Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 31

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He pasado los últimos dos días de mi vida encerrada en el área médica. Tratando de mantenerme ocupada para no tener que enfrentarme a ninguno de los dos chicos que no han dejado de intentar abordarme desde el temblor y el ataque de Mikhail.

Llegados a este punto, está más que claro para todos que estoy tratando de evitarlos a toda costa.

La doctora Harper, incluso, ha tratado de averiguar un poco de lo que ha estado ocurriendo, ya que ha estado presente todas y cada una de las veces en las que he encontrado un pretexto para no estar a solas con alguno de los dos; pero no he sido capaz de decirle una sola palabra al respecto.

Lo cierto es que me he pasado los días enteros tratando de decidir qué diablos es lo que debo de hacer. Todos mis intentos por llegar al lugar en el que hablo con Daialee han sido infructuosos y todos mis esfuerzos por obligarme a convivir con Hank Saint Clair son una completa tortura.

Las habladurías y rumores entorno mío no han dejado de hacerse presentes y, ¿honestamente?, no creo que vayan a irse en mucho tiempo. El cuento de que he cambiado a Mikhail por Hank no ha hecho más que modificarse en cada boca que lo pronuncia, y la versión que dice que ahora mantengo más que una amistad con el hijo del comandante, no deja de provocarme unas náuseas horrorosas.

Mikhail no ha dicho nada al respecto; aunque, siendo sinceros, tampoco es como si le hubiese dado muchas oportunidades de hacerlo. Me he encargado de evitarlo con tanto ímpetu, que no hemos sido capaces de cruzar más de dos o tres palabras cada que trata de abordarme.

Sabe que algo anda mal. No ha dejado de preguntarme qué ocurre a cada oportunidad que tiene, pero no he hecho nada más que evadirle el tema de la mejor manera posible.

No sé cuánto más voy a poder mentirle, y tampoco sé cuánto tiempo más me queda para decidir si confío o no en él. Sé que no es mucho.

Si tan solo pudiera hablar con Daialee una vez más. Si tan solo pudiera preguntarle sobre quién ha estado advirtiéndome todo este tiempo…

—Bess —la voz de la doctora Harper me trae de vuelta al aquí y al ahora de manera abrupta, pero me toma unos instantes espabilar y mirar en su dirección. Cuando lo hago, hace un gesto de cabeza hacia la puerta—, te buscan.

De inmediato, mi atención se vuelca hacia donde la mujer indica y toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies cuando lo veo. La sensación, no obstante, es muy distinta a la que me provoca cierto demonio que vaga por los subterráneos del asentamiento como si tratase de memorizarlos.

Hank Saint Clair me provoca toda clase de sensaciones, por los motivos más incorrectos de todos. Aún no puedo sacudirme del todo el repelús que su beso me dejó, y tampoco puedo arrancarme del pecho la sensación horrorosa que me provoca el saber que todo este tiempo me ha estado mintiendo.

Si él y su padre fueron capaces de ocultar la existencia de ese calabozo, quien sabe qué otra cosa esconden dentro de estos interminables túneles.

—Casi olvido como luces de tan poco que te he visto los últimos días —dice Hank, cuando está lo suficientemente cerca como para poder escucharlo. Ni siquiera me di cuenta de en qué momento decidió ignorar a todos en el área médica para encaminarse directo hacia mí—. ¿Cómo va todo por aquí?

Ese último cuestionamiento parece ser lanzado al aire; hacia la doctora Harper.

—En orden. —La mujer responde y vuelco la mirada justo a tiempo para verla esbozar una sonrisa cansada y satisfecha—. Todos los heridos están fuera de peligro y algunos ya han podido dormir en sus respectivas habitaciones. Necesito que una brigada salga a buscar medicamentos, pero de ahí en más todo pinta bastante bien.

—Me alegra escucharlo, Harper. Tan pronto como me sea posible, ordenaré una salida al exterior para recolectar todo lo que necesites. —Hank habla, con toda la soltura del mundo, antes de hacer una pequeña pausa y añadir—: Supongo, entonces, que, si las cosas van mejor, no te importará si me robo a Bess para llevarla a cenar, ¿no es así?

