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CAPÍTULO QUINTO

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—¿Qué tal si damos una pequeña vuelta? Sobre todo para entrar en calor —propuso Joseph, el más activo de los cuatro. El chico era pura energía y necesitaba estar en constante movimiento. Franz no se imaginó como lo habría que tenido que pasar las seis horas anteriores a bordo del tren.

Empujados por el ímpetu de Joseph, los cuatro empezaron a caminar estación arriba. Tras cinco minutos llegaron al límite meridional de la bahía del Bidassoa, frontera natural entre los dos países, donde una barandilla les protegía de caer al agua. Joseph saltó la barandilla y bordeó la estrecha rivera de tierra que aún quedaba hasta las aguas. Le encantaba tocar el agua y no se quería perder esa oportunidad. Patrick, cansado, se dejó caer sobre un banco próximo, a la espera de que les llamaran de nuevo. Jessica, que iba un poco más retrasada caminando al lado de Franz, se acercó al borde, agarró con ambas manos el frío metal de la barandilla y se asomó al río. Allí abajo estaba Joseph, cogiendo un par de piedras y lanzándolas todo lo lejos que podía.

—Es curioso —dijo de repente—. A cada paso que doy, me voy alejando más y más de mi hogar.

Franz se acercó a la barandilla, al lado de la mujer. El pelo largo y castaño de Jessica empezó a ondear acompasado con el viento, ocultando, a intervalos, su delicado perfil. En ese momento Franz se dio cuenta que no conocía mucho de su vida. Llevaba cerca de un año en el CSUE y apenas habían compartido una conversación que no fuera acerca del trabajo. Pensó que ese podía ser un momento como otro cualquiera para saber algo más de ella.

—¿Qué quieres decir con eso, Jessica?

—Nada en particular, simplemente… —Jessica no estaba segura de querer entrar en el terreno personal. Había lanzado la frase al aire, como queriendo que se la llevara el viento, sin pretender dar a entender que quisiera conversación.

—¿Echas de menos Estados Unidos?

Al parecer su jefe sí que quería charlar. Jessica se fijó en él por un momento. Fue una mirada furtiva, inocente, que hizo que se ruborizara. Desde el primer día le había gustado. Le consideraba un tipo sumamente atractivo. Elegante, seguro de sí mismo y con las ideas muy claras. En el aspecto físico tampoco se quedaba atrás: alto, fuerte y con un pelo corto con incipientes canas que no se molestaba en ocultar. En cierto modo le recordaba un poco a su padre y eso le generaba dudas. Franz era un hombre unos veinte años mayor que ella, casado y con dos hijos, y ella no quería complicaciones.

—Sí, claro. Al fin y al cabo es mi casa.

—Algún día volverás. Ya lo verás.

Esta vez Jessica le aguantó la mirada. Franz estaba sonriendo. Había sido una contestación sincera, llena de compasión.

—Supongo. Aunque no sé cómo se van a desarrollar las cosas, señor Holmberg.

—Por favor, Jessica, llámame Franz. Nunca me ha gustado el trato de señor. Me hace sentir más importante de lo que me gusta pensar que soy.

Jessica sonrió.

—Como quiera...s, Franz.

—Eso está mejor. Y sobre el futuro, no te preocupes por él. De un modo u otro todo se resolverá. Ya lo verás. Además, hay que tratar de buscarle el sentido a esto. Quizá lo que ha pasado sirva para que nos demos cuenta de lo que realmente somos. Creo que la humanidad lleva mucho tiempo perdida. Evolucionando hacia la desesperación más absoluta. Más preocupada por el tener que por el ser. En cierto modo, La Desconexión ha eliminado de raíz las distracciones, permitiendo centrarnos en lo verdaderamente importante.

—La familia —respondió Jessica, mirando al frente, con los ojos perdidos entre el copioso oleaje.

Franz sintió una rápida punzada en su mente provocada por aquellas palabras. María, Peter y Susana aparecieron al instante en sus pensamientos. Jessica tenía razón. Sus propias palabras le habían llevado a la conclusión más lógica posible. La familia era lo más importante de todo. De pronto, fue consciente de lo hipócrita que había sido, del poco caso que les había hecho a María y a los niños. Justo en esos momentos, cuando más lo necesitaban, él se había dedicado a salvar al mundo.

Allí de pie, junto a una mujer verdaderamente preciosa, asomado junto a ella sobre una barandilla cualquiera a un río cualquiera, en la frontera entre España y Francia, Franz fue consciente de su ser.

Poco a poco empezó a reír, de manera lenta y pausada, hasta que la risa se apoderó completamente de él y se convirtió en una carcajada estrepitosa.

Jessica sonrió también, contagiada por la espontánea muestra de alegría. Patrick, a cinco o seis metros, seguía sentado en el banco, preguntándose a qué venían esas risas, aunque no se levantó para averiguarlo. No estaba consiguiendo descansar demasiado.

—La familia… —respondió Franz, parando de reír.

—Señor… Franz, ¿crees que funcionará?

—¿El qué, Jessica?

—Todo esto que hemos venido a hacer. El intentar comunicarnos de nuevo con el mundo exterior.

Franz la miró por un momento. Aunque ya era una mujer hecha y derecha, todavía conservaba una mirada juvenil, cargada de dudas.

—Sí que lo creo. Funcionará, no lo dudes.

Jessica asintió y volvió a mirar al frente, perdiendo la vista en el horizonte. Franz se quedó atrapado sin poder apartar la mirada de su rostro.

—Así lo espero yo también —dijo de pronto—. Necesito saber que mi padre está bien. Después de todo lo que ha pasado, necesito volver a escuchar su voz.

—¿Lo quieres mucho?

—Sí, ya sabes. Tú eres padre así que sabrás lo que es eso. Antes de esta dichosa interferencia hablábamos todas las semanas. Yo le contaba mis progresos aquí, le hablaba de vosotros, del Centro y de la vida en España. Él por su parte me contaba cosas sobre mi casa, mis amigos y sobre la base.

—¿Sigue ejerciendo?

