Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 39

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Mikhail no ha despertado y arde en fiebre.

Hace cerca de quince minutos que abrí los ojos y él, por más que he tratado de hacer que se levante, sigue inconsciente. El sudor que lo cubre por completo contrasta con el temblor incontrolable de su cuerpo, y la tonalidad mortecina que ha adquirido su piel es tan preocupante como el color amoratado que han tomado sus venas.

No sé qué es lo que está pasándole, pero temo lo peor. Temo que sus sospechas sean ciertas y se encuentre intoxicado bajo los efectos de algún poderoso veneno.

He tratado, en medida de lo posible, de mantener la calma, pero no sé cuánto tiempo más voy a poder mantener el pánico que me embarga a raya. Así pues, pese a que sigo siendo presa de este terror visceral y horroroso, me obligo a movilizarme lo más pronto posible.

Sin perder el tiempo, inicio el día enfundándome la ropa y saliendo a buscar algo de agua para bajar las altas temperaturas que asaltan al demonio de los ojos grises.

Antes de abandonar nuestro refugio, me aseguro de cerrar el lugar lo mejor posible y, a pesar de que sé que Mikhail me mataría por salir por mi cuenta sin su protección, me embarco en la aventura de vagar por la ciudad.

El frío de la mañana me pone a temblar casi de inmediato, pero me obligo a ignorarlo mientras, con toda la cautela que puedo, empiezo a buscar en las tomas de agua callejeras.

En el camino, me encuentro con un contenedor de basura lo suficientemente pequeño como para poder llenarlo de agua y acarrearlo hasta el edificio en el que Mikhail nos ocultó.

La tranquilidad de todo el lugar se siente errónea luego de lo que pasó anoche en los subterráneos del asentamiento y en las afueras de la estación por la que escapamos. Se siente como si todo aquello no hubiese sido más que una treta de mi imaginación inquieta. Todo se encuentra tan tranquilo y pacífico, que me cuesta creer que anoche, no muy lejos de aquí, estuvimos a punto de morir.

El pensamiento me provoca una sensación de malestar en el estómago, pero la empujo lo más lejos posible para enfocarme en la tarea impuesta.

No tengo que alejarme mucho del edificio en el que nos hemos refugiado antes de encontrar algo de agua potable, cosa que le agradezco infinitamente al universo.

No me toma mucho tiempo abastecerme y acarrearla —a paso lento pero seguro— hasta nuestro escondite. Antes de entrar en él, me aseguro de que nadie me haya seguido y, por seguridad, hago una búsqueda sensorial, por medio de los Estigmas, solo para asegurarme de que estamos completamente solos.

Así pues, con la plena certeza de que estamos a salvo, me abro paso hasta el piso en el que Mikhail logró ocultarnos.

Al llegar, lo primero que noto, es que algo ha vuelto a cambiar en la energía que emana de él. La angustia previa incrementa cuando percibo la oscuridad que hay en ella y se aferra a mis huesos cuando, al acercarme, noto cómo su piel se ha vuelto aún más mortecina que antes.

Sin perder mucho tiempo, ignoro todo lo anterior y me concentro en la tarea de bajar la temperatura de su cuerpo a como dé lugar.

Paños de agua fría son colocados en su estómago, frente y espalda, y parecen funcionar. Los espasmos, que antes eran incontrolables, ahora son solo pequeños temblores, y el sudor frío que lo cubría ha ido mermando conforme el agua baja la temperatura de su cuerpo; sin embargo, no es hasta que el sol está muy por encima de nuestras cabezas, que Mikhail abre los ojos.

La lucidez aún no ha regresado a su cuerpo, ya que habla en un idioma que no entiendo y su mirada no está fija en nada en concreto. Por el contrario, sus párpados parecen pequeñas mariposas que revolotean sin control; como si estuviese teniendo el peor de los sueños. Como si estuviese alucinando.

«Está alucinando», susurra la insidiosa vocecilla en mi cabeza y me obligo a ignorarla.

—Aquí estoy —digo para él, a pesar de que no sé si realmente puede escucharme y, en respuesta, lo único que recibo es un tirón brusco en el lazo que compartimos.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que tenga que salir una vez más a recolectar algo de agua. Esta vez, cuando lo hago, también busco algo para comer. Eventualmente, logro romper el cristal de una máquina expendedora y tomo de ella cuanto puedo cargar en los bolsillos de los vaqueros y dentro del sostén que llevo puesto.

De camino de regreso, tengo que esconderme dentro de uno de los edificios abandonados, ya que soy capaz de ver una camioneta en movimiento que, asumo, es del asentamiento. Cuando se marcha, emprendo camino una vez más.

