Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 29

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Un sonido ahogado y estrangulado escapa de la garganta del chico que, hasta hace apenas unos instantes, se encontraba en perfectas condiciones y me aferraba con fuerza.

El ligero temblor que había comenzado a sacudir el suelo debajo de mis pies, incrementa su fuerza y hace que los muebles de toda la estancia empiecen a vibrar.

El estallido que hace un objeto de vidrio al caer me llena los oídos, y otro tirón violento estruja la cuerda que me ata a Mikhail; haciendo que me doble sobre mí misma.

Algo ha invadido cada rincón de la habitación. Algo poderoso y abrumador ha comenzado a llenarme todos y cada uno de los sentidos, y ha empezado a expandirse. A engullirlo todo y sumirlo en una aura pesada y densa.

El aliento me falta, la visión se me nubla, un grito se construye en mi garganta y un pitido agudo me ha invadido la audición. La habitación da vueltas a mi alrededor, Mikhail gruñe en el suelo y el lazo que nos ata se estira con tanta violencia que mi cuerpo se aovilla por voluntad propia.

Gritos lejanos llegan a mí a través del aturdimiento; el rugido de las paredes que nos rodean hace que una punzada de pánico se mezcle entre la confusión y el dolor que me provoca el ataque que está sometiendo a Mikhail, pero no puedo moverme. No puedo conectar el cerebro con las extremidades.

«¡Va a atacarte! ¡Tienes que salir de aquí!», me grita el subconsciente, pero apenas puedo mantenerme en pie. Apenas puedo enfocar algo de lo que ocurre a mi alrededor.

Parpadeo un par de veces, en el afán de espabilar un poco, pero lo único que consigo, es clavar la vista durante unos instantes en el cuerpo tirado y ensangrentado de Mikhail.

«¿Por qué carajos está ensangrentado?».

No me ataca. No se abalanza sobre mí. No hace más que retorcerse en el suelo y gruñir.

La confusión y el aturdimiento hacen que me quede aquí, quieta durante unos instantes, antes de que trate de llegar a él. Antes de que me arrodille en el suelo —pese a que apenas puedo conectar el cerebro con las manos— y trate de llegar hasta donde se encuentra.

Justo cuando mis dedos rozan la piel de su brazo, un estallido de energía me empuja con violencia lejos y hace que mi espalda impacte contra la puerta.

Un grito ahogado se me escapa de los labios, y un tirón particularmente doloroso me llena el pecho.

Entonces, todo se detiene.

El temblor, los tirones en el pecho… Todo para y se sume en un silencio tenso y tirante.

El sonido de mi respiración dificultosa es lo único que soy capaz de escuchar. El latir desbocado de mi corazón es lo único que puedo procesar. Mi mente es una maraña inconexa de preguntas y sensaciones contradictorias y aquí, con la mirada clavada en el bulto en el suelo que es Mikhail, no puedo dejar de preguntarme qué diablos acaba de ocurrir.

La horrible sensación de que algo terrible está pasando se extiende a través de mi torrente sanguíneo y una oleada de pánico me invade por completo.

«Algo le ocurre. Algo pasa con él».

—¿M-Mikhail? —El sonido de mi voz es tembloroso. Débil. Aterrado.

Silencio.

El terror y el temblor incontrolable de mis extremidades es abrumador y apenas me permite concentrarme; pero me obligo a avanzar a gatas en dirección al demonio de ojos grises. El resquemor que ha dejado en mi pecho el estira y afloja en la cuerda que nos une, se intensifica conforme me acerco a él, pero lo ignoro lo mejor que puedo cuando me detengo junto a él.

Está boca abajo, en el suelo de la enfermería y el material de la remera que utilizaba está debajo de él, bañada en sangre.

«¡¿De dónde viene tanta sangre?!», me grita el subconsciente, y el pánico incrementa un poco más.

Con manos trémulas tanteo su espalda. El calor de la sangre me llena los dedos y un gruñido adolorido escapa de los labios del demonio cuando presiono las palmas sobre sus omóplatos.

«¡La herida de su ala!».

Sin siquiera pensarlo un segundo, echo un vistazo a la piel lastimada.

Un grito se construye en mi garganta cuando me encuentro de frente con una masa hecha de tejido, piel y sangre. El horror me atenaza el estómago y aprieto los dientes para retener el gemido impresionado y aterrorizado que amenaza con abandonarme.

