Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 26

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El silencio llena la estancia luego de que Mikhail termina de hablar. Los ojos de todos los presentes están fijos en él y, de vez en cuando, se desvían hacia mí. El fuerte escrutinio al que somos sometidos me hace sentir incómoda y extraña, pero trato de no hacerlo notar. De mantener el rostro completamente inexpresivo mientras el comandante, su hijo, la doctora Harper y Donald nos observan a detalle.

La historia de Mikhail ha sido sencilla y bastante concisa. En ella, se encargó de dejar en claro que tenía conocimientos militares porque él mismo había formado parte del ejército y se había dado de baja en condiciones honorables al volver de una misión en Irak. Los únicos cuestionamientos que su historia trajo, fueron acerca de su edad —el comandante puntualizó lo joven que luce como para haber estado ya en el ejército— y el rango que alcanzó mientras estuvo en la milicia.

A pesar de eso, Mikhail se encargó de hacer embonar todos los detalles de su historia. Dijo que tenía apenas diecinueve años cuando se enlistó en Florida y veintiuno cuando estuvo en el campo de batalla. Dijo que, al regresar cuatro años después de haber dejado su hogar, decidió darse de baja y, debido a su excelente desempeño durante su estadía en el Medio Oriente, pudo marcharse con un currículum impecable. En cuanto al rango alcanzado y todo lo demás, Mikhail no tuvo problema alguno en aclarar todas las dudas del comandante con una soltura aterradora. No me había dado cuenta de lo bien que sabe mentir y de lo fácil que es para mí creer cada palabra que sale de su boca.

El sonido de una inspiración profunda y larga me llena los oídos y, por acto reflejo, busco a quien parece haber decidido romper con el silencio.

—De acuerdo. —La voz del comandante suena más ronca que de costumbre—. Te creo.

El alivio me llena el pecho como si de un bálsamo se tratase, pero el chico que se encuentra de pie al centro de la estancia, con los brazos cruzados sobre el pecho y actitud arrogante, no parece inmutarse en lo absoluto.

—¡Hombre! Gracias. —Suelta Mikhail burlón y con un deje de sarcasmo en la voz. Algo oscuro se apodera de la mirada del comandante, pero desaparece tan pronto como llega.

—Pero eso no quiere decir que voy a pasar por alto otra subordinación. —Rupert Saint Clair sigue hablando, como si no hubiese escuchado el comentario mordaz del demonio de los ojos grises—. No quiero enterarme de que has causado alguna clase de revuelta o que le haces daño a alguien solo porque sí, porque, entonces, tú y yo tendremos un problema.

Esta vez, a pesar de ni siquiera lucir arrepentido, asiente en entendimiento.

—Ni siquiera notarán mi presencia en este lugar. —Mikhail asegura, con una sonrisa taimada tirando de sus labios.

—Permíteme dudarlo. —Es el turno de Hank de murmurar, aunque parece que habla más para sí mismo que para el resto de nosotros.

Mikhail, a pesar de que sé que pudo oírlo, ni siquiera le dedica una mirada.

—Gracias, comandante, por todas las atenciones. —Asiente, todo cordialidad, y no sé si quiero golpearlo por ser así de cínico o reír a carcajadas porque no puedo creer la facilidad con la que puede hacerle creer a la gente que nada le importa—. Si no le molesta, me encantaría retirarme.

El hombre, que no deja de mirarlo como si tratase de evaluarlo, asiente con lentitud.

—Ve a descansar —dice, y suena despreocupado, pero está más que claro para mí que no ha bajado la guardia ni un poco—. Cuando tu estado de salud mejore, me gustaría hablar contigo de otros asuntos.

Un destello de algo se cuela en el gesto de Mikhail, pero desaparece tan pronto como llega y, en su lugar, lo reemplaza un gesto que raya en el agradecimiento, pero que no llega a serlo del todo. Está a medio camino entre el cinismo y la sinceridad. Ahora mismo, no sabría decir si lo que refleja su rostro es lo que está sintiendo realmente, pero agradezco que la prudencia en él sea más grande que cualquier otro impulso.

