Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 32

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Cuando abro la puerta del área médica, todo el mundo enmudece de golpe.

Cuatro pares de ojos se clavan en mí casi al instante y me quedo aquí, petrificada bajo el umbral, con el corazón hecho un nudo y la cabeza una maraña de pensamientos encontrados y contradictorios.

Todavía no puedo sacudirme del todo la conversación que acabo de tener con Mikhail. Mucho menos he logrado arrancarme del pecho la sensación de haber cometido un terrible error al haber abierto la boca tan rápido. Al haberle dicho eso que viene rondándome en la cabeza desde hace unos días.

A pesar de eso, me las arreglo para empujar todo en un rincón oscuro de mi cerebro, para concentrarme en el panorama que se desenvuelve frente a mí.

No se necesita ser un genio para notar que el comandante —quien llegó al área médica antes que yo— está furioso. Tampoco se necesita tener más de dos dedos de frente para deducir que mi presencia aquí —al menos para él— no es bienvenida.

Se gira sobre su eje para encararme y el gesto duro e iracundo que tiene en el rostro me pone la carne de gallina.

—¿Dónde está? —espeta, con brusquedad y doy un ligero respingo debido al tono que utiliza.

No respondo. No puedo hacerlo.

Solo puedo mirar a la pequeña multitud que me encara. Solo puedo ver —con mucho alivio— a un Hank completamente consciente.

El aspecto de su rostro es lastimoso —tiene la nariz desviada y muy inflamada; hay sangre seca en la remera que lleva puesta, y los ojos han comenzado a hinchársele y a ponérsele morados debido al golpe que Mikhail le propinó en la nariz—; sin embargo, con todo y eso, luce bastante saludable. No parece que las heridas infringidas sean de mayor gravedad.

—¡Te estoy hablando! —El comandante escupe, al tiempo que, a zancadas largas, avanza hasta acortar de manera considerable la distancia entre nosotros. En respuesta, doy un paso hacia atrás—. ¡¿Dónde diablos está tu noviecito de mierda?!

Mi boca se abre para replicar, aterrorizada por la forma en la que este hombre se acerca a mí, pero una voz igual de autoritaria me lo impide.

—¡Basta, papá! —A pesar del estado en el que se encuentra, Hank logra ponerse de pie para caminar hasta interponerse entre nosotros—. Bess no tiene la culpa de lo que ocurrió.

La atención iracunda del comandante se posa en su hijo y, cuadrando los hombros de una manera amedrentadora, exclama:

—¡Desde que llegó no ha hecho más que traer problemas a este lugar! ¡Ella y ese muchachito impertinente que tiene por novio deben marcharse de inmediato!

—¿Por qué? ¿Por que tu hijo se metió en una estúpida pelea con él? ¿Por que tu hijo lo provocó y recibió su maldito merecido? —Es el turno de Hank para hablar.

—¡Porque no sabemos de dónde carajo han salido! ¡Porque el tipejo fue capaz de desarmar a cuatro personas a minutos de haber recobrado el conocimiento por primera vez! ¡Porque sus heridas en la espalda se cerraron casi por arte de magia porque ella…! —Me señala con repulsión—. ¡Ella hizo algo con él! ¡Son una abominación! ¡Un peligro para todos en el asentamiento!

—¡Hemos aprendido más sobre lo que está ocurriendo desde que ella está aquí! ¡Más de lo que jamás habríamos aprendido por nuestra cuenta! —Hank refuta—. Además, si lo que Bess nos ha dicho es verdad, si la echas del asentamiento y la asesinan, estaremos acabados.

Silencio.

El comandante no aparta la mirada iracunda de su hijo, pero este no parece amedrentarse ni siquiera un poco. La demencia en la expresión del hombre que se encuentra a escasos pasos de distancia de mí es tan aterradora, que no puedo reprimir el impulso que siento de encogerme sobre mí misma cuando me escruta con atención.

Aprieta la mandíbula.

No se necesita ser un genio para descubrir que está considerando las palabras de su hijo. Que, por primera vez desde que me vio entrar, está pensando en las consecuencias que podría traer para todo el mundo el deshacerse de mí.

