Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 27

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—Creo que le gustas a Hank. —La voz entusiasta y burbujeante de la chica con la que me ha tocado lavar los trastos del almuerzo me llena los oídos; y, en el instante en el que pronuncia aquello, el corazón me da un vuelco.

No digo nada. De hecho, no dejo de concentrarme en la tarea asignada ni un instante mientras, en silencio, digiero lo que acaba de decir.

—Bueno… —La chica continúa, luego de unos segundos, y ahora suena arrepentida—. Eso creemos las chicas de mi dormitorio y yo.

Quiero preguntar por qué, pero, al mismo tiempo, una parte de mí no deja de susurrarme que eso no debería de importarme. Que no debería querer saber por qué una chiquilla —a la que no le calculo más de diecisiete— y sus amigas creen que Hank gusta de mí.

—Yo no lo creía en un principio, pero mi amiga Paige me hizo poner atención en la actitud de Hank y empecé a darme cuenta… —Parlotea y el ánimo previo retoma su fuerza—. Antes, él ni siquiera tomaba sus alimentos en el área común. Siempre lo hacía en las oficinas, con su padre, la doctora Harper y el señor Donald y, desde que llegaste, se sienta en el comedor, con nosotros. También, pasa más tiempo dentro del asentamiento que en el exterior. Antes, pasaba casi todo el día afuera; ya sea en las guardias perimetrales o en las brigadas de abastecimiento. —Hace una pausa que agradezco, ya que he comenzado a sentirme incómoda—. Lo que terminó por confirmar nuestras sospechas, fue su actitud alrededor del chico que dormía. Hank jamás se había portado tan receloso como lo hace con él.

Quiero decirle que eso no significa nada. Que la historia que trata de crear en su cabeza es un producto de su imaginación adolescente y nada más, pero no puedo obligarme a escupir las palabras.

Silencio.

—¿Es cierto que el chico que dormía es tu novio? —La chica insiste, al cabo de un rato—. ¿Es cierto que pelearon por culpa de Hank?

En el instante en el que escucho esas palabras, el plato que sostenía entre mis jabonosos dedos resbala y golpea contra la pila de trastos que trato de limpiar. En ese momento, mi atención entera se posa en la chica y, a pesar de que sé que ella no tiene la culpa de nada de lo que ha estado pasando los últimos días, digo con aire frío y hostil:

—Nada es cierto. Y diles a tus amigas que se ocupen de sus asuntos.

El horror que veo en su expresión no se acerca ni siquiera un poco al que me embarga al darme cuenta del comportamiento que acabo de tener con ella; pero me aferro al orgullo que me llevó a responderle de la forma en la que lo hice y regreso a la tarea impuesta.

Lo cierto es que, por mucho que me gustaría que las cosas fueran diferentes, nada ha salido como esperaba desde que Mikhail recobró el conocimiento.

Después de la discusión que tuvimos hace casi una semana —esa en la que me dejó en claro que entre él y yo nunca va a haber absolutamente nada—, todo se ha tornado extraño entre nosotros.

No voy a negar y decir que no he contribuido bastante al claro distanciamiento que hemos tomado el uno con el otro, pero no puedo evitarlo. No luego de la forma en la que me rechazó. No luego de la forma tan fría y distante en la que ha estado comportándose desde entonces.

Luego de aquella extraña discusión, me pidió que no pasara tanto tiempo en la enfermería. Que se encontraba en mejor estado y que podía prescindir de mí un par de horas. Yo, herida y orgullosa, desde entonces he procurado molestarlo lo menos posible y me he refugiado en la compañía de Hank y su brigada.

Sigo sin entender los absurdos rumores que han empezado a circular respecto a él y a mí, porque en realidad nunca pasamos tiempo solos. Desde lo ocurrido en su habitación la última vez, me he asegurado de que, cuando estamos juntos, siempre haya alguien a nuestro alrededor.

Pese a eso, las habladurías no se han hecho esperar y, con el paso de los días, se han intensificado. Han dejado de ser un suave murmullo para convertirse en el pan de cada día de todos en el asentamiento.