En el instante en el que lo escucho decir eso, mi corazón se salta un latido. El horror y el pánico me invaden a partes iguales y quiero gritar. Quiero escabullirme fuera de aquí y sin siquiera echarle un último vistazo a mi refugio temporal.

La mirada de la doctora Harper me busca casi de inmediato y, con gesto indeciso y cargado de disculpa, dice:

—Para nada. Bess es libre de ir a cenar contigo si así lo desea.

Ambos me miran.

—¿Quieres venir? —La pregunta de Hank me sabe más a una orden que a otra cosa, pero me las arreglo para mantener el gesto inescrutable y la expresión inocente cuando clava sus ojos en mí.

—No lo sé. Todavía hay mucho que hacer aquí y…

—Tonterías —Hank me interrumpe—, estoy seguro de que Harper puede prescindir de ti una hora.

La doctora no responde. Se limita a sonreír, como quien se reserva el derecho de opinar respecto a algo que le incomoda. Como quien sabe que podría meterse en serios problemas si externa lo que piensa.

El tono turbio y oscuro que toma su mirada no me es indiferente y, durante una fracción de segundo, me pregunto qué diablos estará pasándole por la cabeza en estos momentos.

—Hank…

—Vamos, Bess. Cenaremos en el comedor. No es como si fuésemos a tener una cita para dos —insiste, y muerdo mi labio inferior.

Una parte de mí no deja de pedirme que ponga cuanta distancia sea posible entre él y yo, pero otra, esa que está empeñada en descubrir qué carajos está pasando en este lugar, no deja de susurrarme que acepte. Que vaya a cenar con él y trate de sacarle cuanta información pueda respecto al calabozo.

—De acuerdo —digo, al cabo de un largo momento, y una sonrisa suave se dibuja en los labios del chico—. Vayamos.

Me siento asqueada. Abrumada ante la idea de ser vista por los espaciosos corredores con él a mi lado; sin embargo, me las arreglo para lucir natural mientras nos encaminamos juntos fuera del área médica.

El abarrotado —e improvisado— comedor es un barullo total. Gente camina de un lado a otro con platos de comida y vasos improvisados. Decenas de chiquillos corren por todos lados jugueteando y riéndose como si allá afuera el mundo no estuviese acabándose.

Una sensación dolorosa me invade, pero trato de empujarla lo más lejos posible para concentrarme en lo que Hank parlotea.

No he podido poner atención a nada de lo que ha dicho y, a pesar de eso, no he dejado de asentir y mirarlo como si realmente lo escuchase. A veces, me aterra la facilidad con la que puedo fingir que todo está bien. Me horroriza saber que soy capaz de hacer estas cosas sin sentir un ápice de remordimiento.

No me pasa desapercibida la forma en la que la gente cuchichea cuando nos miran pasar hasta la fila donde todo el mundo aguarda por sus alimentos. Hank, por supuesto, los ignora a todos mientras toma dos platos y me ofrece uno.

Cuando tenemos comida en ellos, Hank se abre paso entre la gente hasta encontrar una improvisada mesa en la que se encuentra un grupo de chicos. Cuando llegamos, todos ellos parecen entender el mensaje implícito en la mirada que Hank les dedica, y se ponen de pie murmurando algo ininteligible antes de marcharse.

El nudo de ansiedad que me provoca la sola idea de sentarme aquí, a solas, con él, hace que todo el apetito que tenía se esfume en un abrir y cerrar de ojos. A pesar de eso, me obligo a colocar el plato sobre la mesa para sentarme en la banca de metal que se encuentra fija al suelo del subterráneo.

Estoy a punto de sentarme. A nada de acomodarme en el asiento elegido, cuando una mano fuerte, firme y grande se cierra alrededor de mi brazo con firmeza y delicadeza al mismo tiempo.

Mi atención se vuelca hacia la persona que me sostiene, pero sé de quién se trata mucho antes de que lo mire. Podría reconocer su tacto en cualquier parte. Podría saber quién es así tuviese los ojos vendados.

Abro la boca para pronunciar su nombre, pero la palabra muere en ella cuando tengo un vistazo de su rostro. Luce agotado. Cansado. El tono pálido de su piel solo acentúa las bolsas debajo de sus ojos y, de no ser porque estoy mirándolo fijamente, podría jurar que lo he visto estremecerse. Es solo hasta que sus ojos —grises, blanquecinos y ambarinos— se posan en mí, que noto que, en su mirada, el fuego habitual que siempre ha habitado sigue intacto. Eso, de cierta manera, me reconforta.