—Como usted guste. —El demonio suena sereno y tranquilo, y eso solo me pone los nervios de punta; pero el comandante parece todavía más ansioso que yo.

—La doctora Harper irá a revisar que todo esté en orden contigo. —Hace un gesto de cabeza en dirección a la mujer que nos escruta desde un rincón de la estancia—. Después de todo, no ha habido oportunidad de cerciorarnos que te encuentres bien como es debido.

Mikhail no dice nada. Se limita a asentir al tiempo que el comandante hace un gesto con la cabeza que indica que puede retirarse. Instantes después, el chico barre la habitación con la mirada —deteniéndose un segundo más de lo debido en Hank, quien no deja de lucir receloso y desconfiado— y, luego, se gira sobre su eje y empieza a avanzar en dirección a la salida.

Por supuesto, lo imito.

—¡Bess! —La familiar voz de Hank a mis espaldas hace que me detenga en seco. También hace que Mikhail, quien se encuentra a escasos pasos de distancia, ralentice su andar.

El nudo de ansiedad en mi estómago —que ya se había aflojado considerablemente— se aprieta. Se tensa tanto, que una sensación nauseabunda me llena la boca; como si pudiese vomitar de los nervios en cualquier momento.

A pesar de eso, me obligo a mirarlo por encima del hombro con el gesto más casual e inocente que puedo esbozar.

—¿Sí? —Sueno tímida. Confundida, incluso; y quiero darme un par de palmadas en la espalda a manera de felicitación.

—¿Puedo hablar contigo un momento?

En ese instante, por el rabillo del ojo, soy capaz de ver cómo Mikhail me mira por encima de su hombro. Una extraña satisfacción me llena el cuerpo en un abrir y cerrar de ojos cuando lo hace.

—Claro —respondo y, a pesar de que no sueno entusiasmada con la idea, la mirada del chico de los ojos grises se oscurece.

—A solas. —Esta vez, cuando Hank habla, tiene los ojos fijos en un punto a mis espaldas. No necesito tener ojos en la nuca para saber que, a quien observa de esa forma tan desafiante, es a Mikhail.

—Está bien. —La voz me suena incierta e insegura, pero no puedo evitarlo.

Entonces, sin decir nada más, Mikhail vuelca su mirada hacia enfrente y sale de la habitación sin siquiera echar un último vistazo hacia nosotros.

Cuando la puerta se cierra detrás del demonio, la voz de Hank suena detrás de mí.

—Vamos —dice, y la cercanía me hace pegar un respingo. No me había dado cuenta de que ha acortado la distancia que nos separa hasta convertirla en apenas un par de pasos.

La realización de este hecho me hace sentir extraña. La manera en la que Hank se mueve a mi alrededor siempre me ha hecho sentir de esta manera.

A pesar de eso, me las arreglo para encararlo, regalarle un remedo de sonrisa ligera y seguirlo hasta la salida de la improvisada oficina en la que nos encontramos.

Nunca había estado en la habitación de Hank.

De hecho, ahora que me encuentro aquí, rodeada de sus cosas —de su esencia—, no puedo dejar de preguntarme si esto es una buena idea. Si el estar en este lugar, a solas, con él, es lo mejor que puedo hacer.

Una parte de mí no deja de susurrarme que debo salir de aquí cuanto antes, pero otra, no deja de decirme que estoy siendo una completa ridícula. Que no tiene nada de malo el que esté aquí y que solo me siento de esta manera porque Mikhail ha despertado y siento que le debo algo.

—¿De qué quieres hablar? —inquiero y, a pesar de que trato de sonar serena y tranquila, hay un tinte ansioso en mi voz.

Hank, quien se ha sentado sobre una vieja silla de metal a escribir en una libreta forrada de cuero que descansa sobre el improvisado anaquel metálico que utiliza como escritorio, se toma su tiempo antes de responder:

—Con todo lo de tu novio —no me pasa desapercibida la manera en la que escupe la última palabra, como si le pareciera repugnante, pero ni siquiera me mira cuando habla. Sigue con la vista clavada en sus apuntes—, no hemos podido hablar respecto a lo que vimos allá afuera el día de hoy.

