Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 35

Página 36 de 54

Han pasado diez minutos desde la última vez que vi a la doctora Harper. Diez minutos desde que nos separamos; ella para distraer a los guardias de seguridad y yo para adentrarme en la oscuridad de los pasillos sellados para buscar a un arcángel —demonio— prisionero.

Sé que, si estuvo esperándome en nuestro punto de reunión, ya no lo hace más. Seguramente, ha emprendido el camino en dirección a donde Maggie —su persona de confianza— y Haru nos esperan.

Con esto en la cabeza y un millar de escenarios fatalistas hilándose en mis pensamientos, guío el camino de todo el mundo por las zonas más oscuras y poco transitadas del asentamiento.

No hago caso del dolor que siento en las heridas abiertas de las muñecas, ni en la debilidad que, de pronto, me ha embargado por haber utilizado el poder de los Estigmas. Me mantengo enfocada en el objetivo y me obligo a avanzar lo más rápido que puedo.

Por lo poco que he podido hablar con Rael, me he enterado de que, al perder sus alas, su conexión con el resto de los ángeles se rompió por completo; así que no tiene ni idea de cómo están las cosas en la superficie. Como puedo, le cuento a resumidas cuentas todo lo que sé al respecto y todo lo que ha pasado las últimas veinticuatro horas con nosotros aquí.

Lo único de lo que no me atrevo a hablarle todavía, es respecto a mis sueños y a lo que Daialee me advierte en ellos. No me gustaría preocuparlo con eso ahora. No cuando pienso dejarlos encontrar la salida por su cuenta mientras voy a buscar a Mikhail.

Hemos llegado. Estamos en el lugar en el que quedé de encontrarme con la doctora Harper y, justo como pensaba que ocurriría, ella se ha marchado. No la culpo de ello para nada. Así fue nuestro acuerdo y lo siguió al pie de la letra; como yo habría hecho también.

Una vez ahí y, sintiéndome un poco protegida por lo oculto y oscuro de la zona, me detengo y me giro sobre mi eje para encarar a la pequeña multitud que viene siguiéndome. Cuando lo hago, me tomo unos instantes para mirarlos a detalle.

Rael, pese a haber perdido sus alas y haber estado encadenado, no parece dar signos de tanta debilidad como lo hace Niara, quien está siendo ayudada por el ángel a andar. Dinorah y Zianya, por otro lado, lucen agotadas, pero, dentro de lo que cabe, firmes. Los niños, sin embargo, pese a no parecer adoloridos o magullados, no lucen del todo bien. Están tan asustados, que cualquier movimiento en la oscuridad los hace saltar y ocultarse detrás de Dinorah.

Me rompe el corazón verlos así. Me duele el pecho solo de imaginarme las torturas a las que fueron sometidos a manos del comandante y quiero gritar. Quiero ir a buscar a ese hombre y hacerlo pagar por todo el daño que le ha hecho a mi familia.

«Mi familia», repito, para mis adentros, y la sensación que me provoca el solo pensarlo me llena de una determinación que ni siquiera sabía que poseía.

Ellos… Estas personas… son mi familia. Y voy a hacer todo lo que esté en mis manos para mantenerlos con vida.

Un nudo se aprieta en mi garganta ante la resolución que me embarga al darme cuenta de eso, y una sonrisa temblorosa y aterrorizada se apodera de mis labios.

—A partir de aquí, van por su cuenta —anuncio, al cabo de unos segundos de silencio. De inmediato, Rael, Niara, Zianya y Dinorah protestan, pero alzo las manos para acallar sus exclamaciones alarmadas—. Ni siquiera se molesten en intentar detenerme. No voy a irme de aquí sin Mikhail.

