Pan

Pan


XXVI

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XXVI

Primera noche de prueba… El sol se pone a las nueve, y una oscuridad mate, en la que apenas brillan algunos luceros, envuelve todo. Hasta las once no asoma la luna; entonces tomo mi escopeta y me interno en el bosque seguido de Esopo. Aunque no hiela, el frío me obliga a encender una hoguera, cuyas llamas brillan alegres. Estoy contento, como si por primera vez me encontrara en comunión con la grandeza del bosque; mis pulmones se ensanchan, mis pensamientos se engrandecen y una exaltación maravillosa crea en mí el deseo de brindar con todos los seres vivos por la augusta soledad de la noche, por las tinieblas propias a que el murmullo soberano de Dios pase sobre los árboles, por la inefable y sencilla armonía del silencio, por el prodigio insospechado de hermosura de la hoja verde, jugosa de vida, y de la amarilla, muerta ya, que cruje en el sendero… Quisiera brindar por cuanto es signo de existencia en esta quietud estelar; por el perro que olfatea el rastro, por el insecto que zumba, por el gato montés elásticamente recogido en espera de que se pose el pajarillo; por esas lágrimas del mundo llamadas estrellas y luna; por la paz que después del tráfago del día envuelve al universo.

El anhelo es tan vivo que las palabras han completado la intención, y heme aquí en la actitud báquica de alzar la copa… Pero en medio de la Naturaleza el hombre no siente el ridículo, y cuando miro a todas partes y me hallo solo, el ansia de brindar, en lugar de avergonzarme, me gana otra vez y se torna en pagana oración: «¡Gracias desde el fondo de mi ser —rezo— por las calladas noches, por las montañas violáceas en crepúsculo, por el ruido del mar que repercute en mí cual si fuera yo roca viva; gracias por esta vida que no merecí, por el aliento que dilata mi pecho y por la gracia suprema de vivir esta noche, en que la presencia de Dios se siente en el aliento de la tierra y en el susurro de los árboles, y en el silencio de los animales, y en la atmósfera, y en el rutilar remoto de los astros… Gracias por dejarme percibir que la mano divina ha tejido con amor igual la vasta maravilla del mundo y el prodigio humilde de mi existencia… Gratitud infinita crezca en mí por ver en el espejo de mis ojos el cabecear del bosque, la tela de araña, la rosa, la espina y el cielo; por escuchar la barca que entra en el puerto con acompasado remar, por ver la aurora boreal que ilumina el cielo hacia el Norte… Gracias, Señor, por haberme dado esta alma inmortal donde se representa el mundo creado por Ti y Tú mismo en tu infinita grandeza; gracias, en fin, por ser yo el que estoy sentado aquí, gozando el silencio sugeridor de este espectáculo nocturno, cuya belleza incomparable pone casi lágrimas en los ojos y risa en los labios!».

Turbando la quietud, una pina seca cae a tierra. La luna viaja ya deprisa hacia lo alto del cielo y su luz proyecta los torcidos ramajes. La hoguera empieza a extinguirse, y cuando se apaga, muy tarde ya, emprendo el regreso.

Segunda noche de vela: igual silencio, igual dulzura igual esfuerzo confidencial en las cosas que los hombres torpes llaman muertas. Maquinalmente me dirijo hacia un árbol, y adosado a él, con las manos enlazadas tras la nuca, me pongo a mirar la hoguera mientras viaja la imaginación. La llama es tan intensa que me hiere la vista; pero el viaje fantástico es tan grato que tardo mucho en advertir el malestar. Poco a poco, las piernas se me entumecen y he de sentarme; sólo entonces me pregunto por qué he mirado tanto tiempo la luz que me mortificaba… ¡Ay! Es la historia de siempre. Esopo se inquieta por notar antes que yo ruido de pasos. Eva llega.

—Estoy pensativo y triste esta noche —le digo a guisa de saludo.

Y como veo que no quiere responderme, tal vez por piedad añado:

—Sólo quiero tres cosas, Eva: un antiguo sueño de amor, a ti y a esta tierra preciosa en que estamos.

—¿Y a cuál prefieres de las tres?

—El sueño de amor.

Esopo se da cuenta de que la cabeza de Eva ha caído pesadamente sobre el pecho y la mira, mientras yo prosigo:

—Hoy me crucé con una muchacha que iba del brazo de su amante; al verme pasar le habló al oído y luego se echaron los dos a reír.

—¿De quién se reían?

—¡Quién sabe…! De mí probablemente. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Y tú la conoces?

—Sí: de verla, de decirle adiós.

—¿Y ella…?

—No sé… ¿Por qué preguntas tantas cosas? De ningún modo he de decirte su nombre.

Callamos un momento, tras el cual me obstino en voz baja:

—¿Y por qué rió así? ¿No le basta con ser coqueta? ¿Qué le he hecho yo para que se burle?

—Hizo mal, muy mal.

—Tal vez no; no la censures, que acaso tenga razón para reírse… Y basta ya… Te digo que ni una palabra. ¿Me oyes?

