Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 37

Página 38 de 54

El estallido de un disparo hace que el estómago se me revuelva.

La sensación de pánico incontenible que estalla en mi interior es tan grande, que me deja sin aliento durante unos segundos. Sé que esa es la señal de la que Hank hablaba antes de marcharse; que esta es la indicación clara y precisa de que debemos empezar a movernos cuanto antes… pero no lo hacemos.

Nos quedamos aquí, quietos, con la mirada clavada en el otro y un suave zumbido provocado por la detonación llenando el silencio que se ha apoderado de todo.

Contengo la respiración. Mikhail también lo hace y, en ese preciso instante, un segundo disparo —más cercano que el anterior— retumba en las paredes del asentamiento.

En ese momento, y más por acto reflejo que por otra cosa, comienzo a moverme llevándome a cuestas al chico malherido que carga gran parte de su peso sobre mí.

El terror me escuece las entrañas cuando los gritos horrorizados comienzan a llenarlo todo, pero me obligo a empujarlo a un rincón oscuro en mi cabeza mientras, como puedo, guío nuestro camino hasta la salida del túnel en el que nos encontramos.

El demonio en mis brazos suelta un jadeo adolorido cuando lo obligo a avanzar con el cuerpo pegado a la pared más cercana y mascullo una disculpa antes de urgirlo un poco más. Él no protesta. Se limita a aferrar los dedos al material de la remera roída que llevo puesta y a avanzar tan rápido como su cuerpo debilitado y magullado se lo permite.

La gente ha comenzado a salir de sus dormitorios, los guardias de seguridad corren por todos lados y ladran órdenes que no soy capaz de escuchar del todo. Ni siquiera sé si quiero hacerlo. Estoy tan concentrada en huir, que dudo mucho que pudiera entender una sola maldita palabra de lo que dicen.

Así pues, hecha un manojo de ansiedad y pánico, nos obligo a hacer nuestro camino hasta la explanada. Una vez ahí, empujo el cuerpo de Mikhail en la penumbra del pasillo que da al baño de las chicas y me introduzco a su lado.

Mi vista viaja a toda velocidad por el escenario que ha comenzado a desarrollarse, y un nudo de pánico me atenaza las entrañas cuando me percato de que hay dos bandos de guerreros que se apuntan los unos a los otros con armas de alto calibre.

La sangre entera se me agolpa en los pies cuando uno de los subordinados del comandante, presa del pánico, comienza a apuntarle a los civiles curiosos que han salido de los dormitorios para averiguar qué ocurre.

Gritos de horror y terror se mezclan con el barullo general y temo por todos aquí. Por su seguridad y por la forma en la que se amenazan los unos a los otros, como si pudiésemos darnos el lujo, como humanidad, de ponernos al tú por tú con el que es como nosotros.

—Tenemos que continuar, Bess —Mikhail me insta y, pese a que no puedo apartar la mirada de la mujer que aferra a una pequeña que llora contra su pecho, asiento.

«Si quieres salvarlos, tienes que marcharte», me susurra la vocecilla en mi cabeza y aprieto la mandíbula porque sé que tiene razón.

Una inspiración profunda es inhalada y empujo todos los pensamientos tortuosos lejos de mi cerebro. Entonces, empiezo a moverme. Mikhail, pese a que apenas puede con su cuerpo, aprieta el paso mientras nos escabullimos entre las sombras de los corredores aledaños a la explanada principal.

Estamos cerca de la salida. Tan cerca, que puedo sentir el frío que se cuela a través de las cortinas metálicas medio abiertas que sellan el asentamiento del exterior.

—Va a haber guardias ahí, Bess. —Cuando habla, Mikhail trata de sonar sereno y tranquilo, pero hay un filo tan tenso en su voz, que temo por lo que está a punto de pedirme—. Vas a tener que inmovilizarlos.

—¿Cómo? —Suelto, en un susurro tembloroso, pero sé perfectamente cómo pretende que lo haga.

—Tú lo sabes. —Hay tristeza e impotencia en su tono y sé, con solo escucharle, que odia la idea de pedirme que haga esto. Odia ponerme a hacer el trabajo sucio.