Al llegar a nuestro refugio, lo primero que hago es revisar el estado del demonio de los ojos grises, pero el panorama no es alentador. La energía que emana es cada vez más turbia y densa, y los espasmos han regresado con más intensidad que antes. Las heridas de su espalda —esas que le hicieron con aquella vara metálica que tenía incrustada en los omóplatos— lucen amoratadas e infectadas; como si estuviesen pudriéndose poco a poco. Como si estuvieran envenenadas.

«Él tenía razón. Los aparatos estaban envenenados. Él sabía que los instrumentos de tortura que utilizaron tenían algo», me susurra el subconsciente y el terror incrementa un poco más. «Seguramente, la vara que estaba incrustada en su espalda era la que contenía todo esto que está debilitándolo. Recuerda que el poder de estas criaturas reside en sus alas. El objetivo siempre fue envenenarlo. Debilitarlo hasta matarlo».

Cierro los ojos, al tiempo que el pánico me envuelve, pero me obligo a empujarlo lejos. A alejarlo de mí, porque no puedo permitirme el lujo de perder la compostura o de ser débil ahora.

Tengo qué hacer algo por él y tengo qué hacerlo rápido.

«Antes de que sea tarde».

—¿Qué puedo hacer por ti? —digo, en un susurro desesperado, pero mi cerebro no deja de correr a toda marcha sopesando las posibilidades.

Una vez en el pasado traté de darle un poco de energía por medio de los Estigmas y lo único que conseguí fue enloquecerlo. Fue darle la energía suficiente como para que su cuerpo reaccionara ante los delirios de su mente y su falta de consciencia. Es por eso que la posibilidad de hacer eso ahora se siente equivocada. Temo que vuelva a pasar lo mismo que en aquella ocasión y termine haciéndole más daño.

La angustia ha comenzado a abrirse paso a través de mi torrente sanguíneo y cada vez me es más difícil mantener la compostura.

«Piensa, Bess. Piensa…», me urjo, pero las ideas que alcanzan a rozar la superficie se sienten insignificantes y de poca ayuda.

He descartado desde hace rato la posibilidad de dejarlo solo mientras busco a Rael y los demás para tratar de hacer algo por él, solo porque es muy arriesgado y porque no sé, a ciencia cierta, si voy a ser capaz de encontrarlos.

«Si es que realmente lo lograron…».

La opresión en mi pecho es dolorosa y apabullante; pero la mantengo controlada mientras, una vez más, evalúo todas las opciones.

Es un hecho que los Estigmas están descartados por completo y también la opción de buscar ayuda está fuera de mis alternativas. Lo único que se me ocurre ahora es tratar, por medio del lazo que nos une, de llegar a él. De darle un poco de la energía que llevo dentro para que él pueda recuperarse o aguardar un poco hasta que sea capaz de pensar en algo mejor.

Esta vez, cuando la posibilidad me ronda la cabeza, la tomo de inmediato. Esta vez, cuando las opciones se cierran solo a una cosa, me siento ligera y tranquila. Sé que puedo hacer esto. Sé que puedo ayudarle.

Trago duro.

La sensación vertiginosa que me embarga cuando la resolución se asienta en mí hace que un suave hormigueo me recorra las palmas de las manos. El aliento me falta, el corazón se me acelera, y no puedo hacer más que mirar al demonio que agoniza en el suelo enmugrecido de un edificio abandonado, en medio de Los Ángeles.

Tomo una inspiración profunda y temblorosa, y cierro los ojos.

Trato de enfocarme en la cuerda que me envuelve la caja torácica y me obligo a inspeccionarla. A sentirla.

Tiro de ella con suavidad cuando soy capaz de localizarla, pero no obtengo la usual respuesta del otro lado. No encuentro nada más que pura y cruel quietud.

Una punzada de miedo me invade.

Me mojo los labios con la punta de la lengua y tanteo el camino invisible que está trazado entre la criatura en el suelo y yo, y trato de memorizarla. Trato de aprender cada rincón suyo hasta llegar a él. Al origen de esta energía que me ancla y me llena el cuerpo.

La tormenta que me recibe cuando la acaricio es tan abrumadora, que tengo que retroceder un poco antes de atreverme a regresar a ella. Que tengo que dar un paso hacia atrás, para no ser engullida por su fuerza.

Decido no perturbarla luego de un intento más por acercarme y, en su lugar, trato de canalizar toda la energía de los Estigmas hacia la cuerda que se tensa en mi pecho. Trato, con todo el cuidado del mundo, de ordenarle a los hilos que se estiren hasta el lazo que me ata a Mikhail, para que así pueda tomar su energía. Para que así pueda canalizar cuanto pueda hacia mi chico de los ojos grises.

