Nora

Nora


Capítulo 3

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Si bien era una muchachita delgada, la fuerza la acompañó durante el trayecto hasta las oficinas de Miler & Miler.

Estaba agotada, la última ingesta sólida había sido sobre el barco, pero al no saber adónde ir, le pareció que ese sería un buen inicio.

Quedaba una hora para el cierre, Nora compró una hogaza de pan, dos manzanas y se sentó en la acera, frente a la puerta, a esperar por alguien que se asemejara a la idea mental que tenía de Charles Miler.

La oficina de la editorial en Nueva York se le presentaba lujosa, otra de las cosas que no había esperado. Era un frente liso, con ventanas altas y una puerta amplia de madera maciza. Los cristales que recubrían las ventanas estaban divididos en varios rectángulos y se notaba la pulcritud en ellos. Nora podía atestiguar las figuras de los empleados al otro lado, yendo y viniendo, atareados. Tenía que desarraigarse la ingenuidad, y parecía que cada hora en esa ciudad le arrancaba una capa de la misma.

Tantos años de ser los parientes pobres del vicario de Aberdeen le habían hecho pensar que el único camino posible al dinero era nacer con él. Y eso solo era posible siendo de la nobleza.

Comprendía, allí, ante el inmenso edificio, que aquello no era más que una falacia con la que convencían a los menos afortunados de que eran afortunados.

Recordaba, con dolor, el día en que la señora Godman las recibió en su casa, al mes de haber perdido a su madre.

«Elisa, tienes suerte —dijo la mujer, convencida de sus palabras—, el marqués de Aberdeen solicita una dama de compañía para su madre, que ya es una mujer mayor. Le he hablado de ti, de tu carácter afable y tu buena predisposición. Está de acuerdo con brindarte la posibilidad de una entrevista. Si aceptas, Nora podrá quedarse con nosotros».

Elisa había hecho todo por agradar al marqués, quizá en demasía, con el afán de proveerle un techo y alimento a su hermanita. En ese entonces. Nora, era demasiado joven para valerse por sí misma, y el amparo de su hermana fue el sostén de su existencia.

Lamentaba cada segundo.

Como fuera, el velo había caído. Atestiguaba varios casos de éxito que nada tenían que ver con la sangre. El primero había sido el de la familia Grant y, en esos instantes, se le presentaba el de Charles Miler.

A punto de darse por vencida, un hombre de unos cincuenta años, con el cabello cano y un porte elegante, se asomó por la puerta de ingreso, constató algo y se apuró a cerrar. Coincidía con la imagen que Nora se había hecho del editor, tanto en edad como en magnetismo. Parecía un hombre inteligente, con una frente amplia que lucía un poco más gracias a la inminente calvicie, un bigote poblado y un rostro redondo, bonachón.

—Disculpe. —Nora se aproximó, arrastrando sus bártulos—. ¿Es usted el señor Miler?

El rostro del hombre mutó, dejando atrás cualquier vestigio de amabilidad. La miró de pies a cabeza, y deshizo el recorrido a la inversa.

—¿Quién lo busca?

Nora apoyó las maletas en la acera, extendió la mano en un gesto más propio de un caballero que de una dama y se presentó.

—Mi nombre es Nora, ¿es usted el señor Miler?

—Su nombre no me dice nada. Márchese —ordenó el hombre, y la hizo a un lado con un ademán brusco.

—Usted no me ha dicho el suyo —se molestó la muchacha, y alzó el mentón. La señora Godman decía que ese era un gesto molesto, indigno de una niña que debía mostrarse sumisa ante su situación.

—No soy el señor Miler, y haría bien en dejar de preguntar por él. Si la veo husmear por la zona una vez más, llamaré a las autoridades.

La amenaza le pareció desproporcionada. Nora se quedó de pie, de frente a la gran puerta de la editorial, sin poder creer lo sucedido. Hasta ese momento, la buenaventura le había sonreído. Empezando por Lord Webb, siguiendo por el capitán, los Grant y finalizando con Ernest, el camarero. Por eso no debía confiarse, se dijo con pesar. La malicia no era algo propio de Inglaterra, podía hallarse en cualquier sitio.

Pasado el enfado inicial ante el maltrato, la abrumó el desconcierto. Lo que había visto en ese hombre, que ahora sabía que no podía ser Miler, no era maldad, sino miedo. El mismo miedo que la asaltaba a ella cuando pensaba que la podían descubrir. ¿Y si el marqués la hallaba?, ¿y si el rumor de su travesía llegaba a oídos del noble?

Ese sentimiento había visto reflejado en los ojos del brusco hombre. La intriga, junto con la esperanza de ver salir al verdadero señor Miler, la llevaron a regresar al sitio en la acera, comer una manzana y aguardar.

La noche no tardó en llegar. El encargado de las farolas la saludó con un suave toque en su sombrero antes de encender las luces de las calles. Nueva York se convirtió ante sus ojos, pasó de ser la bella ciudad de amables ciudadanos a un lugar oscuro y bastante tenebroso.

