Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 40

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Estoy de pie en una habitación inmensa y oscura. Líquido espeso, grumoso y negro como el alquitrán lo cubre todo y no soy capaz de ver nada más allá de mi nariz.

El aturdimiento que me embarga es casi tan grande como la confusión que siento en estos momentos, pero eso no impide que, lentamente, gire sobre mi eje para tratar de localizar una salida.

Poco a poco, el desasosiego se va a abriendo paso en mi interior y llena cada rincón de mi cuerpo hasta hacerme sentir inquieta y asustada.

Alguien grita mi nombre y las alarmas se encienden dentro de mí, pero no llegan a perturbarme del todo. Pese a esta extraña sensación de intranquilidad que parece haberse apoderado de todo, se siente como si todo pasara a través de un filtro. Como si me hubiese sumergido en el agua y tratase de escuchar lo que viene del exterior.

Una pequeña luz se enciende justo frente a mis ojos y me sobresalto. Un grito se me construye en la garganta, pero la calidez que emana y la sensación dulce que me provoca en el pecho es tan abrumadora, que no puedo hacer otra cosa más que mirarla.

Alguien grita mi nombre una vez más y aparto la vista de la luz, pero esta no se va. Al contrario, se acerca a mí hasta posarse justo junto a mi cabeza mientras miro hacia todos lados en busca de la persona que me llama con tanta insistencia.

Un gruñido aterrador retumba en las paredes que lo envuelven todo y algo se revuelve en mis entrañas. En ese instante, un rostro familiar y aterrorizado aparece frente delante de mis ojos.

Quiero gritar. Quiero echarme a correr. Quiero lanzar lejos a la chica que me sostiene del brazo con tanta fuerza que me lastima.

Ella mira hacia la luz durante un segundo y luego me mira a mí.

El entendimiento le ilumina la mirada y le ensombrece las facciones antes de echar un vistazo hacia todos lados con ansiedad, como si temiese ser descubierta por algo… o por alguien.

—Tienes que volver —dice, sin aliento—. Ahora, Bess.

Niego con la cabeza.

—No puedo… —digo, mientras trato, desesperadamente, de ponerle un nombre al rostro de fracciones delicadas y suaves que tengo enfrente.

Ella vuelve a mirar la luz que nos ilumina con suavidad y clava sus ojos en los míos una vez más.

—No lo sabes, ¿no es así? —La voz le tiembla cuando habla y la confusión se dispara en el instante en el que pronuncia aquello.

—No sé, ¿qué? —Niego, una vez más—. ¿De qué estás hablando?

Los labios de la chica se abren, pero otro rugido retumba en todo el lugar y sus ojos horrorizados se fijan en mí.

—Tienes que irte —ella instruye—. Te has ganado algo de tiempo, pero si no te marchas ahora…

Un tercer gruñido truena en todo el espacio y tengo que encogerme sobre mí misma porque suena demasiado cerca.

—¡Vete! —dice, al tiempo que me empuja—. ¡Vete ya, niña tonta!

Abro los ojos.

La luz del sol me da de lleno en la cara y tengo que parpadear unas cuantas veces para acostumbrarme a ella. Las siluetas dibujadas a contraluz acentúan los colores anaranjados que tiñen la estancia en la que me encuentro.

El graznido de un pájaro en la lejanía me inunda la audición y me quedo quieta, mientras trato de rascar los recuerdos fuera de mi memoria.

Soñé con Daialee.

En mi sueño, no recordaba su nombre, pero sé que era ella.

Trato de traer a la superficie aquello que me dijo, pero no lo consigo. Lo único que logro, es incrementar esta extraña sensación de confusión que me llena el cuerpo.

«¿Dónde estoy?».

Los recuerdos empiezan a invadirme.

La realización de lo que está pasando cae sobre mí como balde de agua helada y hace que me incorpore de golpe en una posición sentada; mis ojos recorren frenéticamente el lugar en el que me encuentro y, en el instante en el que me doy cuenta de ello, mi vista cae en él. En el cuerpo sin vida que yace a mi lado.

Un grito se construye en mi garganta, el terror, la angustia y el dolor estallan dentro de mí como si se tratasen de una bomba y el llanto no se hace esperar. Lágrimas pesadas, gruesas y calientes se deslizan sobre mis mejillas mientras me cubro la boca para no gritar. Mientras me recuesto sobre el pecho frío de Mikhail y me deshago en fragmentos diminutos.

Cientos de preguntas se arremolinan en mi cabeza solo porque no logro comprender qué diablos está pasando. Porque, por más que trato, no logro ponerle un poco de sentido a esta locura que creí que acabaría cuando él, al morir, me llevara consigo.

Esto no debería estar pasando. Yo no debería estar aquí. No debería haber despertado.

