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~ Capítulo 25 ~

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Joanes se dirigió directamente a la cocina y se sentó en una silla al revés, con el respaldo contra su pecho, como ella había visto hacer a los hombres en la taberna. Se le veía más cómodo que a ella. En ese momento, Irene  pensó que Joanes ya había estado antes en aquella cocina, en la misma postura. Aquella familiaridad, además, encajaba con la estrecha relación que parecían haber desarrollado maestro y alumno desde que Esteban había huido a Francia. Joanes era, de hecho, el único habitante del pueblo que mantenía contacto con él. Más que ella misma. Le dio tiempo a pensar que nunca había sabido en realidad qué tipo de relación mantenían los dos, lo cual le hizo ver bajo una luz distinta a los dos hombres de su vida: quizá no lo habían hecho deliberadamente, pero le habían ocultado algo.

La mente de Joanes, sin embargo, estaba lejos de los pensamientos que le preocupaban a ella. Empezó a hablar atropelladamente, haciendo que Irene tuviera que esforzarse para entenderle. Hablaba todo el rato de alguien a quien denominaba “Zerri hori[20]”. En un primer momento, Irene pensó que se refería a Mayí, a pesar de que el apelativo le parecía demasiado duro incluso para ella, pero pronto se dio cuenta de que se refería a otra persona, a alguien a quien Mayí iba a invitar a comer. “Sorginak kriston bazkaria prestatuko dio zerri horri[21]”, repetía una y otra vez. Pero..., ¿de quién hablaba? Irene consiguió hacer callar a su amigo para decirle que no le entendía. Y Joanes tomó aire y le contó todo. Así fue como Irene se enteró, por fin, de lo que ocurriría en el pueblo al día siguiente. De la comida que se daría en casa de Joanes, con Mayí como anfitriona, y de quiénes serían los invitados: el gran general Wellington, parte de su plana mayor, el alcalde... ¡y sus abuelos! Pero no tuvo tiempo para preguntar más, ya que Joanes seguía con su perorata exaltada.

El caso es que, por alguna razón que a ella se le escapaba, a pesar del rechazo que sentía hacia los británicos, Joanes había hecho todo lo posible para estar en aquella comida. Al final, tras una bronca con su cuñada y la posterior intervención apaciguadora de su hermano, lo había conseguido, pero no como comensal, sino como criado. Mayí había aceptado a regañadientes que Joanes sirviera los platos a los invitados. Le había dicho, eso sí, que debía permanecer callado y que cualquier movimiento que arruinara la comida le valdría sacarlo de “su” casa para siempre.

Irene escuchaba, perpleja, por un lado el inusitado interés de su amigo por estar con una gente que odiaba y, por otro, que hubiera aceptado aquellas condiciones de Mayí y se las contara más contento que enfadado. Hacía un mes nada más, la actuación de su cuñada le habría puesto en pie de guerra y, de repente, todo era válido con tal de conseguir ser testigo de aquella comida. Era, de todas formas, tan vertiginoso el ritmo que le estaba dando Joanes a la conversación, que Irene no tenía tiempo de contrastar una información extraña cuando ya se encontraba frente a otra. Eso fue  lo que ocurrió cuando le oyó decir:

—Eta pentsatu dut zuk ere joan behar duzula[22].

Irene abrió los ojos como platos y solo atinó a decir “Joan? Nora?[23]”. Cuando Joanes le respondió: “Bazkarira[24]”. Solo pudo contestarle, vacilante: zer!!??[25].

Joanes, sin embargo, continuó como si no la hubiera oído:

—Nahi dut neri itzultzea ingeles horiek esaten dutena. Pentsatu dut zure atatxik hor daudenez errexagoa izanen dela zu gonbidatuta izatea. Hitz egin dezakezu zure atatxirekin. Eta hori ateratzen ez bada, badago azken aukera bat: zerbitzari izatea, ni bezala. Mayí kexatuko da, baina lortuko dut onartzea…[26].

Estaba ocurriendo todo tan aprisa que era difícil asimilarlo, sin embargo, una idea fue abriéndose paso en la mente de Irene: Joanes era un espía. Llevaba tiempo sospechando que las desapariciones de su amigo, la estrecha relación al otro lado de la frontera con Esteban y, sobre todo, el cambio que había notado en él, eran señales de que había tomado partido en aquella guerra y lo había hecho por los franceses. No sabía en qué momento había dejado de ser indiferente a cualquier ideología que no fueran su pueblo y su gente y se había posicionado a favor de uno de los bandos, pero calculaba que había sido tras la huida de Esteban. Ahí es cuando ella había empezado a notar el cambio.

Y en aquel momento se le hizo claro que el responsable de todo aquello tenía que ser Esteban. Sí, pensó, la relación entre ambos debía haber sido más estrecha de lo que ella había supuesto hasta entonces. ¿Por qué, si no, se había metido un joven alegre y despreocupado como Joanes en un asunto como aquel, que no casaba ni con su naturaleza ni con sus ideales sencillos de chico de pueblo? La única respuesta posible era que lo había hecho por afecto intenso y lealtad. Sí, todo empezaba a encajar...