En la editorial, los empleados salieron de a grupos. Las damas se acompañaban las unas con las otras, para mantenerse seguras, y en ocasiones, algunos caballeros caminaban junto a ellas. A Nora le gustó ver a aquellas mujeres, y soñó despierta por unos segundos.

No eran sirvientas, ni damas de compañía, ni institutrices. Eran trabajadoras. La idea le resultaba tan ajena como los dibujos de los animales mitológicos. Vestían de manera sobria y sencilla, pero sin la humildad que caracterizaba a su propia vestimenta. Sonreían, hablaban con modales francos y lenguaje cultivado. Cuando reían, lo hacían con sinceridad, soltaban carcajadas, como solo había visto hacer a los hombres. A la par de las mujeres, los caballeros se mostraban a su vez menos tiesos que en las ocasiones que ella había vislumbrado a la alta sociedad. ¡Si hasta uno de ellos hablaba de un congresista, enfrente de una mujer!

Nora dejó el resguardo de las sombras y se atrevió a acercar.

—Disculpen —Corrió tras el grupo antes de que este se separara en la intersección de calles—, ¿alguno de ustedes es el señor Miler o sabe dónde puedo hallarlo?

Uno de los hombres miró a Nora con la misma cautela que había mostrado el señor mayor minutos atrás. Una de las damas lo golpeó con su pequeño bolso, antes de agregar:

—No ves que se trata de una niña…

—No te sorprenda… los he visto utilizar hasta a esclavos para…

—Shh… Niña, ¿para qué buscas al señor Miler?

Nora dudó, la desconfianza se hizo mutua.

—Traigo para él un recado de Inglaterra —dijo al fin.

—¿Tú sola, desde Inglaterra? —preguntó el caballero—. Vamos, Suzane, no es más que alguna trampa. —Arrastró a la mujer lejos de ella, como si, de pronto, Nora fuera portadora de alguna contagiosa enfermedad.

Desconcertada, apoyó la espalda contra la pared más cercana y se dejó caer al suelo.

Dar con el señor Miler se volvía una tarea muy complicada minuto a minuto. Nora intentó mantener la esperanza. Se dijo que el cansancio y el hambre le habían quitado las energías y le hacían ver las cosas con un manto gris.

El día no había sido infructuoso del todo. Había recabado información, a saber: La editorial era de Charles Miler, pues sus empleados no habían negado conocerlo, sino que lo protegían. La actitud se debía a que el hombre aún vivía —lo cual no era un detalle menor si se tenía en cuenta la edad estimada—, y era un buen empleador, de lo que ella podía deducir una gran posibilidad de que fuera generoso, amable y noble, de otro modo, los subalternos no lo resguardarían con el celo que lo hacían.

Supuso, mientras comía una porción de pan con la última manzana, que eso podía utilizarlo a su favor. Al día siguiente se mostraría con menos resquemores y explicaría los motivos que tenía para hablar con el señor Miler. Estaba segura de que los mismos empleados se mostrarían compasivos con la historia y le serían de ayuda.

Agotada, se arrastró a un callejón en las inmediaciones y agradeció que la noche no fuera fría. Con el estómago saciado, aunque no lleno, se dejó vencer por el sueño.

Despertó sobresaltada a las pocas horas. Los gritos, las corridas, la asustaron.

No podía saber la hora, imaginó medianoche. Los sonidos de juerga eran evidentes. Ernest tenía razón, Nueva York les pertenecía a los demonios por las noches.

Se escabulló aún más hacia las sombras, asustada por lo que pudiera suceder. En la parte trasera de un edificio, en la zona en la que se dejaban los residuos, se hallaba una pareja teniendo sexo. Al otro lado del callejón, un grupo de cuatro hombres le daban una paliza mortal a un muchacho indefenso.

Nora buscó refugio entre los deshechos, ocultó su cuerpo con las maletas y los restos de vaya uno a saber qué, y lloró en silencio.

Las lágrimas brotaron de sus ojos hasta el alba. Lamentó cada suceso de su vida, desde la muerte de su madre, la ayuda de su hermana, hasta las infantiles decisiones de ese día.

Se había creído capaz de enfrentar el mundo, pensó que, tras todo lo vivido, cualquier desgracia le sabría a poco. No era verdad.

Debía haber marchado con los Grant a California o, en su defecto, dirigirse de inmediato con el tal señor Clark. En última instancia, las Hermanas de la Caridad.

Ingenua, estúpida, ilusa, se repitió hasta que las farolas se apagaron y las pandillas volvieron a esconderse en las sombras de la ciudad. Era demasiado pequeña para la tarea que tenía entre manos. Necesitaba rearmarse y, sobre todo, ser paciente. Comprendió que se había aferrado a la ilusión de justicia como algo divino, que le llegaría solo por ser merecedora.

No, la vida no era justa, en el mundo no todos recibían lo que merecían. Ni a los buenos les iba bien; ni a los malos, mal.

Si quería conseguir lo anhelado, debía comenzar por ponerse de pie y reconocer, con humildad, sus limitaciones.

Era tiempo de dejarse ayudar.

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