La aprensión que veo en el gesto de todos hace que el nudo que tengo en la tráquea se atenace un poco más; sin embargo, nadie hace nada por continuar. Es por eso que, luego de unos instantes más, digo:

—Deberán seguir este mapa. —Del interior de uno de mis bolsillos, tomo la hoja de papel donde la doctora Harper dibujó el mapa hacia la salida y la extiendo en dirección de Rael—. Inicia justo en este punto y termina aquí… —Con el índice, le indico al ángel el lugar donde la doctora Harper dijo que estaba la salida y, luego de eso, tomo el reloj que la doctora me dio y el juego de llaves—. Allá deberá estar esperándolos Haru junto con dos personas más. Vas a decirle a la doctora Harper quién eres, y vas a darle el reloj y las llaves como prueba de que estuvimos juntos. —La mirada férrea de Rael está clavada en mí, como si no pudiese creer lo que estoy pidiéndole que haga—. Váyanse de aquí. Mikhail y yo los alcanzaremos en el punto de reunión afuera del asentamiento, ¿de acuerdo?

—¿Cómo vas a encontrar el camino a la salida si nos llevamos el mapa? —Rael suelta, con preocupación.

—He visto ese mapa las suficientes veces como para conocer el camino a la salida. —Miento, al tiempo que esbozo una sonrisa temblorosa—. Creo que puedo apañármelas sin él.

—Bess, no voy a dejarte.

—Tienes que hacerlo, Rael. Tienes que irte de aquí y llevarte a los Sellos contigo —digo, mientras coloco el mapa, el reloj y las llaves sobre la palma de su mano—. Ponlos a salvo.

—¿Y si te atrapan? —inquiere, con angustia y preocupación en la voz.

—Entonces, los que tendrán un problema en sus manos serán ellos, porque no pienso permitir que me hagan daño. No sin pelear antes —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa arrogante y tranquilizadora al mismo tiempo.

El ángel niega con la cabeza, mientras Dinorah y Niara protestan en voz baja.

—Bess, no puedo dejar que te arriesgues de esa manera —insiste.

—No puedes detenerme, Rael. —Es mi turno de negar—. Tengo que hacerlo. Tengo que salvarlo. Lo entiendes, ¿no es así?

—Va a matarme si te dejo ir —dice, pero suena como si hubiese comprendido que no va a poder convencerme de desertar—. No va a perdonármelo nunca.

Una risotada se me escapa.

—Estoy segura de que sabrá que lo hice en contra de tu voluntad.

Una risa horrorizada y corta escapa de los labios del ángel, pero luce como si estuviese a punto de gritar de la frustración.

—¿Qué diablos vamos a hacer contigo, Annelise? —masculla, al tiempo que tira de mí en un abrazo apretado. Entonces, luego de unos segundos, añade—: Sé cuidadosa. No quiero tener que decirle a Mikhail que has muerto porque no te cuidaste bien las espaldas.

Asiento, porque no soy capaz de pronunciar nada. No sin echarme a llorar.

Acto seguido, me aparto de él y envuelvo a Niara en un abrazo apretado para luego reunirme con Dinorah.

—Bess, ten cuidado, por favor —dice, contra mi oído—. Daialee ha estado hablándome en sueños. Trata de advertirnos sobre alguien y…

—Lo sé. —La corto de tajo, al tiempo que aprieto los brazos a su alrededor—. También ha estado hablándome. Seré cuidadosa.

La mujer se aparta para mirarme a los ojos.

—Cuídate de todos. Incluso, de él. —Sé a quién se refiere. Ella también sospecha de Mikhail, y un destello de duda y dolor me invaden el pecho; pero me obligo a empujarlo todo lejos.

—Lo haré —prometo, a pesar de todo y me acerco a Zianya.

Ella me abraza con fuerza y murmura contra mi oído que no me exponga a peligros innecesarios. Finalmente, me acuclillo frente a los niños —que se esconden detrás de Dinorah— y les revuelvo un poco el cabello.

Ninguno de los dos se aparta cuando lo hago y me miran con fijeza una vez que termino.

Me pongo de pie una vez más.