Poso la vista en mis pies unos instantes y luego miro hacia el colchón maltrecho que descansa en el suelo. Finalmente, observo la salida de la habitación.

—Cuanto más pronto hablemos al respecto, más pronto podrás correr a los brazos de tu chico. Eso te lo aseguro. —El veneno en la voz de Hank es tanto, que no puedo evitar mirarlo de nuevo.

Cuando lo hago, me encuentro de lleno con una mirada fría. Con un gesto cargado de desdén y sorna.

—Mikhail no es mi novio. —Las palabras salen de mis labios casi por voluntad propia y no entiendo por qué tengo la necesidad de puntualizar algo tan absurdo como eso. Si Mikhail es o no mi novio, no es algo que a Hank Saint Clair deba importarle.

Un gesto desdeñoso es hecho por la mano del chico frente a mí.

—No me lo tomes a mal, Bess, pero no es algo que realmente me interese —dice, y una punzada de enojo me invade el pecho.

—Pues pareciera que lo hace. No dejas de llamarle mi «novio», a pesar de que te he dicho una y otra vez que él y yo no tenemos nada —espeto—. Y, aunque lo tuviéramos, no veo cómo eso es algo que te incumba.

—Tienes razón. No me incumbe. Y, ¿honestamente?, tampoco me importa. Lo que tengas con él, no es asunto mío.

—Me alegra saber que estamos en la misma sintonía al respecto, entonces —suelto, con brusquedad y se pone de pie.

—Lo que sí es asunto mío, Bess, y te voy a ser muy sincero cuando te lo digo —dice y, mientras lo hace, acorta la distancia que nos separa—, es la capacidad tan grande que tienes de mentir solo para salvarle el pellejo.

—¿Mentir para salvarle el pellejo? ¿De qué hablas? Yo nunca he mentido respecto a Mikhail —digo, y la sensación horrible que me deja la declaración en la punta de la lengua me hace sentir abrumada y culpable.

—Ocultaste el hecho de que tiene preparación militar —espeta, y se encuentra tan cerca, que tengo que alzar la cara para poder mirarlo a los ojos.

De pronto, soy tan consciente de su cercanía, que todo dentro de mí se tensa. Que tengo que reprimir el impulso que tengo de dar un paso hacia atrás para poner distancia entre nosotros.

—¿Y eso es importante? ¿De verdad necesitaba decirles: «¡Oh, por cierto! El chico que se encuentra inconsciente en el área médica fue militar»? —escupo, a pesar de la turbación, y el enojo comienza a abrirse paso en mi sistema a toda velocidad; de modo que, con cada palabra que pronuncio, me siento más y más molesta—. Perdóname por estar más preocupada por contarte todo lo demás y omitir el minúsculo detalle del pasado de Mikhail. Perdóname por poner en primera instancia todo lo que al fin del mundo se refiere y no darme cuenta de que te importaba más lo que hacía un chico inconsciente en la enfermería antes de que todo el mundo se fuera literalmente al carajo.

—¡No es el maldito pasado del tipo, Bess! ¡Me importa una mierda si fue o no militar en el pasado! ¡Lo que me enerva es la omisión! ¡Es que lo ocultaste! ¡Dijiste que no ocultabas nada más!

—¡Y no lo hago! —estallo—. ¡No oculto nada más! ¡¿Qué demonios quieres que haga?! ¡Lo olvidé! ¡Olvidé por completo mencionarlo! No lo consideré importante y sigo sin considerarlo. De hecho, no entiendo por qué, en el jodido infierno, estamos teniendo una discusión al respecto.

Hank, quien aún luce desencajado y molesto, aprieta la mandíbula y barre mi cara con los ojos. En ese momento, una especie de entendimiento parece invadirlo, ya que el gesto enojado se diluye y le abre paso a una expresión más suave. Confundida.

