Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 28

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El estallido de un disparo me ensordece. El estruendoso grito inhumano que resuena entre los edificios abandonados me eriza todos y cada uno de los vellos del cuerpo y me giro sobre mi eje a toda velocidad.

El corazón me late con fuerza contra las costillas y la adrenalina que me invade el cuerpo de un segundo a otro es tanta, que hace que entre en un estado de alerta absoluta. Es en ese momento, que empiezo a notarlo.

Un puñado de figuras humanas y animalescas ha emergido desde las tinieblas entre los edificios y ha comenzado a atacar a las brigadas que, junto con la de Hank, acaban de llegar.

Decenas de gritos aterrorizados me llenan los oídos, pero nadie parece tener el valor de atacar a las criaturas que han comenzado a abalanzarse sobre todo el mundo. Nadie parece querer ponerles un dedo encima porque saben lo que fueron en algún momento. Saben que, antes de ser estas cosas monstruosas y aterradoras, eran como nosotros.

La voz de Hank ladra una orden que, por el aturdimiento, no soy capaz de escuchar, pero que parece espabilar a gran parte de sus compañeros de brigada en un abrir y cerrar de ojos.

Disparos, gritos de dolor y chillidos inhumanos lo llenan todo, pero no puedo moverme de donde me encuentro. No puedo dejar de mirar el caos que se despliega delante de mis ojos.

—¡Bess! ¡Entra al asentamiento! ¡Ahora! —Hank grita y mis ojos viajan hasta donde se encuentra, bañado en sangre, con un gesto desesperado grabado en el rostro.

En ese instante, y como si me hubiesen despertado abruptamente de un largo sueño, parpadeo un par de veces antes de empezar a moverme.

Mis pies, casi por voluntad propia, se giran sobre su eje y, sin más, me encuentro bajando las escaleras que dan al subterráneo a toda velocidad; sin embargo, algo me golpea la espalda con violencia y me hace perder el equilibrio. Trato de meter las manos para amortiguar la caída, pero la vocecilla en mi cabeza me dice que no es una buena idea. Que puedo quebrarme un hueso; y, en su lugar, me cubro la cabeza con ellas.

El impacto contra el suelo me deja sin aliento, pero es el chillido animal contra mi oreja lo que hace que, pese al dolor que me hace gritar las articulaciones, empiece a luchar para quitarme a quien sea —o lo que sea— que tengo encima.

Alguien tira de las hebras de mi cabello y, de inmediato, estiro las manos para enterrar los dedos —y las uñas— en la carne blanda de quien trata de someterme. Aliento rancio me golpea la mejilla y un escalofrío de puro terror me recorre el cuerpo cuando tiran de mi cuero cabelludo con toda la intención de estrellarme la cara contra el suelo.

Los Estigmas dentro de mí se preparan para liberarse a pesar de que trato de controlarlos. Las hebras, furiosas, comienzan a desenredarse a toda velocidad antes de que, sin más, el peso ceda, y el agarre firme en mi cabello desaparezca luego de un tirón más violento y doloroso que el anterior.

Pese a la confusión momentánea que me embarga, aprovecho esos instantes para girarme sobre mi trasero y empujarme con las piernas y los brazos lo más lejos posible de mi atacante y, es entonces, cuando lo veo.

Está ahí, vestido con una remera desgastada, unos pantalones que le van ligeramente grandes y unas botas de combate. El aspecto desgarbado y desaliñado lo hace lucir como si hubiese salido de una película postapocalíptica y, con todo y eso, no deja de lucir tan imponente y abrumador como siempre.

Las hebras oscuras de su cabello se enroscan hacia arriba, sobre su nuca, dándole un aspecto descuidado, pero la tensión en los músculos de sus brazos y la anchura de sus hombros le hacen lucir peligroso y aterrador.

No puedo verlo de frente. Su rostro está completamente volcado hacia mi atacante, pero no por eso deja de lucir impresionante. Mikhail siempre ha sido impresionante.