«¡Sus heridas! ¡Se le abrieron las malditas heridas!».

—¡Mikhail! —Su nombre me sale de los labios en un susurro angustiado, como si solo eso pudiese curarlo. Como si la súplica implícita en el tono de mi voz pudiese remediarlo todo.

Algo denso, abrumador y oscuro comienza a llenar el ambiente. El aire parece espesarse en cuestión de apenas unos instantes, y una opresión extraña me atenaza las entrañas.

Una especie de energía indescriptible comienza a llenar cada rincón de la habitación y los Estigmas, curiosos, se desperezan y se despliegan solo para ser capaces de sentirlo.

Una caricia me llena el pecho y mis ojos, abiertos como platos, se fijan en Mikhail.

—Vete… —La voz rota llega a mis oídos antes de que el chico en el suelo encuentre la fuerza suficiente para alzar la cabeza del suelo—. Bess —dice, con los dientes apretados—, vete de aquí.

Niego con la cabeza, incapaz de creer que no esté inconsciente de verdad. Incapaz de entender qué carajos está pasando.

—No —digo, tajante—. Si te dejo aquí, se darán cuenta. Tengo que detenerte. No puedo…

—No te haré daño. —Me corta y sus ojos, determinados y fieros, me miran con toda esa fuerza que siempre han irradiado—. Soy yo. Estoy en control. —Pese a sus palabras seguras, aprieta las manos en puños cuando un espasmo involuntario le recorre el cuerpo—. Es diferente, pero tienes que irte. Tienes que salir del asentamiento ya. Los demonios vendrán de nuevo, como cuando estaba dormido. Tienes que salir de aquí. Llévate a Haru contigo.

La realización de lo que acaba de decirme cae sobre mí como balde de agua helada y, de pronto, otro tirón violento me estruja por dentro.

«Oh, mierda…».

Un grito ahogado escapa de mis labios y un alarido de dolor escapa de Mikhail cuando un espasmo recorre la atadura entre nosotros. Esto… lo que sea que está pasándole… es tan poderoso, que soy capaz de sentirlo a través del lazo que nos une. Que, fácilmente, podría ser capaz de llamar la atención de los demonios que rondan la superficie.

—¡Vete ya, Bess! —gruñe con fiereza, pero su gesto adolorido se suaviza cuando susurra—. Estaré bien. Solo… vete.

Sacudo la cabeza en una negativa frenética.

Otro ataque brutal llega a mí a través del lazo y las rodillas me fallan. Mikhail reprime un grito y su rostro se contorsiona en una mueca tan tensa y torturada, que todo dentro de mí duele en respuesta.

—¡Vete ya! ¡No sé cuánto tiempo voy a poder…! —No es capaz de terminar de formular la oración cuando, sin más, el suelo debajo de nosotros comienza a temblar una vez más.

«¡Haz algo! ¡Ahora, Bess!», me grita el subconsciente y, como impulsada por un resorte, me empujo hacia arriba y corro en dirección a la salida del área médica.

No miro atrás. Ni siquiera me molesto en mirar a Mikhail una vez más, porque sé que no voy a marcharme sin él. Porque sé que no voy a llevarme a Haru a ningún lado si él no va con nosotros. Porque no voy a permitir que nada le ocurra a la gente que vive aquí abajo.

—¡Haaaank! —El grito estruendoso que me abandona la garganta es el inicio de un rumor de murmullos aterrorizados que viene de todas direcciones. El asentamiento entero ha empezado a moverse en dirección a las rutas de evacuación mientras que, a empujones, voy contra corriente en busca del hijo del comandante… O de alguien que sea capaz de hacer correr la voz.

Finalmente, golpeo de frente con un integrante de la brigada de Hank y, sin siquiera esperar a que trate de enviarme a buscar refugio, le grito:

—¡Tenemos que bloquear todas las salidas! ¡Dile a todo el mundo que tenemos que bloquear las salidas!

—¡Vamos a morir atrapados como ratas si las bloqueamos!

—¡Vamos a morir a manos de una horda de demonios si no las bloqueamos! —grito de vuelta y el chico palidece tanto, que temo que vaya a vomitar en cualquier momento; a pesar de eso, asiente con dureza y se echa a correr en dirección a donde otro de sus compañeros se encuentra.

Mi búsqueda de Hank se reanuda.