—¿Podemos hablar un minuto? —La voz ronca del demonio suena autoritaria, pero suave, y mi boca se cierra de golpe cuando tira de mí con delicadeza para indicarme el camino.

—¿Se lo estás pidiendo o se lo estás ordenando? —La voz de Hank me inunda los oídos y vuelco la atención hacia él.

Luce amenazador y molesto, y no ha apartado los ojos de Mikhail ni un solo segundo.

Un atisbo de sonrisa se asoma por las comisuras de los labios del demonio y el corazón me da un vuelco porque no puedo creer lo atractivo que luce cuando sonríe de esa manera.

—Un poco de ambas. —El demonio admite y algo oscuro se apodera de la mirada de Hank. En ese momento, los ojos de Mikhail se posan en mí y añade—: ¿Vamos?

Yo, incapaz de confiar en mi voz para hablar e incapaz de enfrentarlo ahora mismo, sacudo la cabeza en una negativa.

—Ahora no puedo —digo, al tiempo que me libero de su agarre.

La confusión y el dolor que veo en sus facciones es tanta, que el pecho me duele. La mirada inquisidora que me dedica luego de mi respuesta es tan evidente, que estoy segura de que todo el mundo podría ver que no puede creer lo que acabo de decirle.

—Solo será un momento —insiste, pero niego una vez más.

—Ahora no, Mikhail —digo, en voz baja y entre dientes, y la mandíbula del demonio se aprieta.

—Cielo…

—Ya te ha dicho que no, ¿es que acaso no entiendes? —Hank interviene, interrumpiendo lo que sea que Mikhail estaba por decir, y algo salvaje y peligroso cruza la mirada del demonio.

—Estoy hablando con Bess —Mikhail suelta entre dientes, y suena tan amenazador, que un escalofrío de puro horror me recorre entera.

—Y Bess ya te dijo que no quiere hablar contigo —Hank refuta, haciendo un ademán que indica que espera que Mikhail se marche cuanto antes.

La mandíbula de Mikhail se aprieta al instante.

Por un doloroso segundo, creo ver cómo las venas de su cuello se tornan amoratadas, pero el color desaparece tan pronto como llega; y, a través del lazo que nos une, una extraña oleada de energía me estremece entera.

Las alarmas se encienden en mi sistema casi al instante.

—No sabía que Bess necesitara vocero oficial para comunicarse conmigo. —La amenaza implícita que escucho en Mikhail hace que el corazón me dé un vuelco.

—No lo necesita, pero como parece que no escuchaste cuando te dijo que no quería hablar contigo…

—Decidiste jugar al caballero de blanca armadura —Mikhail lo interrumpe, con aire socarrón—. Hazte un favor a ti mismo y ahórrate el ridículo. Bess es perfectamente capaz de comunicarse con el mundo por sí sola.

—Mikhail, basta —digo, en voz baja, pero él ni siquiera se inmuta. Mantiene la vista fija en el chico que trata de amedrentarlo.

—Ya la oíste. —Hank aprovecha lo que acabo de decir y se planta con los brazos cruzados sobre el pecho y actitud arrogante—. Ahora, déjala en paz.

Mikhail vuelca toda la atención sobre mí y, mirándome con una intensidad que me deja sin aliento, dice:

—¿Qué está pasando, Bess? ¿Qué está mal? —La desesperación que se filtra en su expresión es tanta, que todo dentro de mí se estremece con violencia—. Necesito saber. Necesito que me lo digas o voy a volverme loco.

El nudo en mi garganta me hace difícil hasta respirar, pero sé que aún no estoy lista para enfrentarlo. Que todavía no he decidido qué diablos voy a hacer; así que, a pesar del remordimiento que me escuece de adentro hacia afuera, abro la boca se para responder.

En ese momento, la voz de Hank me llena los oídos, interrumpiendo cualquier cosa que fuese a salir de mis labios, y acorta la distancia que le separa de Mikhail para tomarlo del brazo y tirar de él con brusquedad. Acto seguido, Mikhail se libera de su agarre con un movimiento tan rápido y certero, que atrae la atención de todo aquel que nos rodea.