—De acuerdo —dice, en voz baja, al cabo de un largo momento, y me da la impresión de que habla para sí mismo—. De acuerdo. —reafirma, esta vez, con más seguridad. En el proceso, su cabeza comienza a moverse a manera de asentimiento—. Tienes razón. —Hace un gesto en mi dirección—. Ella puede quedarse. —Hace una pequeña pausa—. Él no.

Todo dentro de mí se revuelve en el instante en el que las palabras llegan a mis oídos y un estallido de pánico me recorre entera.

—No… —digo, en un susurro, casi sin aliento, pero nadie parece haberme escuchado. Si lo hicieron, me han ignorado por completo.

—Padre… —Hank protesta, pero el hombre le dedica un gesto que indica silencio para acallarlo.

—Donald —el comandante ladra en dirección a su mano derecha, quien se encuentra en un rincón de la estancia—, encárgate de escoltar al chico fuera del asentamiento. —El nudo que había tratado de contener en mi garganta desde que abandoné los dormitorios de los chicos, se aprieta con violencia y me impide respirar como es debido. Entonces, el hombre añade—: Y, antes de dejarlo marchar, asegúrate de darle un regalo de despedida.

La alarma que se enciende en mi interior en el instante en el que las palabras abandonan al comandante es tan poderosa, que siento cómo las rodillas se me doblan y todo dentro de mí comienza a desmoronarse pedazo a pedazo.

—No —repito, al tiempo que niego con la cabeza frenéticamente, pero nadie me escucha—. No, por favor, tienen que…

—¡Ya basta! —El comandante me corta de tajo, y me dirige un gesto hastiado y furioso—. ¡Cierra la maldita boca o hago que el chiquillo que vino con ustedes se marche con él!

Mi boca se cierra de golpe y lágrimas de impotencia empiezan a inundarme la mirada.

El aliento me falta, el corazón me late con violencia contra las costillas y quiero gritar. Quiero regresar el tiempo y hacerlo todo diferente. Quiero estar en Bailey, con Zianya, Dinorah y Niara. Quiero sentirme segura, en control de la situación y en paz.

«Por favor, lo único que quiero es que todo termine».

El comandante, luego de comprobar que no voy a decir nada más, hace un gesto de cabeza en dirección a Donald y este, sin necesidad de recibir otra instrucción, sale del área médica a paso decidido.

Lágrimas calientes y pesadas se deslizan por mis mejillas cuando me empuja fuera de su camino y desaparece por el umbral. En ese momento, y presa de un impulso envalentonado e impotente, salgo corriendo detrás de él.

Donald ladra una orden a un chiquillo que sale corriendo delante de él. Después de eso, otros tres chicos reciben palabras masculladas por el hombre, y estos asienten antes de echarse a andar a toda marcha en dirección a las habitaciones de los chicos.

«Lo están buscando».

—¡Bess! —La voz de Hank me llena los oídos, pero es interrumpida por una más hostil que retumba desde atrás.

—Si te entrometes, no tendré compasión de ninguno de los tres. —El comandante brama a mis espaldas, pero no me detengo. Sigo abriéndome paso entre la gente que abarrota la explanada principal del asentamiento.

A pesar de lo que ocurrió entre Hank y Mikhail, el curso y el ritmo de la cena parece haber reanudado su marcha habitual, así que toda la zona principal del subterráneo se encuentra repleta de gente.

Al cabo de unos segundos, uno de los chicos que había recibido órdenes de Donald regresa y le dice algo que no logro escuchar.

Acto seguido, el hombre ladra un par de órdenes al aire y tres chicos más aparecen de inmediato frente a él. Entonces, todos se encaminan en dirección a los dormitorios.

—¡No! —digo, sin aliento, pero es inútil. No pueden escucharme. Dudo mucho que se detuvieran si así lo hicieran.

Estoy a punto de llegar a la entrada del pasillo; justo a veinte pasos de donde Donald se encuentra, cuando lo veo.

Está ahí, en el umbral del corredor, con una maleta colgada de un hombro y gesto inexpresivo; con el cabello revuelto, la ropa roída y las botas de combate sucias; con un par de bolsas amoratadas debajo de los ojos y piel tan pálida y mortecina, que pareciese como si estuviese a punto de desvanecerse.

A pesar de eso, luce peligroso. Como si fuese un depredador frente a su presa. Como si no hubiese ser vivo en este planeta capaz de amedrentarlo.