—Sí, sigue siendo militar. Es todo un capitán de la USAF —respondió con orgullo—, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Aunque supongo que eso ahora no tiene mucho sentido, ¿no crees?

—Supongo que no —respondió Franz. Dudaba que ningún avión pudiera volar en las condiciones actuales, así que en cierto sentido se imaginó a aquel hombre convertido en un pájaro sin alas—. Aunque he de decirte que vuestro ejército tiene muchos recursos. Hay mucho por hacer y seguro que tu padre está inmerso en otro tipo de misiones.

Jessica sonrió de nuevo. Tenía una sonrisa preciosa. En ese momento algo le distrajo de la conversación. Un soldado se estaba acercando hasta su posición.

—Señor, señorita. Les informó que el tren está a punto. Tenemos el visto bueno para partir. Nos marchamos en cinco minutos —dijo, marcando el saludo militar. Franz sonrió. Aquel muchacho apenas tendría veinte años. Era el más joven de la expedición con diferencia. Había sido instruido tantas veces en el respeto militar que había marcado el saludo sin percatarse que se encontraba delante de civiles. Se le notaba algo nervioso. Franz, como signo de respeto, le devolvió el saludo.

Patrick, que había visto acercarse al soldado desde el banco, se unió al grupo.

—Nos vamos, ¿no? Pues ale —respondió secamente—. Cuanto antes nos vayamos antes volveremos. ¡Joseph! Deja de hacer el estúpido tirando piedras y sube. ¡Nos vamos!

Jessica y Franz compartieron una última sonrisa y emprendieron el camino de nuevo al tren. Habían pasado un rato agradable, compartiendo algo más que los informes de los que solían charlar en el CSUE. Para Franz, había resultado una experiencia gratificante, aunque no podía decirse lo mismo de su compañero Patrick.

Pasados unos pocos minutos, la pesada locomotora del Luz Nocturna, calzada con su nuevo eje más ancho, se puso de nuevo en marcha. Salió perezosa de la estación de Irún, cogiendo velocidad a medida que cruzaba el Bidassoa y se adentró en tierras francesas. A partir de ahí, más de mil kilómetros de distancia le separaban aún de su destino.

***

El camino hasta Yuanyang resultó ser más duro de lo que Xin recordaba. Por la ribera derecha del río Malizhai, afluente del gran Río Rojo, serpenteaba una vereda utilizada por los agricultores para acceder a los campos. El camino estaba tan accidentado que, de continuo, Xin tenía que aupar a la niña para sortear piedras, evitar el suelo embarrizado que se les hundía hasta las rodillas o los múltiples matojos llenos de espinas que cortaban como cuchillas. A pesar de esos males que les ralentizaban e incomodaban, el espectáculo de contemplar el valle, completamente anegado, paliaba los sufrimientos a los que estaba sometido el profesor. Xin se había enamorado de esa tierra en el mismo instante que la había visto por primera vez. De febrero a marzo, tanto los Hani como los Yi, preparaban el terreno para atrapar las lluvias de los monzones. El valle se cubría por completo de campos inundados, recorridos únicamente por diminutas aristas de tierra, que separaban unos bancales de otros. El paisaje adquiría un tono abstracto, en el que apenas se distinguía el cielo de la tierra. Las aguas en calma actuaban de espejo, reflejando los rayos solares que pintaban de distintas tonalidades el ambiente, invitando a los observadores a permanecer con la vista fija en ellos para siempre.

Once horas más tarde de la salida de Qingkou, cuando el sol comenzaba a ocultarse por el oeste, el profesor y su alumna llegaron a las inmediaciones de Yuanyang. Xiao estaba tan cansada que había realizado el último tramo a lomos de Xin. El maestro la había cargado a su espalda, acondicionando la mochila para que la niña no se cayera. No recordaba haber hecho un esfuerzo tan grande en su vida, pero no quería pernoctar al aire libre, y menos a tan poca distancia de su destino final.

—Aguanta, Xiao. Ya llegamos —le decía de vez en cuando a la niña, más para darse ánimos a sí mismo que a la pequeña, que hacía rato que se había dormido.

Las casas empezaron a aparecer a ambos lados del río. Xin caminaba con precaución, deseoso por llegar, pero sin querer llamar demasiado la atención. No sabía si el condado también había sido tomado por los soldados o por el contrario permanecía libre todavía.

Yuanyang era mucho más grande que Qingkou y mucho más cosmopolita. Con bloques de edificios de varios pisos, multitud de tiendas de toda clase y todos los servicios de una gran ciudad. En sus buenos tiempos, la gente abarrotaba las calles, pintándolas de bellos colores y agradables conversaciones. Pero el panorama con el que se encontró Xin distaba mucho de ese bello retrato. Los inusuales viajeros no se habían encontrado todavía con nadie, a pesar de estar adentrándose en el núcleo urbano.

Xin se fue poniendo nervioso. Le dolían los pies, los brazos y la espalda le estaba empezando a dar punzadas terribles, aún así aceleró el paso. La ciudad se estaba sumiendo en las tinieblas. Al contrario que en Qingkou, no había nadie al cargo del alumbrado. Por más que Xin se fijaba en los edificios, pocas eran las ventanas que veía iluminadas. Yuanyang se había convertido en una ciudad fantasma.

Xiao no paraba de moverse, presa de algún mal sueño. A Xin cada vez le estaba costando más caminar, llevando a la pequeña a cuestas. Pero, a pesar de todo, no quería despertarla. La pequeña había hecho un esfuerzo descomunal para su tierna edad y bien se merecía un buen descanso. Sobre todo a tan pocos metros del final.