Tomo una inspiración profunda y me trago el nudo de horror que siento en la garganta. Acto seguido, dejo escapar una exhalación entrecortada y aprieto la mandíbula.

—¿Y si los mato? —Mi voz es un suspiro tembloroso y horrorizado, y Mikhail deja de moverse. Deja de avanzar para, con una de sus manos heridas, hacerme girar el rostro para encararlo.

Hay algo doloroso en su mirada. Algo que me estruja entera y hace que un ardor intenso y abrumador se apodere de mi pecho.

—Bess, tienes que confiar en ti —dice, al tiempo que me ahueca la cara con ambas manos—. Yo lo hago. Confío en ti.

Los ojos se me inundan de lágrimas.

—Siempre que trato de ayudar lo arruino todo. —Sacudo la cabeza, al tiempo que dejo escapar mi confesión torturada y ansiosa—. No quiero arruinarlo más. No quiero intentar hacer algo y complicarlo todo de nuevo. Por mi culpa estamos aquí. Por mi culpa tuvimos que abandonar Bailey. —Hago una pequeña pausa, para tragarme el nerviosismo que ha comenzado a hacer estragos en mi sistema—. Por mi culpa te hicieron esto.

—Bess, no puedes seguir así. —La voz de Mikhail suena tranquila y serena, pero la preocupación que veo en su rostro me habla del centenar de emociones que, seguramente, experimenta —. Desconfiando de todo aquel que te rodea, de ti misma y de tus capacidades, no vas a llegar a ningún lado. No puedes permitir que el miedo te paralice. No eres la suma de tus errores, eres el resultado de un camino de infinitos aprendizajes. Eres Bess Marshall, la chica que, de quererlo, podría doblar al mundo a su voluntad. Llegó la hora de que te des cuenta de ello.

—Tengo tanto miedo —confieso, en un susurro entrecortado y tembloroso.

Él asiente.

—Lo sé —susurra, al tiempo que me acaricia la mejilla con uno de sus pulgares—. Yo también lo tengo.

La sensación apabullante y abrumadora que me embarga al escucharle decir aquello, hace que todo dentro de mí se estremezca. Que cada parte de mi cuerpo se contraiga en respuesta a la vulnerabilidad que ahora me muestra.

—Puedes hacerlo, Bess. —Mikhail me alienta—. Puedes sacarnos de aquí enteros sin asesinar a nadie.

Trago duro.

El pánico me atenaza las entrañas, el corazón me golpea con violencia contra las costillas; el aliento me falta, pero hay algo más mezclándose entre todo eso. Algo poderoso, abrumador y turbulento que me crepita por los músculos y se apodera de ellos. Algo que es capaz de contrarrestar el ardor doloroso en mi estómago y de transformar esta horrible retahíla de negatividad en otra cosa.

Estoy aterrada. Ansiosa. Horrorizada ante la posibilidad de seguir cometiendo error, tras error; pero, de alguna manera, sé que esta es la única manera. Que, confiar en mí —en el poder que llevo dentro—, es lo único que puedo hacer. Hoy y siempre.

Aprieto la mandíbula.

El corazón me va a estallar dentro del pecho. Las lágrimas amenazan con abandonarme una vez más y el cuerpo entero me pide que corra a esconderme en algún rincón de la espaciosa estancia, pero, me obligo a cuadrar los hombros y tomar un par de inspiraciones profundas.

«Puedes hacerlo». Me repito una y otra vez, pese al miedo que me inmoviliza y, entonces, asiento una vez.

—De acuerdo —digo, pero no suena como si se lo estuviese diciendo a él. Realmente, no creo que lo haga—. Lo haré.

Una sonrisa suave tira de las comisuras de los labios de Mikhail y deposita otra suave caricia en mi mejilla antes de dejarme ir.

—Sé que lo harás. —Me asegura y, luego de eso, nos ponemos en marcha una vez más.