—Se nos acaba el tiempo —digo, con la voz entrecortada por el poder de mis emociones y todos asienten en acuerdo—. Nos vemos allá afuera.

—Los estaremos esperando. —Rael me mira como si estuviese reprimiendo el impulso de tomarme en brazos y sacarme de aquí a rastras—. No demoren demasiado.

Asiento una vez más.

—Trataremos de no hacerlo —prometo y, acto seguido, me doy la media vuelta y me echo a andar en dirección al pasillo que da hacia las áreas ocultas del asentamiento.

No sé qué diablos estoy haciendo. No sé cómo se supone que voy a encontrar a Mikhail o cómo demonios voy a conseguir sacarnos de este lugar antes de que alguien se dé cuenta de que no estoy en el lugar en el que debería.

Los niveles de ansiedad y pánico que me embargan son apabullantes y aterradores, pero me las arreglo para mantenerlos bajo control, mientras me escurro en el interior de uno de los oscuros corredores de las áreas que, hasta hace unas horas, desconocía.

—Piensa, Bess… —murmuro, en voz baja, al tiempo que echo un vistazo rápido al pasillo desierto que se despliega delante de mis ojos—. Piensa.

Me muerdo el labio inferior con fuerza, al tiempo que trato de serenarme un poco. Me siento tan alterada y nerviosa, que no soy capaz de hilar los pensamientos como debería; sin embargo, no dejo que eso me detenga. No dejo que eso me impida rebuscar en lo profundo de mi cabeza alguna idea que pueda servirme.

—Si yo fuese el comandante, ¿dónde ocultaría a una criatura a la cual no le conozco la naturaleza? —musito, pero la respuesta es obvia: lo ocultaría en el lugar más seguro del asentamiento. La verdadera pregunta aquí es ¿dónde es ese lugar?…

Cierro los ojos y tomo una inspiración profunda.

Mi mente corre a toda velocidad. El corazón me golpea fuerte contra las costillas y los Estigmas, aún despiertos y alertas, se remueven inquietos en mi interior; provocándome un extraño dolor en las muñecas.

Me siento abrumada. Aterrorizada de lo que estoy haciendo y sin idea alguna de cómo diablos voy a salir de esta situación sin ser descubierta. No quiero utilizar el poder de los Estigmas una vez más, porque no sé qué tanto desgaste va a suponer para mi cuerpo. Ahora no puedo permitirme el lujo de sucumbir ante ellos. De perder el control o de mantenerlo a costa de mi bienestar corporal.

Antes, cuando la parte angelical de Mikhail me acompañaba, podía hacer uso de ellos con mayor libertad. Ahora, cada que trato de recurrir a ellos, mi cuerpo lo reciente con mayor intensidad.

Todo era más fácil cuando la energía celestial estaba conmigo. Ella me ayudaba con el dolor. Me aliviaba y me protegía. Incluso, era capaz de impedir que me dañara cuando él tiraba con fuerza del lazo que nos une…

Mis ojos se abren de golpe y la resolución cae sobre mí como baldazo de agua helada.

«¡El lazo!», grita la voz de mi subconsciente y parpadeo un par de veces, solo para tratar de espabilar y poner en orden la oleada de posibilidades que me asaltan.

Sé que puedo sentirlo a través del lazo que nos une. Sé que puedo comunicarme con él de alguna u otra manera a través de la cuerda que nos ata y sé, también, que él puede hacer lo mismo conmigo.

Quizás, si trato de llamarle por ese medio, pueda encontrarlo. Quizás, si trato de enfocar mis energías en eso, pueda sentir dónde se encuentra. Así como él puede hacerlo conmigo cuando estoy en peligro.

Me muerdo el interior de la mejilla, dudosa. Es muy probable que no sirva de nada. Que la conexión que nos une no sea capaz de llevarme a él y que hay mucho en juego. Si no llego a él a tiempo —o si me descubren— estaremos acabados. Tanto Mikhail como yo terminaremos encerrados en un calabozo… o muertos; pero es lo único que tengo. La única alternativa que se me ocurre para encontrarlo.