—No te atrevas a volver a ponerme un maldito dedo encima. —El demonio escupe con tanta frialdad y violencia, que un escalofrío de puro terror me recorre entera.

El tono de voz que utiliza evoca recuerdos que había tratado de enterrar en el fondo de mi memoria. Recuerdos acerca de él, sobre mí, con las manos alrededor de mi cuello, el rostro desencajado y el gesto furioso. Acerca de nosotros dos, en medio de una tormenta de nieve, luego de mi fallido intento de escape de aquella cabaña en las montañas en la que me mantuvo cautiva.

Un estremecimiento me recorre de pies a cabeza ante la perspectiva de volver a estar delante de esa criatura oscura y siniestra en la que se convirtió al perder su parte angelical.

—O si no, ¿qué? —Hank le reta y, sin darle tiempo de nada, Mikhail toma al chico de la remera y lo empuja con fuerza, de modo que su cadera golpea contra la mesa sobre la que yacen nuestros alimentos.

Un colectivo grito ahogado inunda el lugar, pero ninguno de los dos parece escucharlo.

—No tienes idea de lo que puedo llegar a hacerte, así que mejor cierra la boca. —Mikhail suena siniestro cuando habla, y el modo en el que acerca su rostro al de Hank —de una manera intimidatoria y agresiva—, hace que el hijo del comandante se encoja ligeramente.

—Mikhail, detente —pido, al tiempo que doy un paso en su dirección, en el afán de apartarlo de Hank, pero no me mira. Ni siquiera sé si ha podido escucharme.

—¿Es una amenaza? —dice Hank, ignorando mi declaración, en voz baja y temblorosa.

—Es una sugerencia. —El demonio espeta, pero su expresión no ha dejado de ser una máscara estoica.

—Hablaré contigo, Mikhail, pero ya basta —digo, mientras, con cuidado, poso una mano sobre uno de los fuertes brazos del demonio—. Por favor, detente.

Su mandíbula está apretada. Todo su cuerpo irradia una hostilidad impropia de él y hay algo tan erróneo en la forma en la que mira al chico que tiene acorralado, que no puedo dejar de temer por su bienestar. Por el bienestar de cualquiera que se atreva a cruzarse por el camino de Mikhail en estos momentos.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que, finalmente, el demonio libere su agarre en Hank, pero cuando ocurre, dejo escapar el aire que, hasta hace unos instantes, no sabía que contenía. Una indescriptible sensación de alivio me llena el pecho cuando, a pesar de no lucir del todo conforme con lo que está haciendo, da un par de pasos hacia atrás.

La mirada de Hank está cargada de ira cruda y poderosa, pero no se abalanza sobre Mikhail cuando este le da la espalda para encararme.

La desesperación y angustia que veo en los ojos del chico frente a mí enciende un centenar de alarmas en mi sistema y me siento fuera de balance. Fuera de foco porque, una vez más, no sé qué demonios está pasando.

De pronto, la sensación de estar perdiéndome de algo importante me llena los sentidos con una rapidez atronadora y la inseguridad me llena el cuerpo de un segundo a otro. La dolorosa certeza de saber que tanto Hank como Mikhail ocultan cosas es tan abrumadora, que me quedo sin aliento.

Todos mienten.

La verdadera pregunta aquí es, ¿en quién voy a confiar si todos mienten?…

El cuestionamiento no deja de retumbarme con fuerza en la cabeza, pero con todo y eso me trago la incertidumbre y me obligo a tomar a Mikhail del brazo para tirar de él en dirección opuesta a la muchedumbre que ahora nos mira con aire curioso y lastimero.

—¿Es en serio, Bess? ¿Vas a ceder a sus caprichos? —Hank dice en voz alta, una vez que he impuesto unos buenos diez pasos de distancia entre nosotros.

Lo miro por encima del hombro.

—¿Debo ceder a los tuyos? —espeto. No pretendo sonar tan dura como lo hago, pero no puedo evitarlo.

Los ojos del chico se llenan de un brillo oscuro y hostil.

—Eres una estúpida.