Gritos aterrados, estruendos violentos y caos total comienza a llenar el asentamiento y solo puedo rezarles a todos los seres divinos porque ningún inocente salga herido. Porque ninguno de los habitantes de este lugar tenga que sufrir una pérdida más. El mundo allá afuera es lo suficientemente violento como para ponernos los unos contra los otros.

Sorteamos a varios civiles, así como a un puñado de soldados que parecen no percatarse de nuestra presencia mientras nos abrimos paso entre el bullicio en dirección a la salida más cercana.

Una bala perdida se estrella junto a una columna que se encuentra a una distancia cercana y, por instinto, me encojo sobre mí misma. Gritos de pánico me llenan la audición y me aturden, pero no dejo que me distraigan de mi objetivo. No dejo que alejen de mí esta determinación envalentonada que ahora me embarga y, empujando a Mikhail hacia arriba —porque se ha resbalado un poco—, me echo a correr con él a cuestas hasta la cortina metálica a medio cerrar.

—¿Lista? —inquiere Mikhail, cuando el sonido de la voz de Donald llega a nosotros desde el exterior.

La sola idea de enfrentarme a ese hombre me pone los nervios de punta, pero me trago el terror y asiento, al tiempo que permito que la energía de los Estigmas haga su camino fuera de mí.

El pulso me golpea con fuerza detrás de las orejas, el aliento me falta y siento las manos sudorosas; pero no me permito ni un segundo de vacilación cuando, por fin, nos colamos por debajo de la cortina y damos de frente con la escalinata ascendente que da hacia la calle.

El frío de la noche me eriza la piel, y el viento helado me azota de lleno en la cara, pero no permito que eso me haga bajar la guardia.

Tengo todos los sentidos alertas y listos para cualquier cosa. Estoy al borde de la histeria, pero la forma en la que mi cuerpo se mueve, casi por puro instinto, me permite sentirme un poco más segura de mí misma. Más en control.

La anatomía de Mikhail, pese a la debilidad, se tensa por completo mientras, con la mirada, estudia todo el panorama. La voz de Donald vuelve a llegar a mí y, esta vez, la mirada del demonio —o arcángel— me confirma que él también la ha escuchado.

Así pues, con la determinación llenándome los sentidos, me obligo a subir las escaleras con él a cuestas.

Estoy agotada. Los brazos y las piernas me arden debido al esfuerzo físico, pero no permito que eso me detenga. Tenemos que salir de aquí a como dé lugar.

Un guardia aparece en mi campo de visión. Él también me ve, ya que pone los ojos como platos, abre la boca para gritar y se gira sobre su eje. Los Estigmas se precipitan hacia él y se envuelven a su alrededor a una velocidad tan aterradora, que el corazón se me estruja cuando el chico cae de bruces al suelo ante mi ataque; es por eso que tiro de los hilos con violencia para detenerlos. A regañadientes, ceden.

El destello de energía que llega a mí a través de ellos me hace saber que han absorbido un poco de la vitalidad del guardia y le ruego al cielo que haya logrado detenerme a tiempo. Que no le haya hecho más daño del necesario.

—De prisa —dice Mikhail, cuando nota que no puedo apartar la vista del cuerpo en el suelo y tira de mí en dirección contraria a donde este se encuentra.

Yo le dedico una última mirada al chico en el suelo antes de atreverme a seguir el camino que se me indica.

Serpenteamos a través de las camionetas aparcadas en el exterior del asentamiento y, con la mirada, trato de ubicar aquella de la que Hank me dio llaves. No tengo éxito alguno.

La desesperación ha comenzado a embargarme llegados a este punto y, cuando el grito de alguien más percatándose del cuerpo inconsciente de hace unos instantes lo invade todo, no hace más que afianzarse.

Necesitamos salir de aquí ya.

Donald escupe órdenes a las que no puedo poner atención, el sonido de los pasos acercándose envía un disparo de terror a través de mi torrente sanguíneo, pero no me detengo. No paro hasta que, finalmente, alguien nos intercepta.

Mikhail exclama algo cuando nuestro atacante apunta su arma hacia nosotros, pero los Estigmas son más rápidos y envían una onda expansiva de energía que lanza al chico —y a los autos aparcados que nos cubren— lejos de nosotros.