Mikhail no ha hecho ningún comentario al respecto. De hecho, cuando hablamos —que últimamente no es a menudo—, ni siquiera menciona a Hank o el tiempo que ahora he empezado a dedicarle para ganarme su confianza y la de su brigada. Incluso, cuando intenté justificarme y le dije que lo hacía con toda la intención de que me incluyeran en su grupo para enterarme de lo que ocurre allá afuera, en la grieta, dijo que estaba de acuerdo y que le parecía una buena idea que lo hiciera.

Desde entonces, mis días se han convertido en una extraña batalla interna entre el lugar en el que he decidido estar y en el que mi alma anhela que me encuentre. Se han convertido en un extraño estira y afloja entre lo que mi mente me ordena que haga y lo que el corazón me pide a gritos.

Sé que no puedo obligar a Mikhail a cambiar de opinión. No puedo obligarlo a elegirme a mí por sobre todas las cosas, porque sería egoísta. Porque no podría vivir conmigo misma sabiendo que puse mis intereses por encima de los del resto del mundo. Suficiente culpa cargo ya sobre los hombros como para llevar una más. Es por eso que, por mucho que me gustaría confrontarlo y pedirle que admita que quiere estar conmigo, he optado por mantener mis distancias. Por aceptar lo que dijo la última vez que traté de hablarle sobre lo que siento, y dejarlo estar de una vez y para siempre.

—¿Bess? —Otra voz, esta desconocida, llega a mí y me saca de mis cavilaciones de manera abrupta. De inmediato, me giro sobre mi eje y encaro a una chica que no puede pasar de los veinte—. Hank me ha dicho que venga a tomar tu lugar en la cocina y me ha pedido que te diga que te espera en la oficina de su padre cuanto antes. Es urgente.

La chica con la que realizaba la tarea de lavar la vajilla, me mira con una expectación que me hace querer tomarla por los hombros y sacudirla hasta que entienda que entre Hank y yo no hay nada; pero, en su lugar, me obligo a quitarme todo el jabón de las manos, agradecer a la jovencita que vino a avisarme y marcharme de ahí antes de que cometa un asesinato o algo por el estilo.

El camino hasta la oficina del comandante no es largo, pero lo es lo suficiente como para tener que pasar por la explanada principal de la estación; justo donde Mikhail y Haru se encuentran.

Cuando paso cerca, Haru me saluda con un gesto de cabeza y una sonrisa, pero Mikhail ni siquiera me mira. Se limita a continuar con la vista fija en lo que sea que observa en la lejanía.

Me digo a mí misma que eso no me duele. Que no me afecta en lo absoluto y, sintiendo el corazón como una pasa estrujada y adolorida, aprieto el paso hasta llegar al lugar indicado.

Al entrar en la diminuta estancia, me encuentro de frente con un comandante meditabundo y un Hank tenso.

—¿Me llamaron? —inquiero, con cautela, y el comandante asiente, al tiempo que señala la silla que se encuentra delante de su improvisado escritorio.

—Ha pasado algo allá afuera —dice el hombre, sin preámbulo alguno, y el corazón me da un vuelco furioso.

Mi vista viaja del comandante a Hank, pero este no da indicios de querer tomar la palabra.

—¿Qué fue lo que ocurrió? —pregunto, alerta y alarmada. No quiero sonar asustada, pero lo hago de todos modos.

—Hay cada vez más demonios en la ciudad… —Suelta el hombre, luego de un largo silencio—. Y los ángeles se están marchando.

—¿Qué? —El susurro incrédulo escapa de mis labios antes de que pueda detenerlo y un escalofrío de puro terror me recorre de pies a cabeza.

—No sabemos qué diablos está pasando, pero hace días que no vemos un solo ángel en las zonas de búsqueda de alimento. —Esta vez, es Hank quien habla—. Antes, era común verlos merodear allá arriba; pero desde hace unos días que no hay uno solo sobrevolando la ciudad. El último que vimos estaba demasiado lejos. Era como si estuviese… yéndose.

—Pero no tenemos la certeza de que están abandonando la ciudad, ¿o sí? —El pánico que se filtra en mi voz solo acentúa el que Hank refleja en su rostro.

—No, pero si no están abandonando la ciudad, ¿dónde están? ¿A dónde se fueron?

Niego, incapaz de procesar del todo la nueva información.

