Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 30

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—¿Bess? —La pronunciación de mi nombre me hace espabilar casi de inmediato y, a pesar del aturdimiento, parpadeo un par de veces y dirijo la atención hacia la persona que me llama. El rostro cansado y ojeroso de la doctora Harper me recibe de lleno y luce, además de agotada, preocupada—. ¿Estás segura de que te sientes bien?

No me atrevo a apostar, pero estoy casi segura de que me ha hecho la misma pregunta diez veces en lo que va de la noche.

Sintiéndome aún fuera de foco, asiento con la cabeza.

Sé que no me cree. Sé que piensa que me he golpeado la cabeza o que estoy en estado de shock, ya que apenas sí he hablado desde que me sacaron del túnel en el que quedé atrapada; pero la realidad es otra.

La realidad es que no he dejado de darle vueltas una y otra vez a lo que descubrí estando atrapada en ese subterráneo. No puedo dejar de pensar en esa maldita puerta cerrada y en lo que guarda del otro lado; pero, sobre todo, no puedo dejar de pensar en lo que vi en mi sueño. En los ojos de Mikhail y en las advertencias de Daialee.

—¡Doctora Harper, necesitamos su ayuda! —grita alguien en algún punto de la abarrotada área médica y ella, pese a la renuencia que veo reflejada en su rostro, se echa a andar a toda velocidad hacia dónde le llaman.

Cuando desaparece de mi vista, mis ojos se cierran y sacudo la cabeza en una negativa.

Un suspiro largo y tembloroso escapa de mis labios luego de eso, una mano cálida y cubierta por un vendaje se posa sobre la mía.

Mi atención viaja rápidamente hacia Haru, quien no se ha despegado de mí desde que me sacaron de aquel túnel y me sostiene la mano como si, con solo ese gesto, pudiese darme un poco de alivio.

Sus ojos almendrados están cargados de preocupación y su gesto es tan duro, que luce como si hubiese envejecido diez años en apenas unos minutos.

—¿Estás bien? —pregunta, y me saca de balance escucharle hablar en un idioma que entiendo y conozco.

Desde nuestra llegada al asentamiento, su constante convivencia con Chiyoko y el resto de las personas en este lugar, le ha hecho aprender algunas palabras básicas del idioma; sin embargo, no deja de tomarme fuera de guardia la rapidez con la que, en apenas unas semanas, ha aprendido a hacerse entender.

Yo, incapaz de confiar en mi voz para hablar, asiento.

La preocupación en su rostro incrementa, pero no dice nada más. Se limita a apartar su tacto de mi mano y posar su atención en la atiborrada estancia en la que nos encontramos.

El área médica es un completo caos. Decenas y decenas de heridos desfilan dentro y fuera de la reducida habitación, mientras que la doctora Harper y un puñado de personas a su cargo se encargan de atenderlos a todos.

Allá afuera, en los subterráneos, se encuentran las brigadas tanto de abastecimiento, como de seguridad, tratando de salvar a todos aquellos quienes quedaron atrapados entre los escombros que el ataque de Mikhail —quien sigue allá afuera, ayudando en las labores de rescate— provocó.

Según escuché de voz de la doctora Harper, de no haber sido por mi advertencia —que en realidad fue de Mikhail— el escenario habría sido aún más catastrófico. Los demonios que fueron atraídos por el destello brutal de energía que emanó del chico de los ojos grises, habrían logrado irrumpir dentro del asentamiento de no haber sido por ello. De haber ocurrido así, es muy probable que ahora mismo no habría nadie a quien salvar.

El mero pensamiento me pone la carne de gallina, pero me obligo a empujarlo lejos. Me obligo a mantenerlo en un lugar oscuro, porque tengo tantas cosas haciéndome nudos en la cabeza, que no puedo pensar con claridad.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que vea entrar a Hank, acompañado de tres chicos, cargando a dos personas que lucen bastante malheridas.

El chico deposita al herido con cuidado sobre una camilla y sus ojos, de manera rápida y fugaz, escanean la estancia. En el instante en el que me encuentra, algo surca su mirada. Un brillo ansioso que no estaba ahí hace unos segundos tiñe su expresión, pero se las arregla para esconderlo mientras, con un movimiento de cabeza, me saluda.

No puedo corresponder el gesto. No puedo hacer nada más que clavar la vista en él hasta que sale de la habitación ladrando órdenes a sus subordinados.