La casa de Dewei ya quedaba cerca. Aunque Yuanyang se cernía en penumbras, Xin tenía buena orientación. Había pasado cierto tiempo allí, sobre todo durante el primer año. Yuanyang era la sede administrativa inmediatamente superior a Qingkou. Ahí había hecho todo su papeleo para el traslado. Dewei, al que por aquel entonces no conocía, se había encargado de todas las gestiones. Tenía un carácter parecido al profesor. Amable y extrovertido. Enseguida congeniaron. El funcionario estaba encantado con que un profesor con el currículo de Xin hubiera decidido tomar las riendas de Qingkou. El antiguo profesor, el señor Bai, había sido un gran profesor, pero había gastado ya demasiadas tizas y no gozaba del mismo ímpetu que en sus años buenos. A oídos de Dewei y del resto del consejo educativo, habían llegado quejas de padres sobre los últimos procedimientos docentes del viejo Bai. Fue una suerte que por aquel entonces presentara su candidatura el joven Xin Dong. El señor Bai recibió recomendación de tomar una jubilación anticipada y Xin ocupó su lugar. Todos salieron ganando y Xin, además del puesto titular, se llevó la gratitud de Dewei y su eterna amistad.

Desde entonces, siempre quedaban un par de veces al mes, para verse y charlar sobre las novedades en el sistema educativo, o sobre el devenir del tiempo o cualquier otro tema que se les pasara por la cabeza. Compartían una buena jarra de té y se pasaban las horas muertas alrededor de la mesa.

Xin tenía ganas de ver de nuevo a su amigo. Desde el extraño suceso que había dejado sin corriente al pueblo, no había ido a ningún sitio. Los coches no funcionaban y tampoco había llegado ningún autobús de línea, por lo que el traslado a la ciudad se hacía casi imposible, como había podido comprobar durante el largo trayecto a pie.

Ciertamente, el mundo se estaba convirtiendo en un lugar extraño. Y a juzgar por lo que estaba pasando también en Yuanyang, parecía algo más grave de lo que a simple vista parecía. La ciudad estaba completamente en silencio, lo que significaba que sufría los mismos síntomas mortecinos que Qingkou. Las palabras de Wen Guofeng se hacían realidad. Toda China estaba igual.

Un escalofrío que le hizo estremecerse recorrió el cuerpo de Xin. Xiao, a su espalda, pareció notarlo y también tembló, aunque no se despertó.

—Vamos, un esfuerzo más, Xin —se dijo.

Se acomodó a Xiao mejor y continuó su camino.

La casa de Dewei se encontraba en un bloque de edificios, en la ribera derecha del Río Rojo. Desde la terraza de su apartamento, en el quinto piso, se dominaba un vasto terreno. Un gran parque con columpios, bancos y fuentes, separaban sus dominios del río. Era una de las zonas más bonitas de Yuanyang. O por lo menos eso era lo que pensaba Xin.

Con sus últimas energías, subió las escaleras del bloque. Afortunadamente, la puerta del vestíbulo de entrada estaba abierta, seguramente para que los vecinos no tuvieran que bajar cada dos por tres a abrir, dado que el telefonillo no funcionaba.

Subir los últimos escalones resultó más duro que subir mil montañas, pero al final llegó a su destino. Exhausto, Xin llamó con los puños a la puerta. Por un momento pasó por su cabeza la idea de que Dewei no estuviera, que se hubiera marchado de allí. No había pensado en esa posibilidad hasta ese momento y el temor se apoderó de él. No hubiera tenido fuerzas para dar otro paso más. Se hubiera desplomado allí mismo, en el propio descansillo, a dormir una semana seguida.

Afortunadamente, no tardó mucho en escuchar unos pasos al otro lado de la puerta.

—¿Quién llama a estas horas? —escuchó.

Xin reconoció en la voz a su amigo y los temores se disiparon. Bajó gentilmente a Xiao de su espalda y se la acomodó en los brazos.

—Soy Xin, Dewei. Abre, por favor.

—¡Xin! —escuchó, al tiempo que la cerradura de la puerta hacía un chasquido. Al momento la puerta se abrió y la figura de Dewei apareció al otro lado. Llevaba un farol en la mano que iluminaba unas grandes gafas redondas tras la que se ocultaban unos pequeños ojos risueños.

—Hola, Dewei —dijo Xin, esbozando una sonrisa que le costó sacar. Todo el peso del camino se le había acumulado a la vez.

—Pasa, pasa, por favor —respondió el anfitrión—. Permíteme —continuó, dejando el farol en el suelo y extendiendo los brazos para que Xin le pasara a la niña.

Xin aceptó de buen grado. Le pasó a Xiao, que se revolvió un poco, y al momento sus músculos protestaron de alivio. Los tres entraron en la vivienda. Xin, descuidando sus modales, dejó en el suelo la mochila de Xiao y la de Chen, que era la única que había tenido oportunidad de coger, y se desplomó en el sofá.

Dewei dejó a la pequeña a su lado, en otro de los sofás del salón, y se quedó de pie, mirando el extraño panorama. No sabía muy bien qué hacer. Algo grave le tendría que haber pasado a su amigo para desplomarse así, sin más.

Decidió dejarles dormir. Los dos parecían acumular muchos kilómetros en sus piernas. Si habían venido desde Qingkou andando habría sido toda una caminata. Más de cuarenta kilómetros separaban el pueblo de la ciudad.

Dewei cogió un par de mantas y arropó a sus invitados. Les quitó los zapatos y recogió el farol que había dejado a la entrada, apagándolo para dejarles dormir.

—Mañana ya me contarás, Xin. Seguro que tras esa niña se esconde una buena historia.

***

—¡Pero qué...! ¿Cómo…?

Guillermo se había quedado sin palabras. Sentado en una silla del camarote de Diego, completamente abatido, escuchaba como su jefe le explicaba con todo lujo de detalles el verdadero motivo del viaje.

Diego no había podido guardar el secreto durante más tiempo. El haber escuchado la conversación de los dos agentes de la CIA ya había sido demasiado para él. Era una carga que tenía que compartir con alguien, y el único en quien confiaba era el contramaestre.

—¿Una bomba, decís?

—Exacto. Y por lo que pude captar, ese simplón de Steven piensa que es inestable. No le escuché bien, pero juraría que eso fue lo que dijo.