—Se nos está acabando el tiempo. —Es el turno del comandante de hablar y el terror que me provocan sus palabras hace que el corazón se me hunda al estómago con violencia—. Necesitamos averiguar qué, exactamente, es lo que está ocurriendo allá afuera, para así tomar las decisiones pertinentes.

—No hay nada qué decidir —digo, al tiempo que lo encaro—. Tenemos que sacar a toda esta gente de aquí y tenemos que hacerlo ya.

—No voy a abandonar este lugar si no es necesario. No voy a exponer a la gente a una matanza segura en el exterior sin tener la certeza de que es la única manera de garantizar nuestra supervivencia —dice, tajante—. Necesito saber qué tanto puedes acercarte a esa grieta para averiguar qué carajos está pasando.

—¿Quiere que salga allá afuera y me acerque a la grieta para cerciorarse de algo que ya le dije que debe hacer? ¿Para salvar la vida de toda la gente que habita este lugar? —siseo, incrédula y molesta por lo que acaba de decir—. ¿Quiere que arriesgue mi pellejo y el de todo el mundo solo porque usted es demasiado cobarde como para asumir el riesgo de marcharse de aquí?

—No entiendes la magnitud de lo que está ocurriendo…

—No. Usted no entiende la magnitud de lo que está ocurriendo. —Lo interrumpo—. No hay nada que pensar. Tienen… —Me detengo en seco un nanosegundo antes de corregirme a mí misma—: Tenemos que irnos de aquí cuanto antes.

—¿Y a dónde se supone que vamos a irnos? Todas las salidas de la ciudad están bloqueadas. ¡Estamos atrapados aquí, como malditas ratas! —El comandante espeta con brusquedad—. ¡¿A dónde se supone que voy a llevarme a toda esta gente?! Si voy a conducirnos a una muerte segura, no tiene caso siquiera que intentemos escapar.

El silencio que le sigue a sus palabras es tenso y tirante.

—¿Y por eso pretende que yo vaya a averiguarlo? ¿Es que no entendió nada respecto a lo que le dije sobre lo que represento? —digo, en un susurro tembloroso e iracundo.

—Bess, eres la única criatura capaz de detener una horda de demonios enfurecidos. He visto pelear a una infinidad de ángeles y ninguno es capaz de someter a esas cosas del modo en el que tú lo haces. Si hay alguien aquí que puede ayudarnos a averiguar qué está pasando y, sobre todo, a salir de este lugar, esa eres tú. —Hank interviene—. Y sé que es egoísta pedirte que hagas esto por nosotros. Nadie tiene derecho de pedirte que te expongas de esta manera, pero si lo haces, si tomas el riesgo, te prometo que no estarás sola. Los chicos y yo estamos dispuestos a acompañarte y a defenderte con nuestra vida si eso es necesario, con tal de que nos ayudes.

Las palabras de Hank son como una bofetada en la cara. Como un baldazo de agua helada en medio de este extraño calor enojado y aterrorizado que ha empezado a invadirme.

Sé que tiene razón. Que los Estigmas son capaces de hacer cosas impensables y que, si todo llegase a complicarse allá afuera, se encargarían de mantenerme con vida… O, al menos, lo intentarían.

A pesar de eso, no puedo dejar de sentir miedo. No puedo dejar de querer negarme. Ser egoísta y no ver por nadie más que por mi bienestar.

Sé que dije que haría lo que estuviese en mis manos para acabar con todo esto, así eso significase mi muerte; sin embargo, ahora que la perspectiva y la posibilidad de perecer están a la vuelta de la esquina, no puedo evitar sentirme aterrada.

—Sé que tienes miedo. —Hank continúa y, esta vez, suena sereno y templado—. Sé que pedimos demasiado, pero eres nuestra única esperanza. Eres la última carta que tenemos bajo la manga. Por favor, Bess. Por favor…

El nudo que tengo en la boca del estómago se aprieta considerablemente cuando mis ojos encuentran los del chico que me mira con fiereza desde el otro lado de la mesa, pero sé qué es lo que tengo que hacer. No hay otra manera. Tengo que devolverle al universo un poco de lo que me he llevado y salvar a estas personas. Por mi familia. Por Dahlia. Por Daialee. Por Jasiel. Por todos aquellos que se han ido en la ardua tarea de cuidarme; es por eso que, a pesar de la opresión que tengo en el pecho y del horrible pánico que me atenaza las entrañas, digo:

—Está bien. Iré. Pero voy a acercarme tanto como la comodidad me lo permita. No más.

