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CAPÍTULO CUARTO

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CAPÍTULO CUARTO

Lo llamaron La Desconexión. Brutal. Fría. Devastadora.

Todo había comenzado como un adagio. Lento. Pausado. Sin ruido. Una suave nota discordante, apenas perceptible, en la armonía del mundo. Un mundo que había decidido apagar el interruptor de la luz. La simpleza en su ejecución resultaba desgarradora. On/Off y se acabó. En un instante, siglos de adelanto tecnológico habían sido erradicados. Relegados al ostracismo, en el oscuro sótano de la casa que conformaba la evolución del hombre.

Una vez más, la raza humana estaba a prueba. En una lucha contra su propia existencia, se había colocado de nuevo en la casilla de salida.

Para la gran mayoría de la población mundial, el primer envite había pasado desapercibido. Muchos millones de personas no tenían acceso a ningún recurso tecnológico, por lo que no notaron los primeros efectos. Lo mismo pasó con aquellas que, simplemente, se encontraban durmiendo, o disfrutando del campo, o las que achacaron las desconexiones de sus respectivos aparatos eléctricos a inconvenientes puntuales que tarde o temprano se terminarían subsanando.

Para otros muchos miles de personas, La Desconexión significó la muerte instantánea.

Las primeras vidas las sesgó el transporte. Los motores de combustión, que incorporaban todo tipo de sistemas electrónicos para su funcionamiento, se habían parado al instante. Los motores eléctricos, con más razón, siguieron su misma suerte. En el momento de La Desconexión, todos los vehículos que se encontraban circulando, perdieron tracción al mismo tiempo. Los más afortunados vieron cómo sus automóviles perdían la inercia poco a poco y acababan parándose en las cunetas, o en medio de la calle sin mayores complicaciones. Otros no tuvieron tanta fortuna. Al desaparecer los sistemas de tracción, el control de velocidad y estabilidad, el ABS y un largo etcétera; los accidentes fueron numerosos, llevándose muchas vidas por delante.

Los pasajeros de los aviones corrieron peor suerte. Todos los aparatos cayeron sin remedio al perder el impulso de los motores. Pocos fueron los que consiguieron realizar un aterrizaje de emergencia. La gran mayoría de aparatos cayó en el mar o en campos deshabitados, produciendo únicamente la muerte a aquellos desafortunados que iban a bordo. Pero unos cuantos, los que sobrevolaban las inmediaciones de las grandes ciudades a la espera de aterrizar en los aeropuertos, o justo después de un despegue, fueron los que sembraron mayor caos. Caían descontrolados sobre edificios abarrotados de gente sin ninguna posibilidad de evitar la tragedia. Las explosiones que sucedieron a los accidentes agravaron el dramatismo y la destrucción. Los bomberos y cuerpos de seguridad no se podían desplazar al lugar de los accidentes y el fuego fue consumiendo sin oposición todo aquello que encontraba a su paso. Las ciudades más impactadas fueron las grandes capitales mundiales. Aquellas que albergaban los aeropuertos de mayor tránsito aéreo.

El transporte marítimo no fue menos dramático. Pero no por problemas de impactos inminentes, que los hubo. Puertos, islotes y litorales se llevaron muchos cascos de barcos que chocaban contra ellos. Los problemas mayores vinieron derivados por el aislamiento. Los barcos se convirtieron en cárceles flotantes de las que resultaba imposible escapar a no ser que se tuviera una costa cerca, o se contara con otro tipo de propulsión no eléctrica. Sin fuerza motora, todos los barcos quedaron a la deriva. A merced de los elementos y del capricho del destino.

              Otro signo alarmante de lo que había sucedido fue la pérdida de las comunicaciones. Teléfonos móviles, fijos, faxes, internet... Todo dejó de funcionar. El mundo se había acostumbrado a estar permanentemente conectado. Informado de todo cuanto acontecía a su alrededor. Familia, amigos, desconocidos, eventos, promociones, noticias y muchas otras interconexiones, ocupaban un tiempo precioso en la ajetreada vida de la gente. La ausencia de ese vínculo tecnoemocional causó un gran impacto social. Mucha gente perdió la razón y se volvió literalmente loca. Otros cayeron en una profunda depresión. Y muchos otros, sencillamente, se suicidaron. No estar conectado con el mundo moderno significaba simplemente no estar.

La ausencia de comunicaciones también afectó a los gobiernos y a las Organizaciones Internacionales. A escala mundial. Ninguno fue capaz de coordinar las tareas de contención ante la avalancha de la crisis que se empezaba a gestar. Sin comunicaciones, la capacidad de actuación se vio tremendamente reducida. Era imposible enviar las órdenes. No se recibían notificaciones de lo que estaba pasando. El mundo había dejado de escuchar al hombre. Había recobrado su sonido natural.