«¿Por qué diablos lo hice?».

Una nueva oleada de angustia me invade y otro sollozo se me escapa cuando me aparto del cuerpo inerte de Mikhail solo para mirarlo una vez más.

«¿Y si él…?».

El pensamiento ni siquiera se concreta en mi cabeza, cuando empiezo a buscarle el pulso con manos ansiosas y temblorosas.

—No… —suplico, cuando presiono mis dedos en su cuello y no soy capaz de sentir nada. Acto seguido, presiono mis manos contra sus muñecas en busca del familiar latido sin éxito alguno—. ¡No!

Un sollozo ansioso y desesperado se me escapa y, entonces, coloco la oreja sobre su pecho y contengo el aliento.

Nada.

Un sonido mitad gemido, mitad sollozo se me escapa de la garganta y me aparto de él. Me aparto de su cuerpo porque duele demasiado. Porque no puedo con esto. No puedo más…

El llanto es incontenible. La quemazón en mi pecho es aterradora y no puedo mirarlo. No puedo levantar la cabeza. No puedo hacer otra cosa más que aovillarme en un rincón de la oficina en la que nos encontramos mientras permito que lo que siento me lleve a un lugar oscuro y doloroso. Un lugar en el que he estado antes y del que no creo que haya podido salir nunca del todo.

De pronto, todo me golpea con brutalidad y no puedo dejar de pensar en todas aquellas personas que se han ido por mi culpa. En todos a quienes perdí a causa de esta guerra sin sentido y de este destino que nunca pedí.

Me odio. Me odio por todo. Debería ser yo quien no despertara. Debería ser yo quien ya no existiera.

«No deberías estar aquí», me susurra el subconsciente. «¿Por qué estás aquí?».

Pero no tengo la respuesta. No tengo otra cosa más que un puñado de preguntas, un vacío del tamaño del mundo y unas ganas inmensas de desaparecer.

«¿Por qué no puedo solo… desaparecer?».

No puedo dejar de llorar. No puedo dejar de temblar y sollozar, con el rostro pegado a la pared para no tener que mirarlo y el dolor abriéndose paso a través de cada célula de mi cuerpo. A través de cada partícula existente en mí.

Mi mente es una maraña de dudas, terror, dolor y nostalgia y, de pronto, no puedo dejar de recordar. No puedo dejar de revivir en mi memoria todo aquello que viví a su lado.

Él mostrándome sus alas de murciélago por primera vez. Él, en mi habitación una tarde en la que lo único que me cubría era una toalla húmeda. Él rozándome los labios en un beso imperceptible; envolviéndome en sus brazos. Él rescatándome de una horda de fanáticos religiosos y besándome en un hospital después. Llevándome en brazos entre los rascacielos de Los Ángeles. Sacrificándose por mí. Besándome en su forma de demonio; tomando mis manos, acariciándome el rostro; susurrando palabras dulces a mi oído… Él salvándome una y otra vez. Él haciéndome el amor. Velando mi sueño. Enfadándose conmigo. Protegiéndome siempre…

Mikhail se ha ido.

Ya no está.

Ha muerto y, en estos momentos, podría jurar que he muerto yo también.

No puedo creerlo.

Está ahí, tendido sobre una manta roída que he encontrado en la calle, con el cuerpo limpio —porque he hecho todo lo posible por retirar de él todo rastro de tortura y mortandad—, con los ojos cerrados y la piel pálida como el papel… Y sigo sin poder creerlo.

Trago para eliminar el nudo que no me ha abandonado desde que abrí los ojos, pero este no se va. Al contrario, se aprieta y me llena los ojos de lágrimas nuevas.

Aún hay muchas cosas que no entiendo de todo esto. Aún hay muchas cosas a las que trato de darles explicación, pero no soy capaz del todo.

No debería estar aquí. No debería poder seguir existiendo cuando se supone que mi vida estaba atada a la de él. Cuando se supone que su muerte traería como consecuencia la mía.

«¿Qué diablos pasó, entonces? ¿En qué momento cambiaron las cosas?».

Las palabras que Daialee pronunció en mi sueño reverberan en la parte trasera de mi cabeza una y otra vez, como una cantaleta incesante que no me deja tranquila. Ella dijo que me había ganado algo de tiempo, pero ¿cómo?…

Un suspiro tembloroso me abandona en el instante en el que una ráfaga de viento se cuela por la ventana de la oficina, y me eriza los vellos del cuerpo. Mis ojos están fijos en la impresionante figura de quien alguna vez fue Miguel Arcángel y el desasosiego hace que me duela todo.