Guillermo se levantó y se rascó la cabeza. Deambulaba de un lugar a otro, con pasos cortos. Fue a buscar algo de beber de la pequeña bodega de Diego, pero no encontró nada. Cada vez se le veía más nervioso.

—¡Mierda, Dieguito! ¡Qué quilombo! Necesito una fresca. ¿Qué vamos a hacer?

—De momento calmarnos y fingir que no pasa nada, ¿de acuerdo?

—¡Sos loco! Ni en pedo podría hacer algo así. ¿Cómo voy a fingir que no pasa nada? ¡Estás de la gorra! Me voy a cagar en los pantalones nada más ver a esos tipos. ¡Que estamos hablando de la CIA, boludo!

—Pues tendrás que contenerte y actuar con normalidad. No te queda más remedio. Estos tíos son peligrosos y no queremos levantar sospechas.

—No sé, no sé, chiquito. Esto es un flash.

Diego se levantó de su silla y fue hasta donde estaba Guillermo. Le pasó el brazo por el hombro y trató de parecer lo más comprensivo posible.

—Rescátate, Guillermo, que todo va a salir bien. No te quemes la cabeza. Además, lo tengo todo pensado —respondió en su lengua nativa.

El efecto calmante de su argentino natal calmó un poco a Guillermo. Confiaba en su jefe por encima de cualquier otro y por fin dejó de dar vueltas por el camarote. Los dos volvieron a tomar asiento. Diego se quedó callado, quería dejar reposar sus palabras en la mente de Guillermo. El contramaestre permanecía con la cabeza un poco gacha, mirando al suelo y meditando. Al cabo de un rato la levantó, miró a Diego y sonrió.

—Sos bien pillo, ¿eh? ¿Qué querés que haga exactamente?

***

Luz se acomodó plácidamente en el sofá. Estaba contenta y satisfecha de cómo había ido el día. Ilusionada con el futuro que se abría ante sus ojos. Era irónico pensar en ilusión y ganas por hacer cosas ante el mundo incierto en el que vivía. Pero así era. La Desconexión no había traído únicamente caos, descontrol y malestar. Al final, con el tiempo, todo lo que se rompía se podía arreglar.

Se fijó en el fajo de papeles que había dejado encima de la mesa. Se incorporó, los cogió y los empezó a repasar. Eran los recibos de las ventas del día. Cada recibo consistía en un pequeño formulario hecho a mano donde aparecía su nombre, el nombre del comprador junto con su DNI, y el objeto intercambiado con su precio medido en tiempo. Luz los fue pasando uno a uno con tranquilidad, contando el número de ellos y sumando las cantidades. En total contó quince recibos.

—Siete horas y treinta minutos —dijo en voz alta, traduciendo la cantidad a tiempo.

Luz se reclinó de nuevo, manteniendo los recibos en la mano. Esa mañana no había ganado dinero. Había ganado tiempo. Era la primera vez que la pagaban con tiempo. Era una sensación extremadamente curiosa. Casi divina. Esos papeles representaban cuatrocientos cincuenta minutos de vida. De la vida de alguien. Y estaban en su poder. Podía utilizarlos en lo que ella quisiera. Luz pensó que gracias a la nueva moneda sería más fácil valorar el trabajo de los demás.

Volvió a dejar los recibos encima de la mesa y cogió el otro objeto que se había traído del mercado. Era una pequeña cajita de madera pintada a mano. Sobre la tapa había un bonito paisaje en el que se veía un campo de maíz con un granero rojo al fondo. Luz sonrió. Le había parecido una gran idea haber comprado esa caja. Había decidido que representaría el éxito del nuevo sistema sobre aquellos que desconfiaban de él. La mujer que le había atendido le había hecho un buen precio. Era la primera clienta del día y estaba ansiosa por vender. Luz se había llevado dos cajitas por el precio de una hora. Le pareció un precio justo, incluso bajo para el trabajo que le habría llevado a aquella mujer hacer tan magníficas obras. La suya, además de ser preciosa, le serviría para guardar los recibos que fuera acumulando. La otra se la regaló a Juan Salgado, como muestra de buena voluntad. Juan la aceptó con gusto, como evidenció la carcajada que soltó nada más abrir el paquete que contenía la caja.

A los dos les había ido bien el día. Lo habían vendido todo. No quedaba nada. En el caso de Luz era normal. No disponía de demasiado género que vender, salvo por lo que aún le quedaba almacenado en la tienda. El huerto, aunque amplio para una persona, no era suficiente para abastecer a muchos. Habían visitado su puesto todos sus clientes habituales y algunos nuevos. La única a la que echó en falta fue a la señora Concha, la venerable anciana que tan simpáticamente la visitaba todos los domingos a la salida de misa.

Luz echó la vista atrás y se dio cuenta que desde que había ocurrido La Desconexión no había vuelto a ver a la anciana. Con el revuelo de los primeros días no había tenido tiempo para nada ni para nadie, y con el transcurso de los siguientes se había centrado en mantener el orden, cuidar de las plantas y asistir a las reuniones de la asociación de comerciantes.

Luz se levantó como un resorte del sofá. Pensar en que le hubiera pasado algo a la señora Concha la dejó intranquila. Miró por la ventana. Era media tarde y ya empezaba a oscurecer. No quedaba mucho tiempo de claridad. Decidió ir enseguida a su casa para salir de dudas. No vivía demasiado lejos, así que no sería mayor problema.

Cogió su abrigo, por si a la vuelta refrescaba y salió por la puerta. Empezó a caminar deprisa. Casi a la carrera. La preocupación por la anciana le llevó al auto reproche. No se podía creer no haber pensado en ella durante tanto tiempo. Se maldijo por ello.