—¿Planeabas irte sin despedirte, muchacho? —Donald se burla, al tiempo que los chicos que lo acompañan bloquean el paso para que Mikhail no sea capaz de burlarlos. Al menos, no sin recibir un par de golpes en el proceso.

El demonio de los ojos grises se encoge de hombros.

—No me lo tomes a mal, pero las despedidas no son lo mío —dice, con aire arrogante, pero aburrido—. Agradezco la comitiva de despedida, pero no era necesaria. Conozco la salida.

—Verás, chico, el asunto es que no puedes irte de aquí, así como así, ¿sabes? —La voz de Donald es terciopelo en mis oídos, pero la amenaza en su tono es filosa y estremecedora—. Te metiste con la persona equivocada.

—No sabía que Hank necesitaba que alguien más lidiara con sus problemas. —Si no fuera porque le estoy viendo el gesto inexpresivo, juraría que Mikhail sonríe mientras pronuncia todo aquello.

—Te abrimos las puertas del asentamiento, muchacho. —Donald ignora deliberadamente las palabras de Mikhail—. Te alimentamos, te vestimos, pusimos medicamento y cuidados a tu cuerpo, y, en respuesta, lo único que hiciste fue ocasionar problemas. —El hombre chasquea la lengua—. Debes entender que cada acción tiene una reacción, y que no podemos dejar que te vayas de aquí sin recibir un escarmiento.

—¿Un escarmiento por qué? ¿Por noquear al hijo de alguien con poder porque le faltó el respeto a la única criatura en este maldito universo que me importa? —Las palabras de Mikhail son como un carbón ardiendo dentro mi pecho. Como una tenaza apretada con violencia en mi intestino grueso.

Doy un par de pasos para acercarme todavía más.

—Mikhail… —Mi voz es un susurro tembloroso y débil, y las lágrimas no han dejado de abandonarme.

—No, Bess —me interrumpe, alzando una mano para detener mi andar sin siquiera mirarme. Su atención está fija en el hombre que está aquí con la única intención de confrontarlo—. No te involucres.

Una carcajada carente de humor abandona la garganta de Donald.

—¡Oh, Romeo! —se burla—, ¡Qué noble eres, galante Romeo!

—¿Por qué no vienes y te enseño qué tan galante puede ser este Romeo? —La clara amenaza de Mikhail me pone los nervios de punta, pero eso solo logra que Donald suelte otra carcajada cruel y sin humor.

—Eres simpático, chico —dice—. Es una lástima que tendré que darte tu merecido. —Deja escapar un suspiro cargado de fingido pesar—. La primera vez, me tomaste con la guardia baja, pero, esta vez, la historia será otra.

Una sonrisa arrogante tira de las comisuras de los labios del demonio y un escalofrío de puro terror me recorre entera porque conozco esa expresión. Conozco el peligro que se encuentra escondido detrás de ese gesto jovial y divertido que acaba de esbozar.

—¿Quieres comprobarlo? —Mikhail lo reta y, acto seguido, deja caer la mochila que colgaba sobre su hombro.

Donald solo hace un gesto de cabeza y, como si lo hubiesen ensayado cientos de veces, los escoltas del hombre desenfundan sus armas de las cinturillas de sus vaqueros para apuntarlas hacia el demonio de los ojos grises.

Los ojos de Mikhail se oscurecen varios tonos ante el desafío y los Estigmas en mi interior sisean ante la injusticia de las circunstancias.

—Pon las manos en la cabeza, chico —Donald dice, con calma y autoridad—. Lento y sin trucos.

Mikhail no se mueve. No hace nada por obedecer las órdenes del hombre que trata de amedrentarlo y el terror creciente se vuelve insoportable.

Se nota a leguas que está considerando sus posibilidades.

Finalmente, luego de pensarlo un poco más, Mikhail hace lo propio y comienza a elevar las manos para colocarlas detrás de su cabeza. Llegados a este punto, toda la gente ha comenzado a percatarse de lo que ocurre y ha comenzado a esconderse. No se necesita ser un genio para saber que les temen a las balas perdidas que pudiesen escapar de esas armas.

—Date la vuelta. —El hombre ordena y el demonio, dedicándole un gesto hostil, obedece a regañadientes.

Una vez que Mikhail le ha dado la espalda, Donald hace un gesto de cabeza en dirección a uno de sus subordinados y este, de inmediato, se guarda el arma en la cinturilla y se precipita hacia el chico para catearlo.