En el instante en el que las palabras abandonan la boca de Hank, un violento tirón sacude el lazo que me une a Mikhail y, antes de que pueda reaccionar, la criatura que hasta hace unos instantes caminaba a mi lado a regañadientes, se gira sobre su eje a una velocidad casi antinatural y avanza en dirección al hijo del comandante.

Un grito se construye en mi garganta cuando me percato de lo que está a punto de ocurrir, pero es demasiado tarde. El puño de Mikhail está levantado en lo alto en un nanosegundo y, al siguiente, está clavado en la nariz de Hank.

El sonido estruendoso que hace el chico al caer al suelo es casi tan escandaloso como el que hace la improvisada mesa al ser golpeada por su cuerpo en movimiento. La comida que se encontraba sobre la madera —ahora rota— se encuentra esparcida por todo el espacio, y la habitación se queda en absoluto silencio.

La espalda de Mikhail sube y baja con el ritmo de su respiración dificultosa, y la forma en la que su cuerpo se yergue en una postura amenazadora y amedrentadora, hace que un puñado de piedras se me asiente en el estómago.

—Mikhail, no… —Ya he comenzado a moverme. A avanzar tan rápido como mis pies me lo permiten hacia donde ellos se encuentran.

—¿Con esa maldita boca besabas a tu madre? —El demonio escupe, sin siquiera permitirme terminar la oración y las piernas de Hank se enredan alrededor de los tobillos de Mikhail para hacerlo caer sobre su trasero.

El jadeo colectivo de las personas a nuestro alrededor —y que ha notado lo que Hank acaba de hacer— es tan escandaloso, que ha comenzado a acercarse más y más gente.

Mikhail, sin embargo, es lo suficientemente ágil como para detener su caída con los brazos y lanzar una patada contundente contra la barbilla de Hank, que lo inmoviliza por completo.

El silencio sepulcral que se apodera de la estancia es tan espeso y denso, que no me atrevo siquiera a respirar. Que no me atrevo a hacer nada más que mirar hacia Hank. Hacia su pecho, para cerciorarme de que sí está moviéndose. De que Mikhail no lo ha matado de una maldita patada en la cara.

Un grito rompe el silencio y le sigue otro.

El pánico que ha empezado a invadirlo todo es tanto, que la muchedumbre es cada vez más y más grande con cada segundo que pasa.

Uno de los asistentes de la doctora Harper acude de inmediato y se arrodilla frente a Hank solo para inspeccionarlo; los compañeros de brigada de Hank se precipitan hacia nosotros y, luego de escuchar al pasante de la doctora decir que está vivo y que tienen que llevarlo al área médica, algunos de ellos lo toman en brazos para hacerlo.

El barullo general incrementa con cada segundo que pasa, pero no es hasta que veo a uno de los chicos que pasa todo su tiempo con Hank acercarse a toda velocidad hacia Mikhail, que verdadero terror me inunda las venas.

—No, no, no, no… —digo, mientras acorto lo que resta de la distancia que nos separa, pero es demasiado tarde.

—Estás tan acabado… —el chico escupe, y trata de atestar un puñetazo en dirección a Mikhail, pero este lo esquiva y, en respuesta, encuentra el pómulo del pobre diablo con el puño.

Otro brigadista trata de alcanzar al demonio de los ojos grises, pero él se lo quita de encima con una facilidad aterradora, y los gritos horrorizados incrementan.

—¡Mikhail, ya basta! —Exclamo, pero él no parece escucharme. Está cegado por la ira.

Un alarido espeluznante escapa de los labios de otro de los brigadistas que trata de contener a Mikhail y, sin ser capaz de pensar en otra opción para detenerlo, tiro del lazo que nos une con toda la fuerza que puedo.

El demonio se encorva cuando lo hago y recibe un puñetazo por parte de otro brigadista que se encontraba cerca. La mirada salvaje del demonio se posa en mí en ese momento.

Yo aprovecho esos pequeños instantes para tirar del lazo que nos une una vez más.

—Detente —exijo, y él aprieta la mandíbula con violencia—. Ahora.

Algo oscuro y aterrador surca la mirada del chico y un estremecimiento me recorre de pies a cabeza, pero me obligo a mantenerme firme y serena mientras que él, con lentitud, se yergue y se planta para encararme.