La criatura en el suelo espabila al cabo de una fracción de segundo y, luego, se abalanza hacia Mikhail con todo el peso de su cuerpo tan pronto como se percata de la presencia del chico. Él, no obstante, parece preparado para el ataque.

De un movimiento ágil y preciso, alza una vara metálica que ni siquiera había visto que sostenía y, sin siquiera dudar un segundo, golpea con violencia un costado del cráneo de mi atacante. El crujido aterrador que resuena en mis oídos me hace cerrar los ojos y ahogar un chillido de horror.

El sonido sordo —como el de un costal cayendo con brusquedad al suelo— que le sigue al anterior, hace que un escalofrío de terror me recorra de pies a cabeza, así que me quedo aquí, tirada en el suelo, con los ojos cerrados y el corazón latiéndome como si quisiera hacer un agujero en mi pecho y escapar.

El pulso me golpea detrás de las orejas y el temblor de mi cuerpo no se ha hecho esperar; sin embargo, no me atrevo a moverme. No me atrevo a hacer nada más que intentar acompasar mi respiración dificultosa.

—¿Qué estabas haciendo allá afuera? —La voz ronca y temblorosa de Mikhail me llena los oídos luego de lo que se siente como una eternidad y una nueva oleada de pánico me recorre entera al darme cuenta de que tendré que decirle qué era lo que hacía.

Abro los ojos y me obligo a encararlo.

Detrás de él, en el suelo, yace el cuerpo de mi atacante y el estómago se me revuelve cuando noto la mancha carmesí que ha comenzado a extenderse con lentitud por todo el suelo.

Lágrimas de alivio y terror me inundan la mirada, pero no derramo ninguna. No hago otra cosa más que obligarme a encararlo con la esperanza de que esa acción se lo diga todo.

El gesto duro que le pinta las facciones hace que me encoja sobre mí misma.

—L-Lo siento —digo, en un susurro ahogado y entrecortado, y su mandíbula se aprieta tanto, que un músculo sobresale del punto en el que se une con su cuello.

Luce desencajado y furibundo. Como si pudiese cerrar sus manos en el cuello de quien sea que se le ponga enfrente y romperlo de un solo movimiento.

«El problema es que eres tú quien está frente a él», susurra la vocecilla en mi cabeza, pero la acallo tan pronto como llega.

Sin previo aviso, la vara ensangrentada entre sus dedos cae al suelo con un sonido estrepitoso y, de pronto, se inclina hacia adelante. Sus manos se cierran con brusquedad sobre mis brazos y, acto seguido, tira de mí con tanta fuerza, que tengo que empujarme con los pies para que no termine arrastrándome.

—¡¿Qué demonios estabas haciendo allá afuera?! —espeta, al tiempo que me sacude con violencia.

Una pequeña multitud ha comenzado a formarse a nuestro alrededor. El escándalo del exterior ha mermado e, incluso, un puñado de brigadistas ha comenzado a descender por la escalera del subterráneo, solo para encontrarse con la aparatosa escena que Mikhail y yo hemos protagonizado.

Un grito se construye en mi garganta cuando el lazo que nos une se estruja con violencia ante la fuerza de sus emociones y un nudo de pánico e impotencia se forma en mi garganta.

«No llores. No llores. No llores», me repito una y otra vez, pero las lágrimas no dejan de acumularse en mi mirada.

—¡¿En qué diablos estabas pensando, Bess?! —La furia en su voz es tanta que mis ojos se cierran una vez más. Entonces, tira de mí con brusquedad y unos brazos fuertes y cálidos me envuelven en un abrazo apretado y ansioso—. ¿En qué diablos estabas pensando, maldita sea? —La voz de Mikhail ahora es un susurro en mi oído y una mezcla de calor y frío me invade el pecho. Una mezcla de alivio y arrepentimiento me escuecen de adentro hacia afuera y me hace imposible respirar con normalidad.