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero se siente como una eternidad. Se siente como un suspiro. Se siente como si el mundo entero hubiese ralentizado su marcha y hubiese alargado los segundos más allá de los límites posibles.

Me siento ansiosa. Aterrorizada. Aturdida.

Los gritos y las carreras frenéticas que han comenzado a dar los habitantes del asentamiento me abruman tanto, que no puedo concentrarme en nada.

—¡Bess! —El grito familiar hace que gire sobre mi eje con brusquedad en el instante en el que lo escucho. Mi cuerpo impacta contra algo blando y cálido y un par de manos me sostiene por los hombros para estabilizarme.

Mi vista se alza solo para encontrarme de frente con un Hank visiblemente alterado.

—¡¿Qué está pasando?! —dice, alarmado—. Me dijeron que diste la orden de cerrar todos los accesos.

Asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar.

—Ha ocurrido una vez más —suelto, sin aliento—. La energía de la última vez ha regresado. Los demonios vendrán. Tenemos que impedir que entren al asentamiento.

—Me lleva el diablo. —Hank dice entre dientes y, entonces, comienza a ladrar órdenes a diestra y siniestra.

Yo aprovecho esos instantes para echarme a correr en dirección hacia donde todo el mundo lo hace.

—¡Bess! —Hank me grita—. ¡¿A dónde vas?!

—¡Necesito encontrar a Haru! —grito de regreso y, sin darle oportunidad de responder, me echo a andar una vez más.

El caos reina todo el asentamiento. La gente, aterrorizada, corre de un lado a otro en busca de un lugar seguro. Otro temblor particularmente intenso sacude la tierra y las paredes crujen ante la potencia del estremecimiento.

Gritos horrorizados llegan a mis oídos, pero yo no dejo de gritar el nombre de Haru. No dejo de adentrarme en las rutas de evacuación en busca de su paradero.

La energía que antes solo llenaba la enfermería ha comenzado a impregnar todo el asentamiento y, mientras me adentro en la oscuridad de un túnel particularmente solitario, soy capaz de escuchar el sonido de los disparos.

«¡Están aquí!», grito para mis adentros. «¡Los demonios están aquí!».

Pese a eso, no dejo de moverme. No dejo de correr mientras grito el nombre de Haru a todo pulmón.

Una última sacudida vibra debajo de mis pies. Esta vez, es tan brutal y poderosa, que caigo al suelo con un golpe sordo y las paredes a mi alrededor comienzan a resquebrajarse. Una fina capa de polvo cae desde el techo sobre mi cabeza y el horror se me asienta en los huesos cuando, con un rugido atronador, el túnel en el que me encuentro comienza a llenarse de grietas inmensas.

—¡Los túneles se vienen abajo! —grita alguien y, en ese momento, el subterráneo colapsa.

Grandes pedazos de piedra, tierra y concreto caen a pocos metros de distancia de donde me encuentro y, como puedo, me arrastro lo más lejos posible de la zona del impacto antes de cubrirme la cabeza con los brazos y aovillarme en el suelo.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a levantar la cabeza. Antes de que me atreva a mirar lo que ha ocurrido con el túnel por el que he entrado.

Una nube espesa y densa de escombro y polvo lo cubre todo, y me llena la garganta de una sensación opresiva y asfixiante.

Un ataque de tos me impide respirar de la manera correcta y, como puedo, me cubro la boca y la nariz con el material de la blusa que llevo puesta.

Los ojos me arden y no puedo ver más allá de mis narices. La garganta me quema y no puedo respirar con normalidad. El corazón me late a toda marcha mientras espero alguna otra réplica de los pequeños terremotos provocados por Mikhail.

Un extraño silencio se ha apoderado del inmenso corredor en el que me encuentro y, durante un pequeño instante, me permito saborear la sensación de estar bien.

Una inspección rápida de mi propia anatomía me hace darme cuenta de que no he recibido ningún daño además de un par de raspones provocados por la caída brutal que acabo de tener. Casi me echo a reír a carcajadas de alivio cuando me doy cuenta de esto.

Me pongo de pie.

La adrenalina y el alivio se mezclan en mi sistema y me provocan un ligero temblor nervioso, pero no podría importarme menos. Ahora mismo, lo único que me importa, es saber qué diablos pasó allá afuera ahora que los temblores se han detenido. Qué diablos ocurrió con Mikhail y dónde carajos está Haru.