Ahora más que nunca soy capaz de sentir la ausencia del lazo que me ató a él. Todo dentro de mí parece haberlo resentido. Incluso los Estigmas parecen sentirse fuera de balance. La cuerda estuvo ahí durante tanto tiempo, que ahora se siente como si me faltase algo de vital importancia. Como si estuviese incompleta de alguna u otra manera.

Hace rato que dejé de llorar. Hace rato que pude recomponerme a mí misma y empecé a moverme. Al principio, fue por inercia, pero luego, el objetivo se fue esclareciendo poco a poco.

Necesitaba rendirle homenaje. Necesitaba darle un espacio a su cuerpo. Mikhail más que nadie en este mundo merece una despedida adecuada; es por eso que me concentré en eso: En improvisar este pequeño espacio para él, porque no tengo el corazón de abrir un agujero en la tierra y enterrarlo. Porque no tengo la fuerza suficiente como para soportar la idea de verlo desaparecer en el fondo de un pozo en el suelo.

En su lugar, me encargué de colocar un pequeño ataúd improvisado, hecho de muebles rotos acomodados entre sí; después, le lavé el cuerpo para eliminar cualquier vestigio de tortura o agonía, y lo coloqué aquí, al centro de la estancia, para rendirle unas últimas palabras. Unos últimos instantes.

La noche ha caído hace un largo rato y ahora me encuentro aquí, de pie en medio de una helada habitación, con el corazón hecho jirones, un puñado de flores magulladas entre los dedos y un nudo inmenso en la garganta.

—Porque polvo eres y en polvo te convertirás —digo, en un murmullo roto y tembloroso, mientras trato de evocar los retazos de las palabras que escuché pronunciar a las brujas cuando Daialee murió—. Porque ahora serás alimento y vida, y vivirás donde la tierra hace su magia.

Doy un paso hacia adelante y me arrodillo para colocar el ramillete de flores maltratadas sobre el pecho desnudo del chico que yace ahí, impasible.

Una canción suave y desafinada brota de mis labios. Un canto con el que mi madre solía arrullarme cuando era pequeña y que ahora tengo muy presente en la memoria. A la melodía le siguen una plegaria silenciosa, un reproche resignado y una declaración de amor. Palabras absurdas que ya no sirven de nada porque no está aquí para escucharlas.

Luego, cuando he hablado hasta que la garganta me ha dolido, me quedo así, en silencio, hasta que los rayos de luz de un nuevo día empiezan a asomarse a través de la ventana del lugar en el que estamos.

Entonces —solo entonces—, me inclino hacia él una última vez.

—No sé qué fue lo que pasó. —Le susurro, con un hilo de voz, como si realmente fuese capaz de escucharme—. No sé cómo es que sigo aquí. Mucho menos sé cuánto tiempo es el que el destino acaba de comprarme… pero voy a tomarlo. Voy a tomar la oportunidad… —me detengo unos instantes porque el aliento me falta—, y lo voy a hacer bien. Voy a acabar con todo esto, Mikhail. Voy a detener el Pandemónium pase lo que pase.

Acto seguido, me pongo de pie, echo un último vistazo a su cuerpo para tratar de memorizarle por completo. Luego, me giro sobre mi eje en dirección a la salida de la estancia.

Estoy muy cerca de la grieta.

La energía es tan abrumadora en este lugar, que no necesito un mapa para saber que estoy muy próxima a ella.

Me siento invadida por su poder. Los Estigmas no han dejado de sisear con incomodidad conforme me he acercado, pero su debilidad no les ha permitido oponer resistencia a mis deseos de quietud.

Mi estado de alerta constante ha hecho que no me sienta cansada —a pesar de que he pasado la noche en vela— y la comida chatarra que cargo en los bolsillos ha mitigado un poco el dolor que el hambre me provoca en el estómago.

No ha pasado mucho desde que abandoné el edificio en el que dejé a Mikhail, pero sé que ha sido el tiempo suficiente como para hacerme sentir fatigada, cosa que agradezco. El dolor muscular y la falta de aliento que experimento es tan grande, que no he podido siquiera detenerme a pensar en la posibilidad de ponerme a llorar de nuevo.

Las lágrimas que he derramado luego de haber salido de aquel edificio han sido caminando; siguiendo el camino hacia la grieta —a pesar de que no estoy segura de qué es lo que haré cuando esté lo suficientemente cerca.

Las extremidades me arden y la garganta me duele. La sed hace que mi boca se sienta seca y un sabor amargo me ha inundado las papilas gustativas. Los torniquetes en mis muñecas palpitan con mi pulso y me molestan, pero trato de no ponerles mucha atención. Trato de no pensar en nada para no derrumbarme.

Algo cambia en el ambiente.

Una oleada cálida y repentina parece llegar a mí desde un lugar en el que solo se percibe oscuridad y me pongo alerta de inmediato. Me detengo en seco y miro hacia todos lados, en busca del dueño de la nueva energía que lo ha invadido todo.