Durante unos instantes, no soy capaz de comprender el motivo del cambio repentino en su expresión, hasta que soy capaz de percibir el aroma dulce que exhala con cada bocanada de aire que sale de sus labios.

Está cerca. Demasiado cerca.

Nadie se mueve. Nadie dice nada. Nos quedamos suspendidos en este pequeño momento y yo no puedo dejar de mirarle. No puedo apartar la vista de sus ojos castaños y feroces. Del lunar que tiene en una sien y de la suave desviación de su nariz.

No sé cuánto tiempo pasa, pero se siente como una eternidad; sin embargo, no es hasta que la sensación de malestar me invade el cuerpo que, poco a poco, empiezo a caer en la cuenta de lo que está sucediendo.

Entonces, como si me hubiesen echado un baldazo de agua helada, el aturdimiento se disuelve y le abre paso a algo oscuro y amargo. Una sensación tan desagradable y apabullante, que me obliga a apartarme de un movimiento brusco.

Algo parece romperse luego de eso. Una especie de tensión que no sabía que existía —pero que ahora he notado con claridad— se desgarra y hace que el peso de mis acciones me llene de sensaciones aterradoras.

Doy uno. Dos. Tres. Cuatro pasos… pero aún me siento demasiado cerca. Necesito alejarme un poco más. Necesito dar diez… Veinte… Cincuenta pasos más.

Necesito irme de aquí.

—Cuando quieras hablar respecto a lo que vimos esta mañana, búscame —digo, haciendo acopio de toda la naturalidad que puedo imprimir en la voz y, sin esperar por una respuesta, me echo a andar a toda marcha en dirección a la salida.

—¡Bess! —Escucho que grita a mis espaldas, pero no me detengo. No hago otra cosa más que salir huyendo.

He pasado los últimos quince minutos de mi vida sentada justo afuera del área médica. Los últimos diez los he pasado tratando de asimilar lo que ocurrió en la habitación de Hank y los últimos cinco, tratando de convencerme a mí misma de que no pasó nada.

El cargo de consciencia que me provoca toda esta situación es tan grande que no puedo obligarme a mí misma a abrir esa puerta y enfrentar a Mikhail.

Sé que no tengo motivo alguno para sentirme de la forma en la que lo hago y, al mismo tiempo, una parte de mí se muere por dar explicaciones de algo que ni siquiera sé qué diablos fue.

«Esto es absurdo», me digo a mí misma. «No le debes nada. Además, no pasó nada. ¿Qué demonios te sucede, Bess Marshall?».

Con ese pensamiento en la cabeza, me pongo de pie, envalentonada, pero me detengo en seco en el momento en el que mi mano se cierra sobre la perilla de la puerta.

Cierro los ojos con fuerza y pego la frente al material, incapaz de creer mi falta de valor.

«¡Vamos!», me grita el subconsciente. «¡No has hecho nada malo! ¡Entra ahí de una maldita vez!».

Un gemido frustrado se me escapa de los labios y las ganas que tengo de ponerme a gritar incrementan.

—Es suficiente —murmuro, para mí misma—. Solo… entra.

—Había olvidado la frecuencia con la que hablas sola. —El sonido de la voz a mis espaldas me hace soltar un chillido aterrorizado y me giro a toda velocidad.

Sé, mucho antes de encararlo, de quién se trata y, a pesar de eso, no puedo evitar que el estómago me dé un vuelco en el instante en el que mis ojos hacen contacto con los suyos.

La ansiedad —que ya estaba acabando con mis nervios alterados— termina por transformarse en un dolor punzante en la boca de mi estómago y no puedo apartar la mirada de la suya. No puedo dejar de mirar al chico insoportablemente atractivo que me observa como si fuese el ser más absurdo de la tierra.

Una oscura y tupida ceja es alzada con condescendencia y arrogancia, y el miedo se mezcla con una pizca de irritación.