Primero, los Estigmas se resisten y sisean con reticencia, pero, presa de una determinación y un aplomo impropios de mí, los obligo a cooperar. A envolverse alrededor de la cuerda para liberar un poco de ese poder atronador que poseen.

Al principio, no ocurre nada. Mikhail no deja de temblar de manera incontrolable y el sudor frío le cubre el cuerpo; pero al cabo de unos breves instantes, los espasmos ceden un poco. Se vuelven menos intensos; menos frecuentes; y terminan por irse al cabo de un rato.

El gesto torturado que hace unos minutos esbozaba se convierte en uno más suave. Menos doloroso.

Finalmente, luego de una eternidad, Mikhail deja de tiritar. Deja de sudar helado y se relaja un poco sobre el suelo del lugar en el que nos encontramos.

El alivio que me invade es instantáneo, así que continúo con la tarea impuesta. No voy a detenerme hasta que ya no pueda más. No voy a dejar de darle energía hasta que mi propio cuerpo comience a resentir la falta de ella. Si esto va a ayudarle a combatir el veneno que fluye por sus venas, le daré cuanta energía me sea posible.

Mikhail no mejora.

La noche ha caído ya y esta es la tercera vez, en menos de unas cuantas horas, que tengo que proporcionarle energía a través del lazo que nos une.

Estoy exhausta. La debilidad de mi cuerpo ni siquiera me permite ponerme de pie. El cansancio es tanto, que siento que voy a desfallecer en cualquier instante, y los Estigmas sangraban tanto hace un rato, que tuve que apretar el torniquete que Mikhail puso en ellos hace casi veinticuatro horas.

Llegados a este punto, el pánico que me embarga es total y absoluto. Estoy aterrada. Horrorizada ante el escenario que tengo enfrente. Ante la posibilidad de que Mikhail…

«No», me digo a mí misma, al tiempo que cierro los ojos. «Tiene que haber algo que puedas hacer por él».

Un gemido doloroso escapa de la garganta de Mikhail cuando el pensamiento termina de formarse en mi cabeza, y el nudo de ansiedad que ya me atenazaba las entrañas se aprieta un poco más.

Está ahí, a escasos pasos de distancia, con los ojos cerrados, la mandíbula apretada y una fina capa de sudor cubriéndole el cuerpo. Está ahí, lleno de venas amoratadas y la piel tan blanca como el papel y la vida fugándosele sin que yo pueda hacer nada.

Un extraño disparo de enojo me embarga en el instante en el que un espasmo hace que convulsione con una violencia dolorosa, y los ojos se me llenan de lágrimas tan pronto como mi boca se llena de reproches hacia él.

«Dijiste que estabas bien», quiero reprocharle. «Dijiste que no era nada».

Pero sé que no es justo que lo haga. Sé que no es justo que trate de reclamarle el hecho de que me haya ocultado lo mal que se encontraba; porque, en su lugar, habría hecho lo mismo. Porque, la realidad de las cosas es que él ni siquiera estaba seguro de que hubiese veneno corriendo por sus venas.

Lágrimas calientes, pesadas y angustiadas se deslizan por mi rostro y quiero gritar. Quiero salir a las calles y rogar por ayuda. Por pedirle a quien sea que pueda escucharme —ángel o demonio— que haga algo para detener lo que está pasándole. Que detengan eso que le está matando y le salven la vida.

—Mikhail, por favor… —Le suplico, en voz baja, al tiempo que, como puedo, le tomo una mano helada y me la llevo a los labios—. Por favor, no me dejes sola. No me hagas esto. Por favor, no te vayas…

Otro espasmo violento y doloroso le convulsiona el cuerpo y cierro los ojos ante la oleada de impotencia y terror que me invade.

Un sollozo —que asemeja al que haría un niño pequeño que implora por su madre— me abandona y me aferro a él. Me aferro a Mikhail con toda la fuerza que poseo mientras trato, desesperadamente, de pensar en la manera de salvarle.

—No quiero estar sin ti. —Le susurro contra el oído—. No puedo hacer esto sin ti. Si tú te vas, entonces ya no me queda nada, ¿entiendes?… Nada.

Un escalofrío recorre la anatomía débil del demonio que yace debajo de mí, pero no hay señal alguna de que me haya escuchado.

Las siguientes horas son una completa tortura. Verlo debilitarse más y más con cada segundo que pasa hace que todo dentro de mí duela. Que todo en mi interior me grite que haga algo.