En ese preciso instante, el universo ralentiza su marcha.

El estallido de un arma resuena en la oscuridad de la noche y nos agachamos para cubrirnos. Entonces, cientos de aullidos, graznidos y gritos animales hacen eco en los edificios abandonados que rodean la estación.

Los vellos de la nuca se me erizan al recordar cuán infestada está la ciudad de criaturas que alguna vez fueron tan humanos como cualquier habitante del asentamiento, y que ahora han sido reducidos a esas cosas violentas, capaces de atacar como si se tratasen de los animales más salvajes existentes.

Alguien grita en la lejanía. Al grito le sigue uno más y, luego, una voz autoritaria ordena una retirada. Las balas comienzan a retumbar en todos lados, sonidos animales comienzan a llegar desde todas las direcciones posibles y una figura humanoide cae encima del techo de la camioneta que tenemos a un lado.

El guerrero, que hace unos instantes tenía la atención fija en Mikhail y en mí, ahora apunta su arma en dirección a la criatura, pero esta es más rápida y cae encima de él para atacarlo.

Yo aprovecho esos instantes de distracción para girar sobre mi eje y emprender el camino, cuando, de pronto, lo veo…

Ahí, de pie a pocos pasos de distancia de donde nos encontramos, se encuentra Donald Smith. Lleva un arma de alto calibre entre los dedos y hay una decena de hombres cuidándole las espaldas.

Los gritos y el caos no se han detenido para nada. Su gente sigue luchando contra los poseídos que ahora los atacan y él sigue aquí, de pie, con la mirada clavada en nosotros y un gesto suficiente pintado en el rostro.

Alza el arma.

Y sin siquiera dudarlo, apunta en nuestra dirección y tira del gatillo.

Los Estigmas se estiran y se entretejen, en su afán de protegernos, pero la bala ni siquiera nos pasa cerca. La confusión es inmediata, pero cuando escucho el golpe sordo a mis espaldas y vuelco la atención hacia el sonido, me doy cuenta.

Acaba de dispararle a la criatura que mató al soldado que ahora yace a unos pasos de distancia de nosotros.

Un estremecimiento me recorre ante la realización de este hecho y giro el rostro con lentitud para encararlo.

—¿De verdad pensaban que iban a poder escapar? —el hombre suelta, haciéndose sonar por encima del caos que lo invade todo.

A él no le importa que sus subordinados estén muriendo a manos de estas criaturas. No le interesa en lo absoluto que sus soldados estén aquí, cazándonos, y no protegiendo a los más vulnerables —los habitantes del asentamiento— de estas criaturas que parecen salir de hasta debajo de la tierra y que ahora corren a toda velocidad en dirección a la entrada del subterráneo.

—Se acabó el juego. —El hombre espeta, al tiempo que esboza una sonrisa aterradora—. Y yo gané.

Mikhail trata de empujarme detrás de él, pero se lo impido. Lo detengo antes de erguirme en mi escaso metro y sesenta centímetros, alzar el mentón y esbozar una sonrisa aterrorizada, pero arrogante.

—Creo que no te das cuenta de con quién estás tratando —digo, pese a que ni yo misma creo lo que estoy diciendo. Pese a que estoy a punto de colapsar del pánico que siento.

Una carcajada demencial escapa de la garganta de Donald y los vellos de la nuca se me erizan del horror.

—No te tengo miedo, niñita estúpida —dice, y mi sonrisa horrorizada se ensancha.

—No necesito que lo hagas. —Los Estigmas gritan, triunfantes ante mi declaración y se ponen en guardia. A la espera de que me decida a dejarlos hacer lo suyo.

El hombre hace una seña de cabeza en dirección a sus subordinados y estos, de inmediato, levantan sus armas hacia nosotros.

Pánico crudo e intenso se me instala en la boca del estómago y un doloroso malestar ha comenzado a deslizarse en mi interior.

No puedo detenerlo. No puedo impedir que me llene de terror e inseguridad.