—Por el amor de Dios —digo, entre dientes, luego de dejar escapar el aire con un suspiro aliviado. Una de las comisuras de su boca se eleva en una sonrisa socarrona luego de eso, pero el gesto no toca del todo sus ojos—, no vuelvas a asustarme así.

—Yo no te asusté de ninguna manera. —Mikhail dice, con aire despreocupado, mientras avanza en mi dirección. Por acto reflejo, me aparto de su camino y él, sin lucir ni siquiera un poco afectado por mi movimiento brusco, abre la puerta del área médica—. Eras tú la que estaba a la mitad del camino.

Es hasta ese momento, que me percato de que Haru viene justo detrás de él y de que su sonrisa es más burlona —mucho más burlona, de hecho— que la de Mikhail.

—Eres insoportable —mascullo, al tiempo que lo miro entrar en la estancia. Haru también lo hace.

—Dudo mucho que lo sea tanto como tu amigo, el hijo del comandante —dice, y no me pasa desapercibido el tinte venenoso que le pinta la voz.

Algo extraño, dulce y espeso me llena el pecho, pero no es una sensación saludable. Es retorcida y oscura y, de todos modos, me llena de una emoción indescriptible.

—Déjame decirte que no están muy lejos el uno del otro —refuto y, en respuesta, obtengo una mirada siniestra y un ceño desdeñoso.

—¿Esta es tu manera de decirme que te alegras de que me encuentre bien? —dice, y una sonrisa amenaza con abandonarme, pero la contengo como puedo.

—En realidad —digo, al tiempo que echo un vistazo alrededor solo para cerciorarme de que el lugar se encuentra completamente vacío—, venía a ver cómo estabas. Por lo visto, bastante mejor de lo que yo pensaba. Ya hasta has abandonado el área médica y tienes, ¿qué? ¿una hora despierto?

—Le pedí a la doctora Harper que me llevara a ver a Haru. —Él pronuncia, al tiempo que se encamina en dirección al catre donde, hasta hace unas horas, se encontraba recostado—. No estaba de acuerdo, pero igual me llevó.

Mientras habla, me vuelvo sobre mi eje y cierro la puerta principal. Luego de eso, me giro sobre los talones y lo encaro.

Haru, quien se ha dejado caer en el catre junto a Mikhail, no parece dar indicios de estar enterado de lo que hablamos. A pesar de eso, su presencia aquí me reconforta. Hace que esta conversación se sienta más ligera.

—¿Crees que se hayan tragado lo que les dijiste? —digo, al cabo de unos instantes de silencio.

—No. —Mikhail responde, luego de otro par de segundos en silencio. Cuando lo hace, luce meditabundo, como si su mente estuviese corriendo a toda marcha—. Pero nos ha ganado algo de tiempo. De ahora en adelante, tenemos que procurar guardar un perfil bajo. Eso incluye a tus amistades nuevas.

Mi ceño se frunce en confusión.

—¿Amistades nuevas? ¿De qué hablas?

—No es por arruinarte la fiesta, pero tu amistad con el chico Saint Clair nos pone en una posición de desventaja —ataja, y mis ojos se entornan en su dirección.

Me cruzo de brazos.

—¿En qué posición desventajosa nos pone Hank Saint Clair, Mikhail?

El gesto estoico que esboza se siente erróneo. Como si lo hubiese ensayado una y mil veces hasta perfeccionarlo.

—El chico sospecha. Sabe que mentimos.

—Y de todos modos eso no explica el motivo de tu comentario —refuto—. ¿Qué se supone que tiene que ver Hank en todo esto? ¿Insinúas que somos amigos? ¿Que paso tiempo con él?

—Hasta donde tengo entendido, Bess, antes de que yo despertara, estabas con él. Luego de que lo hice, te fuiste con él. Lo único que estoy diciendo, es que debemos ser cuidadosos. Especialmente, con él.

«¿Está celándote?».

—No te preocupes. No paso el tiempo con Hank si eso es lo que tratas de insinuar —espeto.

—En realidad no me importa si pasas el tiempo con él o no —suelta y suena tan amargo, que un destello de coraje me invade el pecho.