Lo que más impotencia me provoca de todo esto es que no importa cuánto lo intente, ya no funciona nada de lo que hago por él. La poca energía que me quedaba ha sido reducida a una luz parpadeante en mis intentos de mantenerlo con vida. Ahora, sin embargo, se siente como si no hubiese mucho por hacer.

No he dejado de llorar. No he dejado de culparme por todo lo que está pasándole y hace rato que dejé de contar las veces que le he pedido a Dios que me deje tomar su lugar. Que me lleve a mí y lo salve a él, porque no puedo soportar la idea de vivir en un mundo del que Mikhail no forme parte. Porque, pese a que sé que es muy probable que al morir él lo haga yo también, aún existe la posibilidad de que se vaya y yo me quede aquí.

Sola.

Sin él.

No puedo hacerlo sin él. No quiero.

El sonido de una tos intensa hace que me ponga alerta y me incorpore en una posición sentada justo a tiempo para observar cómo Mikhail se ahoga con la sangre que ha comenzado a brotar de su boca.

De inmediato, giro su cuerpo para que el contenido carmesí deje de asfixiarlo, y una arcada larga hace que expulse algo negro y viscoso junto con otro poco de sangre. El temblor de su cuerpo es incontenible ahora y, a pesar de que la oscuridad de la noche ha caído una vez más, soy capaz de notar cuánto se ha deteriorado su aspecto. Luce enfermo. Luce… moribundo.

—B-Bess… —Mi nombre escapa de sus labios como si de un rezo se tratara. Como si fuese una plegaria dicha al viento.

Un rayo de esperanza me invade.

—Aquí estoy —susurro, al tiempo que le limpio la boca y le pongo un paño húmedo en la frente solo porque la fiebre que tenía ha regresado.

—Bess —repite, sin aliento—. Bess, Bess, Bess…

—Estoy aquí —digo, pese a que sé que no puede escucharme y que está delirando una vez más—. Estoy aquí, amor.

Mi mano cálida toma la suya helada y sudorosa, y le doy un apretón suave.

Una arcada más asalta al demonio de los ojos grises y la sangre comienza a brotar de sus labios una vez más.

Las lágrimas en mis ojos son incontenibles, pero ya no sollozo. Ya no ruego. Ya no hago otra cosa más que intentar consolarlo. Más que intentar consolarme a mí misma ante el panorama desolador que se desenvuelve frente a mí.

Le limpio los labios una vez más.

Tiene la mandíbula apretada y sus párpados bailan con el movimiento incontrolable de sus ojos. El cuerpo entero le tiembla y las venas, que hace unas horas tenían una tonalidad amoratada, ahora lucen negras. Putrefactas. Como si cargasen carbón líquido y no sangre dentro de ellas.

La realización de lo que está sucediendo me golpea. En ese preciso instante, todo parece caer en su lugar. Una horrible certeza empieza a abrirse paso en mi pecho y se aferra a cada rincón de mi cuerpo con toda su fuerza.

Mikhail va a morir.

Lo que sea que le hayan hecho ha surtido el efecto deseado, porque, por más que he tratado de mantenerlo con vida, nada ha funcionado.

Un espasmo violento le asalta una vez más y cierro los ojos ante la impotencia que me embarga. Ante el brutal escozor que me quema las entrañas y me corta la respiración.

Terror crudo y poderoso se abre paso en mi interior y me llena de una sensación tan abrumadora y apabullante, que tengo que hacer acopio de toda mi compostura para no quebrarme ante él. Para no romperme en fragmentos diminutos.

Abro los ojos y aparto el cabello de su frente con delicadeza.

Las lágrimas que me invaden la mirada apenas me dejan dibujar las facciones de Mikhail, pero eso no impide que le acaricie con delicadeza cada parte del rostro.

—Está bien —susurro, con la voz entrecortada por las emociones, pese a que nada lo está—. Todo está bien, amor. —Trago el nudo que se me ha formado en la garganta y se siente como si una docena de filosas cuchillas me rasgaran las cuerdas vocales—. Puedes irte ahora.

Por primera vez en lo que va del día, siento una presión suave en el pecho a través del lazo que nos une y todo dentro de mí se tensa ante la sensación casi imperceptible. Es apenas un toque. Un roce que bien podría estar alucinando, pero que, en estos momentos, me trae una paz extraña y abrumadora. Una sensación de alivio que no sabía que necesitaba hasta el instante en el que la experimenté.

