Nora

Nora


Capítulo 27

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Acusó al polvillo de sus ojos llorosos y al calor de su premura por llegar. Cabalgó a gran velocidad, reduciendo la hora en carruaje a media hora en montura. Arribó al pueblo al mediodía, cuando el sol quemaba, y no se detuvo hasta estar en la casita junto al salón de clase.

—¡Oh, por Dios, Nora, aleja esa bestia del demonio de mí! —exclamó Amy ni bien cruzó el dintel. Nora estaba, en opinión de su amiga, demasiado cerca con el caballo. Bajó de un salto y guio la montura a la capilla, donde la dejó junto a un bebedero. La señorita Brosman no la acompañó, aguardó a que regresara para explicarle los motivos de la inesperada visita—. ¿Qué ha ocurrido?, luces como alguien que necesita un trago más que un té.

—Sí, y espero que tengas algo más fuerte que una limonada.

—Licor de limón. Pasa, ven, antes de que te desmayes en mi porche.

Nora se adentró en la casa, le sorprendió verla tan cambiada cuando no había pasado demasiado desde la última vez que estuvo ahí. Se notaba que la muchacha se aburría y tenía más tiempo libre del previsto. La huerta mostraba los primeros brotes, y el interior comenzaba a contar con la impronta de las manos de la maestra. Se sentó en una silla de madera acolchada con un almohadón bordado y ocultó el rostro entre las palmas. Amy le entregó un vaso de agua antes de servir el licor, y puso la tetera al fuego. Sin importar el calor, las costumbres arraigadas a veces eran un consuelo, y Nora parecía requerirlo.

—Suéltalo —pidió al ver que la muchacha no hablaba.

—Me he enamorado de él, Amy. Estoy perdidamente enamorada de él. —La señorita Brosman arqueó la cobriza ceja y no dijo nada. Nora, al no escuchar reclamos, ni quejas, descorrió las manos para descubrir su rostro—. ¿No dirás nada al respecto?

—Que ya lo sabía, pero no sería de gran ayuda. Y si no tienes nada de valor por decir, es mejor callar. —Se sentó en la silla libre, y no se movió hasta que la tetera silbó. No llenaron la ausencia de palabras por un rato.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó Nora. Amy tenía razón, el té la reconfortó mucho más que la bebida espirituosa. Sintió que estaba de nuevo en la habitación rentada de la señora Saint Jordan, con sus dos amigas, compartiendo penas, alegrías y consejos.

—Estabas enamorada de él desde antes de llegar a California. Ya en Boston no hacías más que mencionarlo cada dos palabras; debo admitir que pensé que se trataba de un amor platónico, hasta que rompiste en nervios porque pagó tus vestidos… Supongo que la situación se ha ido de control.

—Me ha besado —confesó, con la mirada en la amarronada superficie de su té. El pudor le impedía indagar en los ojos de su amiga—. Me ha besado y yo le he devuelto el beso.

—Eso significa que ya no te oculta el rostro… claro, salvo que exista una forma de besar que implique no estar enfrentados. —La ironía en las palabras de Amy hizo a Nora reír de los nervios. Las dos lo hicieron.

—Sí, todo tiene su explicación. Él creía tener sus motivos para ocultarse.

—Y dime, dime algo que ya sé, pero necesito escucharlo de tus labios: en cuanto solucionaron el tema de la distancia, indispensable para besarse, ¿le dijiste el motivo que te llevó a él?, ¿le confesaste la verdad sobre sus orígenes?

Nora solo pudo negar con la cabeza. Amy asintió a la par, con cierto deje de resignación que su amiga interpretó como censura.

—¿Estás enfadada conmigo?

—¿Enfadada?, ¿por qué habría de estarlo? No le puedo pedir al clima de California que sea húmedo, no es su naturaleza, y no se le puede pedir a una mujer enamorada que sea racional. Es enojarse con el orden del mundo, no pierdo el tiempo en cosas que no se pueden cambiar.

El silencio volvió a instaurarse. No era incómodo, sino todo lo contrario; se trataba del refugio que la señorita Jolley había ido a buscar, el amparo de una persona que la acompañara respetando su soledad. Eso era una amistad inquebrantable, saber que, pasara lo que pasase, siempre contaría con Amy. Incluso en esas circunstancias, en las que no estaba del todo de acuerdo con su accionar.

Hablaron un rato de banalidades. La señorita Brosman le comentó que quizá adoptaría un gato o un perro para que le hiciera compañía, que estaba aprendiendo de hierbas medicinales y de bordado mexicano. Nora no podía hacer referencias de su trabajo, por lo que la puso al corriente de las hermanas Foster y de la familia Grant. Cuando se terminaron los temas vacíos, Amy retomó la función de amiga con voz de conciencia incluida.

—Nora, ambas extrañamos a Clarise. Esta era su tarea, pero no me queda otra que tomarla yo, que soy menos sabia y un poco más impulsiva. De todos modos, también soy mayor que tú…

—¿Va a doler? —intentó bromear.

—Un poco, hay que sacar la espina, para que no debas regresar aquí al galope en ese animal del demonio a buscar refugio. Que tus visitas estén llenas de alegría y no de penas.

—¿Sabes que no es un animal tan grande, verdad? —Amy frunció la boca en un mohín molesto. Sí, lo sabía, pero igual les temía. Hasta un pony podía ponerle los vellos de punta.

—Dime por qué no le has dicho lo que sabes al señor Miler.

Nora lo pensó, intentó sincerarse; su mente era un embrollo de ideas oscuras que pujaban las unas con las otras para hallar un orden.

