Noli me tangere

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LXIV. La Nochebuena

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LXIVLa Nochebuena

Arriba, en la vertiente de la montaña, cabe a un torrente, se esconde entre los árboles una choza, construida sobre torcidos troncos. Sobre su techo de kogon[224] trepa ramosa, cargada de frutas y flores, la calabaza; adornan el rústico hogar cuernos de venado, calaveras de jabalí, algunas con largos colmillos. Allí vive una familia tagala, dedicada a la caza y a cortar leñas.

A la sombra de un árbol, el abuelo hace escobas con los nervios de la palma, mientras una joven coloca en un cesto huevos de gallina, limones y legumbres. Dos muchachos, un niño y una niña, juegan al lado de otro, pálido, melancólico, de ojos grandes y mirada profunda, sentado sobre un caído tronco. En sus enflaquecidas facciones reconoceremos al hijo de Sisa, Basilio, el hermano de Crispín.

—Cuando te pongas bueno del pie —le decía la niña—, jugaremos pico-pico con escondite. Yo seré la madre.

—Subirás con nosotros a la cumbre del monte —añadía el niño—. Beberemos sangre de venado con zumo de limón y te pondrás grueso, y entonces te enseñaré a saltar de roca en roca, encima del torrente.

Basilio sonreía con tristeza, miraba la llaga de su pie, y después dirigía la vista al sol que brillaba espléndido.

—Vende estas escobas —dijo el abuelo a la joven— y compra algo para tus hermanos, que hoy es la Pascua.

—¡Reventadores, quiero reventadores! —gritó el niño.

—¡Yo, una cabeza para mi muñeca! —grito la niña, cogiendo a su hermana del tapis[225].

—Y tú, ¿qué quieres? —preguntó el abuelo, dirigiéndose a Basilio.

Éste se levantó trabajosamente y se acercó al anciano.

—Señor —le dijo—, ¿he estado pues enfermo más de un mes?

—Desde que te encontramos desmayado y lleno de heridas, han pasado dos lunas; creíamos que ibas a morir…

—¡Dios os pague; nosotros somos muy pobres! —repuso Basilio—, pero ya que hoy es Pascua, quiero irme al pueblo para ver a mi madre y a mi hermanito. Me estarán buscando.

—Pero, hijo, todavía no estás bueno y tu pueblo está lejos; no llegas a media noche.

—¡No importa, señor! Mi madre y mi hermanito deben de estar muy tristes; todos los años pasamos juntos esta fiesta… el año pasado comimos un pescado entre los tres… Madre habrá estado llorando buscándome.

—¡No llegarás vivo al pueblo, muchacho! Esta noche tenemos gallina y tapa de jabalí. Mis hijos te buscarán cuando vengan del campo…

—Tenéis muchos hijos, y mi madre no tiene más que a nosotros dos; acaso me cree ya muerto… Esta noche quiero darle una alegría, un aguinaldo… ¡un hijo!

El anciano sintió humedecerse sus ojos, puso la mano sobre la cabeza del niño y le dijo conmovido:

—¡Pareces un viejo! ¡Anda, vete, busca a tu madre, dale el aguinaldo… de Dios, como dices!; si hubiese sabido el nombre de tu pueblo, habría ido allá cuando estabas malo. Anda, hijo mío, que Dios y el Señor Jesús te acompañen. Lucía, mi nieta, irá contigo hasta el próximo pueblo.

—¿Cómo? ¿Te vas? —le pregunta el niño—. Allá abajo hay soldados, hay muchos ladrones. ¿No quieres ver mis reventadores? ¡Pum, purumpun!

—¿No quieres jugar gallina ciega con escondite? —preguntaba la niña—. ¿Te has escondido alguna vez? ¿Verdad que no hay cosa más agradable que ser perseguido y esconderse?

Basilio se sonrió; cogió su bastón y, con lágrimas en los ojos:

—Volveré pronto; traeré a mi hermanito, le veréis y jugaréis con él; es tan grande como tú.