—Lo siento —repito, con la voz rota y el abrazo de Mikhail se aprieta un poco más.

—Eres una inconsciente. —Me regaña, pero suena dulce y aliviado—. ¿Cómo diablos se te ocurre?

Mis brazos se cierran alrededor de su cintura y hundo la cara en el hueco de su cuello.

—Yo no quería —digo, porque es cierto—. Lo siento. Tuve que hacerlo.

Una negativa frenética sacude la cabeza del chico que me sostiene con fuerza.

—No hagas estas cosas sin mí. Nunca me dejes fuera de esto, Bess. Me vuelvo loco solo de pensar en que algo malo pudiese ocurrirte. No vuelvas a exponerte así. No vuelvas a…

El sonido de un carraspeo interrumpe el murmuro frenético de Mikhail y, de pronto, me encuentro extrañando el calor de sus brazos, ya que soy liberada de la prisión apretada en la que me encontraba cautiva.

Es hasta ese momento, que tengo un vistazo de un Hank ensangrentado, justo a unos pasos de distancia de donde nosotros nos encontramos.

Su vista está fija en Mikhail y, de vez en cuando, pasa hacia la figura tirada en el suelo.

—¿Estás bien, Bess? —La voz de Hank es suave y acompasada, pero no es a mí a quien observa. Es a Mikhail a quien no puede quitarle la atención de encima.

Asiento, incapaz de hablar, a pesar de que sé que no está mirándome.

La mirada asesina que Mikhail le dedica me hace saber que está costándole mucho no abalanzarse sobre él para obtener respuestas.

—¿Se puede saber qué diablos hacía Bess allá afuera? —La voz autoritaria de Mikhail le gana un par de miradas curiosas y ansiosas.

Hank, sin lucir ni siquiera un poco intimidado, avanza en nuestra dirección. Su mirada se posa fugazmente en mí y el cuestionamiento que veo en sus ojos es palpable. Muy a mi pesar, el hijo del comandante acaba de darse cuenta de que no le hablé a Mikhail respecto a nuestra excursión matutina.

—¿Por qué no se lo preguntas a ella? —La voz de Hank es seda en mis oídos, pero eso solo provoca que Mikhail, de un movimiento rápido —casi inhumano— inmovilice a Hank contra la pared más cercana.

El rumor de los gritos ahogados y exaltados de todos a nuestro alrededor hace que más y más gente se arremoline cerca.

—¡Mikhail! —No sé en qué momento sucedió, pero ya he acortado la distancia que el demonio impuso entre nosotros al abalanzarse sobre Hank.

—Te lo estoy preguntando a ti, imbécil. —Mikhail habla entre dientes y la mirada del chico contra la pared se oscurece.

—Vuelve a llamarme así y te juro por lo más sagrado que existe que… —Hank se detiene de manera abrupta y arrebatada.

—¿Qué? —insta Mikhail, empujando su antebrazo un poco más contra el cuello del chico.

—¡¿Qué carajos está pasando aquí?! —La voz de mando del comandante hace que la atención de todo el mundo —incluyendo la mía— se vuelque hacia él.

El hombre se abre paso entre la multitud a paso decidido y seguro, pero se detiene en el instante en el que se percata de la manera en la que el demonio acorrala a su hijo.

—Creí que había sido claro contigo respecto a los buscapleitos. —La voz del comandante destila advertencia y hostilidad, pero Mikhail no aparta la vista de su víctima.

—Y yo creí que tenían una idea de los riesgos que corren al exponer a Bess del modo en el que lo hacen. —Mikhail responde, con la soltura de quien tiene el control de la situación.

Un murmullo creciente comienza a llenar todo el lugar y, a juzgar por el gesto nervioso que esboza el comandante, podría jurar que el comentario de Mikhail le ha dejado saber mucho a todos los presentes.

