Olivia
CAPÍTULO 18
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CAPÍTULO 18
LIV
El bar donde he quedado con Mathieu se llena a una velocidad pasmosa. Creía que había llegado pronto para una velada francesa, pero, como Mathieu me ha dicho al llegar, los franceses, a pesar de su tendencia a pasar largas horas en el despacho, también hacen excepciones los viernes y los jueves, sobre todo los más jóvenes. El local, situado cerca de la avenida Trudaine, en el noveno distrito, ofrece una carta italiana que hace honor al vino, al queso y a la charcutería.
—Entonces eres solista, ¿no? —me pregunta una morena longilínea de rasgos afilados y piel naturalmente bronceada.
Isobel. Mathieu me la presentó en la primera clase. Es primera bailarina, como él, y de origen argentino, pero criada en Francia. Se expresa con gestos ampulosos, acaba cada frase con una pose y me mira con los párpados levemente entreabiertos, como si intentara recordar quién soy. No creo que nos hagamos amigas de un día para otro.
—Exactamente.
—¿Y conoces a Diane? Ahora es bailarina principal, ¿no?
La forma en la que me hace la pregunta no tiene nada de benevolente. Reconozco a una víbora cuando la veo. El mundo de la danza, ultracompetitivo, no saca precisamente lo mejor de cada bailarín, yo incluida. Algunos directores y directoras artísticas, y también algunos coreógrafos, incentivan esa rivalidad. Y qué decir de la competencia entre compañías. El título de «bailarina principal», en boca de Isobel, no es comparable al de étoile.
Asiento con la cabeza y abro la boca, dispuesta a ganarme mi billete al paraíso:
—El público americano reconoce el talento excepcional, fuera de toda norma.
Acabo de defender a Diane. Me estoy ganando mi aureola.
Y ni siquiera tengo ganas de elevar la mirada al cielo. No, ante semejante diva morena, siento que el compañerismo habita en mí. Diane forma parte de mi compañía y merece su título. Isobel no reacciona de inmediato, pero de sus ojos negros salen rayos que me atraviesan y la imagino interpretando una Carmen sombría y sensual. Sin embargo, esta teatralidad que debe de explotar en el escenario resulta un tanto grandilocuente en este bar.
Es la persona que parece más apartada del grupo de cinco amigos, compuesto por Mathieu y cuatro bailarines y bailarinas. Todos se conocieron en la escuela de danza y entraron en la compañía al mismo tiempo, año arriba o abajo, excepto Aliénor. De hecho, es a ella a la que busco con la mirada cuando el silencio de Isobel se hace incómodo. Vuelve de la barra con una botella de vino tinto y acelera el paso cuando detecta mi expresión. Aliénor, una chica bajita de pelo rubio rizado con ojos claros, tiene unas proporciones delicadas, pero, bajo su aspecto de muñeca, por lo que me ha contado Mathieu, está muy bien posicionada para convertirse en étoile. Al pasar, le da un beso a Hugo, un moreno de talla media que es coryphée, el rango justo por debajo de sujet, y también su prometido. Es él el que la ha metido en el grupo. Aliénor ha sido adorable conmigo desde el principio, se ha preocupado por si estaba bien alojada o no y por si necesitaba algo, y me hace preguntas sobre el Ballet de Nueva York sin mostrar ningún a priori.
—Isobel, ¿quieres vino antes de someter a Liv al tercer grado?
—Solo le estaba preguntando cómo le iba a Diane.
—Me parece genial, pero imagino que también le puedes preguntar a Mathieu, que seguro que lo sabe igual de bien —exclama Aliénor, exagerando la entonación.
Isobel se encoge de hombros y se dirige a Nicolas, último miembro del grupo, también étoile, y a Mathieu, que están inmersos en una conversación sin orden ni concierto con Hugo, quien, al ver que Isobel se va, se escabulle del grupo y se une a nosotras. Apoya un brazo en los hombros de Aliénor, que le dedica una sonrisa, esta vez informal. Él se la devuelve y la besa en la frente. Ella cierra los ojos y suspira mientras él le dice:
—Relájate.
Mi mirada inquisitiva se posa en Aliénor, que abre los ojos y me sonríe.