Sus ojos encuentran los míos y lo que veo en ellos envía espasmos de puro terror a mi sistema; pero me obligo a sostenerle la mirada.

—Que sea como tú quieras —espeta él, con amargura, al cabo de unos momentos y, sin más, se echa a andar en dirección a los dormitorios de los chicos.

Yo, presa de un impulso envalentonado y furioso, lo sigo.

Sé que puede sentirme. Sabe que lo estoy siguiendo y, con todo y eso, ni siquiera se digna a mirarme por encima del hombro mientras avanza en dirección a las habitaciones improvisadas.

No es hasta que gira hacia el interior de una de ellas, que la realización de lo que estoy haciendo me golpea de lleno.

Estoy a punto de entrar al lugar en el que duerme. En el lugar en el que habita y se permite ser vulnerable, aunque sea durante unas horas al día.

El corazón me late a toda velocidad, pero no sé si es debido al enojo que se ha abierto paso en mi sistema o a todo aquello que Mikhail provoca en mí cuando está cerca.

El aliento me falta y se siente como si pudiera vomitarme encima en cualquier momento. La ansiedad que me embarga es casi tan grande como el enojo que se cuece a fuego lento dentro de mí.

Necesito enfrentarlo. Encararlo de una vez por todas y dejarle en claro que no puede exponernos de esta manera.

«¿Pero qué tal si sí quiere hacerlo? ¿Qué tal si sí desea exponerte de esta manera para que Hank y su padre te encierren… O, peor aún, que te entreguen a los demonios? ¿Qué tal si todo este tiempo ha seguido fingiendo y, ahora que ha perdido ambas alas, lo único que desea es acabar contigo cuanto antes?».

Una sensación apabullante me apelmaza el corazón, pero me las arreglo para empujar el oscuro hilo de mis pensamientos en lo más profundo de mi ser cuando, finalmente, me atrevo a adentrarme en la habitación.

No hay nadie aquí. A pesar de que hay seis camas improvisadas desperdigadas por todo el espacio, nadie más que Mikhail —quien se encuentra llenando una mochila de prendas viejas y desgastadas— se encuentra dentro de la estancia.

—¿Se puede saber en qué diablos estabas pensando? —digo, al cabo de unos segundos de completo y absoluto silencio.

Él no parece perturbado por mi presencia en este lugar.

No responde. Continúa inmerso en la tarea que se ha impuesto, y niego con la cabeza.

—¿Qué carajos te sucede? Primero vas y me dices que debo ser discreta. Que debo mantener un perfil bajo para no llamar la atención, y lo primero que haces, es ponerle una paliza al hijo del comandante.

La mirada iracunda y demencial que Mikhail me dedica hace que todo dentro de mí se revuelva con violencia.

—¿Qué carajos me sucede? —espeta, con voz ronca y temblorosa debido a la ira contenida—. ¡¿Qué carajos te sucede a ti?! Tenemos una maldita situación por aquí y tú… —Cierra la boca y aprieta la mandíbula antes de sacudir la cabeza en una negativa.

—Yo, ¿qué? —insto.

Él masculla algo que no logro entender, antes de escupir:

—Nos marchamos de este lugar. Ahora mismo.

—No —escupo de regreso—. No voy contigo a ningún lado. No sin una explicación. ¿Cuál es la situación que tenemos? ¿Qué está pasando?

«¿Qué más me estás ocultando?», quiero decir, pero no logro arrancar las palabras fuera de mi boca.

—Tenemos que irnos de aquí cuanto antes —Mikhail espeta—. Eso está pasando.

—¿Por qué?

—¡Porque no confío en nadie en este lugar, maldición! —Alza tanto la voz, que me encojo sobre mí misma debido a la impresión—. ¡Porque todo aquí está mal! ¡Porque hemos perdido mucho tiempo! ¡Porque Jasiel está muerto, no puedo comunicarme con Rael o Gabrielle; tengo a dos sellos perdidos y un montón de preguntas respecto a este lugar que nadie es capaz de responderme! —Con cada palabra que dice, su tono se eleva y la ansiedad en su mirada incrementa un poco—. Así que, hazme el maldito favor de ir por tus cosas, porque nos largamos de aquí cuanto antes.

Niego.