—Charles tiene una vida aquí, se la ha forjado con sudor, con trabajo… con dolor. ¡Oh, Amy, no imaginas con cuánto dolor!, si pudiera, si no sintiera que es violar su intimidad, te lo contaría. Lucha de manera incansable por las causas justas de este país, pone todo de sí. Todo, créeme. Su labor como editor es irremplazable, siento que obligarlo a enfrentar otra realidad, una que no se ganó con esfuerzo sino por el simple nacimiento es robarle el mérito…

—Nora… —la interrumpió—, vamos, puedes ser más honesta que eso. Te creo, es cierto, sin duda es admirable todo lo que ha hecho y logrado, pero, ¿en serio?, ¿ese es el motivo? Sabes mi historia, sabes que a mí me salvó el marqués de Shropshire. ¿Has visto todo lo que Lord Richmond ha conseguido en Inglaterra?, también lucha por las causas justas, salva gente, recorre orfanato por orfanato, mejoró la higiene de los que menos tienen y ahora se enfrenta a la batalla por la contaminación en las zonas industriales. Si Charles Miler es la clase de hombre que dices que es, entonces será un gran marqués. Uno mil veces mejor de lo que es el actual marqués de Aberdeen. Mejorará la vida de las personas en Inglaterra, pujará por leyes justas…

—Pero…

—¿Pero? —la instó.

—Pero yo lo perderé. —Su confesión fue acompañada de lágrimas inevitables, a las que se le sumaron las de Amy. No, no había placer alguno en quitar esa espina—. Nora Jolley, polizón, empleada, asistente, puede amar a Charles Miler. Al editor, al jefe. Puede amarlo, besarlo, incluso desafiarlo. Puede hablar con él de igual a igual, compartir las tardes bajo el roble bebiendo limonada. Pero Nora Jolley, la plebeya, no puede amar a Charles Miler, el marqués de Aberdeen. No puede soñar ni tejer esperanzas. Nora Jolley, la plebeya inglesa, no puede ser feliz junto a él.

Los brazos de Amy la rodearon y contuvieron los espasmos. Se separó para buscar un pañuelo y un poco más de agua. Rellenó la taza de té y se la alcanzó antes de beber ella misma de la suya.

—¿Y tu felicidad no es razón suficiente, Nora?, ¿por qué no?, ¿y la suya?

—Elisa… —susurró. El nombre le raspaba como mil espinas atravesando su garganta anudada—. Se lo debo a ella, la culpa me carcome todas las noches, y en las mañanas, me juro que haré lo correcto, que se lo diré. Al verlo todo se desmorona, y el miedo a perderlo es más fuerte que lo demás. Quizás estés en lo cierto, no se le puede pedir razón a una mujer enamorada.

—¡Maldición!, ¡cómo desearía que Clarise estuviera aquí! —se lamentó Amy. Debía ir más hondo en la herida, y la tarea comenzaba a revolverle el estómago—. Nora, Elisa está muerta, y eso, por desgracia, no cambiará. Justicia, sí; paz, también; pero no te la devolverán. ¿Piensas que Elisa querría que fueras miserable, que te sacrificaras?, ¿si hubiese sido al revés, se lo pedirías? Tu hermana no va a volver; no me malinterpretes, no estoy de acuerdo con ocultarle esto a Miler, solo digo que, si estás segura de que la verdad los empujará a la distancia, en ese caso, ¿de qué vale? Solo conseguirás que una señorita Jolley esté muerta y enterrada y la otra esté muerta y camine entre los vivos.

Nora pensó en las palabras de Amy, en si estaba segura de que la separación sería inevitable. ¿Estaba convencida o era una cobarde que no quería correr el riesgo? Sabía de nobles que se casaban con plebeyas, aunque casi nunca con alguien tan por debajo en rango social. Plebeyas adineradas, sí. Plebeyas bien relacionadas, también. ¿Nora Jolley? Se odiaba por fallarle a Elisa y se odiaba por desconfiar de Charles. La señorita Brosman parecía leerle los pensamientos:

—Deja de sentir culpa por vivir, por ser la hermana que sobrevivió, Nora. Es increíble que te haya pasado, es casi un milagro… ¿Enamorarte, cuando vas por la vida con el corazón cerrado con mil candados?, si creyera en las señales diría que es una.

—Gracias, Amy.

—No sé si he sido de ayuda. Sabes que aquí siempre tendrás un lugar, un hombro para llorar, un oído para ser escuchada y el mejor consejo que pueda brindar. Solo me resta insistir en que lo pienses, ¿lo perderás si le dices la verdad? —Se abrazaron en la puerta, pues Amy no tenía intenciones de acercarse al caballo—. Si pudiera entregarte dos regalos, Nora, para que llevaras contigo, te entregaría el perdón a ti misma y la confianza en los demás. Abandona la culpa y acepta que pueden amarte como tú amas.

—Me parece que alguien se ha estado relacionando demasiado con los nativos de esta zona —bromeó Nora, por la enigmática sabiduría que encerraban las palabras de la señorita Brosman. Le recordaban a Kaliska y su forma de expresarse. Al girar para un último adiós, notó el sonrojo en las mejillas de la muchacha—. ¿Algo que tú debas decirme?

—No, en lo absoluto. —Lo apresurado de la respuesta dejó un eco de conjeturas en la mente de Nora, el suficiente para otorgarle el descanso necesario. El camino de regreso lo hizo pensando en la reacción de Amy ante un simple comentario. Eso era mucho mejor que analizar el resto de sus palabras: culpa y desconfianza, los leños con los que había construido su cruz.

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