Pero si había algo que de verdad La Desconexión había erradicado de raíz, de lo más profundo de la sociedad, era la economía. El dinero. Aproximadamente el 95% del dinero en circulación se considera virtual. Ceros y unos apuntados en ingentes bases de datos gestionadas por las entidades bancarias. Información volátil. Humo. Nada. La Desconexión había apagado todos los sistemas informáticos donde se almacenaban las cuentas de usuario y sus movimientos. Sus balances, sus ahorros, sus planes de pensiones. Todo. De nada servía que las entidades contaran con sistemas ante emergencias: ubicaciones deslocalizadas para evitar la caída de una sede, depósitos de gasoil ante cortes de suministro eléctrico por parte de la distribuidora de turno, sistemas de backup de los equipos. Nada funcionó. Nada escapó. El sistema al completo estaba basado en aparatos electrónicos y todo él colapsó.

En pocas horas se formaron enormes colas a la entrada de multitud de bancos. En pocos días estallaron los primeros tumultos serios. El pánico se adueñó de todo el mundo. La noticia de que los bancos habían perdido la capacidad de actuación, corrió como la pólvora. No era necesario un medio eléctrico para transmitirla. Bastaba con el boca a boca.

Sin un fin que justificara el trabajo, sin una compensación monetaria, la gente empezó a dudar del rumbo de los acontecimientos. Hordas de personas se manifestaron en la calle. Exigían a los gobiernos que actuaran. Que restablecieran el orden. Pero los gobiernos se encontraban atados de pies y manos, muy mermados en su capacidad de actuación.

Por eso el orden no llegó. Todo al contrario. El caos fue ganando espacio y los saqueos se empezaron a suceder. Centros comerciales, supermercados, farmacias y muchos otros establecimientos, fueron blanco de la ira de los convulsos habitantes de ciudades y pueblos. La gente empezó a hacer acopio de víveres. El miedo, que se había contagiado de unos a otros a lo largo y ancho del mundo, estaba ganando la partida. En momentos de crisis severa, la razón era desplazada por el instinto más animal y práctico de supervivencia.

Al cabo de una semana, el dinero físico como tal, también dejó de tener valor. Comercios y empresas de toda índole, que aún mantenían la esperanza y la confianza en que el sistema volvería a funcionar, fueron perdiendo la fe. Toneladas de dólares, euros, francos y muchos otros de billetes y monedas, fueron cambiando su valor por el peso del propio papel y metal en los que fueron emitidos y acuñados. Igual a nada. La pérdida de la confianza en el dinero representó la estocada final al motor de la economía moderna. La Desconexión había generado un daño colateral en el corazón del progreso económico, tecnológico y social.

La población, sobre todo a la que comúnmente se denominaba con el apelativo <<del primer mundo>>, se fue retrayendo. De un mundo cohesionado y globalizado, se fue pasando a un mundo inconexo y aislado. Transporte, economía y comunicaciones habían sufrido heridas muy graves que habían maltrecho enormemente la estabilidad de la raza humana. Sin noticias del exterior, sin posibilidad de conseguir alimento ni refugio por los continuos saqueos; sin un futuro esperanzador, el ser humano fue perdiendo su civilización.

Los gobiernos, impotentes, buscaron incansables respuesta a lo que había sucedido. Cada uno tuvo que llegar a sus propias conclusiones, dado el ostracismo forzoso al que estaban sometidos. Influenciados por los acontecimientos previos a La Desconexión, muchos países creyeron encontrarse en medio de la esperada Tercera Guerra Mundial. Eso acrecentó su recelo y sus ganas de venganza. Muchos otros, de manera más reflexiva, comprendieron la magnitud de la tragedia, y achacaron La Desconexión a la propia naturaleza. En cualquier caso, el confiar en una o en otra teoría, no aceleró la resolución del problema, del que no se veía ninguna salida.

Dos semanas después del 20 de febrero de 2017, del que fuera punto de inflexión en el devenir del hombre, se cruzó un punto sin retorno. Los saqueos y tumultos estaban a la orden del día. Las fuerzas públicas eran incapaces de frenar las oleadas de violencia. Prácticamente tanto el ejército como la policía habían desaparecido. Nadie confiaba en nadie. Entonces, los primeros ecos de la guerra, se empezaron a escuchar. Pero las voces de batalla no venía de lejos, se escuchaban muy cerca, y de todos los sitios. Multitud de guerrillas urbanas, como las antiguas grandes tribus, se empezaron a formar. Se ponían llamativos nombres para causar miedo, asombro o respeto. Las componían todo tipo de personas. Personas hartas de la situación actual, hartas de que el poder establecido no tuviera capacidad de reacción. Pero, sobre todo, ávidas de nuevos poderes. De poderes propios. Poco a poco fueron tomando el control de los sectores de población próximos a su radio de acción. Su objetivo no era derrocar a los gobiernos, no apuntaban tan alto. La caída del gobierno era un hecho consumado por sí mismo. Lo que buscaban era el dominio de su propia zona de influencia, controlando los suministros, repartiendo los víveres y ejecutando sus propias leyes. En definitiva, pretendían mantener oprimidos a los ciudadanos bajo su yugo.

Había empezado una guerra deslocalizada; aislada. Una guerra en el silencio del mundo. Una Gran Guerra Local.

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