—¿Por qué no dejas el sinsentido y nos permites hablar como la gente civilizada? —Toda la autoridad previa en la voz del comandante se ha esfumado. Ahora, suena como si tratase de negociar con él.

—Mikhail, por favor… —intervengo, porque sé que yo también tengo parte de la culpa de lo que está ocurriendo. Debí habérselo dicho. Debí haberle hecho saber lo que hicimos allá afuera.

Uno.

Dos.

Tres segundos pasan… Y Mikhail deja ir a Hank. No se aparta de él lo suficiente como para dejar de ser una amenaza potencial, pero sí lo suficiente como para que el comandante aligere un poco la tensión de sus hombros.

—Los escucho —dice, sin apartar la vista de Hank, y este lo mira con gesto hostil.

—Aquí no. —El comandante suena tan contundente, que Mikhail aparta la vista de su hijo para posarla en él.

La mirada evaluadora y fría que le dedica me eriza los vellos de la nuca, pero el comandante no da señal alguna de sentirse intimidado.

—De acuerdo —dice el demonio, al cabo de otros eternos instantes; pero no suena para nada conforme con la posibilidad de hablar en privado con estas personas—. Hablemos en otro lugar, entonces. —Clava sus ojos en los míos—. Y espero la verdad completa.

Todos, el comandante incluido, asentimos ante lo autoritario de su voz.

—Acompáñenme a mi oficina —dice el hombre y, segundos después, se gira sobre su eje para abrirse paso rumbo al corredor más cercano.

Para cuando termino de hablar, un silencio sepulcral inunda la estancia.

He hablado ya sobre qué era lo que hacíamos allá afuera y sobre el escenario que presencié al estar tan cerca de la grieta.

El peso de lo que he dicho parece asentarse —pesado y denso— entre todos los presentes y, a pesar de eso, no puedo dejar de mirar hacia el suelo. No puedo dejar de ser una maldita cobarde para encarar al demonio que me observa fijamente.

—La grieta es enorme —continúo, luego de un largo momento—. Hay mucho movimiento cerca. Los demonios están reuniéndose. —Me obligo a alzar la vista para encarar la de Mikhail. Algo oscuro y ansioso se mezcla en su mirada y sé que él también sabe cuál es la palabra que no me atrevo a pronunciar. Sabe que sus sospechas respecto a un posible pandemónium no son infundadas. Está ocurriendo y sucederá delante de nuestras narices si no hacemos algo—. Mientras más tiempo pasemos en este lugar, más peligro corremos. Más peligro corre la gente que habita aquí. Si tienen un plan de evacuación, es tiempo de ponerlo en marcha.

Un suspiro largo y pesado escapa de los labios del comandante y hace que mi atención se pose en él. Su expresión desencajada va acorde con lo derrumbado de sus hombros y el gesto descompuesto que esbozan sus facciones.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —inquiere, y niego con la cabeza.

—No lo sé —digo, en voz baja.

—Debe haber algo que podamos hacer. —Hank habla por primera vez desde que pusimos un pie en la oficina de su padre y un bufido escapa de la garganta de Mikhail.

—¿Como qué? —Se burla—. ¿Como ir con tus soldaditos de azúcar a combatir demonios? ¿Como exponer de manera innecesaria la vida de todos aquellos a quienes llamas tus subordinados? No puedes ir a pelear una batalla que sabes que vas a perder.

—Entonces, ¿qué se supone que tengo qué hacer? ¿Huir? ¿Esconderme como lo hacen las malditas cucarachas al encender la luz?

—Esto no se trata de probar tu valía ni la de tus soldados. —Por primera vez, Mikhail no suena condescendiente al dirigirse a Hank. Suena como si realmente tratase de hacerlo entrar en razón—. Se trata de salvar cuantas vidas sea posible. Si llevas ahí a tu gente, morirán. Y no porque no tengan la capacidad de defenderse, sino porque tu oponente no es un humano ordinario. Estás combatiendo contra criaturas que no pertenecen a este plano, cuya naturaleza y capacidades desconoces. Tratar de pelear contra ellos, es ir directo al matadero. Ellos son más. Son más fuertes y, en definitiva, poseen la sangre fría que tú y los tuyos no. Sin dudarlo, matarían a diez de tus soldados antes que puedas matar a uno de los suyos.