«Tienes que hablar con él y tienes que hacerlo pronto», me susurra el subconsciente y sé que tiene razón. Tengo que hablar con él respecto a lo que encontré. Lo que no sé, es si voy a hablar con Mikhail respecto al sueño que tuve mientras estaba dentro del túnel bloqueado.

Una parte de mí desea confrontarlo; pero otra, esa que ha aprendido a desconfiar de él, quiere callar. Quiere esperar y observar con cautela cada uno de sus movimientos.

«Pero ni siquiera sabes si de verdad ha sido él», la pequeña vocecilla que proviene de una parte más blanda en mí, hace eco en lo profundo de mi mente y me siento estúpida. Tonta por aún ser capaz de darle el beneficio de la duda.

El desasosiego me embarga. Un hueco se abre paso en mi pecho y me llena de una sensación dolorosa y amarga. Una especie de ardor profundo que no se va y parece crecer con cada resquicio de duda que me embarga.

La mano de Haru vuelve a posarse sobre la mía, como si fuera capaz de percibir el tormento por el que estoy atravesando, y una nueva oleada de pesar me invade. Él sabe que algo me tiene inquieta. Sabe que algo ha sucedido y, si él puede notarlo, no quiero ni pensar en qué deberá sentir Mikhail a través del lazo que nos une. La sola idea me horroriza.

—¿Bess? —La voz familiar de la doctora Harper vuelve a llenarme los oídos y abro los ojos de golpe para encontrarla—. ¿Por qué no tratas de dormir un poco?

Una nueva mancha de sangre ha aparecido en su bata y luce todavía más agotada que hace unos minutos.

Quiero protestar. Quiero decirle que, por más cansada que me encuentre, necesito hablar con Hank primero. Que necesito decidir qué carajos voy a hacer con respecto al sueño que tuve hace un rato y solucionar el problema de la grieta. Todo esto, sin mencionar que aún necesito buscar a Rael, Gabrielle, las brujas y el resto de los sellos. Necesito saber qué ha pasado con ellos y necesito, desesperadamente, encontrar la manera de solucionarlo todo. De detener esta locura.

—Es que no puedo… —digo, y me sorprende la desesperación con la que pronuncio esto. Suena como una súplica ansiosa. Como una especie de petición implícita. Un llamado de auxilio que no tenía idea de que quería externar.

Algo similar a la compasión y la lástima se dibuja en las facciones de la doctora y la vergüenza me invade de un segundo a otro. La vulnerabilidad que mostré, de pronto se siente terrible.

—Te daré algo para ayudarte a descansar —dice, al cabo de unos instantes y la dulzura con la que habla me sobrecoge.

Un asentimiento agradecido y agobiado es lo único que puedo darle en respuesta y, después de eso, desaparece entre la multitud.

Al cabo de unos minutos, vuelve con un pequeño vaso con agua y una pastilla envuelta en una servilleta.

—No le digas a nadie que tenemos este tipo de medicamentos aquí —dice, en un susurro, al tiempo que deposita la pastilla en mi mano—. Tómatela y trata de dormir un rato. No puedo dejar que te vayas a los dormitorios. Necesito mantenerte en observación, ¿de acuerdo?

Asiento una vez más.

—Bien. —Me regala una pequeña sonrisa y le hace un gesto a Haru para que se levante, pero él no parece tener intenciones de moverse. Ella parece percatarse de que Haru no va a levantarse y su sonrisa se ensancha un poco más antes de añadir—: Llámame si necesitas algo.

—Gracias —digo y, acto seguido, coloco la pastilla entre mis dientes y le doy un trago al contenido del vaso.

Luego de que la doctora se marcha, Haru me obliga a recostarme sobre el catre y se deja caer en el suelo junto a la camilla sobre la que me encuentro. Acto seguido, se pone el gorro de la sudadera sobre la cabeza, se recarga sobre la pared, cruza los brazos sobre el pecho y se arrebuja dentro del material de la prenda que lleva puesta.

Los fármacos ya han empezado a surtir efecto. Puedo sentirlo en el letargo que me hormiguea desde los dedos de los pies hasta la nuca. Los párpados me pesan, la sensación de desconexión se hace presente en toda mi anatomía y, sin poder resistirme mucho al sueño, me dejo ir.

Todavía no termino de sacudirme la sensación de pesadez fuera del cuerpo cuando comienzo a calzarme las botas. No recuerdo habérmelas quitado antes de caer en brazos de Morfeo gracias a las píldoras que la doctora Harper me dio; sin embargo, hace unos minutos, cuando desperté, me di cuenta de que no las tenía puestas.

