acuerdo?

Mi pecho se llena de una emoción nueva y desconocida. Una emoción nacida de la forma en la que ha decidido involucrarme en esto. Nacida de estas irrefrenables ganas que tengo de aportar algo a la causa.

—¿Juntos? —Sé que sueno como una niña ilusionada, pero no podría importarme menos.

Él me regala una sonrisa sesgada y dulce. El tipo de sonrisa que podría doblarme las rodillas si no estuviese sentada ahora mismo.

—Juntos, Bess. Pase lo que pase. —Sentencia y el corazón me da un salto.

Va a permitirme ayudarle. Va a permitirme hacer algo para acabar de una vez y para siempre con todo esto.

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