—¿Anda también cojeando? —preguntó la niña—; entonces le haremos madre en el pico-pico.

—No te olvides de nosotros —le decía el anciano—; llévate esta tapa de jabalí y dásela a tu madre.

Los niños lo acompañaron hasta el puente de caña, colocado sobre el torrente de alborotado curso.

Lucía lo hizo apoyarse sobre su brazo y desaparecieron de la vista de los niños.

Basilio marchaba ligero a pesar de su pierna vendada.

***

El viento del norte silba y los habitantes de San Diego tiritan.

Es la Nochebuena y sin embargo el pueblo está triste. Ni un farol de papel cuelga de las ventanas, ningún ruido en las casas anuncia regocijo como otros años.

En el entresuelo de la casa de Capitán Basilio, hablan al lado de una reja éste y don Filipo —la desgracia del último los había hecho amigos—, mientras que en la otra miran hacia la calle Sinang, su prima Victoria y la bella Iday.

La luna menguante empezaba a brillar en el horizonte y doraba nubes, árboles y casas, proyectando largas y fantásticas sombras.

—¡No es poca fortuna la vuestra, salir absueltos en estos tiempos! —decía Capitán Basilio a don Filipo—; os han quemado vuestros libros, sí, pero otros han perdido más.

Una mujer se acercó a la reja y miró hacia el interior. Sus ojos eran brillantes, sus facciones demacradas, su cabellera suelta y desgreñada: la luna le daba un aspecto singular.

—¡Sisa! —exclamó sorprendido don Filipo, y volviéndose a Capitán Basilio mientras la loca se alejaba:

—¿No estaba en casa de un médico? —preguntó—; ¿se ha curado ya?

Capitán Basilio se sonrió amargamente.

—El médico tuvo miedo de que lo acusasen como amigo de don Crisóstomo y la despidió de su casa. Ahora vaga otra vez tan loca como siempre, canta, es inofensiva y vive en el bosque…

—¿Qué cosas más han sucedido en el pueblo desde que lo dejamos ? Sé que tenemos cura nuevo y nuevo alférez…

—¡Terribles tiempos, la humanidad retrocede! —murmuraba Capitán Basilio pensando en el pasado—. Veréis, al día siguiente de vuestra marcha encontraron muerto al sacristán mayor, colgado del zaquizamí de su casa. El padre Salví sintió mucho su muerte y se apoderó de todos sus papeles. ¡Ah!, el filósofo Tasio murió también y fue enterrado en el cementerio de los chinos.

—¡Pobre don Anastasio! —suspiró don Filipo—; ¿y sus libros?

—Fueron quemados por los piadosos, que así creían agradar a Dios. Nada pude salvar, ni los libros de Cicerón… el gobernadorcillo ni hizo nada por impedirlo.

Ambos guardaron silencio.

En aquel momento se oía el canto triste y melancólico de la loca.

—¿Sabes cuándo se casa María Clara? —preguntaba Iday a Sinang.

—No lo sé —contestó ésta—, recibí una carta de ella, pero no la abro por temor de saberlo. ¡Pobre Crisóstomo!

—Dicen que si no es por Linares, a Capitán Tiago lo ahorcan. ¿Qué iba a hacer María Clara? —observó Victoria.

Un muchacho pasó cojeando; corría en dirección a la plaza, de donde partía el canto de Sisa. Es Basilio. El niño ha encontrado su casa, desierta y en ruinas; después de muchas preguntas, sólo sacó que su madre estaba loca y vagaba por el pueblo; de Crispín ni una palabra.

Basilio tragose las lágrimas, ahogó el dolor y sin descansar fue a buscar a su madre. Llegó al pueblo, preguntó por ella y el canto hirió sus oídos. El infeliz dominó el temblor de sus piernas y quiso correr para arrojarse en los brazos de su madre.