Llegó en apenas diez minutos a su casa. La señora Concha vivía en una pequeña casa unifamiliar colindante a la carretera principal. Estaba a menos de cinco minutos de la plaza de toros y de la iglesia. Desde la carretera no se apreciaba ninguna luz en su interior. Tampoco era una situación extraña. La mayoría de vecinos reservaba las velas para cuando literalmente no se veía nada. Se acercó a la puerta del jardín y la intentó abrir. El gozne no cedió. Estaba cerrada. Tampoco le extrañó, aunque su corazón empezó a latir con más fuerza pese a sus intentos de mantener la calma. Luz se asomó al pequeño muro que delimitaba el jardín y observó que todas las contraventanas de la casa estaban cerradas. Eso ya no era tan normal. A esas horas de la tarde no era lógico mantener la casa completamente a oscuras. Su corazón añadió unos cuantos latidos por minuto más. Estaba empezando a ponerse nerviosa de verdad. Luz miró a un lado y otro de la carretera antes de saltar al interior. No vio a nadie. No quería que la vieran saltar el muro para entrar en una casa ajena. Si se llegaba a presentar la policía hubiera tenido que dar una serie de explicaciones que no le apetecía dar.

Ya en la puerta de entrada a la casa obtuvo el mismo resultado que antes con la del jardín. La puerta no la dejaba pasar. Dio un pequeño rodeo, tratando de buscar una posible ventana abierta. Contó siete, y ninguna estaba abierta. Luz empezó a desesperarse. Llamó con el puño en la puerta y en todas y cada una de las ventanas. A cada golpe apoyaba la oreja y agudizaba el oído en busca de algún sonido en el interior de la casa. Nada se escuchaba. Luz empezó a pensar en lo peor y trató de contrarrestarlo concentrándose en lo mejor. Quizá la familia de Conchita la hubiera venido a buscar, o quizá no hubiera venido nadie en dos semanas y...

Tenía que entrar y comprobarlo. Pero cómo. La puerta y las ventanas estaban cerradas y no había otros accesos a la casa. Trató de forzar la puerta pero ésta no cedió. Por ahí no había manera de pasar. Ya casi se había dado por vencida cuando se fijó en las contraventanas. Eran del mismo tipo que las que tenía ella en su casa. De hierro, con pequeñas rendijas horizontales para dejar pasar la luz. Se cerraban mediante un pequeño tirador que aprisionaba las dos hojas en una horquilla. Al instante recordó lo que le había contado el antiguo dueño de su casa. Unos ladrones le habían robado pese a tener las contraventanas cerradas. Para ello habían introducido un destornillador por una de las rendijas horizontales de la parte central. Justo la que quedaba por debajo del tirador que cerraba las hojas. Mediante un golpe de palanca el tirador se liberaba de su horquilla abriendo las hojas.

  <<¿Seré capaz de hacerlo?>>, pensó Luz. Por un momento se debatió entre intentar abrir de esa manera o irse a casa. Mañana por la mañana sería otro día y quizá con la luz del día la mujer hubiera vuelto. O hubiera abierto las ventanas. O fuera demasiado tarde…

No, tenía que saberlo ahora. Y tenía que ser rápido. Como no tenía ningún destornillador a mano tuvo que volver por donde había venido. A la carrera fue hasta su casa y volvió lo más rápido que pudo. El corazón ya no le podía ir más deprisa. Los nervios se habían apoderado de ella irremediablemente y ya no atendía a la razón. Lo único que buscaba era acceder a aquella casa. Se fijó en que el sol se ocultaba tras una de las lomas que servían de protección al pueblo. La luz bajó de golpe. Por un lado le vendría bien y por otro le perjudicaría en sus maniobras.

Escogió una de las ventanas traseras. Intentó ver a través de la contraventana y creyó apreciar cómo la ventana interna estaba abierta. De ser cierto sería una suerte. Tan solo la contraventana se interpondría entre ella y el interior. Introdujo el destornillador que había ido a buscar en una de las rendijas y trató de buscar el tirador. Nunca había hecho nada parecido, así que la maniobra no le resultó nada sencilla. Desde su posición no la veía nadie con lo que podía actuar sin ojos acusadores. Lo único que evidenciaba su situación eran los golpes del destornillador contra el metal. Eso, y las llamadas a voces que hacía de vez en cuando llamando a la anciana. Quería que si alguien la escuchaba supiera por qué estaba ahí.

Al cabo de unos cuantos minutos, bastantes más que los que le hubiera gustado, escuchó un crujido metálico y una de las hojas abatibles se movió ligeramente. Luz no se lo podía creer. Lo había conseguido. Una oleada de emoción le recorrió el cuerpo. Estaba a punto de cometer allanamiento de morada pero no le importó. Había llegado demasiado lejos para dejar las cosas así. Abrió la contraventana y comprobó con gusto que efectivamente la ventana interior estaba abierta. Así no tendría que romper el cristal. Se asomó al interior, pero la luz era ya demasiado escasa. No conseguía ver nada con claridad. Volvió a llamar a la mujer sin resultado.

Con el corazón en un puño Luz se adentró en la casa. Olía a rancio. A antiguo. Era una sensación poco agradable que le produjo un escalofrío. El miedo había hecho su aparición estelar. Luz se sacó del bolsillo una pequeña vela y unas cuantas cerillas que se había traído junto con el destornillador en su viaje a casa a por suministros. Había sido una decisión acertada. Tantear la casa de la anciana a oscuras era algo que no estaba dispuesta a hacer, por mucho que pensara en que la mujer se encontrara en peligro.

Luz encendió la vela. Había accedido a la vivienda por el baño. Nunca había estado en casa de Conchita así que no sabía cuál sería la distribución. De todas formas no le llevaría mucho tiempo registrarla entera.

Era un baño pequeño. Un lavabo, un retrete y una bañera sencilla, desgastada por el tiempo y con manchas de óxido, componían todos los elementos. No había rastro de la mujer. La puerta de acceso, lacada en blanco, estaba cerrada. Luz se armó de valor y abrió la puerta. Esta vez sí que cedió. Otro escalofrío la recorrió el cuerpo. Había visto innumerables películas de terror que se desarrollaban en escenas parecidas. Era increíble lo sugestionable que era la mente humana. Estaba en casa de una conocida, casi amiga, y ella sólo pensaba en fantasmas y en asesinos tras las paredes. ¿Qué probabilidades había de que sucediera algo así? Prácticamente ninguna, pero, sin embargo, así era, la mente disfrutaba más jugando con el instinto que con la razón.