—Me presento a la prueba de ascenso la semana que viene para convertirme en primera bailarina. Estoy un poco estresada.
—¿Un poco? —pregunta Hugo, con una sonrisa en los labios.
—Vale, mucho —corrige antes de taparse la cara con las manos y sacudir la cabeza de derecha a izquierda.
¡Ah! La prueba de ascenso de la Ópera de París. A diferencia de nosotros, a quienes nos nombran semisolistas, solistas y, por último, bailarines principales, los miembros del Ballet de París deben pasar una prueba con variaciones obligatorias y libres ante un jurado compuesto por antiguos bailarines, coreógrafos y maestros. Algunos años, no hay plazas en determinados grados. Aunque Aliénor sea la mejor sujet, si no hay plaza este año no podrá avanzar en la jerarquía. De igual forma, si no aprueba este año no está garantizado que vaya a haber plaza el año que viene, por lo que podría pasarse dos años esperando suerte.
¡Qué estrés! No me sorprende que Diane se fuera, me digo al escuchar hablar a la joven bailarina.
—¿Qué vas a bailar? —pregunto, curiosa por saber qué se pide este año.
—En variación obligatoria, Dulcinea en el acto II de Don Quijote; y preparo Esmeraldas para la variación libre.
Una elección equilibrada. La variación obligatoria es muy técnica, mientras que la variación libre le permitirá mostrar su musicalidad y, sobre todo, el carácter francés de su danza. Podría haber optado por bailar contemporáneo, pero Aliénor me ha dicho desde el primer momento que ella es una bailarina clásica y que querría evolucionar como tal.
—Seguro que te irá bien. Trabajas mucho. Te han asignado dos papeles este año en Giselle y La consagración de la primavera. Lo tienes todo de tu parte —comenta Hugo con voz grave.
La observo discretamente, preguntándome cómo podrá evolucionar esa relación si ella consigue convertirse en primera bailarina y luego, quizá, étoile, mientras él sigue siendo coryphée. Quizá me equivoque, pero una jerarquía tan marcada como la de la Ópera de París no predispone a este tipo de relaciones. No debo de ser tan discreta como creo porque el bailarín capta mi mirada y me dice:
—¿Te estás preguntando cómo el sapo ha podido ponerle el anillo a la princesa?
Arqueo las cejas, pero no me dejo apabullar:
—Sí.
Aliénor se echa a reír y Hugo se limita a arquear las cejas, sorprendido a la par que desconcertado por mi franqueza.
—Pues tienes razón. Este sistema de grados puede matar una relación; lo sé y solo me estaba metiendo contigo un poco —termina Hugo.
Aliénor finge regañarle y él me culpa por el maltrato del que ha sido víctima. Sonrío, todavía algo incómoda con el grupo, pero apreciando la amabilidad de estos dos bailarines.
—Pero… ¿no te cansas de bailar? —empiezo, todavía curiosa.
—¿En el cuerpo de baile? No. De hecho, unos años después de entrar en la Ópera me di cuenta de que era lo mío. No me gustan las pruebas de ascenso y, a diferencia de Mathieu o Nicolas, no tengo alma de solista, ni ganas. Y seguramente tampoco las capacidades —añade, tras una pequeña pausa.
No hay amargura en la forma en la que me responde, sino más bien una serenidad que me intriga.
—Hugo ha montado una compañía con Mathieu —refiere Aliénor.
Él le sonríe:
—No hace falta que me hagas quedar bien, querida. Estoy muy contento donde estoy. Hace falta gente como yo para montar un gran ballet. Prefiero ser un pez pequeño en un gran océano.
Sonrío ante la imagen. ¿Y qué prefiero ser yo? Está claro que no un pez pequeño, sea cual sea el tamaño del océano en cuestión. Pero esta historia de la compañía me intriga.
—¿Qué tipo de compañía?
—Al principio, la montamos con Mathieu hace unos años porque creía que no bailaba lo suficiente. El director artístico tiene algo con los bailarines nobles…
—¿Algo? No te creía tan políticamente correcto, Hugo —interviene Aliénor.
Sonrío.
—Podéis hablar con total crudeza, ¿sabéis?
—«Crudeza» —repiten a coro—. ¡Pero qué mona que es!