Hank no dice nada, se limita a desviar la mirada con gesto impotente grabado en el rostro.

El silencio que le sigue a las palabras de Mikhail, no hace más que acentuar la gravedad de la situación a la que nos enfrentamos y no puedo dejar de sentir como si estuviésemos siendo acorralados.

Un suspiro largo y pesado escapa de la garganta del comandante.

—Teníamos la esperanza de poder permanecer aquí hasta que todo pasara; pero, en vista de los nuevos acontecimientos, lo mejor será empezar a preparar un plan de evacuación —dice, al cabo de un largo momento—. Agradezco mucho, Bess, lo que has hecho por nosotros. Sabemos que ha sido imprudente de nuestra parte el hacerte salir del subterráneo, pero era la única manera.

—No pasa nada —digo, en un murmullo, pero, por el rabillo del ojo, soy capaz de ver cómo el gesto de Mikhail se endurece. Está más que claro que a él no le parece en lo absoluto la forma en la que estas personas me utilizaron.

—Hank —el comandante se dirige a su hijo—, convoca a una reunión de emergencia esta noche. Quiero a todas las brigadas de abastecimiento y seguridad en el comedor a las diez y media, y a todos los civiles en sus dormitorios a las diez. Hay que ser discretos. Lo menos que necesitamos es que empiece a generarse el pánico colectivo.

El chico —que no ha abierto la boca desde que Mikhail lo hizo entrar en razón— asiente.

—¿Qué hay de los guardias perimetrales del turno nocturno? ¿Ellos también serán convocados? —inquiere. Ahora es todo negocios.

—No. —Su padre niega—. Con ellos hablaré mañana por la mañana. Diles que, al terminar su turno, vengan a buscarme. —Dirige su atención hacia Mikhail y hacia mí—. Creo que está de más decir que espero contar con su presencia para la reunión de esta noche. —Clava sus ojos en Mikhail—. Y espero, jovencito, que estés dispuesto a integrarte a alguna de las brigadas. Necesitamos cuanta gente preparada sea posible.

Mikhail asiente en respuesta.

—Cuente conmigo —dice, pero su gesto sigue siendo inescrutable—. Lo único que pido a cambio es que me mantengan enterado de cualquier excursión al exterior que pueda comprometer el bienestar de Bess.

—Bien. Te mantendremos al tanto de todo. —El hombre accede, pero no luce conforme con la respuesta autoritaria del demonio. A pesar de eso, se aclara la garganta y concluye—: Muchas gracias a todos. Pueden retirarse.

Uno a uno, todos los presentes comienzan a abandonar la sala, pero no es hasta que Mikhail hace amago de marcharse, que me atrevo a moverme del lugar en el que me encuentro.

—¡Bess! —La voz de Hank me llena los oídos cuando apenas he dado un par de pasos fuera de la estancia y me detengo en seco para encararlo.

Su gesto se ha suavizado ahora que estamos fuera de la oficina de su padre y, en lugar de lucir como un soldado a la espera de alguna orden de su superior, se ve relajado y… ¿nervioso?

—¿Sí? —inquiero, curiosa y dudosa de la manera en la que me mira. Esta vez, ni siquiera me molesto en buscar la mirada de Mikhail porque sé que no voy a encontrar nada de lo que busco en ella.

—¿Almorzamos juntos? —dice, y la petición me toma con la guardia baja—. Ahora tengo que ir a organizar la reunión de esta noche, pero cuando termine, pensé que podríamos…

—Bess no va a hacer absolutamente nada contigo. —La voz brusca y violenta de Mikhail suena a mis espaldas y me giro sobre mi eje justo a tiempo para ver cómo avanza a paso decidido hacia nosotros.