Al otro lado de la puerta apareció una habitación. Por las dimensiones y el tamaño de la cama, Luz dedujo enseguida que se trataba de la habitación de Concha.

—¡Concha! —gritó.

No hubo respuesta. Tampoco había rastro de la mujer. La cama estaba hecha. Abrió el armario no sin antes aguantar la respiración. No sabía por qué lo había hecho y sólo encontró ropa, como era normal. A cada paso que daba, cada objeto que inspeccionaba, incrementaba proporcionalmente su miedo. No le apetecía permanecer más tiempo allí así que decidió acelerar el paso y acabar lo más rápido posible.

La puerta de la habitación estaba abierta. La atravesó y dio al salón. La luz de la vela era muy tenue y no alumbraba con suficiente potencia. Luz pudo apreciar a lo lejos el frente de una pared que contenía una chimenea y justo delante un sofá de tres plazas y un pequeño sillón formando una estructura en L alrededor de una mesa. El aire estaba más enrarecido en el salón que en la habitación y que en el baño. Una extraña sensación le recorrió el cuerpo. La vela crepitó, acrecentando la incertidumbre. Luz se acercó un poco más para ver con claridad. El pequeño sillón le daba la espalda así que era el único mueble que no tenía a la vista. Un poco más cerca, y con la luz de la vela llameando firme, se fijó en que una manta sobresalía de los bordes del sillón. Se llenó del poco arrojo que le quedaba y miró al otro lado del sillón. Un grito se le escapó entre los labios.

—¡Concha!

La vela fue a parar al suelo, aunque no se apagó. Luz estuvo rápida y la consiguió coger a tiempo. Afortunadamente no había ninguna alfombra que se pudiera prender. Volvió a alzar la vista y vio a la anciana abrigada con una manta de lana. Guardaba un semblante apacible, pero completamente pálido. Luz no tuvo que tocarla para saber que la pobre mujer había muerto. No quiso saber más. No pudo saber más. El miedo la había poseído completa e irracionalmente. Corrió todo lo rápido que pudo por donde había venido. En la huída la vela se le apagó, dejándola en total oscuridad. Ya no había cabida para más emociones. Tenía la piel totalmente erizada. Tanteó las paredes y la puerta y consiguió llegar al baño. Gracias a la poca luz del crepúsculo que entraba por la ventana que había abierto, pudo ver en el interior. De un salto, salió al jardín y corrió como alma que se lleva el diablo hacia la calle. No se podía quitar la imagen de Concha sentada en su sillón. Abrigada con una manta de cuadros. Cuando sus músculos y su corazón le dijeron basta, se paró. Se puso las manos en las rodillas y descansó por un momento. Había llegado hasta la estación de autobuses. Justo al lado de la plaza de toros, a medio camino de su casa. No había nadie por la calle, tan solo cuatro autobuses como testigos mudos de su huida. Dos a la entrada de la estación, en un viaje que no llegaron a completar por pocos metros, y otros dos estacionados en el aparcamiento. Luz se quedó ahí parada, de pie, jadeando y dejando que las ideas se le asentaran en la cabeza. El miedo remitía poco a poco, permitiéndole pensar con más detenimiento.

No podía irse a casa. Tenía que volver e informar a la policía. Entre otras cosas a eso había ido. Más calmada dio media vuelta y se encaminó a la plaza del Ayuntamiento, donde se encontraba la comisaría. Tras unos cuantos pasos se derrumbó de nuevo, pero esta vez no por cansancio. Esta vez fue por dolor. Rompió a llorar. El miedo se había ido dejando un vacío que la tristeza aprovechó para inundar. La venerable anciana de ochenta y cinco años había muerto. Había muerto porque ella no se había acordado de visitarla. Tenía que haberlo hecho, pero había estado más preocupada de sus propios asuntos que en reparar en los de la mujer. Y ya no había remedio.

El día había comenzado con alegría. La Desconexión, a pesar de todos los infortunios que había ocasionado, le había abierto una vía para la esperanza. Luz creía poder sobrevivir en el nuevo mundo. Y no solo eso. Incluso creía poder llegar a ser feliz. Pero todo se había derrumbado de nuevo. Se sintió impotente. Pequeña y débil. Recordó los recibos de la mañana. Siete horas y media de vida. Cuatrocientos cincuenta minutos. Veintisiete mil segundos. Ese era todo su capital. Con gusto se los hubiera regalado todos a Concha. Tan solo un segundo le hubiera bastado. Un segundo daba para mucho tiempo. En un segundo se nace y en uno se muere. En un segundo el destino cambia. Gira y se retuerce. Sí, en un segundo. Y luego el siguiente.

***

El mundo de los hombres había cambiado. Era un hecho que se podía apreciar a simple vista. A través de las grandes ventanillas del Luz Nocturna, el nuevo mundo se revelaba oscuro y gris. Casi mortecino. En su lento cabalgar por tierras francesas, el pequeño tren de vapor iba devorando pequeños pueblos y ciudades carentes de vida, consumidas como las propias luces que se habían apagado en su interior. Era una visión descorazonadora.

Poco a poco, la tarde fue ganando terreno, restando horas de luz al día y permitiendo que el desolador paisaje urbano forjado a golpe de ladrillo y cemento mostrara su verdadera cara. El paisaje gálico contrastaba con el ibérico de horas antes precisamente por ese pequeño matiz lumínico.

Bayonne, Bourdeaux y Niort se quedaron grabadas en las mentes de los cuatro civiles y los quince soldados de la pequeña expedición. Cada núcleo urbano, cada ciudad por la que pasaban tenía la misma historia que contar. Ninguno de los integrantes del CSUE había salido de Torrejón después de La Desconexión, ni habían visto hasta cuán lejos llegaban sus intrincadas redes. Habían hecho extensible su pequeño entorno local al imaginario global. Pero, como de costumbre, la realidad superaba a la ficción.