«Recuerda quién eres», susurra una voz suave en lo más profundo de mi cabeza y se abre paso a través de los pensamientos fatalistas que han hecho su camino hasta lo más hondo de mi ser. «No te subestimes, Bess».

Aprieto los dientes y los puños, y alzo el mentón.

La energía destructiva que llevo dentro se revuelve con violencia y, de inmediato, el lazo que comparto con Mikhail se tensa.

Los hilos hacen su camino fuera de mí y se aferran a todo a su alrededor. Se afianzan a cada criatura violenta que nos rodea; a cada vehículo abandonado, a cada arma sostenida.

—Toma tu decisión, muchachita impertinente. —La voz de Donald está cargada de arrogancia y soberbia—. Y tómala bien.

El rumor de la energía que comienza a abrirse paso a través de los hilos que lo invaden todo, hace que las criaturas que alguna vez fueron humanos suelten un chillido estridente y extraño. Los soldados de Donald lucen aterrorizados ante lo que escuchan e incluso Mikhail, a través del lazo, me hace saber que se siente ligeramente turbado.

Pese a eso, ni siquiera me inmuto.

Una extraña resolución ha empezado a invadirme. Una tranquilidad aterradora ha comenzado a adormecerme los sentidos.

—Diles que bajen las armas, Donald. —El sonido de mi voz es tembloroso, pero contundente.

—O si no, ¿qué? —Se burla, pero hay un filo tenso en su voz—. ¿Vas a utilizar ese poder tuyo? —La sonrisa que esboza es cruel—. Sé que no puedes hacer nada. Sé que puedes morir si lo usas. Eres vulnerable. El demonio se lo ha dicho a Rupert. No vas a hacernos nada.

Una sonrisa peligrosa se abre paso en mi rostro y el reto implícito en sus palabras hace que los Estigmas vibren y exijan destrucción y sangre.

—¿Estás seguro de eso? —La amenaza en mi tono hace que, por acto reflejo, la gran mayoría de los soldados afiancen el agarre en sus armas.

—Ríndanse ahora, antes de que su destino sea peor de lo que ya será. —Donald ignora por completo mi pregunta—. Se acabó, Bess. No puedes contra nosotros. No tienes las agallas.

Tiene razón. No las tengo. No quiero herirlos. No quiero hacer más daño del que ya he hecho; pero también sé que, si no les pongo un alto van a matarnos. Van a entregar a Mikhail al demonio ese que ha estado alimentando de información al comandante y que todo —absolutamente todo— habrá sido en vano.

No puedo permitir que eso suceda.

El corazón me late con fuerza contra las costillas, los Estigmas —exigentes e imperiosos— se estrujan alrededor de las criaturas a las que han sometido y estas gritan con más ímpetu que antes. El terror y el remordimiento de consciencia se abre paso a través de la oleada de determinación que me embarga y flaqueo durante unos segundos. Flaqueo y permito que la vulnerabilidad me llene los ojos de lágrimas que no derramo.

—Lo siento mucho —digo, con la voz entrecortada por las emociones, pero no se lo digo a Donald. Se lo digo a sus soldados. A esos chicos que solo siguen órdenes de su superior—. No tienen idea de cuánto.

Luego, lo dejo ir.

Los Estigmas cantan victoriosos, las armas salen despedidas de las manos de nuestros atacantes y una onda expansiva lanza los vehículos lejos de nosotros cuando los hilos de energía empiezan a alimentarse de todo aquello que los rodea.

Los poseídos gritan en la lejanía, los vidrios de los autos y los edificios estallan, y las hebras se aferran a los soldados para estrujarlos con violencia. Gritos ahogados me llenan los oídos y la humedad cálida de la sangre me baña las muñecas cuando, uno a uno, los soldados caen al suelo en estado catatónico.

Tiro de los hilos para detenerlos de asesinar a alguien, pero no me obedecen. El pánico que siento es inmediato y, de pronto, algo frío y dulce me invade el pecho a través del lazo que me ata a Mikhail.

Los Estigmas chillan, quejosos ante la forma en la que esta nueva fuerza comienza a retenerlos y, es en ese instante, que me percato de lo que está pasando.

