Noli me tangere

Noli me tangere


XVI. Sisa

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XVISisa

La noche es oscura; duermen en silencio los vecinos; las familias que han recordado a los que dejaron de existir se entregan al sueño, tranquilas y satisfechas: han rezado tres partes de rosario con requiems, la novena de las almas y quemado muchas velas de cera delante de las sagradas imágenes. Los ricos y pudientes han cumplido con os deudos que les legaron su fortuna; al día siguiente oirían las tres misas que dice cada sacerdote, darían dos pesos para otra en su intención y luego comprarían la bula de los difuntos, llena de indulgencias. A fe que la justicia divina no parece tan exigente como la humana.

Pero el pobre, el indigente que apenas gana para mantenerse y tiene que sobornar a los directorcillos, escribientes y soldados para que le dejen vivir en paz, ése no duerme con la tranquilidad que creen los poetas cortesanos, los cuales tal vez no hayan sufrido las caricias de la miseria. El pobre está triste y pensativo. Aquella noche, si ha rezado poco, ha orado mucho, con dolor en los ojos y lágrimas en el corazón. No tiene las novenas, ni sabe las jaculatorias, ni los versos, ni los oremus que han compuesto los frailes para los que no tienen ideas propias, ni propios sentimientos; no los entiende tampoco. Reza en el idioma de su miseria, su alma llora por sí y por los seres muertos cuyo amor era su bien. Sus labios pueden proferir salutaciones, pero su mente grita quejas y acusa lamentos. ¿Estaréis satisfechos, tú que bendijiste la pobreza, y vosotros, sombras atormentadas, con la sencilla oración del pobre, proferida delante de una mal grabada estampa, a la luz de un timsim[87], o deseáis por ventura colosales cirios delante de Cristos sangrientos, de Vírgenes de boca pequeña y ojos de cristal, las misas en latín, que dice maquinalmente el sacerdote? Y tú, Religión, predicada para la humanidad que sufre, ¿habrás olvidado tu misión de consolar al oprimido en su miseria y de humillar al poderoso en su orgullo y sólo tendrías ahora promesas para los ricos, para los que pueden pagarte?

La pobre viuda vela entre los hijos que duermen a su lado; piensa en las bulas que debe comprar para el descanso de los padres y del difunto esposo. «Un peso», dice, «un peso es una semana de amores para mis hijos, una semana de risas y alegrías, mis economías de un mes, un traje para mi hija, que se va haciendo mujer…». «Pero es menester que apagues estos fuegos», dice la voz que ella oyó predicar; «es menester que te sacrifiques». ¡Sí!, ¡es menester! La Iglesia no te salva gratuitamente las almas queridas; no reparte bulas gratis. Las debes comprar y, en vez de dormir de noche, trabajarás. Tu hija, que enseñe entretanto sus desnudeces púdicas; ¡ayuna, que el cielo es caro! ¡Decididamente parece que los pobres no entran en el cielo!

Estos pensmientos van volando por el ámbito que separa el sahig[88], donde está tendida la humilde estera, del palupu[89] de donde cuelga la hamaca en que se mece el niño. La respiración es fácil y reposada, de cuando en cuando mastica la saliva y articula sonidos: sueña comer el estómago hambriento que no está satisfecho con lo que le han dado los hermanos mayores.

Las cigarras van cantando monótonamente, uniendo su nota eterna y continuada a los trinos del grillo, oculto en la yerba, o de la zarandija que sale de su agujero para buscar alimentos mientras el chacón[90], ya no temiendo el agua, turba el concierto con su fatídica voz asomando la cabeza por el hueco de un tronco carcomido. Los perros ladran lastimeramente allá en la calle, y el supersticioso que lo escucha está convencido de que los animales ven los espíritus y las sombras. Pero ni los perros ni los insectos ven los dolores de los hombres, y sin embargo, ¡cuántos existen!

Allá lejos del pueblo, a una distancia como de una hora, vive la madre de Basilio y de Crispín, mujer de un hombre sin corazón, que procura vivir para sus hijos mientras el marido vaga y juega al gallo. Sus entrevistas son raras, pero siempre olorosas. Él la ha ido despojando de sus pocas alhajas para alimentar sus vicios, y cuando la sufrida Sisa ya no poseía nada para sostener los caprichos de su marido, entonces comenzó a maltratarla. Débil de carácter, con más corazón que cerebro, ella sólo sabía amar y llorar. Para ella su marido era su dios, sus hijos eran sus ángeles. Él, que sabía hasta qué punto era adorado, se portaba también como todos los falsos dioses: cada día se hacía más cruel, inhumano, voluntarioso.

Cuando le consultó Sisa, una vez que apareció con el semblante más sombrío que nunca, sobre su proyecto de hacer sacristán a Basilio, continuó acariciando su gallo, no dijo ni sí ni no, y sólo preguntó si ganaría mucho dinero. Ella no se atrevió a insistir, pero su apurada situación y el deseo de que los chicos aprendieran a leer y a escribir en la escuela del pueblo, la obligaron a llevar a cabo el proyecto. El marido tampoco dijo nada.

Aquella noche, a eso de las diez y media u once, cuando las estrellas brillaban ya en el cielo que la tempestad había despejado, estaba Sisa sentada sobre un banco de madera, mirando algunas ramas que medio ardían en su hogar, compuesto de piedras vivas más o menos regulares. Sobre uno de estos trípodes o tunkos, había una ollita en donde cocía arroz, y sobre las brasas tres sardinas secas, de las que se venden tres por dos cuartos.