Gigantescas muchedumbres, que formaban auténticas mareas humanas, se desplazaban por los caminos, saliendo de las maltrechas ciudades, en busca de alimento en los campos, o allí donde fueran capaces de encontrarlo. Franz, y el resto del grupo, tuvieron que cruzar muchas miradas curiosas a través de las ventanillas con infinidad de desplazados que se quedaban atónitos viendo aquel tren progresando sobre las vías. Con toda probabilidad, para muchos de ellos sería la primera vez en dos semanas que volvían a ver un vehículo sobre ruedas avanzar.

—Es horrible —dijo consternada Jessica al ver una de tantas procesiones. La tristeza se le iba acumulando a cada kilómetro.

—Y qué lo digas —respondió Joseph—. Yo me he criado en este país y míralo ahora.

El chico había perdido el ímpetu de hacía unas horas. Solía ser muy inquieto, pero llevaba un buen rato mirando embobado por la ventanilla.

—¿De dónde eres exactamente? No recuerdo que me lo hayas dicho nunca —preguntó Jessica.

—De Le Mans. Ahora mismo estaremos más o menos a unos doscientos kilómetros al sur.

—¡Ah! Le Mans. Donde los coches —respondió la chica.

Joseph sonrió. Era la respuesta obvia. Ya no recordaba las veces que le habían contestado lo mismo.

—Exacto. Veo que sabes de la materia —respondió, tratando de parecer cortés.

Jessica también sonrió y se sonrojó un poco. Joseph era más o menos de su edad. Era un poco más alto que ella e igual de simpático, casi con el mismo largo de pelo, aunque en moreno. Desde un punto de vista lógico el chico representaba el prototipo de pareja que encajaría con ella, sino fuera porque Jessica tenía el corazón y la mente apuntando a dos sitios distintos.

—Está oscureciendo muy rápido. Mierda de noche, ¿qué hora será? —preguntó Patrick, cortando un poco la conversación de los más jóvenes.

Franz, que no estaba prestando demasiada atención a la conversación entre Jessica y Joseph, se fijó en cambio en las palabras de su amigo. Llevaban muchas horas de viaje y parecía que a Patrick le estaban pasando más factura que al resto.

Patrick, al contrario que su subordinado, no solía destacar precisamente por su simpatía. En eso se parecía más a Pascal, el subdirector. Su ceño permanentemente fruncido así lo atestiguaba. Cada vez que Franz le veía de mal humor, se acordaba de las múltiples ocasiones en las que su jefe de operaciones le había puesto en apuros diplomáticos por sus modales. Aún así, a él le caía bien. Llevaban muchos años trabajando juntos y era de su completa confianza. Por eso le había pedido que viniera, aunque esperaba no tener que arrepentirse de haberlo hecho.

—Las ocho y veinte —respondió Franz.

—Siempre olvido que ese dichoso trasto tuyo sigue funcionando. Por lo visto es lo único que funciona por aquí.

—Bueno, yo diría que en lo que vamos ahora mismo montados también funciona, y muy bien. Llevamos muchas horas aquí metidos sin mayores incidentes.

—Ya sabes que no me refiero a eso, Franz.

—¿Y a qué te refieres, Patrick? —preguntó Franz. Había estado observando a Patrick desde el comienzo de la expedición y no le había acabado de gustar su actitud. Estaba cabizbajo y algo más malhumorado de lo habitual. No eran buenos síntomas. Franz pensó que lo mejor que podía hacer era dejar que su amigo se desahogara a gusto.

—Pues verás, a que no sé muy bien qué estamos haciendo aquí la verdad. Dudo que lo que venimos a hacer sirva para algo. Si tiene razón Jessica y esto ha sido debido a una onda gravitacional, haz de interferencia o como coño quieras llamarlo, estamos bien jodidos. Decías el otro día que todo juego debe contemplar la posibilidad de ganar. Vale, eso es muy bonito y queda muy bien de cara a la galería; pero ¿y si es el juego es tan jodidamente difícil que morimos todos en el intento? ¿Y si el Universo hace trampas y tiene las cartas marcadas, que por otro lado las tiene, y sencillamente nos aplasta sin miramientos? No sé Franz…

—Hombre, Patrick, yo creo…

—¡Espera, espera! Que todavía hay más —interrumpió Patrick. Se había levantado, presa de una tensión interior que tenía que hacer salir como fuera—. La cosa no acaba sólo aquí. Si recuerdas, poco antes de ser agraciados con este maravilloso regalo divino estábamos al borde del colapso más absoluto. ¿O es que ya se te ha olvidado? A mi no y por supuesto que a nuestros amigos de oriente tampoco se les ha olvidado. Lo tienen bien presente aunque, dadas las circunstancias, no creo que hayan sido capaces de llevar a buen término sus amenazas. ¡Fíjate!, es irónico, pero casi deberíamos agradecerle a esta maldita Desconexión que no nos hayamos aniquilado aún.

—Patrick, por favor —Franz ya no estaba tan convencido de dejarle hablar tan a la ligera. Tenía una opinión al respecto y no estaba dispuesto a que la pusieran en duda—. Claro que lo tengo...

—No, no. Déjame acabar, por favor. Te lo digo en serio. Te admiro, Franz, pero creo que en cierto sentido eres un idealista. Sigues empecinado en la vía diplomática, en que al final todo se solucionará dialogando. Pascal, Katharina y yo mismo, entre otros muchos, somos mucho más pragmáticos. Creemos que no hay solución pacífica al conflicto. Hemos ganado tiempo, eso es verdad, pero el verdadero problema sigue ahí. Si por azares del destino este extraño fenómeno pasara de largo, que lo dudo, y volviéramos de nuevo a la normalidad, creo que no duraríamos ni dos días. Alguien apretaría de inmediato un maldito botón y nos iríamos todos a tomar por culo. Fin de la historia.