Me acerco hacia el lugar donde los escombros obstruyen la salida del subterráneo y, sin más, grito:

—¡¿Hay alguien ahí?! ¡Estoy atrapada!

Nadie responde del otro lado.

—¡¿Hay alguien ahí?! ¡Estoy atrapada! —repito, en un grito.

Silencio.

—¡¿Alguien puede escucharme?! ¡Estoy…!

Escucho un ruido a mis espaldas y me quedo muda.

«Oh, mierda…».

Un gemido…

… Y me giro sobre mi eje.

El oscuro corredor está vacío y el corazón se me agolpa en los pies ante la perspectiva de lo que podría ser. Quiero volver a gritar si hay alguien aquí, pero la sola idea de que alguien —o algo— me conteste, me hace temblar de pies a cabeza.

Doy un par de pasos en dirección al pasillo.

—¿H-Hay alguien aquí? —Mi voz es fuerte, pero suena temblorosa. Asustada.

Uno. Dos. Tres segundos pasan… y un gemido suave me llena los oídos.

Durante unos instantes, creo haberlo imaginado. Creo haber sido víctima de mi imaginación inquieta hasta que, de pronto, lo escucho de nuevo.

«Oh, jodida mierda…».

—¿Quién anda ahí? —Sueno demandante y aterrada al mismo tiempo, pero no dejo de avanzar con cautela.

Nadie responde.

Estoy muy lejos de la salida obstruida que da hacia el asentamiento. Muy lejos de Haru. De Mikhail.

—¿Hay alguien…? —Un gemido claro, nítido y fuerte me llena la audición e interrumpe mi pregunta.

Todos y cada uno de los vellos del cuerpo se me erizan y giro con tanta violencia en dirección a donde proviene el sonido, que doy un traspié y caigo sobre mi trasero, de cara a una puerta enorme y metálica.

A toda velocidad, me pongo de pie una vez más y observo la puerta durante —lo que se siente como— una eternidad antes de acercarme a ella.

El corazón me va a estallar. El terror va a hacer que el alma se me escape, pero no puedo detenerme. No puedo parar hasta que tengo ambas manos plantadas en el metal helado de la puerta.

—¿Estás aquí? —pregunto, con la voz hecha un hilo tembloroso… Y un gemido me responde desde el otro lado.

El corazón se me sube a la garganta. El pulso me ruge detrás de las orejas y la ansiedad hace que las manos me tiemblen mientras busco, a tientas, la manera de abrir la puerta.

Está cerrada con llave.

«¿Qué es este lugar? ¿Por qué está cerrado con llave? ¿Por qué hay gente encerrada bajo llave?», mi mente corre a toda velocidad mientras que, uno a uno, los bloques van acomodándose. «¿Es una prisión? ¿Una especie de… calabozo?».

—Oh, mierda… —digo, en voz alta y me siento mareada. Asqueada y horrorizada—. Tienen un calabozo —Niego, incrédula—. Tienen un maldito calabozo.

Me siento mareada. Un sabor amargo se ha apoderado de la punta de mi lengua y el estómago se me retuerce con incomodidad cuando las náuseas me llenan la boca. La horrible sensación de malestar que me provoca la realización de este hecho me hace sentir aterrorizada. Paralizada por completo de pánico.

—Quizás es un error. Quizás no son personas vivas. Quizás son espíritus —me digo a mí misma, en voz baja, tratando de convencerme de una realidad más llevadera.

«Pero entonces, ¿por qué está cerrado con llave? ¿Por qué no se sienten como espíritus?».

Me falta el aire. Mi respiración es cada vez más superficial y el corazón me late con tanta fuerza que duele.

Mi cabeza corre a toda velocidad en busca de algún comentario de Hank o del comandante hablando acerca de este lugar, o de personas cautivas, pero no puedo evocar nada. No soy capaz de traer a la superficie ningún recuerdo porque sé, con cada fibra de mi ser, que jamás me hablaron sobre esto. Lo ocultaron. Lo omitieron.

«¿Por qué?».

Tiemblo de pies a cabeza. Todo dentro de mí se estremece de manera incontrolable y no sé si es por la ira que poco a poco ha comenzado a invadirme, o por el terror que siento trepando por mis extremidades.

Con todo y eso, me obligo a presionar las palmas sobre el material de la puerta y digo en voz alta, pero trémula:

—¿Hay alguien ahí? ¿Puedes oírme?

Silencio.