Tenía la barba apoyada sobre la palma de su mano mirando la llama amarillenta y débil que da la caña, cuyas pasajeras brasas se volvían pronto cenizas; triste sonrisa iluminaba su rostro. Se acordaba del gracioso acertijo de la olla y del fuego que Crispín le propuso una vez. El muchacho decía:

Naupú si Maitim, sinulut ni Mapulá

Nang malao’i Kumará-kará[91].

Era aún joven y se conocía que en un tiempo debió de ser bella y graciosa. Sus ojos, que al igual que su alma dio ella a sus hijos, eran hermosos, de largas pestañas y profunda mirada; su nariz era correcta; sus pálidos labios, de un gracioso dibujo. Era lo que los tagalos llaman kayumanging-kaligátan, esto es, morena pero de un color limpio y puro. A pesar de su juventud, el dolor, o acaso el hambre, empieza a socavar las pálidas mejillas; la abundante cabellera, en otro tiempo gala y adorno de su persona, si está aún aliñada no es por coquetería, es por costumbre: un moño muy sencillo sin agujas ni peinetas.

Había estado varios días sin salir de casa cosiendo una obra que le habían encargado la concluyese lo más pronto posible. Ella, para ganar dinero, dejó de oír misa aquella mañana, pues habría empleado en ir y venir al pueblo dos horas lo menos. ¡La pobreza obliga a pecar! Concluido su trabajo, lo llevó al dueño, pero éste le prometió pagar.

Todo el día estuvo pensando en los placeres de la noche: supo que sus hijos iban a venir y pensó regalarles. Compró sardinas, cogió de su jardincito los tomates más hermosos porque sabía que eran la comida favorita de Crispín; pidió a su vecino, el filósofo Tasio, que vivía a medio kilómetro, tapa de jabalí y una pierna de pato silvestre, los bocados favoritos de Basilio. Y llena de esperanzas, coció el más blanco arroz, que ella misma había recogido en las eras. Aquello era, en efecto, una cena de curas para los pobres chicos.

Pero por una desgraciada casualidad vino el marido y se comió el arroz, la tapa de jabalí, la pierna del pato, cinco sardinas y los tomates. Sisa no dijo nada, si bien le parecía que la comían a ella misma. Harto ya él, le preguntó por sus hijos; entonces Sisa pudo sonreír y, contenta, prometió en su interior no cenar aquella noche, pues de lo que quedaba no había para tres. El padre preguntó por sus hijos, y esto para ella era más que comer.

Después él cogió su gallo y quiso marcharse.

—¿No quieres verlos? —preguntó temblorosa—. El viejo Tasio me ha dicho que se retardarían un poco; Crispín ya lee y… ¡quizás Basilio traiga su sueldo!

A esta última razón, el marido se detuvo, vaciló, pero triunfó su ángel bueno.

—¡En ese caso guárdame un peso! —dijo y se marchó.

Sisa púsose a llorar amargamente, pero se acordó de sus hijos y secose las lágrimas. Coció nuevo arroz y preparó las únicas tres sardinas que quedaron: cada uno tendría una y media.

«¡Traerán buen apetito! —pensaba—. El camino es largo y los estómagos hambrientos no tienen corazón».

Atenta a todo rumor, la encontramos escuchando las más ligeras pisadas: «fuertes y claras, Basilio; ligeras y desiguales, Crispín», pensaba ella.

El kalao[92] había cantado en el bosque dos o tres veces ya, desde que la lluvia había cesado, y no obstante sus hijos no llegaban todavía.

Puso las sardinas dentro de la olla para que no se enfriaran y se acercó al umbral de la choza para mirar hacia el camino. Para distraerse se puso a cantar en voz baja. Ella tenía una hermosa voz, y cuando sus hijos la oían cantar kundiman[93], lloraban sin saber por qué. Pero aquella noche su voz temblaba y las notas salían perezosas.

Suspendió su canto y hundió la mirada en la oscuridad. Nadie venía del pueblo, si no era el viento que hacía caer el agua de las anchas hojas de los plátanos.

De repente vio un perro negro aparecer delante de ella. El animal rastreaba algo en el sendero. Sisa tuvo miedo, cogió una piedra y se la arrojó. El perro echó a correr aullando lúgubremente.

Sisa no era supersticiosa, pero tanto había oído hablar sobre presentimientos y perros negros, que el terror se apoderó de ella. Cerró precipitadamente la puerta y se sentó al lado de la luz. La noche favorece las creencias y puebla la imaginación y el aire de espectros.

Trató de rezar, de invocar a la Virgen, a Dios para que cuidase de sus hijos, sobre todo de su pequeño Crispín. Y distraídamente olvidó el rezo para no pensar más que en ellos, recordando las facciones de cada uno, aquellas facciones que le sonríen continuamente ya en sueños, ya en vigilias. Mas de repente sintió erizarse sus cabellos, sus ojos se abrieron desmesuradamente; ilusión o realidad, ella veía a Crispín de pie al lado del hogar, allí donde solía sentarse para charlar con ella. Ahora no decía nada; la miraba con aquellos grandes ojos pensativos y sonreía.

—¡Madre, abrid! ¡Abrid, madre! —decía la voz de Basilio desde fuera.

Sisa se estremeció y la visión desapareció.

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