Contengo el aliento. El corazón me late con violencia y temo que el golpeteo intenso sea capaz de ser escuchado por quien sea que se encuentra cerca.

Cientos de escenarios fatalistas y caóticos empiezan a inundarme el pensamiento y me siento aterrada. Horrorizada ante la posibilidad de ser emboscada por una criatura oscura por mi cuenta.

Sé que he hecho esto antes. Sé que me he enfrentado a criaturas cuya naturaleza es inexplicable, pero ahora se siente diferente. Ahora, ante esta extraña soledad que me engulle, me siento diminuta. Débil. Vulnerable…

«Eres Bess Marshall», digo, para mis adentros. «Eres el Cuarto Sello del apocalipsis. El sello de la mortandad. Si alguien debe tener miedo, es quien sea que se atreva a cruzarse por tu camino».

El pensamiento me reconforta. Me centra de alguna manera y hace que mis sentidos se sientan un poco menos turbados.

Mis ojos barren por todo el lugar y ponen especial atención en el cielo, pero no logran ver nada. No logran encontrar a simple vista al dueño de la energía que ahora ha empezado a incrementar hasta volverse abrumadora.

«¡Atrás de ti!», grita la vocecilla en mi cabeza y me giro sobre mi eje con brusquedad justo a tiempo para verlo.

Al principio, creo que lo estoy imaginando. Por un doloroso instante, se siente como si todo pudiese ser una invención de mi mente inquieta; sin embargo, cuando se congela y abre los ojos como platos, las rodillas me fallan.

Viste la sudadera enorme que le vi utilizar los últimos días que estuvimos en el asentamiento y unos vaqueros que le van grandes. Lleva el cabello oscuro alborotado y la expresión feroz que siempre le ha dado aspecto hostil en el rostro.

—¡Bess! —La voz de Haru hace que un nudo de emociones se arremoline en mi garganta y que los ojos se me nublen con lágrimas no derramadas.

Una voz masculina y familiar me inunda la audición, pero habla en un idioma que no soy capaz de entender, a pesar de que he conseguido familiarizarme con él durante las últimas semanas; y, entonces, justo de entre los edificios, emerge Rael.

Un sollozo se construye en mi garganta cuando lo veo renquear en dirección a donde el chiquillo de ojos almendrados se encuentra y me cubro la boca con ambas manos para reprimirlo.

Los ojos del ángel me encuentran y Haru se echa a correr en mi dirección.

—¡Bess! —La voz de Rael está cargada de alivio, pero no puedo responderle. No puedo hacer nada más que reprimir el llanto que se ha abierto paso a través de mí—. ¡Dios mío! ¡Bess!

Los brazos de Haru se envuelven alrededor de mi cuello y me aferro a él mientras nos dejamos caer al suelo. Un sollozo se me escapa cuando Haru murmura algo que no logro entender del todo.

Acto seguido, se aparta de mí, me sostiene por los hombros y, con el ceño fruncido en confusión, me escudriña a detalle; como si acabase de descubrir algo que lo confundiera en demasía.

—¡Bess! —Rael derrapa en el suelo junto a nosotros y envuelve sus brazos a mi alrededor en un gesto aliviado—. ¡Maldición, Bess! ¡Creímos que algo terrible les había pasado!

—¿Qué están haciendo aquí? ¿Por qué están tan cerca de la grieta? —inquiero, mientras trato de recomponerme. No me pasa desapercibido el hecho de que Haru no ha dejado de mirarme como si fuese la criatura más extraña en el universo, o hubiese algo mal en mí… O como si supiera que algo cambió en mí.

—Nos acercamos a ella para investigar cómo estaban las cosas. Estábamos tratando de armar un plan para rescatarlos y detenerlo todo, cuando sentimos una energía extraña y vinimos a ver de qué se trataba. —Rael explica a grandes rasgos, con las palabras arrebatadas y entusiasmadas—. ¿Cómo lograste escapar? ¿Dónde está Mikhail? ¿Lograste liberarlo?

La sola mención de su nombre hace que el hueco en mi pecho se haga un poco más grande, pero me las arreglo para sacudir la cabeza en una negativa.

—T-Tenemos que hablar con calma —digo, con la voz rota y temblorosa y algo oscuro invade la mirada de Rael casi de inmediato. No se necesita ser un genio para darse cuenta de que ya está esperando lo peor.

Traga duro.

—De acuerdo —Rael asiente, pero el entusiasmo previo en su gesto se ha transformado en preocupación pura. Su voz, incluso, se ha enronquecido varios tonos—. Vamos con los demás. Les dará mucho gusto verte.

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