La loca dejó la plaza y se llegó delante de la casa del nuevo alférez. Ahora como antes hay un centinela en la puerta, y una cabeza de mujer se asoma a la ventana, pero no es la Medusa, es una joven: alférez y desgraciado no son sinónimos.

Sisa empezó a cantar delante de la casa, mirando a la luna, que se mecía majestuosa en el cielo azul entre nubes de oro. Basilio la veía y no se atrevía a acercarse, esperando quizás que abandone el sitio; andaba de un lado a otro, pero evitando aproximarse al cuartel.

La joven que estaba en la ventana escuchaba atenta el canto de la loca y mandó al centinela que la hiciese subir.

Sisa, al ver acercarse al soldado y oír su voz, llena de terror echose a correr, y sabe Dios cómo corre una loca. Basilio sigue detrás de ella, y temiendo perderla, corre y olvida los dolores de sus pies.

—¡Mirad cómo ese muchacho persigue a la loca! —exclama indignada una criada que estaba en la calle.

Y viendo que la seguía persiguiendo, cogió una piedra y la lanzó contra él diciendo:

—¡Toma! ¡Qué lástima que esté atado el perro!

Basilio sintió un golpe en su cabeza, pero continuó corriendo sin hacer caso. Los perros le ladraban, los gansos graznaban, unas ventanas se abrían para dar paso a un curioso, cerrábanse otras temiéndose otra noche de alborotos.

Llegaron fuera del pueblo. Sisa empezó a moderar su carrera; gran distancia la separaba de su perseguidor.

—¡Madre! —le gritó cuando la distinguió.

La loca, apenas oyó la voz, comenzó de nuevo a huir.

—¡Madre, soy yo! —gritó el muchacho desesperado.

La loca no oía, el hijo seguía jadeante. Los sembrados habían pasado y estaban ya cerca del bosque.

Basilio vio a su madre entrar en él y entró también. Las matas, los arbustos, los espinosos juncos y las raíces salientes de los árboles impedían la carrera de ambos. El hijo seguía la silueta de su madre, alumbrada de cuando en cuando por los rayos de la luna, penetrando a través de los claros y las ramas. Era el misterioso bosque de la familia de Ibarra.

El muchacho tropezó varias veces cayendo, pero se levantaba, no sentía dolor: toda su alma se reconcentraba en sus ojos, que seguían la querida figura.

Pasaron el arroyo que murmuraba dulcemente; las espinas de las cañas, caídas en el barro de la orilla, se hundían en sus pies desnudos: Basilio no se detenía para arrancarlos.

A su gran sorpresa vio que su madre se internaba en la espesura y entraba por la puerta de madera, que cierra la tumba del viejo español al pie del balití.

Basilio trató de hacer lo mismo pero halló la puerta cerrada. La loca defendía la entrada con sus descarnados brazos y desgreñada cabeza, manteniéndola cerrada con todas sus fuerzas.

—¡Madre, soy yo, soy yo, soy Basilio, vuestro hijo! —gritó el extenuado muchacho dejándose caer.

Pero la loca no cedía; apoyándose con los pies contra el suelo, ofrecía una enérgica resistencia.

Basilio golpeó la puerta con el puño, con su cabeza, bañada en sangre, lloró, pero en vano. Levantose trabajosamente, miró al muro, pensando escalarlo, pero nada halló. Lo rodeó entonces y vio una rama del fatídico balití cruzándose con la de otro árbol. Trepó: su amor filial hacía milagros, y de rama en rama pasó al balití, y vio a su madre sosteniendo aún con su cabeza las hojas de la puerta.

El ruido que hacía en las ramas llamó la atención de Sisa; volvióse y quiso huir, pero el hijo, dejándose caer del árbol, la abrazó y la cubrió de besos, perdiendo después el sentido.

Sisa vio la frente bañada en sangre; inclinose hacia él, sus ojos parecían saltar de las órbitas, le miró en la cara, y aquellas pálidas facciones sacudieron las dormidas células de su cerebro; algo como una chispa brotó de su mente, reconoció a su hijo y, soltando un grito, cayó sobre el desmayado muchacho, abrazándolo y besándolo.