El comandante asiente, y un gesto aliviado atraviesa sus facciones.

—De acuerdo —dice y suena tan entusiasmado, que me siento enferma—. Será como tú quieras que sea.

Una dolorosa e intensa opresión me atenaza el pecho. Un nudo grande y firme se ha formado en mi estómago y una sensación nauseabunda me llena la punta de la lengua.

Los vellos de la nuca se me erizan cada pocos instantes y una vocecilla en mi interior no deja de susurrar que no deberíamos estar aquí. Que ni siquiera deberíamos haber abandonado la seguridad del asentamiento para adentrarnos en la ciudad; sin embargo, me obligo a mantener a raya las ganas que tengo de echarme a correr. Me obligo a plantarme en el lugar en el que me encuentro, con la vista clavada en la neblina oscura y espesa que ha comenzado a formarse a los alrededores del U.S. Bank Tower.

No me atrevo a apostar, pero casi podría jurar que ha crecido considerablemente desde la última vez que estuvimos aquí. Desde la última vez que accedí a la locura de abandonar el asentamiento para venir a observar un lugar que sé, por sobre todas las cosas, que es peligroso.

Esta mañana, muy temprano, Hank fue a buscarme a los dormitorios de las chicas para venir aquí. Esta mañana, sin siquiera mencionarle a Mikhail —o a Haru— que me marchaba, salí en compañía del hijo del comandante, junto con su brigada de trabajo, a cometer otra estupidez de tamaño monumental.

Ni siquiera tuve el valor de mencionarle a Mikhail respecto a mi conversación con el comandante porque sé que se habría opuesto rotundamente a esto. Habría sido capaz de armar una revuelta tan grande, que nos habría costado la estadía en el asentamiento.

Así pues, con todo y el peligro, los malos presentimientos y las ganas de salir corriendo, vine hasta este lugar solo para llenarme los sentidos de una energía tan aplastante, que ni siquiera puedo escuchar el eco de mis propios pensamientos. Que no soy capaz de hacer otra cosa más que concentrarme en la manera en la que la piel se me eriza del miedo cada pocos segundos.

La grieta es gigantesca y emana una oscuridad tan apabullante, que me siento físicamente agotada. No estamos muy cerca de ella, pero ni siquiera a esta distancia puedo escapar de la picazón que siento debajo de la piel, o del rumor de cientos de energías diminutas que se potencializan con la fuerza demoledora de la grieta.

Incluso, desde el lugar en el que nos encontramos, soy capaz de percibir la cantidad alarmante de criaturas paranormales que circundan los alrededores y eso, por sobre todas las cosas, es lo que me hace sentir más insegura de estar aquí.

Ahora más que nunca la palabra «pandemónium» repica bajo en mis pensamientos. No deja de llenarme los sentidos de este miedo atroz que me roe los huesos y me hace consciente de la magnitud del problema al que nos enfrentamos.

—Debemos irnos —digo, y mi voz suena tan baja, que temo que ninguno de los chicos a mi alrededor me haya escuchado, pero pareciera que incluso ellos pueden sentir la pesadez en el ambiente, ya que, por el rabillo del ojo, soy capaz de ver cómo la gran mayoría asiente en acuerdo.

—¿Qué tan mal está? —Hank inquiere, a mi lado, ignorando por completo mi sugerencia previa.

—Lo suficiente como para querer marcharme de aquí lo más pronto posible —suelto, con brusquedad. No quiero sonar como una completa hija de puta, pero lo hago de todos modos—. Tenemos que irnos, Hank. Ya.

Sin darle oportunidad de decir nada, me giro sobre mi eje, en dirección a la destartalada camioneta en la que viajamos, pero una mano firme y fuerte se envuelve en mi antebrazo y hace que me detenga de golpe.

Mis ojos viajan de manera abrupta hacia el agarre instantes antes de clavarse en la persona que me sostiene.

Hank, pese a la amenaza y la ira que hay impresa en mi gesto, no se inmuta.

—¿Qué tan mal está, Bess? —insiste. Esta vez, su voz está cargada de advertencia y amenaza, pero no logro descifrar muy bien el por qué.