—¿Disculpa? —La voz de Hank suena incrédula e irritada y yo, aún sin poder procesar del todo lo que ocurre, sacudo la cabeza en una negativa confundida.

—Luego del modo en el que la expusiste, debería darte vergüenza hasta dirigirle la palabra. —Mikhail espeta, al tiempo que se interpone entre Hank y yo.

Una punzada de coraje se abre paso a través del aturdimiento y, de pronto, en lo único en lo que puedo pensar, es en lo mucho que quiero gritarle. En lo mucho que quiero empujarle y decirle que es un idiota. Que no tiene derecho alguno de decidir con quién tomo o no el almuerzo.

Hace una semana que no me dirige la palabra más de lo necesario. Hace una semana que ni siquiera se sienta cerca de mí, ¿y ahora pretende que le permita estas libertades?

—Mikhail… —suelto, con advertencia.

—¿Por qué habría de sentirme avergonzado? No hubo ni un segundo allá afuera en el que no estuviese al pendiente de ella. Jamás la dejé sola. Jamás la abandoné. Estuve ahí, a su lado, todo el tiempo. —La voz de Hank me interrumpe—. Además, creo que Bess es perfectamente capaz de decidir por ella misma si está o no molesta conmigo por lo que pasó; así que, por favor, apártate de mi camino, que estoy hablando con ella y no contigo.

—Estás tentando a tu suerte, soldadito. —La advertencia en el tono de Mikhail me pone la carne de gallina, pero me obligo a tirar del material de su camisa para hacerlo mirarme.

—Es suficiente, Mikhail —digo, entre dientes, al tiempo que le dedico mi mirada más hostil.

—¿Se puede saber qué diablos está sucediendo aquí? —La voz del comandante hace que todos volquemos nuestros ojos hacia la entrada de su oficina. La mirada furibunda del hombre se posa en Mikhail, su hijo y en mí durante unos instantes antes de que su cabeza se sacuda en una negativa enojada—. ¿Qué diablos tengo que hacer para que dejen de discutir a la menor provocación? ¿A quién carajos tengo que castigar para que entiendan de una vez por todas que no tengo tiempo para lidiar con sus malditas riñas? —dirige su mirada a su hijo y, con un gesto más paternal que otra cosa, le dice—: Ve ahora mismo a hacer lo que te dije. —Acto seguido, mira hacia Mikhail y hacia mí—. Y ustedes, váyanse de aquí antes de que empiece a considerar la posibilidad de encerrarlos a cada uno en un ala diferente del asentamiento.

Hank, a regañadientes, asiente en dirección a su padre; no sin antes dirigirme una mirada cargada de disculpa. Acto seguido, se encamina en dirección al largo corredor.

Una vez que desaparece de nuestra vista, el comandante nos observa de hito en hito una vez más, antes de girar sobre su eje para volver al interior de su oficina.

En el instante en el que la puerta se cierra detrás de él, Mikhail se libera del agarre que aún tengo sobre la remera que lleva puesta y me toma por la muñeca.

—¡¿Pero qué demonios…?! —ni siquiera puedo terminar de formular la pregunta. No puedo, siquiera, hacer amago de liberarme porque, sin previo aviso, se echa a andar llevándome con él.

Su agarre es fuerte y firme, pero no me hiere. Imprime la suficiente fuerza como para hacerme saber que podría lastimarme si así lo quisiera, pero no tanta como para hacerme sentir incómoda. A pesar de eso, trato de liberarme. Trato de deshacerme de él mientras, casi a rastras, me guía por el amplio corredor que da al área común.

—¡Mikhail, suéltame! —digo, sin aliento y entre dientes.

Un tirón brusco hace que haga una mueca adolorida, pero no dejo que eso me amedrente. No dejo que eso me impida seguir peleando por ser liberada.