Me dispongo a seguir haciendo más preguntas sobre la compañía, cuando Mathieu se une al grupo.
—Entonces, Liv, ¿estos dos no te han quitado el apetito con su historia de amor?
—Han sabido controlarse.
—Todavía puedo enseñarte el anillo —exclama Aliénor, medio en broma.
Mathieu, que no parece tomarse la broma a la ligera, le lanza una mirada de desaprobación y se gira hacia mí.
—Entonces, ¿cuándo viene Guillaume?
—No creo que venga.
Parece sorprendido, pero se repone de inmediato y agrega:
—Bah, no me sorprende. Desde el accidente, no le gusta demasiado la danza ni su ambiente. Es algo comprensible.
—¿Está bien? —pregunta Aliénor.
Hugo le lanza una mirada de falsa reprobación que Mathieu explica:
—Aliénor estaba un poco… muy enamorada de nuestro querido Guillaume.
—¡Oooh, venga ya! ¡Solo tenía dieciséis años! —dice la bailarina, desviando la mirada y ruborizándose.
Hugo, resignado, continúa:
—Es cierto que el chico, con ese aspecto de príncipe romántico del siglo XIX y los ojos almendrados, tenía escrito «rompecorazones» en la frente.
—«Rompecorazones» —me sorprendo.
—Ah, sí, Guillaume era un seductor de primera. Tenía mucha seguridad y ya se veía que podría llegar lejos en el mundo de la danza. El cuerpo, la madurez, la gracia. ¡Qué pena! —acaba concluyendo Mathieu.
Se hace el silencio en la mesa, que se vuelve todavía más agobiante por el barullo que nos rodea. A Isobel y Nicolas no les da tiempo a darse cuenta porque están inmersos en una discusión que parece intensa. Para relajar el ambiente, Mathieu suelta:
—Mejor para mí. Así he podido convertirme en el ojito derecho de mis padres, ¡su única esperanza! ¡Elegido por defecto, pero elegido al fin y al cabo!
—Mathieu —dice Hugo antes de darle un puñetazo amistoso en el hombro.
—Es un poco eso, ya sabes —continúa el bailarín.
—Vuestros padres han tenido suerte de tener unos hijos a los que les gusta tanto la danza —comenta Aliénor.
—¿Ya estás planificando los tuyos? —pregunta Mathieu, arqueando las cejas con complicidad.
—Todavía no hemos llegado ahí —esquiva la bailarina, que besa a su prometido para poner fin a la conversación.
Yo sigo frente a Mathieu, que mantiene la misma sonrisa burlona. Parece que esa es su expresión por defecto. Lo que me cuenta de su hermano me intriga y no precisamente para ponerme de buen humor. Pero ¿por qué me intriga tanto? Tengo que concentrarme en otra cosa o en otras personas. Joaquín tiene razón. Si Guillaume espabila, ya sabe dónde encontrarme.
Pero entre las buenas intenciones y la realización hay todo un mundo, incluido mi ego y un poco de mi corazón, a pesar de lo que diga Joaquín. Desear a alguien que no te desea es un poco como ese puesto de bailarina principal que anhelo, pero que no llega. Para ser bailarina principal, tengo que bailar, pero ¿qué puedo hacer para que me nombre Guillaume?
Creo que ya he jugado todas mis cartas.
Quizá sea mejor así. Además, excepto Isobel, que creo que es un poco arrogante, y Nicolas, con quien no he podido hablar realmente, todo el mundo es muy amable conmigo esta noche, lo que me tranquiliza en cuanto a mis clases en la compañía. Escuché cómo Mathieu prevenía a los profesores sobre el hecho de que me estaba recuperando de una lesión y esa pequeña atención me ha ayudado un poco estos últimos días.
Revitalizada por estas perspectivas, dedico una gran sonrisa a Mathieu, que me la devuelve y acerca su vaso al mío.
—¡A tu salud, por tu tobillo y por la danza!
—¡Perfecto!
—¡Liv!
Mi nombre se eleva entre la muchedumbre. Me quedo con el vaso a unos centímetros de la boca y miro a mi alrededor.
—¡Ah, estaba seguro de que vendría! —exclama Mathieu, mientras hace señas a su hermano para que se una a nosotros.