—Todo está mal, Hank —digo, entre dientes y me libero de su agarre—. La ciudad entera está infestada de criaturas demoníacas, la grieta es inmensa y la energía que emana es brutal. Dudo mucho que nadie que se acerque a ella sobreviva, pero a estas alturas dudo mucho que sea gracias al poder que exuda. Quien se acerque a ella morirá debido a la cantidad abrumadora de criaturas oscuras que hay en este lugar; y, si no nos marchamos de aquí ahora mismo, definitivamente van a notar nuestra presencia. —Doy un paso en dirección al vehículo, pero me detengo en seco cuando un pensamiento me viene a la mente. Entonces, presa de una resolución dolorosa, lo miro por encima del hombro y agrego—: Dile a tu padre que, si de verdad quiere salvar la vida de alguien en el asentamiento, debe empezar a planear una manera de sacar a toda esa gente de aquí.

Estamos llegando al subterráneo.

El trayecto de regreso fue tan silencioso y tenso, que el traqueteo de la camioneta fue el único sonido que nos acompañó. No hubo charlas murmuradas, ni órdenes lanzadas a último minuto. No hubo nada más que un extraño vacío que nadie de la brigada se atrevió a llenar.

El vehículo se detiene junto a la entrada del subterráneo cuando llegamos, pero nadie se mueve de sus lugares hasta que la puerta es abierta desde afuera. Es en ese momento, que todo el mundo se dispone a bajar.

El aire helado me golpea de lleno cuando salgo del auto, así que me abrazo a mí misma con fuerza para intentar mantener un poco de calor. La brigada trabaja rápidamente en el armamento que aún se encuentra dentro del vehículo, antes de que Hank, a grandes zancadas, se acerque a mí.

—Lamento mucho lo de hace rato —dice, y la vergüenza en su rostro parece genuina—. No fue mi intención comportarme como un imbécil. Es solo que…

—No te preocupes. —Lo interrumpo, al tiempo que esbozo una sonrisa tranquilizadora en su dirección—. Entiendo a la perfección tu angustia.

El chico delante de mí agacha la cabeza, al tiempo que frota su nuca con una mano, como quien trata de quitarle algo de tensión a los músculos agarrotados.

—Todo esto es tan frustrante.

—Lo sé —respondo, al tiempo que pongo una mano sobre su hombro, en un gesto conciliador—. Pero de alguna manera vamos a resolverlo. Te lo aseguro.

Sus ojos se posan en mí.

—¿Y si no es así? ¿Y si morimos todos en el intento?

Me encojo de hombros, en un gesto que pretende ser resignado.

—Al menos, si morimos, lo haremos luchando. Como tiene que ser.

Las comisuras de los labios de Hank se elevan ligeramente, en un esbozo suave y débil de sonrisa y una pequeña victoria se alza en mi interior, ya que jamás había visto en su rostro nada que se le pareciera.

—Ve a descansar un rato. Haré que te cubran en tus deberes matutinos —dice, y es mi turno de sonreírle.

—Es lo menos que puedes hacer por mí —digo, medio en broma y medio en serio, y su gesto se suaviza un poco más.

—Lo siento, Bess. De verdad, no sabes cuánto lo siento.

Una sonrisa se dibuja en mis labios.

—Estoy bromeando —digo, y me giro sobre mi eje para avanzar hacia la entrada del asentamiento. Entonces, me detengo en seco, lo miro por encima del hombro y añado—: Bueno…, quizás no tanto.

Esta vez, una sonrisa genuina se dibuja en el rostro del chico y me da una vista de su bonita dentadura. Una negativa de cabeza es lo único que me regala en respuesta a pesar del gesto radiante que esboza y, entonces, me echo a andar en dirección al subterráneo.

Las escaleras del metro aparecen en mi campo de visión luego de unos cuantos pasos. Estoy a punto de bajarlas. Estoy a punto de descender por la escalinata, cuando lo siento…

Una extraña picazón ha comenzado a recorrerme de pies a cabeza. Una especie de fango ha comenzado a llenar el aire y las manos me hormiguean. Los Estigmas, alertas, se desperezan un poco, pero no logro entender qué diablos es lo que ellos captan que yo no soy capaz de percibir.

En ese instante, un grito aterrador rompe el silencio y el mundo entero empieza a moverse a toda velocidad.

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