—¡No puedes hacer esto, con un carajo! ¡Suéltame!

Se detiene. Luego, gira sobre su eje para encararme —sin soltarme de la muñeca.

—¡No! —espeta y la expresión furibunda y demencial que veo en su mirada hace que un escalofrío de puro terror me recorra entera—. ¡No voy a soltarte! ¡No voy a dejarte ir porque tú y yo tenemos qué hablar, Bess! ¡¿Cómo diablos permitiste que te hicieran salir?! ¡¿Por qué, en el jodido infierno, no me lo dijiste?! —Tira de mí un poco más, de modo que mi cuerpo choca contra el suyo. El contacto, sin embargo, no es agradable. Está pensado para intimidar y amedrentar—.

Creí que íbamos a hacer esto juntos.

Sus palabras me queman como el más corrosivo de los ácidos y, presa de un impulso envalentonado y enfurecido, tiro de mi muñeca con fuerza para liberarme. Entonces, siseo en su dirección:

—¿Y qué se supone que tenía que hacer? ¿Negarme? ¿Después de todo lo que han hecho estas personas por nosotros?

Los ojos de Mikhail viajan hacia un punto a mis espaldas durante una fracción de segundo. Acto seguido, vuelve a tomarme por la muñeca.

—Aquí no —dice, en un susurro tenso—. Nos espían.

Sin darme tiempo de nada, retoma el camino en dirección al área médica.

Nos toma apenas unos minutos llegar al lugar indicado y, cuando lo hacemos, Mikhail —luego de cerciorarse de que nos encontramos solos— cierra la puerta con brusquedad.

Acto seguido y, sin un ápice de delicadeza, me acorrala contra a puerta.

Todo sucede tan rápido, que ni siquiera puedo procesarlo. Sus manos me acunan el rostro con firmeza, su abdomen duro se pega al mío blando y sus labios chocan con los míos en un beso feroz y hambriento.

Durante unos segundos, no soy capaz de reaccionar, pero, cuando lo hago, correspondo su caricia sin reparo alguno.

Su lengua y la mía se encuentran a medio camino y un escalofrío me recorre entera cuando siento cómo sus dedos se enredan en las hebras suaves que me cubren la nuca.

La vocecilla en mi cabeza no deja de susurrarme que esto está mal. Que estoy permitiéndole que me bese luego de que él mismo dijo que lo nuestro era un imposible; pero no puedo parar. No quiero hacerlo.

El corazón me ruge contra las costillas, mis manos están aferradas al material de su playera y mis labios —urgentes y ansiosos— no dejan de buscarle. De corresponderle.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que nos apartemos el uno del otro; pero se siente como una eternidad. Como apenas un instante.

Su frente se une a la mía. Aliento caliente me susurra contra los labios y un par de pulgares cálidos me trazan caricias dulces sobre los pómulos.

—¿A qué diablos estás jugando? —Le reprocho, sin aliento, y él niega con la cabeza.

—A que puedo renunciar a ti. —El tono enronquecido de su voz me pone la carne de gallina y tengo que obligarme a abrir los ojos para encararlo. Su vista está fija en mí y el anhelo que encuentro en su expresión es tan abrumador que me quedo sin aliento—. A fingir que no me importa en lo absoluto que te pasees por todo el maldito asentamiento junto a ese imbécil. A hacer como que puedo reprimir el impulso asesino que siento cada que estas personas te ponen en peligro.

Todo dentro de mí se revuelve con violencia ante sus palabras, pero no dejo que la ilusión —cálida, dulce y arrolladora— que ha comenzado a embargarme se apodere de la poca cordura que su beso me ha dejado en el cuerpo.

—Creí que habías dicho que no podía ser —digo, en un murmullo entrecortado y tembloroso.