Trato de no hacerle mucho caso a la inquietud que esto me causa, y me concentro en los nudos dobles que le hago a las agujetas.

Los párpados aún me pesan mientras me pongo de pie y le echo un último vistazo a la ahora tranquila área médica del asentamiento.

Haru yace dormido sobre una colchoneta junto al catre en el que dormí y el caos que reinaba la estancia ha desaparecido por completo.

Ahora, el lugar es un hervidero de gente aparentemente dormida, que no lo está del todo.

Sé que todos están heridos y que sus lesiones son, probablemente, de gravedad —de otro modo no habrían pasado aquí la noche—, pero, en estos momentos, la calma que se respira en el ambiente es tanta, que casi puedo pretender que solo están durmiendo. Que toda la gente aquí dentro está en perfectas condiciones y que, cuando ellos lo decidan, podrán levantarse de esos catres y hacer su vida cotidiana, dentro de lo que estos túneles lo permiten.

El sabor amargo que me deja el hilo de mis pensamientos apenas me permite apartar la vista de la escena, pero con todo y eso —y armándome de valor—, me encamino hacia la salida de la estancia.

Necesito hablar con Hank. Necesito saber qué diablos guardan detrás de esa puerta metálica de la que no sabía nada y, sobre todo, necesito mantener la mente ocupada porque aún no estoy lista para enfrentarme a la posibilidad de Mikhail traicionándonos de nuevo.

Así pues, con una misión impuesta en la cabeza, abro la puerta del área médica con decisión, pero toda mi convicción se drena fuera de mí cuando lo veo.

Su expresión fuera de balance me hace saber que no esperaba en lo absoluto que la puerta se abriera delante de sus narices. Está claro para mí que tampoco esperaba verme a mí aquí, de pie frente a él, lista para abandonar el lugar.

—Bess… —El sonido ronco de su voz envía un espasmo por mi espina, pero todavía no sé si es una sensación agradable o repulsiva.

No respondo. Me limito a mirarlo fijamente, recelosa.

Abre la boca, como si fuese a decir algo, pero las palabras parecen haberse atascado en su interior, ya que la cierra de golpe y me mira a los ojos.

Un estremecimiento de anticipación me recorre entera y, sin más, no puedo dejar de evocar una decena de recuerdos frescos. De besos arrebatados y palabras susurradas entre suspiros rotos.

No hace ni siquiera veinticuatro horas que el chico delante de mí y yo estuvimos en este mismo lugar, besándonos; y se siente como si hubiese pasado una eternidad desde entonces. Como si todo aquello hubiera sido producto de mi imaginación inquieta y nada más.

—¿Te encuentras bien? —La manera en la que me habla hace que las rodillas me fallen, pero me las arreglo para mantener la mirada fija en él y el corazón dentro del cuerpo—. Traté de venir antes a verte, pero las labores de rescate terminaron apenas hace unos minutos.

Una emoción brillante y dulce me invade el cuerpo sin que pueda detenerla y me siento dividida entre las ganas que tengo de fundirme en sus brazos y las dudas que me carcomen de adentro hacia afuera.

—Estoy bien —digo, casi sin aliento y el pecho me duele debido a la fuerza de mis emociones contradictorias.

Los ojos ambarinos de Mikhail me miran a detalle, como si no pudiese creer del todo lo que le digo. Como si notara que una tormenta me surca el pensamiento y no me deja tranquila.

Luce agotado. El tono mortecino de su piel solo acentúa las bolsas debajo de sus ojos y el aspecto enfermo de su gesto. Pese a eso, no deja de verse imponente y peligroso.

—¿Estás segura? —inquiere, y el cuestionamiento que veo en su rostro me hace saber que nota que algo no anda del todo bien.

Asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar y él, a pesar de no lucir muy convencido por mi respuesta, imita mi asentimiento.

Silencio.

—Bess, yo… —dice, al cabo de unos instantes, pero parece arrepentirse a medio camino y retomar el valor para decir—: Escucha, respecto a lo que pasó…

—No pasa nada. —Lo interrumpo, porque no estoy lista para hablar con él de eso. No estoy lista para hablar con él en lo absoluto. Ahora más que nunca, no puedo dejar de revivir en mi memoria el color de esos ojos grises con tintes blancos y dorados. No puedo dejar de pensar en el terror que sentí al verlos en ese lugar en el que Daialee y yo hablamos.