«Por favor, Dios, permíteme encontrarlo».

Un escalofrío de puro terror me recorre entera ante la posibilidad de ser atrapada por las personas que lideran este lugar, pero me obligo a tomar una inspiración profunda para aplacar la horrible sensación de pánico que ha comenzado a hacer mella en mi estómago.

Sé que mis decisiones últimamente han sido las peores. Sé que ni siquiera puedo confiar en mi buen juicio; pero también sé que tengo que intentarlo. Debo hacer esto, por él. Por mí. Porque, luego de tanto, cometería el más grande de los errores si me quedo de brazos cruzados y no lucho hasta el final.

Sé que voy a morir. Que mi destino está sellado y firmado desde el día que nací… Pero no voy a irme de este mundo sin pelear hasta el final.

Un nudo se me instala en la garganta, pero la resolución ha comenzado a llenarme los sentidos de un valor que me asusta. De una determinación que me aterroriza.

Tomo una inspiración profunda y dejo ir el aire en un suspiro tembloroso. Las manos me sudan, el pulso me golpea con violencia detrás de las orejas y una vocecilla tímida, pero firme, susurra una y otra vez que puedo hacerlo. Que puedo salvarlo. Que puedo sacarnos de aquí si me lo propongo.

Mis ojos se cierran una vez más. Mi corazón se salta un latido, la garganta se me seca y vuelvo a exhalar los miedos en otro suspiro tembloroso.

Entonces, tiro de la cuerda que me ata al demonio de los ojos grises.

Uno.

Dos.

Tres segundos pasan… Y, de pronto, un hormigueo extraño me llena el pecho.

Al principio, creo que lo estoy imaginando, pero la sensación se expande y se intensifica hasta convertirse en una picazón extraña en toda mi caja torácica. En una vibración intensa que se extiende hasta convertirse en un rumor ronco, profundo y poderoso.

La sensación victoriosa es inmediata y es tan grande, que casi me pongo a gritar de la emoción. A pesar de eso, me obligo a mantenerme quieta en mi lugar. Me obligo a enfocar todas mis energías en lo que estoy sintiendo a través del lazo, para no perderlo. No puedo perderlo.

Un suspiro tembloroso me abandona y tiro de la cuerda una vez más.

En ese instante, ocurre.

Se siente como un choque eléctrico. Como si un relámpago proveniente de algún lugar dentro de estos interminables túneles me alcanzara y se estrellara contra mí, para luego dejarme una estela ardiente dentro del pecho. Un camino de fuego que se alarga y se estira hasta sabrá-el-cielo-dónde.

El corazón me late con fuerza, la ansiedad y el miedo se mezclan con la euforia que ha comenzado a abrirse paso en mi interior y abro los ojos. Abro los ojos tratando de absorberlo todo sin perder lo que acabo de encontrar. Sin dejar ir el rastro férvido que se ha apoderado de la cuerda que me ata al demonio de los ojos grises.

Las manos me tiemblan, el terror hace que el nudo que tengo en el estómago se apriete y, sin más, no puedo apartar de mí este rumor bajo que hace ruido en la parte trasera de mi cabeza y grita, con todas sus fuerzas, que debo avanzar hacia el largo corredor que tengo delante de mis ojos. Que debo seguir esta extraña y dolorosa sensación que me urge hacia la oscuridad del subterráneo al que, hasta hace unos días, no le conocía la existencia.

«Ve», susurra una voz en mi interior que nunca había escuchado antes, pero que suena tan contundente y segura que me saca de balance.

La confusión instantánea es eclipsada por un sentimiento más poderoso. Una especie de instinto primitivo y apremiante, que no deja de pedirme que comience a moverme y que lo haga rápido.