—Y no puede ser, Bess. —La tortura en su gesto es tanta, que mi propio corazón se estruja con violencia—. No se supone que deba besarte. Que deba sentir esto que siento por ti, pero ya me cansé de fingir que no me importas. De pelear contra lo que siento solo porque alguien dijo hace eones que mi deber era liderar la batalla del día final. Que mi deber era romper los siete sellos para enfrentarme a una legión de criaturas que no me importan un carajo.

—No puedes venir y hacer esto, y luego botarme, así como así, mientras tú regresas a ser Miguel Arcángel y te olvidas de mí.

—No soy Miguel Arcángel. —La fiereza con la que habla hace que un nudo se me instale en el estómago—. Ya no. Hace mucho que dejé de serlo. Soy Mikhail. Soy un demonio… Lo que queda de uno. —Sacude la cabeza en una negativa frenética—. Ya ni siquiera sé qué clase de criatura soy en estos momentos. Ni siquiera sé qué, en el jodido infierno, haré para protegerte si ya no tengo mis alas. Si ya no soy capaz de cuidarte como se supone que debo. —Hace una pequeña pausa—. Lo único que tengo ahora mismo, es un sentimiento. Uno que es prohibido y que está enloqueciéndome poco a poco. Que está acabando con la poca cordura que me queda y que crece con cada maldito segundo que pasa.

—Mikhail…

—Bess, no puedo tenerte. No puedo estar contigo. No puedo prometerte un futuro. ¡Maldita sea! Ni siquiera puedo prometerte un mañana. —Traga duro—. No puedo hacer nada más que pasar en vela noches enteras, tratando de buscar la forma de hacer lo que debo, manteniéndote a salvo. —Esta vez, la pausa es más larga que la anterior—. Cielo, lo que siento por ti está acabando conmigo. Está llevándose pedazo a pedazo mi convicción. Mi sentido del deber. Está llevándose absolutamente todo… —La angustia que veo en sus ojos es tanta, que el estómago me da un vuelco—. Así que, por favor, deja de torturarme como lo haces. Deja de pasearte por ahí con un tipo que puede darte eso que yo no, porque no sé cuánto maldito tiempo más voy a soportarlo.

Entonces, sin darme tiempo de nada, vuelve a besarme.

Sus labios son urgentes contra los míos y sus besos son tan embriagadores, que no puedo hacer nada más que corresponderle.

Sus brazos se envuelven alrededor de mi cintura y tiran de mí, de modo que mi pecho se pega al suyo. Mis brazos se envuelven alrededor de sus hombros en un abrazo apretado.

Un pequeño suspiro se me escapa de los labios cuando, sus manos se deslizan por debajo del material de mi blusa y se presionan en la piel ardiente de la espalda baja. A continuación, empieza a acariciarme.

Sus manos están en todos lados. Sus besos no han dejado de hipnotizarme. Todo dentro de mí se siente tenso de anticipación y el corazón me ruge contra las costillas.

—Estás acabando conmigo, Bess Marshall —murmura, contra mi boca y, luego, las palabras se terminan. Todo aquello que corría a toda velocidad por mi mente se diluye al entrar en contacto con el fuego ardiente que me dejan sus manos sobre la piel. Todo aquello que estaba por abandonarme los labios queda en el olvido cuando soy sometida al efecto que tienen sus besos en mí.

Mis dedos trémulos alcanzan el dobladillo de su playera y, de un movimiento, tiro de ella para quitársela por encima de la cabeza. Él se aparta unos instantes para ayudarme a remover la prenda y, una vez que lo hemos conseguido, vuelve a envolverme en la fortaleza de sus brazos. En el calor de su pecho y el sabor de sus besos.

—Por favor, no me alejes —digo, contra sus labios y él murmura una negativa—. Por favor, Mikhail, ya no me alejes.

Entonces, deja de besarme.

En ese instante —y sin darme tiempo de procesar qué carajos está ocurriendo—, un extraño tirón violento me estruja el pecho.

Un grito ahogado me abandona los labios.

El suelo debajo de mis pies comienza a moverse…

… Y Mikhail se desploma en el suelo.

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