Abro la boca para volver a hablar, cuando un gemido débil me responde desde el otro lado de la puerta. El corazón me da un vuelco de inmediato.

—¿Puedes hablar?

Otro gemido roto me responde y la opresión angustiosa dentro de mí se vuelve insoportable.

—Necesito algo más que eso —digo, con desesperación en la voz—. Habla conmigo. ¿Puedes hacerlo?

Silencio.

—¿No puedes hacerlo?

Un gemido me responde.

«No puede hablar», digo, para mis adentros, y me muerdo el labio inferior, mientras trato de ponerle un orden al torrente frenético de mis pensamientos.

—¿Estás prisionero? —inquiero, ansiosa por saber más sobre la persona que se encuentra del otro lado—. ¿Te encerró el comandante?

Otro silencio.

—¿Lo hizo Hank?

Nada.

—Por favor, habla conmigo —suplico, pero, una vez más, no obtengo respuesta alguna.

La sensación de que algo va terriblemente mal me ahoga y me impide pensar en otra cosa más que en el terror que me hace sentir el saber que hay gente encerrada aquí abajo.

«Tienes que hacer algo. Tienes que sacar de ahí a quien sea que esté encerrado», me susurra el subconsciente y cierro los ojos con fuerza.

En ese instante y, presa de un impulso desesperado y decidido, me aparto de la puerta y le doy un par de patadas para ver si cede.

Nada ocurre.

Es en ese momento, que mi búsqueda comienza. Trato de encontrar, entre todo el escombro, algo que pueda ayudarme a forzar el cerrojo; sin embargo, luego de una eternidad dando vueltas, me dejo caer en el suelo y me cubro el rostro con ambas manos.

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero el nudo que tengo en la garganta está tan apretado que no puedo respirar. Que no puedo evitar que mis ojos se inunden con lágrimas sin derramar.

El agotamiento es palpable ahora. El dolor en mis sienes amenaza con hacerme explotar la cabeza y me abrazo a mí misma. Me abrazo mientras me acurruco en una bola, con la mente hecha una maraña inconexa y dolorosa.

Poco a poco, el cansancio y el dolor de cabeza ganan terreno en mi sistema y, por más que lucho por mantenerme despierta, no puedo hacerlo. No puedo hacer otra cosa más que dejarme sucumbir ante la pesadez que me invade.

La inquietud me llena cada poro del cuerpo. La sensación desoladora me corre por el torrente sanguíneo antes de que abra los ojos y, cuando lo hago, no hace más que incrementar. Se vuelve pesada y densa, y me llena de un extraño presentimiento.

Conozco el lugar en el que me encuentro y, al mismo tiempo, sé que no lo conozco en lo absoluto. Que ha sido corrompido por algo oscuro y siniestro, y que ya no estoy a salvo aquí.

La blancura del espacio infinito en el que Daialee suele visitarme, está manchada de una sustancia negra. De una especie de líquido espeso y grumoso que emana una energía aterradora.

Los vellos de la nuca se me erizan cuando la sensación de estar siendo observada me hace girar sobre mi eje con brusquedad.

—¿Daialee? —Mi voz suena aterrorizada y reverbera en todo el espacio.

Nadie me responde y trago duro.

Doy un par de pasos.

—¡Daialee! —Esta vez, mi voz es un llamado firme y demandante, pero no tengo respuesta alguna a él.

La sensación de compañía que me embarga es tan abrumadora, que tengo que girar una vez más solo para cerciorarme de que realmente estoy sola. El miedo me atenaza las entrañas. El pánico me eriza los vellos de la nuca y el nudo de ansiedad que siento en el pecho es tan grande ahora, que temo que no haya poder humano que me permita deshacerlo.

—¡¿Dónde estás, Daialee?! —La llamo una vez más y, en respuesta, un sonido estruendoso estremece el lugar hasta los cimientos.

Los Estigmas —a los cuales jamás había sentido actuar en este lugar— sisean con violencia y se desperezan; alarmados. Como si estuviesen de frente a una amenaza. Como si estuviesen listos para atacar, a pesar de que no hay nada ni nadie en este lugar.

Otro estruendo hace que, alerta, mire hacia todos lados.

La sensación de terror crepita por mis músculos y los Estigmas hacen su camino fuera de mí con tanta rapidez, que ni siquiera puedo hacer amago de detenerlos.