Mi tono es acre, y ella, asustada, nada dice. El silencio es tan angustioso que comprendo al punto mi injusticia, y le cojo las manos y me arrodillo y le digo con voz húmeda de emoción:

—Anda, vete, Eva. Te aseguro que a nadie quiero como a ti. ¿Cómo iba a quererte menos que a un sueño…? Te lo dije por oírte… De veras… Anda, vuélvete a casa y mañana hablaremos. No olvides que soy tuyo, sólo tuyo… Anda… Hasta mañana… Buenas noches.

Y ella, sumisa, se va muy despacio, sin atreverse siquiera a volver la cabeza.

Tercera noche de tormento: noche caliginosa en que el efluvio de la tierra satura todo de pereza malsana. ¡Ah, si siquiera hiciese el frío de ayer! No obstante, enciendo un haz de ramas. Cuando Eva aparece y se sienta junto a mí, le digo:

—Te aseguro que puede gozarse en que lo tiranicen a uno y lo pisoteen y lo desprecien injustamente… La naturaleza humana tiene más de un refinamiento incomprensible… Te pueden arrastrar no importa por dónde y tú responder, si alguien te pregunta apiadado: «No es nada; es que me arrastran nada más»; y si alguien pretende salvarte, serías capaz de rechazar su auxilio y de contestar, si te preguntara cómo podía sufrirse tal trato: «Se sufre muy bien…», y hasta se adora la mano que martiriza… Eva ¿sabes tú lo que es esperar?

—Claro que sí.

—Pues es algo extraordinario. Una mañana, por ejemplo, la pasas entera paseando por un camino en el que esperas encontrar a una persona querida, que no llega por la simple razón de tener cualquier ocupación más interesante para ella en otra parte… Ya ves qué cosa tan sencilla. Conocí a un viejo lapón, ciego desde hacía cincuenta años, que a los setenta imaginábase poder ver un poquito mejor cada día. Los progresos resultaban lentos, lentísimos; pero de no interrumpirse —decía él—, «dentro de seis o siete años podré entrever el sol». Sus cabellos eran negros como los de un joven, y en cambio, sus ojos eran blancos; fumábamos muchas veces juntos, y me decía que de niño había visto perfectamente… Era fuerte, tenaz en la esperanza. Cuando me iba me acompañaba algún trecho, y deteniéndose de vez en cuando, me decía: «Allí está el Sur; allá el Norte; seguirás esa dirección unos trescientos pasos y luego torcerás a la derecha, ¿no es así?». «Así es», decíale yo, y él sonreía entonces satisfecho, asegurándome que la prueba de que veía mejor era que cincuenta años antes no me habría podido indicar la dirección tan exactamente. Luego casi a cuatro patas, se metía en su cabañuela y, sentado junto al fuego, dedicábase a acariciar el anhelo de recobrar la vista… Ya ves… La esperanza es cosa curiosa, Eva. Mira si es curiosa, que yo espero olvidar a la persona que no quiso pasar por el camino en donde yo estuve toda la mañana esperándola.

—Hablas de un modo raro hoy.

—Porque es mi tercera noche de prueba; mas te aseguro que mañana volveré a ser el de antes… Vete, déjame acabar solo la velada, y ya verás mañana cómo reiré y te llenaré de caricias… Sólo faltan algunas horas para que sea otro hombre… Vete… Hasta mañana, Eva.

—Hasta mañana.

Ya solo, me tiendo junto a la hoguera y me pongo a mirar fijamente las llamas amarillas y azules; cae una piña seca, crujen las ramas, bandadas de hojas revolotean en la noche profunda, y mis ojos se cierran poco a poco… Al cabo de una hora de nerviosidad cede, cual si mis sentidos hubiesen logrado adquirir el ritmo del inmenso silencio. La luna parece en el cielo una concha marina que sugiere imágenes de amor, y me hace enrojecer, hablarle en voz baja, y arquear los brazos en el deseo de una caricia imposible. El viento se alza de súbito y una fuerza desconocida agita todo. ¿Qué ocurre? Miro en torno y nada extraño veo; mas la brisa me trae la llamada de una voz que hace inclinar mi alma, temblar todos mis nervios y jadear mi pecho cual si sintiera otro pecho invisible anhelar sobre él… Las lágrimas cuajan entre mis párpados… Siento la presencia de Dios, siento su mirada severa… Es sólo un minuto; las ráfagas cesan y me parece ver a un fantasma hundirse en el laberinto del bosque… Durante un segundo lucho contra la hiperestesia de mis sentidos, y agotado por las emociones, entro al fin en el reposo total… Cuando despierto, la noche toca ya a su fin.

Han sido tres noches pasadas en el límite de la fiebre, con la impresión tremenda de que una enfermedad grave estaba a punto de apoderarse de mi cuerpo para maltratarlo y destruirlo quizá; durante ellas las ideas y las cosas ofreciéronseme con una vibración extraña, como al través de un prisma hecho de alucinación y calentura; han sido tres noches de tristeza infinita, horrorosa. ¡Pero ya pasaron!

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