—¿Y a dónde iremos, Mikhail? ¿Dónde nos ocultaremos? —digo—. Tú no has estado allá afuera. No tienes idea de lo que hay allá arriba.

La dureza en la mirada del chico se suaviza.

—Por supuesto que lo sé —dice—, pero lo prefiero a estar aquí.

—Mikhail, no puedes protegernos allá afuera. No en el estado en el que te encuentras. No sin… —Me detengo de inmediato. Las palabras que iban a salir de mis labios mueren en ellos porque son demasiado crueles para pronunciarlas en voz alta. Porque estoy segura de que no quiere escucharlas.

Silencio.

—No soy un inútil —dice, en un susurro, y suena herido cuando lo hace—. Puedo protegerte, Bess. Aunque lo dudes, puedo hacerlo.

Niego una vez más.

—Es que no te creo. —Mi voz es un susurro roto y tembloroso.

El dolor que asalta las facciones de Mikhail es tanto, que un espasmo me recorre entera debido al dolor que siento en el pecho.

—Cielo, soy perfectamente capaz de cuidar de ti. De…

—No me refiero a eso —digo, porque es cierto. No dudo ni siquiera aun poco que sería capaz de ver por mí y por Haru si tuviésemos la necesidad de irnos de aquí. De lo que dudo es de él. De sus intenciones.

La confusión aparece en su rostro durante unos instantes antes de que la resolución caiga sobre su gesto con lentitud.

—No confías en mí. —No es una pregunta. Es una afirmación.

No digo nada.

Tengo los ojos llenos de lágrimas sin derramar y un extraño dolor punzante en la cuerda que nos une.

Él tampoco pronuncia palabra alguna. Se queda mirándome durante un largo rato, con el gesto lleno de un dolor indescriptible. De un aturdimiento que me embota los sentidos a mí también y me hace arrepentirme de no haberle mentido. De no haberle asegurado que confío en él, a pesar de que ahora mismo no confío ni en mi propia cordura.

Bajo la mirada al suelo, incapaz de seguir enfrentándolo.

«Díselo. Tienes que decírselo, Bess».

—Una parte de mí aún espera que vuelvas a traicionarnos —suelto, en un susurro tembloroso y ansioso, al cabo de un largo momento—. Que vuelvas a traicionarme…

Silencio.

Uno. Dos. Tres segundos pasan…

—Bess, ¿podrías hacerme un favor? —La voz de Mikhail es ronca y pastosa.

Alzo la vista de golpe para encararlo y asiento.

—¿Puedes ir a ver como se encuentra Saint Clair?

La confusión me invade el cuerpo en un abrir y cerrar de ojos, pero su rostro es una máscara estoica y serena.

—¿Qué? —digo, incapaz de comprender del todo lo que está pasando.

—¿Podrías hacerme el favor de ir a ver cómo se encuentra Hank? —repite y su voz suena tan plana y monótona, que algo dentro de mí se resquebraja al escucharla.

—Mikhail… —balbuceo, pero no sé qué diablos es lo que quiero decirle. No sé qué carajos se supone que debo hacer ahora.

—No, Cielo. —Me corta de tajo, al tiempo que me dedica una mirada larga y triste—. Ya no hace falta darle más vueltas al asunto. Todo ha quedado claro.

—Pero…

—Por favor, Bess —me corta, al tiempo que sus facciones se endurecen con una emoción igual de dolorosa que la anterior—. Solo… ve a ver cómo se encuentra Saint Clair.

—Es que no…

—Bess, necesito estar solo.

Cierro la boca de golpe y parpadeo un par de veces para deshacerme, sin éxito alguno, del aturdimiento que me embarga. Un nudo ha comenzado a cerrarme la garganta y las lágrimas han empezado a nublarme la visión, pero me las arreglo para mantener los ojos clavados en él.

—De acuerdo —digo, en un murmullo entrecortado, al cabo de un largo momento; pero no estoy de acuerdo en lo absoluto con lo que acaba de pasar —lo que sea que haya sido.

A pesar de eso, me obligo a darle lo que quiere. Me obligo a girarme sobre mi eje y salir de la estancia lo más rápido que mis pies —y las lágrimas que amenazan con abandonarme en cualquier instante— me lo permiten.

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