—¡VETE DE AQUÍ! —El grito horrorizado de Daialee hace que un sonido aterrorizado se construya en mi garganta, y una imagen… Un rostro… No. Unos ojos aparecen frente a mí.

Grises. Ambarinos. Blancuzcos… Aterradores.

Entonces, despierto.

El grito que amenaza con abandonarme es ahogado por el estallido que retumba al fondo, en la oscuridad del espacio en el que me encuentro.

Durante unos dolorosos segundos, no soy capaz de deshacerme de la sensación de confusión y aturdimiento que me embarga, pero cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra los recuerdos vienen uno a uno a mí a una velocidad aterradora.

Los retazos del sueño aún flotan como nubes turbias sobre mi cabeza, pero mis ojos están fijos en la puerta cerrada delante de mí. La incomodidad no se disuelve como suele hacerlo el sueño cuando despiertas, al contrario, se arraiga en mi interior y me hace sentir enferma y aterrada mientras me pongo de pie con lentitud.

Otro sonido estruendoso me llena los oídos y, esta vez, el suelo debajo de mis pies se estremece ligeramente.

La alarma se enciende dentro de mí, pero se disipa tan pronto como un haz de luz se cuela a través de la pared de escombros que se encuentra al fondo del pasillo.

—¡¿Hay alguien ahí?! —Una voz familiar grita desde el otro lado y la sangre se me agolpa a los pies.

Mis pies, por inercia, se mueven a toda velocidad hacia las piedras gigantescas. Otro rugido llena mis oídos, y un enorme hueco deja entrar un enorme haz de luz al túnel.

El vitoreo de la gente del otro lado del subterráneo me hace saber que hay muchas personas tratando de desbloquear el camino y oleadas grandes de alivio me llenan el cuerpo.

—¡Estoy aquí! —grito, al tiempo que comienzo a escalar con cuidado las enormes piedras.

Cuando llego a la cima, al lugar donde ha comenzado a colarse la luz, empiezo a retirar los trozos más flojos de las piedras de alrededor.

Órdenes lanzadas al aire llegan a mis oídos y el alivio me llena el pecho casi de inmediato. Mis ojos se cierran cuando, al cabo de lo que se siente como una eternidad, se abre un hueco lo suficientemente grande como para que pueda intentar salir por ahí.

Brazos y manos expertas me ayudan a salir del espacio mientras que, con desesperación, me empujo fuera de la prisión creada por el temblor.

Cuando finalmente logro salir, soy recibida por una oleada de gritos jubilosos y eufóricos. Decenas de personas me rodean y me aturden.

Apenas soy consciente de cómo alguien grita que me den espacio y me dejen respirar, cuando un rostro familiar aparece en mi campo de visión.

En ese momento, una oleada de pánico me embarga. Un puñado de rocas se me asienta en el estómago y un grito se construye en mi garganta cuando las piezas van acomodándose en mi cerebro una a una.

—Bess… —La voz ronca me provoca una horrorosa mezcla de malestar y alivio, y no puedo apartar la vista de la criatura que se encuentra arrodillada frente a mí. Esa que se encuentra demasiado cerca y que me ahueca el rostro con ambas manos—. ¡Dios mío! ¡Bess!

Mikhail me tantea los brazos, el rostro y el torso en busca de alguna clase de herida, pero yo no puedo apartar la vista de él. De sus ojos.

Grises. Ambarinos. Blancuzcos… Aterradores.

De pronto, todas las advertencias de Daialee resuenan con fuerza en mi cabeza. Todas y cada una de las veces que me advirtió acerca de alguien me llenan la memoria de recuerdos tortuosos y, de pronto, me siento asqueada. Horrorizada.

—Con permiso… —La voz de la doctora Harper llega a mí y Mikhail protesta cuando la mujer lo empuja lejos de su camino y le pide a todo el mundo que se aparte para inspeccionarme. El escrutinio ansioso que le da a mi anatomía no disipa ni un poco la horrible sensación de terror que me atenaza las entrañas. Tampoco se lleva la tortura que ha comenzado a atormentarme el pensamiento.

De pronto, no soy capaz de hacer otra cosa más que correr a toda velocidad por el oscuro hilo que son mis pensamientos.

«Daialee te advertía sobre Mikhail. Todo este tiempo ha estado hablando de Mikhail», susurra la insidiosa voz de mi cabeza y un nudo se me instala en la garganta.