—Bess, todo lo que dije… —él insiste.

—Mikhail, ahora no. —Lo corto una vez más, al tiempo que niego con la cabeza—. No es momento.

El gesto confundido y dolido de Mikhail me quiebra en mil pedazos, pero me las arreglo para mantenerme firme. Me las arreglo para mantener a raya la avalancha de sensaciones que despierta en mí, porque no quiero caer de nuevo en sus redes. Porque primero necesito pensar qué demonios haré antes de confrontarlo.

—¿Qué pasa? —El demonio de los ojos grises insiste, pero me limito a negar con la cabeza.

—Ahora no es tiempo, Mikhail —digo y, en el instante en el que noto la mueca dolida que esbozan sus facciones, miento—: Necesito ir a buscar a la doctora Harper.

—Pero, Bess… —insiste, pero ya lo he rodeado para alcanzar la salida del área médica.

—Hablamos luego. —Esta vez, cuando pronuncio aquello, me aseguro de ser lo más tajante posible antes de abrirme paso fuera de la estancia a paso rápido y decidido.

Sé que él es consciente de que estoy huyendo. De que no quiero confrontarlo, pero no me importa. En estos momentos, nada de eso importa porque estoy al borde de un colapso nervioso. Porque la posibilidad de ser traicionada una vez más es tan insoportable, como dolorosa.

Pasos rápidos y urgentes me llevan tan lejos del área médica como me es posible sin llegar a ponerme a correr y, cuando la distancia es suficiente como para permitirme detenerme a echar un vistazo, lo hago.

El corazón se me hunde dentro del pecho cuando noto que Mikhail sigue mirándome desde la lejanía. Sin poder ser un poco más discreta al respecto, me giro sobre mi eje a toda velocidad y me echo a andar con rapidez en dirección a las áreas comunes para buscar a Hank.

Tengo que hablar con él. Tengo que distraer mi mente durante unos instantes y ocuparme de algo de lo que sí puedo tener una respuesta inmediata. Necesito encontrar al hijo del comandante y averiguar qué diablos hay detrás de la puerta en aquel corredor, y por qué demonios no sé absolutamente nada sobre ella.

La figura imponente de Hank Saint Clair se detiene en seco en el instante en el que se percata de mi presencia. Lleva el cabello húmedo, la playera mojada y un puñado de —lo que parece ser—ropa sucia. La ropa militar que viste le hace lucir como una versión más joven de su padre, y la realización de esto me eriza los vellos de la nuca de una manera desagradable.

No dice nada. De hecho, ni siquiera se mueve. Se queda ahí, quieto bajo el umbral de la puerta de su diminuta habitación, con los ojos clavados en mí.

No sé en qué carajos estaba pensando cuando, al no encontrarlo por ningún lado, decidí invadir su privacidad y su espacio personal para esperarlo —y confrontarlo— en su habitación; sin embargo, no ha pasado mucho desde entonces. Al menos, la estadía en este lugar no se ha sentido mayor a unos minutos.

—Iba a ir a verte tan pronto como Harper me avisara que estabas despierta —dice, al cabo de unos instantes de tenso silencio.

—No te creo —digo, porque es cierto.

—No esperaba que lo hicieras. —La sinceridad en su voz me toma con la guardia baja, pero eso no impide que mantenga el gesto inescrutable.

—Supongo, entonces, que ya sabes porqué estoy aquí —digo, con toda la serenidad que puedo imprimir.

Hank, como si lo que acabo de decirle no lo hubiese paralizado durante unos segundos, entra a la habitación, lanza la ropa sucia a un canasto en una esquina de la estancia y se quita la ramera antes de darme la espalda.

La vista de su mitad superior completamente desnuda hace que un extraño calor me suba por el cuello y me ruborice el rostro, pero él ni siquiera se inmuta por mi presencia mientras, con manos expertas, toma otra playera de una pila de ropa doblada en un rincón y se la pone. Entonces, se gira para encararme. Cuando lo hace, recarga su cadera en el improvisado escritorio que descansa frente a la cama.

Se cruza de brazos.

—Honestamente, esperaba que lo hubieses olvidado —dice, al cabo de un largo momento de mutuo escrutinio.

—¿Qué hay detrás de esa puerta, Hank? —inquiero, ignorando por completo su comentario previo y noto cómo todo su cuerpo se tensa en respuesta.