Madre e hijo permanecieron inmóviles…

Cuando Basilio volvió en sí, halló a su madre sin sentido. La llamó, prodigole los más tiernos nombres y, viendo que ni respiraba ni despertaba, levantose, fue al arroyo a sacar un poco de agua en un cucurucho de hojas de plátano y roció con ella el pálido rostro de su madre. Pero la loca no hizo el menor movimiento, sus ojos continuaron cerrados.

Basilio la miró espantado; aplicó sus oídos al corazón de ella, pero el flaco y marchito seno estaba frío y el corazón no latía: puso los labios sobre sus labios y no percibió ningún aliento. El desgraciado abrazó el cadáver y lloró amargamente.

La luna brillaba en el cielo majestuosa, la brisa vagaba suspirando y debajo de la yerba los grillos trinaban.

La noche de luz y alegría para tantos niños, que en el caliente seno de la familia celebran la fiesta de más dulces recuerdos, la fiesta que conmemora la primera mirada de amor que el cielo envió a la tierra; esa noche en que todas las familias cristianas comen, beben, bailan, cantan, ríen, juegan, aman, se besan… esa noche, que en los países fríos es mágica para la niñez con su tradicional árbol de pino, cargado de luces, muñecas, confites y oropeles, que miran deslumbrados los redondos ojos donde se espeja la inocencia; esa noche no ofrece a Basilio más que una orfandad. ¿Quién sabe? Acaso en el hogar del taciturno padre Salví juegan también los niños, acaso se canta:

La Nochebuena se viene,

La Nochebuena se va…

El niño lloró y gimió mucho y cuando levantó la cabeza, vio un hombre delante de sí, que le contemplaba en silencio. El desconocido le preguntó en voz baja:

—¿Eres el hijo?

El muchacho afirmó con la cabeza.

—¿Qué piensas hacer?

—¡Enterrarla!

—¿En el cementerio?

—No tengo dinero, y además no lo permitiría el cura.

—¿Entonces…?

—Si me quisieseis ayudar…

—Estoy muy débil —contestó el desconocido, que se dejó caer poco a poco en el suelo, apoyándose con ambas manos en tierra—; estoy herido… Hace dos días que no he comido ni dormido… ¿No ha venido ninguno esta noche?

El hombre permaneció pensativo contemplando la interesante fisonomía del muchacho.

—¡Escucha! —continuó en voz más débil—; habré muerto también antes que venga el día… A veinte pasos de aquí, a la otra orilla del arroyo, hay mucha leña amontonada; tráela, haz una pira, pon nuestros cadáveres encima, cúbrelos y prende fuego, mucho fuego, hasta que nos convirtamos en cenizas…

Basilio escuchaba.

—Después, si ningún otro viene… cavarás aquí, encontrarás mucho oro… y todo será tuyo. ¡Estudia!

La voz del desconocido se hacía cada vez más ininteligible.

—Ve a buscar la leña… quiero ayudarte.

Basilio se alejó. El desconocido volvió la cara hacia el oriente y murmuró como orando:

—¡Muero sin ver la aurora brillar sobre mi patria…! Vosotros, que la habéis de ver, saludadla… ¡No os olvidéis de los que han caído durante la noche!

Levantó sus ojos al cielo, sus labios se agitaron como murmurando una plegaria, después bajó la cabeza y cayó lentamente en tierra…

Dos horas más tarde, hermana Rufa estaba en el batalan[226] de su casa haciendo sus abluciones matinales para ir a misa. La piadosa mujer miraba el cercano bosque y vio subir una gruesa columna de humo; frunció las cejas y, llena de santa indignación, exclamó:

—¿Quién será el hereje que en día de fiesta hace kaining[227]? ¡Por eso vienen tantas desgracias! ¡Prueba ir al purgatorio, y verás si te saco de allá, salvaje!

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