—Todo parece ser superficial. —La voz de la doctora me trae de vuelta al aquí y al ahora, pero no es a mí a quien se dirige. Es a alguien más. A alguien que no soy capaz de ver—. De todos modos, necesito tenerla en observación una noche. —Me mira—. ¿Cómo te sientes, Bess? ¿Puedes escucharme?

Asiento.

—Estoy bien —le aseguro, pero sueno débil. Inestable.

Ella me mira con aprensión durante unos instantes antes de asentir.

—Mandaré traer una camilla —dice y, acto seguido, se pone de pie y grita una orden que no logro procesar del todo.

En ese momento, alguien más aparece en mi campo de visión.

—¿Estás segura de que estás bien? —Hank inquiere, pero aún no puedo sacudirme el pánico y el shock que me invaden.

Mis ojos se alzan y encuentran a Mikhail, quien está de pie detrás de Hank con la mandíbula y los puños apretados. Luce como si estuviese tratando de contenerse de apartarlo del camino. Como si estuviese tratando de no cometer un asesinato.

Entonces, vuelco mi atención hacia Hank, quien se ha acuclillado delante de mí.

«Tienes que hacerle saber que estás al tanto de la puerta cerrada en ese corredor y tienes que hacerlo ahora mismo», la vocecilla en mi cabeza insiste, y una nueva tormenta comienza a formarse en mis pensamientos.

—Tenemos que hablar sobre la puerta cerrada de ese corredor, Hank —digo, cuando el chico hace amago de ponerse de pie y se congela al instante. Entonces, mira hacia todos lados y, cuando se ha cerciorado de que no hay nadie cerca, me mira directo a los ojos.

Algo cambia en su rostro en ese momento. Una especie de reconocimiento le invade la expresión y el malestar incrementa exponencialmente.

Hank no dice nada, se limita a mirarme un largo momento antes de apretar la mandíbula y asentir.

—Hablaremos luego —promete, justo cuando la doctora Harper está de regreso y, aprovechando el momento de distracción, se pone de pie.

Acto seguido, se marcha y me deja aquí, rodeada del puñado de chicos del asentamiento que trata de subirme a una camilla.

Yo, por más que trato de hacerles saber que puedo caminar perfectamente al área médica, no consigo que dejen de intentar llevarme en brazos cuando, sin más, una voz autoritaria gruñe algo que no logro entender.

Casi de inmediato, una figura imponente se abre paso entre el grupo de chicos y se acuclilla frente a mí para meter un brazo debajo de mis rodillas y otro en mi espalda. Sé, mucho antes de que sus manos entren en contacto conmigo, que se trata de Mikhail; sin embargo, el efecto que su tacto tiene en mí es tan contradictorio que quiero gritar de la frustración. Que quiero exigirle que me baje y me bese al mismo tiempo.

No dice nada mientras avanza conmigo a cuestas. Tampoco lo hace mientras la gente nos mira como si fuéramos el espectáculo más interesante que ha pasado y no el maldito temblor que casi nos entierra vivos aquí abajo.

Cuando llegamos al área médica, Mikhail me deposita sobre una de las camas improvisadas y, se agacha, de modo que nuestros rostros quedan a la misma altura.

—¿Estás segura de que estás bien? —inquiere, con esa voz ronca que no hace más que provocarme escalofríos.

Incapaz de hablar, asiento.

Él aprieta la mandíbula, inconforme con mi respuesta.

—Bien —dice, a pesar de que se nota a leguas que, para él, nada está bien en estos momentos—. Tengo que ir a ayudar en las labores de rescate. Vendré a verte más tarde, ¿de acuerdo?

Asiento, una vez más.

—¿Estás bien? —inquiero, cuando noto el color cenizo que ha adquirido su piel.

—Sí —dice, pero algo dentro de mí susurra que está mintiendo.

—¿De verdad? Hace un rato estabas tirado en el suelo, bañado en tu propia sangre. —No sé por qué sigo preocupándome por él. Por qué, a pesar de lo que vi en mi sueño, no puedo dejar de sentir esta angustia opresora en el pecho cada que algo va mal con él.

Una sonrisa tira de las comisuras de sus labios y el corazón se me estruja.

«¡Maldito sea! ¡Maldito sea él y su jodida sonrisa!».

Me acuna la mejilla con una mano y todo dentro de mí colisiona con violencia.

—De verdad. Estoy bien —susurra y, luego de dejarme una suave caricia sobre el pómulo, sale del área médica.

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