Una inspiración profunda es inhalada por sus pulmones y el aire escapa con lentitud fuera de él al cabo de unos instantes.

—Bess, no puedo hablarte de eso —dice, y suena contrariado—. Es información confidencial.

—¿Entonces así es como funciona? ¿Yo tengo que hablarles siempre con la verdad, pero ustedes pueden ocultarme información a diestra y siniestra? —No pretendo sonar dura y amarga, pero lo hago de todos modos—. No, Hank. Me rehúso a que las cosas sean de esta manera, así que, o me dices qué diablos estás ocultándome o saldré de aquí y le diré a todo el mundo en el asentamiento lo que está ocurriendo allá afuera y las pocas opciones que tenemos.

Algo oscuro y crudo surca sus facciones durante una fracción de segundo, pero desaparece tan pronto como llega.

—Bess —suena exasperado—, no puedes hacer eso. No puedes ir a decirles a todos lo que está pasando. Provocarías una oleada de pánico colectivo del tamaño de toda la ciudad. No puedes perturbar la paz, así como así.

—Pruébame —digo, y sueno tan desafiante, que yo misma me sorprendo.

La mandíbula de Hank se aprieta con violencia durante unos instantes antes de que eche la cabeza hacia atrás, en un gesto frustrado.

Silencio.

—Es una… prisión —dice, finalmente, y escucharle decir eso me eriza todos y cada uno de los vellos del cuerpo.

—¿Qué? —susurro, a pesar de que lo he escuchado a la perfección.

—Una prisión, Bess. —Me encara y, esta vez, no soy capaz de ver nada más que un gesto estoico y antinatural—. El lugar en el que encerramos a aquellos que violentan las normas del asentamiento y a quienes atentan contra la integridad y la seguridad de los que habitan aquí. —Hace una pequeña pausa—. No podemos mantenerlos con el resto, puesto a que son peligrosos, pero tampoco podemos condenarlos al exilio; es por eso que son retenidos en ese lugar, para mantener el orden y luego darles un juicio justo por sus acciones.

—¿En ese lugar tan pequeño? —Sacudo la cabeza en una negativa—. ¿Cuántas personas están ahí dentro? ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman?

—Eso no puedo decírtelo. —Hank niega—. Es información que solo le concierne a mi padre y a su equipo de trabajo. Lo único que puedo decirte, es que ningún civil sabe nada al respecto y agradecería que siguiera de esa manera. Si alguien se enterara de que tenemos una habitación repleta de gente peligrosa, se generaría un pánico incontrolable y, lo que menos necesitamos es otra cosa de la cual ocuparnos.

—No entiendo por qué generaría pánico. Es sencillo de entender y asimilar —refuto, sin comprender del todo el motivo por el cual mantienen oculto un lugar así. La vocecilla en lo profundo de mi cabeza no deja de gritarme que hay algo más. Que Hank no está diciéndome toda la verdad y que necesito saber por qué.

—Bess, es un maldito calabozo —espeta y, por primera vez desde que entró en la habitación, soy capaz de percibir cuán nervioso le hace sentir el que esté enterada sobre ese lugar—. ¿Cómo crees que van a reaccionar? ¿Cómo diablos crees que van a tomárselo cuando se supone que estamos aquí para garantizar la seguridad y la libertad de cada uno de los habitantes?

Aprieto la mandíbula y me muerdo la punta de la lengua para evitar gritarle a la cara que deje de mentir. Que deje de tratar de minimizar el asunto con un pretexto tan ridículo como ese y me las arreglo para sostenerle la mirada durante un largo momento.

—Y sé que, seguramente, tienes muchísimas dudas —continúa, cuando nota que no estoy lista para hablar todavía—. Sé que es probable que, con esto, tu confianza en mí haya disminuido de manera considerable; pero no podía decírtelo. —Da un par de pasos en mi dirección y tengo que reprimir el impulso de ponerme de pie para poner distancia entre nosotros. Se acuclilla frente a mí—. Por mucho que me encantaría contártelo todo respecto al asentamiento, no puedo. No está permitido. ¿Entiendes eso?

Una de sus manos grandes acomoda un mechón de cabello enmarañado detrás de una de mis orejas y toma todo de mí no apartarme con brusquedad para evitar que me toque. Ahora mismo, lo último que quiero, es tenerlo cerca.