—Pues pareciera que lo hace —escupo, con todo el veneno que puedo imprimir en la voz—. Lo has traído a colación dos veces en menos de dos minutos.

—Ya te he dicho por qué: no confío en él. —Mikhail suena tan a la defensiva ahora, que la sensación previa de satisfacción enfermiza que antes me embargaba, incrementa.

«Oh, Dios mío, está celándote…».

—¿Estás celándome?

En el instante en el que las palabras me abandonan, la mirada de Mikhail se oscurece.

Silencio.

—Mikhail… —Mi voz es un susurro tembloroso e inestable ahora—. ¿Estás celándome?

No dice nada. Se limita a mirarme fijamente, como si su silencio y la expresión salvaje que se ha apoderado de su rostro fuesen capaces de decírmelo todo.

—Mikhail, yo nunca… —digo, al cabo de unos instantes y me quedo sin aliento en el proceso. Entonces, las palabras se atascan en mi garganta cuando un recuerdo fugaz me invade la memoria. Uno en el que me encuentro muy, muy cerca de Hank.

Sacudo la cabeza, con la intención de deshacerme del hilo insidioso de mis pensamientos. Yo no me acerqué a Hank con esa intención. Nunca lo he hecho. Lo que ocurrió hace unos momentos —sea lo que sea que haya ocurrido— no fue premeditado. Ni siquiera fui yo quien decidió ir a la habitación de Hank para encararlo.

—No, Bess —Mikhail pronuncia, en un susurro ronco y profundo, y me saca de mis cavilaciones.

Sus palabras se asientan en mi interior y me provocan tantas emociones que no soy capaz de contenerlas. De mantenerlas dentro de mí porque estoy tan cansada de fingir que no siento lo que siento —tan cansada de pretender que no me importa del modo en el que lo hace—, que ya no puedo detenerme. No puedo dejar pasar un día más sin decirle cuán aterrada estaba ante la posibilidad de perderlo.

No estoy dispuesta a pasar un día más sin que sepa que, a pesar de todo, lo que siento por él siempre ha sido más fuerte que cualquier otra cosa.

Sacudo la cabeza en una negativa frenética, al tiempo que doy un paso en su dirección.

—Mikhail, tú sabes que eres el único. —Las palabras se me escapan en un suspiro aterrado—. Tú sabes que… —trago duro—, sabes que yo…

—Bess, no —me corta.

—Mikhail, yo nunca he dejado de…

—Bess, detente. —La voz de Mikhail suena tan ronca y firme ahora, que doy un respingo ante la dureza con la que habla. A pesar de eso, su gesto no deja de ser torturado—. No puede ser. Nunca podrá ser y lo sabes.

Un nudo empieza a formarse en mi garganta.

—Mikhail, si tú quisieras, yo…

—Pero no quiero, Bess. No puedo.

Sin que pueda evitarlo, los ojos se me llenan de lágrimas y las palabras se me atascan en la bola de sentimientos que tengo en la garganta.

—Lo lamento, Bess —dice, y se siente como si algo dentro de mí se estuviese desgarrando con cada palabra que pronuncia—, pero es tiempo de que te lo saques de la cabeza. Necesitamos concentrarnos en lo que es realmente importante.

La quemazón que dejan sus palabras en mi pecho es tan dolorosa que quiero correr. Abrir la puerta que acabo de cerrar detrás de mí y escapar lejos de esta habitación. De él. De sus palabras y de la bofetada de realidad que acaba de darme de lleno en la cara.

Bajo la mirada a los pies.

El corazón me late fuerte y las lágrimas me inundan la mirada, pero me obligo a tragar duro varias veces para deshacerme del ardor de la tráquea.

—Tienes razón. —Apenas puedo hablar y quiero golpearme por sonar así de afectada—. Concentrémonos en lo que es importante.

Entonces, sin esperar por una sola palabra más suya, me giro sobre mi eje y, haciendo acopio de la poca dignidad que me queda, salgo de la habitación.

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