«¿Y si no logras encontrarlo? ¿Y si esta sensación significa otra cosa? ¿Cómo estás segura de que va a llevarte hasta él?», los demonios de mi subconsciente susurran, pero los empujo lo más lejos que puedo. Me deshago de ellos porque sé que debo hacer esto. Porque sé, con toda certeza, que debo confiar en esto. En la conexión que hemos tenido desde siempre.

Así pues, con el pánico lamiéndome las paredes del corazón y la determinación llenándome cada rincón del cuerpo, me echo a andar hacia la oscuridad.

Los pasillos se vuelven más oscuros y lóbregos conforme avanzo y el miedo apabullante y doloroso incrementa con cada uno de los pasos que doy. La opresión que siento ahora mismo es tan intensa, que apenas puedo concentrarme en lo que ocurre a mi alrededor. El terror es cada vez más grande. Cada vez más paralizante, pero no me permito ni un instante de vacilación. Tengo que hacer esto. Tengo que encontrar a Mikhail y sacarlo de este lugar con vida. Así sea lo último que haga.

El mero pensamiento hace que un estremecimiento involuntario me recorra y me pregunto qué tan dispuesta estoy a hacer todo lo posible por salvarlo. Me pregunto qué tanto, de esta necesidad imperiosa que siento de rescatarlo con vida, radica en el hecho de que él es el único que puede liderar al ejército del Creador, y cuánta tiene que ver con lo que siento por él.

Mucho me temo que mis motivos son muy claros. Que hago esto no porque él pueda salvar a la humanidad entera, sino porque el alma me pide a gritos su bienestar; y me siento absurda. Tonta al estar dispuesta a sacrificarlo todo por él, a sabiendas de que podría estar jugándome el dedo en la boca una vez más.

Ahora mismo, quiero pensar que no es así. Quiero creer que puedo confiar a pesar de que todo me grita lo contrario.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que comience a notar cómo la calidez en el lazo que me ata a Mikhail incrementa, pero, cuando lo hago, un disparo de adrenalina me recorre y aprieto el paso.

El polvo y la suciedad lo llenan todo, pero no me detengo. Al contrario, avanzo tan rápido que, de pronto, me encuentro trotando en dirección a donde la estela ardiente me lleva. Sé que estoy siendo descuidada; que no estoy prestando ni la más mínima atención a lo que sucede a mi alrededor, pero estoy tan ansiosa. Tan angustiada, que no puedo hacer más que apretar el paso y echar vistazos alrededor de vez en cuando.

Sé que estoy cerca. Puedo sentirlo. Puedo intuirlo con cada célula de mi ser y, pese a eso, tiro de la cuerda en mi pecho una vez más solo para que él pueda sentirme. Para que el ardor que me embarga se avive y termine de llevarme hasta donde está.

Un suave tirón me encuentra de regreso y me detengo en seco, abrumada por la sensación. Aliviada hasta la mierda por haberla percibido.

Mi respiración agitada y el pulso acelerado son lo único que soy capaz de escuchar y apenas puedo ver a un palmo de distancia de donde me encuentro, pero sé, con toda certeza, que estoy muy, muy cerca.

La cuerda pulsa y vibra una vez más y, en respuesta, la hago pulsar también. La hago vibrar un poco, porque sé que Mikhail puede sentirme. Él sabe que lo estoy buscando.

Me echo a andar otra vez. En esta ocasión, voy lento, con una mano apoyada en la pared y la otra en el aire, a tientas.

«¿Dónde estás, Mikhail? Por favor, dime dónde estás», suplico, para mis adentros y, como si hubiese sido capaz de escucharme el pensamiento, tira del lazo una vez más.

De inmediato, el fuego que me guio hasta este punto se enciende con renovadas energías y tengo que detenerme en seco porque es demasiado intenso. Demasiado abrumador… Y está demasiado cerca.

La euforia que empieza a embargarme es tanta, que las manos me tiemblan.

Quiero gritar su nombre. Quiero llamarlo a todo pulmón hasta que sea capaz de escucharme, pero, en su lugar, sigo el rastro que ha dejado. Sigo al fuego que nos ata hasta que este es tan poderoso, que comienza a ser doloroso y molesto. Hasta que me hace encontrar una puerta metálica cerrada con llave.