Y, de repente, se sorprendió sintiendo algo que nunca pensó que podría sentir: rabia. Hacia Esteban. Joanes era un espíritu apasionado, pero ingenuo, el maestro, sin embargo, era inteligente y frío. Sabía lo que hacía y dónde estaba metiendo a Joanes. Por primera vez, la imagen idealizada de su maestro se tambaleó en su mente. En ese momento, estuvo a punto de abrazar a su amigo y de decirle que lo dejara, que aquello no era para ellos. Pero Joanes seguía con su perorata, ajeno a lo que ella acababa de descubrir. Y entonces Irene se dio cuenta de que la situación era peor aún. Esteban estaba utilizando a Joanes, pero eso mismo era lo que Joanes quería hacer con ella. Su amigo había dejado de verla y la estaba tratando como un medio para conseguir algo. Hasta el punto de pedirle incluso que hablara con su abuelo, aun sabiendo el daño que eso le iba a producir. Darse cuenta de aquello le dio fuerzas para cortarle:

—Ez naiz joanen, inolaz ere[27].

Joanes calló de repente y la miró extrañado. Aquel tono no era el habitual en ella “Nola?[28]”, fue lo único capaz de articular.

Irene estaba dolida, pero necesitaba tiempo para analizar lo sucedido y buscar soluciones. Además, no quería enfadarse con Joanes, sino recuperarlo, así que decidió no precipitarse en aquel momento, callarse su desilusión y las razones profundas por las que se negaba a ir a la comida y darle otras dos razones que evitaran un conflicto. La primera, que el inglés que ella sabía no servía para lo que él quería: se arreglaba para entenderlo por escrito, pero no entendía ni una palabra cuando era hablado. La segunda se la podría haber ahorrado, de hecho, a la vista de lo que sucedió después, es lo que debería haber hecho, pero el caso es que la soltó sin pensarlo mucho. Y, después, se desató la tormenta:

—Koronel ilegorri horrek ezagutzen nau, badaki ingles pixkat dakidala. Bazkarira joango banintz susmagarria izango litzateke[29].

Nada más empezar a hablar vio que el semblante de Joanes cambiaba: sus ojos se volvieron de acero, mientras la piel de su rostro adquirió una tonalidad rojiza. En cuanto ella dijo la última palabra, él empezó a hablar airado. Le dijo, de muy malos modos, cosas que Irene jamás habría pensado que oiría de su boca. Las frases despectivas, cargadas de rabia, se fueron sucediendo de forma que apenas asimilaba una, llegaba otra más fuerte; y otra; y otra más. En ese momento, el enfado que ella había sentido unos minutos antes se diluyó del todo y una enorme tristeza la embargó. La persona que más quería la estaba hiriendo sin contemplaciones. Le escuchó sin decir nada hasta que él terminó de gritarle, le dio la espalda y se alejó rápido, casi corriendo, como empujado por la rabia que se había apoderado de él.

Ella se quedó paralizada ante la puerta abierta. No recordaba todo lo que su amigo le había dicho porque borró los insultos, pero se quedó con el fondo y con la rabia y el desprecio que le había transmitido. En definitiva, Joanes le había dicho que, aunque se había negado a creerlo, ella misma acababa de confirmarle lo que estaba en boca de todo el mundo. Que era una vergüenza, que todo el pueblo sabía lo que estaba haciendo con aquel pelirrojo, que la habían visto con las Yndaburu también, que seguramente ellas le habían enseñado lo que se necesitaba saber, que si tenía hambre debería haber aguantado o haber luchado, como hacía él, pero que lo que estaba haciendo era una vergüenza para el pueblo y, sobre todo, para él. Y que jamás se lo perdonaría. Eso le había dicho al final, dos o tres veces…, que jamás se lo perdonaría.

Irene entró en la casa y se sentó de nuevo frente a la mesa de la cocina, apoyó la cabeza sobre ella y la escondió entre sus brazos, como había hecho un mes atrás. Estaba rota por dentro porque temía que iba a ser imposible hablar con Joanes y hacerle ver que nada de lo que le habían dicho era cierto. Aquel pelirrojo no era su amante y las Yndaburu solo le habían ayudado en un momento difícil. Pero conocía a su amigo lo suficiente para saber que no la escucharía. Era todo corazón, para lo bueno y para lo malo. Cuando decidía amar, lo hacía de manera incondicional, pero cuando decidía odiar, también.

Pasó toda la noche en duermevela, angustiada, hasta que amaneció. Cuando se levantó de la cama se sintió algo mejor. La luz del día le hizo ver las cosas desde otra perspectiva. Iba a intentar recuperar la confianza y el cariño de su amigo. Ella no se rendía cuando lo que estaba en juego eran las personas que le importaban. Pensó que debía esperar a que Joanes se tranquilizara y a que lo hiciera ella misma también, y entonces buscar la forma de llegar a él y de hacerle comprender que nada de lo que pensaba era cierto. Lo que no pensó en ningún momento fue cortar la relación con el coronel. De hecho, la perspectiva de verle en pocos minutos fue lo único que consiguió sacarle una sonrisa. La primera desde la visita de Joanes el día anterior.

 

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