Está tratando de ayudarme. Está haciendo algo en mí a través del lazo y está ayudándome a controlarlos.

Tiro un poco más y los hilos sueltan a los humanos, pero no dejan ir para nada a los poseídos que aún luchan y gritan para liberarse del agarre doloroso que ejerzo en ellos.

Donald mira hacia todos lados, horrorizado ante lo que está pasando y desenfunda una pistola desde la cinturilla de sus vaqueros. Los hilos, de inmediato, se aferran a su cuerpo y comienzan a absorber la diminuta energía vital que posee. Un grito ahogado escapa de sus labios y los Estigmas me exigen que acabe con él. Me exigen que les permita drenar la vida fuera de este ser humano. Algo oscuro y pesado se cuela en mi interior ante el pensamiento. Algo violento y sediento de sangre me embarga el pensamiento cuando la posibilidad de acabar con la vida de Donald me llena la cabeza.

Sé que está mal. Que no debo hacerlo. Que me convertiría en un monstruo; pero el rencor que siento es tan intenso, que no puedo sacudirme las ganas de acabar con él. De arrancarle cada retazo de vida fuera del cuerpo.

Donald cae al suelo, jadeante, al tiempo que un grito dolorido se le escapa. Contrario a lo que hicieron con el resto de sus soldados; los Estigmas están tomándose su tiempo con Donald. Están… torturándolo.

—Bess… —La voz de Mikhail suena preocupada. Sabe perfectamente qué es lo que estoy pensando, pero no puedo detenerme. No puede parar el torrente de ira desmedida que me invade.

El hombre en el suelo grita casi tan fuerte como lo hacen las criaturas que, hasta hace unos instantes, eran un peligro inminente hacia la gente del asentamiento.

—No vale la pena, Cielo. —El demonio detrás de mí susurra y los Estigmas sisean, enojados ante la duda que mete a mi corazón magullado—. Eres mejor que esto. No te ensucies las manos de esta manera. Tú no eres así.

El nudo en mi garganta se aprieta. Las ganas que tengo de gritar de la frustración incrementan porque sé que tiene razón. Porque sé que, si lo mato, no voy a perdonármelo jamás. Porque me convertiría en todo eso que detesto.

Aprieto la mandíbula. Los Estigmas tratan de liberarse del control que ejerzo sobre ellos y hacen que me doble sobre mí misma y apriete los puños —bañados en la sangre de mis muñecas—, mientras trato de contenerlos.

Mikhail tira del lazo que nos une y me estabiliza un poco. Aligera la carga que llevo a cuestas y hace que, con más confianza, tire de los hilos que lo afianzan todo. Que forcejee con ellos hasta que, luego de unos largos y tortuosos momentos de tensión, liberen al hombre que, ahora, yace inconsciente en el suelo.

En ese momento, y presas de un impulso enojado y furioso, los hilos estrujan con violencia a las criaturas que aún sostienen. Absorben la vida fuera de ellos sin que pueda impedírselos antes de que, por fin, medio conformes con el resultado final, decidan obedecerme y replegarse en mi interior.

Para cuando lo hacen, estoy exhausta. Las rodillas me tiemblan y el mundo entero comienza a dar vueltas a mi alrededor.

Voy a desmayarme. Voy a desfallecer.

—M-Mik… —Apenas logro pronunciar, y un brazo firme se envuelve en mi cintura.

—Te tengo, Cielo —El aliento caliente contra mi oreja me envía un espasmo placentero por la columna—. Lo hiciste muy bien, amor. Sabía que podrías.

Un murmullo incoherente me brota de los labios y el brazo a mi alrededor se aprieta. Un beso suave es depositado en mi sien cuando dejo caer la cabeza hacia atrás, a punto de sucumbir ante el desgaste que los Estigmas siempre me provocan.

—Yo me encargo desde aquí, bonita.

—La voz de Mikhail llega a mí como a través de un túnel largo y profundo—. Voy a ponernos a salvo.

Entonces, pierdo el conocimiento por completo.

Ir a la siguiente página

Report Page