Franz hizo un gesto de desaprobación. Las dudas de Patrick iban más allá de lo que se podía imaginar. No sólo tenían que ver con La Desconexión en sí. Dudaba de que, cualquiera que fuera el desenlace, la humanidad llegara a ver un mañana. Eran esa clase de ideas que costaban mucho sacrificio desarraigar. Las más peligrosas. La desgana, el pesimismo y la depresión podían ser poderosos enemigos si no se cortaban de raíz. Jessica y Joseph, por su parte, se miraron intrigados, compartiendo en silencio las pocas ganas de intervenir en la discusión, sin entender muy bien la reacción tan abrupta de Patrick.

—Ay, Patrick, viejo amigo —respondió Franz, manteniendo un tono de voz sosegado y calmado—. Coincido contigo en que La Desconexión nos ha dejado en un estado bien… fastidiado.

—Bien jodido, Franz. Esa es la palabra, bien jodido.

—Está bien, como quieras. Bien jodido entonces. Es igual. ¿Y qué si lo estamos? Seguimos vivos, ¿no? Seguimos luchando y eso es lo único que importa. Antes has dicho que soy un idealista. Tienes razón, Patrick. Lo soy. Ser un idealista me hace creer en las cosas. Y en la gente. En ti, en Jessica, en Joseph y en los quince soldados que van ahí delante. En que esta pequeña empresa en la que estamos embarcados llegará a buen fin. En que todo lo que nos ha acontecido en estas dos semanas se resolverá de un modo u otro, y en que será para bien. Como decían en las misas a las que asistíamos de pequeños, sí, lo creo con el corazón. Y qué narices, puestos a creer, también creo en esta… jodida raza. Creo que somos capaces de hacer las cosas con cabeza y no guiados por el impulso de la violencia. Y que La Desconexión valdrá para que nos demos cuenta de ello. Es nuestra prueba. Es nuestro reto. Las balas nunca cuentan la verdad, Patrick. Por muchas que lancemos no nos cargamos de razón. Dices también que el Universo juega con las cartas marcadas. ¡Vaya si lo hace!, es evidente. Pero nosotros también sabemos hacerlo. Esta mano es nuestra y la vamos a ganar.

Patrick no respondió, se limitó a mantener un rato la mirada de Franz hasta que la desvió. Nadie dijo nada más. La conversación se había apagado al mismo tiempo que la luz del anochecer. A la altura de Poitiers, la luz solar ya había desaparecido del todo, dejando todo el protagonismo a una menguante luna, que se veía incapaz de satisfacer las necesidades de todos los habitantes que le habían dejado a cargo. El pequeño tren de vapor, no obstante, guiado por las vías de hierro, continuó confiado su obstinado viaje.

***

—Así que el ejército ya ha tomado Qingkou —respondió Dewei, apurando su taza de té. Cada vez que se acercaba la bebida caliente a la cara, el vapor le empañaba las gafas.

Xiao, que no le había quitado el ojo de encima desde la mañana, asistía divertida al proceso. Había dormido bien, pese a la paliza del día anterior, y había recobrado un poco su persistente buen humor.

— Pronto llegarán aquí entonces —continuó Dewei.

Xin no contestó a la afirmación. Era lógico pensar que el ejército desplegaría sus tentáculos por todo el territorio, adueñándose de cada rincón. Xin había comenzado una huida hacia delante. Salir de Qingkou no era garantía de estar a salvo. Nervioso, tomó su taza y la apuró hasta el final. Dewei, que lo había visto, cogió de nuevo la tetera. Era de acero, negra como el carbón, con una bonita figura de un dragón de doble cola que hacía las veces de asa. La tetera reposaba encima de una especie de rejilla bajo la que había encendida una vela que mantenía el té caliente. Dewei llenó ambas tazas y volvió a dejar la tetera en su sitio.

—Me extraña que hayan llegado antes a Qingkou que aquí. Ya teníamos noticias de su llegada, pero no sabíamos cómo sería el despliegue —agregó.

—Yo creo que les interesan más los campos que las ciudades, por lo de las materias primas. Además, les resultará más fácil hacerse con los pueblos pequeños que no con las ciudades de mayor población. La gente de pueblo pone menos trabas para todo.

—En eso tienes razón, Xin. Yuanyang no se rendirá tan fácilmente. Yo creo que el Primer Ministro se ha equivocado con esto. Es un gran error ceder el país al ejército. Sima Zhao nunca me ha gustado. Me parece un déspota que sólo busca el poder por el poder. Mala combinación.

—Las cosas se pueden poner muy mal por aquí —respondió Xin. Estaba preocupado por él y por Xiao, pero también por su amigo.

Dewei no contestó. Era evidente la respuesta. Nadie podía augurar nada bueno de algo así.

—¿Y qué plan tienes, Xin Dong? —preguntó para desviar un poco la conversación—. ¿Qué hace un profesor de escuela como tú con la que supongo es una de sus alumnas?

Xin se dio la vuelta, miró a Xiao y una punzada de tristeza le atravesó el corazón. <<Pobre niña>>, pensó.

Xiao, por su parte, seguía atenta la conversación de los mayores, sentada en el suelo, al borde de la mesa. Al escuchar su nombre se irguió un poco.

—Xiao es mi mejor alumna —dijo al fin Xin, sonriendo a la niña y acariciándole el pelo—. En Qingkou tuvimos que… —El maestro recordó los gritos y los disparos— tuvimos que adelantarnos a sus padres en nuestra huida de los soldados.

—Entiendo —respondió Dewei, comprendiendo en cierto modo lo que había pasado.

—Mis papás se llaman Li y Chen. Cultivan los campos de arroz de las laderas del pueblo. Yo también les ayudo cuando puedo —respondió Xiao.

Dewei sonrió. La ternura de la niña era conmovedora.

—Y seguro que eres de gran ayuda, pequeña —contestó—. De no ser por ti, seguro que tu maestro no hubiera llegado tan lejos.

Xiao sonrió ante la idea de haber parecido útil a Xin. Había andado más que en toda su vida, pero durante el trayecto, salvo los momentos en los que se acordaba de sus padres, había tratado siempre de dar ánimos a su profesor, contando historias inventadas o dándole el agua y la comida.

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