A pesar de eso, me obligo a tragarme la repulsa y asiento.

—Lamento mucho haberte ocultado algo como eso cuando lo único que has hecho es hablarnos con la verdad respecto a tu naturaleza, pero no me correspondía tomar la decisión de hablarte de ello. Mi padre es muy estricto respecto a los asuntos confidenciales y no podía contártelo. No sin desafiar su autoridad —dice, pero yo no puedo dejar de concentrarme en el millar de pensamientos que me embarga ahora mismo.

El terror que me provoca el saber que estoy siendo engañada es casi tan abrumador, como el pánico que me causa la sola posibilidad de pensar en Mikhail traicionándome una vez más.

La colisión de emociones violentas y aterradoras dentro de mí es tan grande, que no puedo pensar en otra cosa. Que no puedo dejar de hacerme un escenario fatalista tras otro, mientras que Hank Saint Clair me ahueca la mejilla con una de sus manos.

Casi quiero vomitar cuando su pulgar me acaricia con suavidad.

—Lo lamento —dice, en un murmullo y siento cómo la bilis me sube por la garganta cuando parpadeo un par de veces y lo miro a los ojos.

La expresión anhelante y suplicante que lleva grabada en el rostro me provoca un retortijón en el estómago, pero no es una sensación agradable.

Me mira los labios.

Una horrible sensación de incomodidad me embarga de un momento a otro y, en ese instante, un recuerdo vago me inunda el pensamiento.

Las palabras de una adolescente curiosa diciéndome que Hank está interesado en mí bailan en mi cabeza y, de pronto, y a una velocidad aterradora, las piezas van acomodándose casi por sí solas en mi mente.

«Aprovéchate de eso», la voz insidiosa susurra y me siento enferma. Horrorizada ante el lugar oscuro al que van mis pensamientos. «Acércate a él y sácale toda la información posible respecto al calabozo. Gánate su confianza y averigua qué diablos está ocultándote».

Niego, pero lo hago más para ahuyentar el hilo peligroso de mis pensamientos que para responderle al chico que se encuentra acuclillado frente a mí.

—Estoy cansada de que me mientan. —No sé por qué digo eso en voz alta, pero parece accionar algo en él, ya que un destello triste se apodera de sus facciones.

—No te he mentido en nada, Bess —dice, pero suena acongojado y pesaroso—. No quiero que pienses que alguna vez lo he hecho.

—Ocultar también es engañar.

—Lo sé. Y lo lamento, Bess. Nunca ha sido mi intención. Yo… —Hace una pausa, como si estuviese sopesando las palabras que estaba a punto de pronunciar.

«¡Ahora! ¡Es ahora o nunca, Bess! ¡Sabes que le gustas! ¡Aprovéchate de eso! ¡Hazlo ya!».

Me inclino hacia adelante, con toda la intención de acortar la distancia que nos separa. La mirada de Hank se oscurece varios tonos. Sus ojos se fijan en mi boca y me siento enferma. Me siento al borde de la histeria porque no puedo creer lo que estoy a punto de hacer. Porque no puedo creer que la desesperación por saber qué carajos está pasando me esté empujando hasta este punto.

—¿Hank? —digo, en un murmullo inestable y tembloroso.

—¿Sí?

«¡Eres una maldita cobarde! ¡No tienes las bolas! ¡Estúpida de mierda!».

Trago duro y empujo lejos a la voz abrumadora de mi cabeza.

—Bésame —pido y, entonces, sus labios encuentran los míos en un beso fiero y urgente.

Su lengua busca la mía en el camino y correspondo su caricia como puedo. Correspondo a su beso con el corazón hecho un nudo y unas ganas inmensas de apartarme.

«Aguanta un poco más, Bess. Puedes hacerlo. Necesitas la verdad. Necesitas saber qué carajos está ocultándote», me digo a mí misma y me obligo permitirle enredar los dedos en las hebras largas de mi nuca.

Un gruñido escapa de los labios de Hank y, cuando no puedo soportarlo más, me aparto de él.

—Por favor, no vuelvas a mentirme. —Le pido, al tiempo que trato de recuperar el aliento. Al tiempo que trato de recuperar los pedazos de mí misma del suelo porque me siento humillada. Sin orgullo y sin dignidad alguna.

—Nunca más. —Hank promete y, cuando intenta volver a besarme, giro el rostro, de modo que sus labios solo logran besar la comisura de mi boca—. Lo prometo, Bess.

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