—Te amo, Miguel —digo, porque no hay otra cosa que quiera decirle—. Como no tienes una idea. Y no sabes cuánto me habría encantado conocerte en otra vida. De otra forma. Bajo otras circunstancias… —Lágrimas gruesas y calientes se deslizan por mis mejillas, pero ni siquiera me molesto en limpiarlas—. No sabes cuánto me habría gustado poder pasar el resto de mis días a tu lado, pero me conformo con esto. —Trago duro—. ¿sabes por qué? —Sacudo la cabeza en una negativa—. Porque esto, el haber coincidido contigo en esta vida, es mejor que no haberte conocido en lo absoluto. Y quiero que sepas, que no tengo miedo —miento—. Que estoy lista para afrontar cualquier cosa que tenga que pasar. —La voz se me quiebra tanto, que tengo que tragar un par de veces antes de, finalmente, susurrar al cabo de un largo momento—: Voy a estar bien. Puedes irte ya.

Una convulsión violenta sacude el cuerpo del demonio una vez más y, esta vez es tan intensa, que puedo sentir cómo algo en el lazo que nos une comienza a estirarse. Como la cuerda que tengo en el pecho empieza a tensarse poco a poco hasta sentirse dolorosa.

Esta vez, el llanto es incontrolable. Esta vez, no puedo hacer nada más que sollozar mientras, como puedo, tomo las manos de Mikhail y limpio de sus labios el líquido carmesí que los últimos rastros del veneno hacen que escupa. Esta vez, no puedo hacer nada más que susurrarle palabras dulces mientras siento como, poco a poco, la cuerda que nos une comienza a romperse. Como la desconexión comienza a expandirse por cada parte de mi cuerpo, hasta que me siento embotada. Aletargada. Lenta. Destrozada.

Entonces, cuando el último resquicio de mi unión con Mikhail se rompe, caigo en una espiral inconexa. En una vorágine de sensaciones extrañas y abrumadoras que me aturde y me confunde. En una erupción de energía helada que me corre el cuerpo y hace que me aoville sobre mí misma para tratar de controlarla.

El aliento me falta, el corazón me late a toda velocidad y los Estigmas sisean ante el cambio abrupto que hemos experimentado. Quiero gritar. Quiero hacerme diminuta y desaparecer. Quiero que el ardor intenso que me llena la caja torácica y el vientre desaparezca por completo… pero no lo hace. Al contrario, se estira y se aferra a cada parte de mi cuerpo y me doblega. Me domina y hace que me encoja sobre mí misma aquí, junto al cuerpo moribundo de la única criatura que he amado. Del único ser que ha sido capaz de robarme la cordura con un beso.

El llanto es incontrolable; tanto como lo es el temblor de mi cuerpo. El escozor es insoportable, como un puñado de carbón ardiente llenándome entera; y la tristeza es atronadora. Es tan intensa, que siento cómo me vacía por completo.

El dolor que siento en estos momentos es intolerable. El desasosiego es tan inmenso, que estoy convencida de que voy a morir de la tristeza y no porque la criatura a la que estoy atada está muriendo.

Mis dedos se cierran alrededor de los fríos y temblorosos de Mikhail. Mi mejilla se pega a su brazo sudoroso y alzo la vista para mirarle. Alzo la vista solo para presenciar el momento exacto en el que su pecho deja de moverse. En el que su cuerpo deja de ser torturado por los espasmos y un último aliento —débil y tembloroso— se le escapa.

Sus ojos están abiertos y fijos en el infinito. Su anatomía entera ha dejado de temblar.

Mikhail ha muerto.

Y yo, a su lado, presa de la desconexión tan brutal que experimento, empiezo a desvanecerme.

Esto es todo. Voy a morir yo también.

«Lo lamento», quiero decir, porque sé que le dije que estaría bien cuando muy en el fondo sabía que esto pasaría; pero no logro arrancar las palabras de mis labios.

Un escalofrío intenso e involuntario me recorre entera y aprieto los dientes. El vientre me duele, el pecho me arde, las extremidades me hormiguean y un montón de puntos luminosos y oscuros han comenzado a invadirme la visión.

Los Estigmas se estiran, curiosos; pero no se sienten preocupados en lo absoluto. Ellos están… ¿fascinados?

Una vocecilla en lo profundo de mi cabeza se cuestiona el por qué, pero sé que ya no importa. Que ya no estaré aquí para averiguarlo.

Es por eso que, empujándolo todo en un rincón en mi cabeza, estiro una mano y le acaricio el rostro a Mikhail.

Acto seguido, cierro sus ojos.

—T-Te.. T-Te am-amo… —susurro y me sorprende el poder pronunciarlo; sin embargo, no soy capaz de decir nada más. No soy capaz de luchar contra la pesadez que me embarga, o de hacer otra cosa que sucumbir ante la oscuridad.

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