Es en ese momento, sucede…

Mikhail atesta un codazo hacia la cara del chico. Aprovechando el aturdimiento de su víctima, la toma por el brazo y gira sobre su eje a toda velocidad, de modo que la extremidad del chico queda doblada hacia su espalda en un ángulo antinatural. Entonces, le quita la pistola de un movimiento y la coloca sobre la sien del chico.

Un jadeo colectivo inunda el lugar, pero el gesto de Mikhail no cambia. La tranquilidad y la seguridad de sus movimientos ni siquiera se perturba. Sabe a la perfección que ninguno de estos chicos podría detenerlo. Sabe qué clase de criatura es y cuál es el verdadero poder que guarda dentro de sí.

—Diles a tus hombres que bajen las armas. —Mikhail ordena, apacible, y Donald, con la mandíbula apretada, hace un gesto en dirección a su gente.

Ellos, de inmediato, obedecen al mandato implícito en el rostro del hombre.

—Deja ir al chico, Mikhail. —Por primera vez, Donald suena tenso y preocupado. Se nota a leguas que se preocupa por los suyos y eso me ablanda un poco.

—Lo dejaré ir cuando tú y tus chicos se aparten de mi camino y me dejen ir en paz —Mikhail refuta y el gesto del hombre se endurece un poco más.

Finalmente, luego de un largo momento, Donald hace una seña más y todos sus soldados, a regañadientes, se apartan del camino.

—Levanta la mochila. —Mikhail le dice al chico que lleva como su rehén y este, pálido y horrorizado, se agacha con lentitud para recogerla. El demonio, por supuesto, en ningún momento deja de apuntarle directo—. Dámela.

Se la cuelga al hombro.

—Ahora, camina.

El chico cierra los ojos con fuerza, pero obedece las órdenes del demonio sin chistar.

Cada paso que dan es una verdadera tortura para mí. Cada instante que pasa, es como una eternidad bajo el agua y no puedo dejar de contener el aliento mientras que, a paso lento, se abren camino en dirección a la explanada principal.

—Mikhail, por favor… —digo, pero me detengo porque en realidad no sé qué es lo que quiero pedirle. No sé si quiero que se quede, o que me lleve con él.

Los ojos del demonio se posan en mí y algo doloroso e intenso surca su rostro durante una fracción de segundo. El apabullante tirón que siento en el lazo que nos une lo único que consigue es incrementar la sensación de desasosiego que me atenaza el cuerpo entero.

—Voy a solucionarlo todo, Cielo. Voy a darte la vida que mereces. Mientras tanto, no dejes que nada malo le ocurra a Haru. No dejes que nada malo te ocurra a ti —dice y, por primera vez, escucho una desesperación dolorosa en su voz. Por primera vez, escucho angustia y miedo en su tono—. Lo lamento mucho, amor. Por todo. —Su mano tiembla en el agarre de la pistola y yo me estremezco de adentro hacia afuera—. T-Te…

La cuerda que me ata a él se estruja con tanta violencia, que mis rodillas ceden y un grito ahogado se me escapa. El cuerpo de Mikhail sufre un espasmo incontrolable y el arma resbala de sus dedos. Todos los soldados que hasta hace unos instantes habían bajado la guardia, alzan sus armas para apuntarlas hacia el demonio de los ojos grises, y cuando otro tirón brusco me arranca un grito de la garganta, su rostro… su cuerpo entero… se llena de un centenar de venas amoratadas.

—No… —se me escapa, al tiempo que trato de acortar la distancia que nos separa.

Un sonido gutural y antinatural abandona su garganta, el agarre en su víctima se termina por completo y cae sobre sus rodillas unos instantes antes de que el suelo debajo de nuestros pies comience a estremecerse ante la fuerza de su ataque.

Sus manos, ansiosas y desesperadas, se entierran en las hebras oscuras de su cabello y un rugido escapa de su boca cuando su espalda se arquea y las heridas abiertas le manchan de sangre la remera que lleva puesta.

El lazo que nos une pulsa y se estira más allá de sus límites y doy un traspié antes de estrellarme contra el suelo. Los Estigmas gritan en mi interior mientras se precipitan hacia cada rincón de mi cuerpo para llenarme de su energía. Ellos saben que algo está pasando con Mikhail. Pueden sentirlo.