Sé que Mikhail se encuentra allí dentro. Lo sé. Lo siento. Y, pese a eso, tiro del lazo una vez más solo para cerciorarme.

La respuesta es inmediata. El tirón contundente que el demonio de los ojos grises le da a nuestra atadura es lo único que necesito para saberlo:

Mikhail está allí dentro.

Alivio, ansiedad, terror, angustia… Todo se arremolina en mi interior y colisiona con tanta fuerza, que no puedo moverme. No puedo hacer otra cosa que no sea tratar de contener las lágrimas que han empezado a acumularse en mis ojos.

Planto las manos en el metal helado de la puerta y trago duro.

Sé que no debo hacer uso del poder de los Estigmas más de lo necesario. Sé que necesito ahorrar todas mis energías o si no, no voy a poder abandonar este lugar en una pieza; pero también sé que es la única manera.

Así que, haciendo acopio de todo el autocontrol que puedo imprimir, cierro los ojos y llamo a los Estigmas. Estos, de inmediato, se desperezan y hacen su camino fuera de mí para aferrarse a la puerta. Al cerrojo que hay en ella.

Entonces, los dejo hacer lo suyo y la cerradura hace un sonido sordo.

Me saca de balance la forma en la que, esta vez, pude controlarlos; pero trato de no pensar demasiado en ellos cuando, finalmente, empujo la puerta con lentitud.

Aún no sé qué es lo que voy a encontrarme del otro lado. Todavía no estoy segura de querer averiguarlo; pero, de todos modos, abro la puerta con los Estigmas completamente alertas y me introduzco en la habitación.

Hay una especie de ventana alta, más parecida a una rendija de ventilación que otra cosa; pero a través de ella, la luz de la luna se introduce y llena de sombras tétricas todo el espacio.

Me toma unos instantes acostumbrarme a la nueva iluminación, pero, cuando lo hago, un grito se construye en mi garganta.

El corazón me da un vuelco, las palmas me tiemblan, los Estigmas sisean, furiosos, y la ira —cruda y cegadora—, me llena el torrente sanguíneo en cuestión de segundos.

Mi cabeza se sacude en una negativa frenética, pero no puedo moverme. No puedo hacer otra cosa más que intentar contener el grito de horror que tengo atorado en la garganta y las lágrimas que han comenzado a nublarme la vista. No puedo hacer nada más que observar con horror la imagen que tengo delante de mí.

Ahí, al centro de la estancia, se encuentra él.

Su cuerpo entero está suspendido en el aire. Sus brazos alzados están acomodados en ángulos antinaturales que lucen dolorosos y hay grilletes que cuelgan de cadenas gruesas en sus muñecas. Su torso entero está cubierto de yagas en carne viva y sangre. Mucha sangre.

Su cabeza cae —lánguida y derrotada— hacia adelante; impidiéndome ver su rostro, pero no necesito verle la cara para reconocerlo.

Sé que es él.

—Mikhail… —Mi voz es un suspiro roto. Un susurro tembloroso, horrorizado y dolorido que refleja cuán asqueada me siento.

Él levanta la cabeza…

… Y yo lo pierdo por completo.

Lágrimas pesadas y dolorosas me resbalan por las mejillas y un sonido —mitad gemido, mitad sollozo— se me escapa cuando el demonio de los ojos grises clava el único ojo que no tiene inflamado en mí.

—Bess… —Su voz es un murmullo aliviado. Una suave exhalación que crea un maremoto de emociones en mi interior.

No estoy muy segura de que estoy haciendo, pero ya he comenzado a moverme. Mis pies han comenzado a hacer su camino hasta donde se encuentra y, cuando estoy lo suficientemente cerca envuelvo los brazos alrededor de su cuello en un abrazo apretado y doloroso.