Me giro y hago una pausa. Me cuesta asociar a Guillaume con la persona que avanza hacia nosotros. ¿Qué habrá podido pasar?
Lleva la camisa arrugada, la corbata aflojada como de prisa y corriendo, con la parte de abajo haciendo un pliegue poco favorecedor. Parece que le han lanzado el abrigo por encima y, sobre todo y ante todo, está despeinado.
El apocalipsis se acerca. Como poco.
Cuando Guillaume llega hasta nosotros, Mathieu se sorprende:
—¡Liv me había dicho que no venías! ¿Fallo de comunicación?
Los ojos de Guillaume van de Mathieu a mí, con expresión de culpabilidad.
—He cambiado de opinión.
Mathieu le da un golpecito en la espalda sin percibir la tensión entre nosotros. Es eléctrica. ¿Con qué derecho se presenta aquí después de haber rechazado mi invitación? Vale, una velada organizada por su hermano, pero a la que me habían invitado a mí. Me dispongo a decirle un par de cosas, cuando Isobel se gira. Sus ojos se iluminan de inmediato al percibir al recién llegado.
—¡Guillaume, qué raro verte entre nosotros! ¡Gracias por obsequiarnos con tu presencia!
Se le acerca y le propina dos sonoros besos antes de abrazarlo como si hiciera años que no se vieran. ¿Me lo parece a mí o se está frotando contra él?
Guillaume tiene el detalle de adoptar una expresión molesta y articula un silencioso «perdón» en mi dirección. Le sonrío educadamente y quiero girarme, pero toda la atención del grupo se centra en el recién llegado y, a menos que quiera hablar con un perchero que hay detrás de mí, tengo que mirarlo.
—Hola, Guillaume —le saluda Aliénor con dulzura.
—¡Aliénor! ¿Cómo estás?
Parece sinceramente contento de verla y deja a una Isobel un tanto contrariada, aunque esta se repone rápido del menosprecio en cuanto se da cuenta de que la estoy mirando.
—Has cambiado —exclama Aliénor.
—Ah, ¿sí? ¿Te refieres a mis gafas?
Guillaume se lleva instintivamente la mano a la corbata y, en unos segundos, consigue corregir el nudo aflojado. Con la otra, se recoloca las gafas en la nariz. La camisa sigue un poco arrugada, pero ya se parece un poco más a sí mismo. Aliénor echa un vistazo a su pelo antes de cruzarse con mi mirada, también centrada en él.
—Ah, no me refiero a tus gafas. Liv parece igual de sorprendida que yo. Así que supongo que sí que conservas tu look de joven promesa siempre perfecto que tenías después del acc… la escuela de danza —se corrige a sí misma no sin ponerse roja.
—Es cierto que tienes el pelo un poco raro —interviene Mathieu.
—¿Perdón?
—Deja que tu hermano te lo arregle.
Sin esperar la respuesta de Guillaume, Mathieu le pasa la mano con brusquedad por el pelo y termina de despeinarlo. Sus mechones castaños vuelan en todos los sentidos, haciendo que Guillaume parezca un poeta, más Rimbaud que el dandi aburrido de costumbre. Su expresión de desconcierto y luego de enfado después de que su hermano le diera su toque personal a su peinado no hace más que reforzar esa imagen. Sin embargo, no se vuelve a peinar y saluda al grupo antes de que Isobel, que ha encontrado la forma de colocarse a su lado, con la mano apoyada en su brazo, le diga, lo suficientemente alto como para que todo el mundo lo escuche:
—Pero, Guillaume, ¿a qué debemos el placer de tu presencia esta noche?
Me espero alguna banalidad, cuando la voz de Guillaume resuena, clara y grave:
—A Liv, que me ha propuesto que venga. Solo necesitaba acabar mis investigaciones del día antes de venir.
Se hace un murmullo entre los congregados y tengo que contenerme para no elevar la mirada al cielo. ¡Por supuesto! Para relajar el ambiente y alejar la atención de mi persona, digo:
—¿Y qué te ha pasado por el camino? ¿Un huracán?
—Se podría decir así —responde, enigmático y perfectamente pausado, a pesar de su pelo alborotado.
—¿No piensas contarnos nada más, Guillaume?