Otro gruñido brota de la garganta del demonio y la mirada se me nubla. Alguien grita órdenes a mis espaldas. La gente ha comenzado a salir de sus escondites; algunos para huir, otros para presenciar lo que está ocurriendo y, en ese momento, el fino material que viste el torso de Mikhail se desgarra. Se deshace y cae hecho jirones cuando un par de haces de luz le brotan de los omóplatos.

El suelo debajo de nuestros pies se resquebraja. Un par de cuernos enormes brotan de entre su melena alborotada y un montón de hebras negras escapan de las heridas abiertas de Mikhail para enredarse con la energía luminosa que se abre paso a manera de alas.

La gente grita, llora y trata de huir. Yo no puedo moverme. No puedo dejar de intentar tirar de la cuerda que me ata a él y que ahora parece estar a punto de romperse.

Todo se detiene.

El temblor debajo de nuestros pies, los tirones en el lazo que nos une, la sensación de desconexión… Todo se detiene de golpe y no puedo hacer más que alzar la vista para clavarla en la figura que se encuentra aovillada a escasos pasos de donde me encuentro.

Los haces de luz lo hacen elevarse ligeramente del suelo, pero las hebras oscuras parecen anclarlo a la tierra. Los cuernos en su cabeza son más grandes de lo que nunca fueron y el tono blancuzco de su piel solo es perturbado por las finas venas amoratadas que lo recorren por completo.

Lleva la cabeza gacha y los brazos y las piernas lánguidos, y todos —absolutamente todos— están mirándolo con horror, miedo y admiración.

Finalmente, los haces y las hebras comienzan a retraerse. La lentitud tortuosa con la que se contraen es un claro contraste con el movimiento espasmódico que tiene su cuerpo cuando, poco a poco, la energía se pliega sobre sí misma, en el interior del demonio.

Hay un charco de sangre debajo de él. Uno muy similar al que dejó en el área médica durante su último ataque, y no puedo dejar de preguntarme qué demonios significa esto. Qué diablos es lo que está sucediéndole.

—¡Tenemos que darnos prisa! ¡Inmovilícenlo ahora! —La voz de Donald me saca de mi estupor momentáneo, pero no logro procesar del todo lo que ha dicho. No es hasta que sus soldados, sin bajar las armas, se acercan al cuerpo de Mikhail.

—¡No se atrevan! —grito, pero estoy tan aturdida y aletargada por lo que acaba de pasar, que apenas puedo conseguir arrastrarme en dirección al demonio de los ojos grises.

Uno de ellos se agacha para corroborar que Mikhail se encuentra inconsciente y saca unas esposas de la parte trasera de su pantalón y las coloca sobre las muñecas del demonio.

—¡Por favor, n-no! ¡Él no ha hecho nada malo! ¡No es p-peligroso! ¡Está aquí para ayudarnos! —suplico, mientras trato de llegar a él, pero es inútil. Es inútil porque el comandante está aquí.

Porque ya ha gritado la orden de que bloqueen todas las entradas del asentamiento y lo aíslen del resto de la gente. Porque dos personas más me han levantado del suelo con brusquedad para comenzar a arrastrarme al lado contrario de donde se han llevado a Mikhail.

No dejo de patalear. No dejo de gritar que Mikhail no es peligroso y que cometen un error, pero nadie parece escucharme. Nadie parece querer, siquiera, mirarme mientras me arrastran por los pasillos hasta llegar a una oficina que luce inhabitada.

Una vez ahí, soy empujada hacia una especie de armario de servicios y, sin decir una palabra, cierran la puerta y me dejan sola.

Ni siquiera termino de arrancarme la sensación de aturdimiento que me dejó el ataque que Mikhail acaba de tener, cuando escucho como le echan llave al armario.

«¡Te encerraron! ¡Maldita sea, te encerraron!», me grita la vocecilla en mi cabeza y una nueva clase de pánico se abre paso en mi interior. Una nueva clase de terror me invade el cuerpo, porque es hasta este momento en el que me doy cuenta de lo que acaba de ocurrir:

Todos en el asentamiento acaban de darse cuenta de que mentí desde el principio. Todo el mundo acaba de descubrir la verdadera naturaleza de Mikhail.

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