Un gemido adolorido escapa de la garganta del demonio y, como empujada por un resorte, me echo hacia atrás de inmediato.

—No… —susurra, con la voz rota contra mi oído, antes de que termine de alejarme por completo—. No me sueltes, Cielo. Por lo que más quieras, no me sueltes.

En ese instante, toda la compostura se fuga de mi cuerpo y lloro. Lloro con fuerza mientras me aferro a él. Lloro porque no puedo creer lo que le hicieron y porque él, a pesar de lo último que pasó entre nosotros, no deja de susurrar palabras dulces contra mi oído.

No deja de reprocharme con suavidad el que esté aquí, en lugar de intentando escapar como —dice él— debería.

—Lo siento —digo, en un susurro tembloroso e inestable, al cabo de unos segundos que me parecen eternos e insuficientes al mismo tiempo—. Lo lamento tanto, Mikhail.

—Shh… —Suspira contra mi oído—. No pasa nada, Cielo. Todo está bien ahora.

Me aparto un poco, solo para inspeccionarle el rostro magullado, y lo que veo me escuece de adentro hacia afuera con intensidad. La ira se mezcla con la colisión de sentimientos que ya hacen estragos dentro de mí y no puedo evitar negar con la cabeza, llena de frustración y rabia.

—¿Qué te hicieron? —digo, con la voz enronquecida por la fuerza de las emociones, y él solo cierra el único ojo que tiene abierto para inclinar el rostro hacia la palma que sostengo contra su mejilla.

Yo aprovecho esos instantes para estudiar la forma en la que sus hombros se han salido de su lugar. Cómo le han dislocado los huesos de los brazos con la posición tan incómoda con la que lo han colgado, y cómo su cuerpo entero está lleno de yagas profundas que desvelan la carne debajo de su piel marmolea.

Una nueva punzada de furia me recorre el cuerpo y aprieto la mandíbula para evitar gritar. Para reprimir el impulso que tengo de tirar abajo este lugar.

—No importa ahora. —La voz de Mikhail me saca de mis cavilaciones y clavo los ojos su rostro una vez más—. Tenemos que salir de aquí.

Consciente de lo que dice y del poco tiempo que tenemos, asiento con severidad.

—Te sacaré de aquí —prometo, a pesar de que no sé si voy a poder cumplirlo y él esboza una sonrisa suave.

—No dudo ni un segundo que lo harás, Cielo —dice, con tranquilidad, y no puedo creer la soltura con la que habla—; pero primero, necesito que me hagas un favor.

La confusión me embarga casi de inmediato y él debe verla en mi rostro, ya que me dedica un gesto tranquilizador antes de decir:

—Verás, pegada a estas cadenas y enterrada en mi espalda, donde se supone que deben estar mis alas, está una vara metálica —dice, y no me pasa desapercibido cómo el aliento le falta conforme habla—. ¿Podrías quitármela? Está debilitándome y no puedo liberarme si toda mi energía se está filtrando por las heridas de mis omóplatos.

El horror que siento en ese momento es tanto, que me quedo muda durante unos instantes. Inmóvil, mientras trato de procesar todo lo que acaba de decirme. Entonces, la ira incrementa otro poco.

Mi boca se abre para replicar, pero un sonido metálico lo inunda todo y mi atención se posa a toda velocidad en dirección a la puerta.

El pánico me invade el torrente sanguíneo.

«¡Mierda!».

Hay una figura ahí, de pie en el umbral. Sostiene una linterna y nos apunta con ella, así que no puedo verle el rostro; pero casi de inmediato llamo al poder de los Estigmas y estos, a toda velocidad, se ponen en alerta.

Mikhail entorna los ojos, la figura da un paso hacia el interior de la estancia, y una voz familiar lo inunda todo.

—No sé por qué no me sorprende encontrarte aquí, Bess Marshall —dice Hank Saint Clair, y el terror se apodera de mí por completo.

Ir a la siguiente página

Report Page