La voz de Isobel es fogosa y un tanto melosa. Nada que ver con mi timbre, un poco seco, lo sé. Guillaume le responde y yo aprovecho para ponerme el abrigo y coger mi bolso. La presencia de Guillaume no me gusta, más bien al contrario. Me pone de mal humor. Estoy enfadada conmigo misma por haberle dicho que se pasara y tampoco me perdono por alegrarme de que haya venido. Pero ¿qué le ha pasado? ¿Pena de último minuto?
¡Liv, deja de ir detrás de él!
Guillaume, acaparado por el resto de bailarines, no se da cuenta de que me estoy preparando para irme. Lanzo un adiós a todos los presentes, suficientemente fuerte como para que no me acusen de haberme despedido a la inglesa y lo bastante breve como para que nadie tenga tiempo de retenerme. Me cuelo entre los habituales y consigo salir en unos segundos. No conozco muy bien el barrio y decido bajar la calle, pensando que eso me acercará al centro. Mis tacones martillean el pavimento y me impiden oír mi nombre a la primera.
—¡Liv! ¡Espérame!
Sorprendida, me giro para descubrir que Guillaume me persigue.
Corrección. Que renquea detrás de mí con una cojera que me duele hasta a mí. Antes de alcanzarme, Guillaume debe ralentizar el paso y veo que respira deprisa.
—¿Qué haces aquí? ¡Vuelve al bar! —exclamo.
—No sin ti.
—Estoy cansada —respondo.
—He venido por ti —confiesa, lanzándome una mirada que no consigo interpretar.
¿Por mí o para aplacar su conciencia?
—No quiero tu piedad. ¡Si hubieras querido venir, habrías dicho que sí cuando te lo pedí! Me da igual, Guillaume, ¿vale?
Mi voz sale con un tono más agudo del que esperaba y me callo con la idea de ganar tiempo para calmarme. Se acerca todavía más a mí, con paso lento y ralentizado por el adoquinado de la calle.
—¿Podríamos subir a la acera? Me cuesta un poco caminar sobre los adoquines —bromea mientras me tiende la mano.
—¿Por qué me tiendes la mano?
Doy un paso atrás como si me estuviera entregando una serpiente. Agita la cabeza y deja escapar un suspiro:
—Necesito tu ayuda para subir a la acera.
—Oh. Está bien.
De hecho, es bastante alta. Lo cojo por las muñecas para ayudarlo a subir, pero coge impulso antes y eso hace que termine proyectándose sobre mí. Mi nariz se clava un poco en su bufanda y retrocedo bruscamente para no terminar olisqueándolo como un perrito perdido.
Con la cabeza gacha para evitar su mirada, lo empujo con firmeza sin hacer que perdamos el equilibrio. Oigo su respiración entrecortada, que coincide con la mía, y tengo que cerrar los ojos para no perder la compostura.
—No he sido demasiado elegante después de nuestro beso —declara.
Cuento hasta diez antes de responderle. Ahora le toca a él saber lo que se siente cuando tienes una esfinge frente a ti.
—¿Y? El mensaje ha quedado claro, Guillaume. No te preocupes, seguiré ayudándote en tus investigaciones. Después de todo, todavía me queda un mes aquí.
—¡Un mes! —exclama.
Fuerzo a mi corazón para que no malinterprete su reacción.
—Sí, es suficiente, ¿no?
Me fulmina con la mirada antes de acercarse a mí. Coloco la palma de mi mano en su bufanda para evitar que se arrime demasiado. Aprieta los dientes y no se mueve. De sus ojos salen rayos.
—¡Liv, no he venido para hablar de Balzac!
—Eso espero, porque ya no estamos en horario laboral —respondo.
—¡No he corrido hasta aquí para hablar de trabajo! —exclama, y esta vez parece realmente enfadado.
—Ah, pero ¿tú llamas a eso correr?
—¡Eres insoportable!
—¡Y tú un hipócrita! ¡Con tu sonrisa falsa y tus falsos besos!
La cólera de Guillaume parece desaparecer con esas palabras y se limita a asentir con la cabeza antes de rodear mi cara con sus manos. Asombrada, no lo aparto de inmediato.
—Liv, cuando te beso siempre es de verdad.