Noir

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No le han dicho, le dices. Ella. Cuando abras los ojos, por fin verás al Baranda. No estás seguro de que quieras verlo. Tienes un cabreo de mil pares. Con él, con la viuda muerta que te ha metido en todo esto, con la ciudad malsana, el mundo enfermo, tu propia y jodida vida sin sentido. Te duele tanto la cabeza, que casi no puedes pensar. Tienes ganas de matar a alguien. Una cliente, añades con amargura, escupiendo donut. Fallecida y llorada. Cuyo corpus delicti ha desaparecido. ¿Cómo explica eso?

No tengo la menor idea, señor Noir. ¿Es un acertijo?

Sí. Y la respuesta es asesinato. Abres los ojos para ver por fin al Baranda en persona. Pero: no en persona. En el espejo. Tú eres el Baranda. Que te mira desde el otro extremo de la habitación. Te niegas a sorprenderte por nada. Pero te sorprendes. El Baranda también parece sorprendido. Has creído ver (¿olorcillo a cigarro puro?), con el rabillo del ojo, a Agnes el Fati que salía de escena con su traje blanco de lino. Por la ventana. Justo a través de las pesadas cortinas, como si no estuvieran ahí. A lo mejor ni siquiera están. Quizá sea éste el sueño que no has tenido.

En ese caso, parece que usted es la respuesta a la respuesta, dice el Baranda; tu otro yo de más allá. Malhumorado. Me han dicho que se le ha ido un poco la mano últimamente. Habla sin mover los labios, estilo tipo duro. Tú también hablas así. ¿Por qué tienen todos los detectives ese aire granítico?, te preguntó un cliente una vez. ¿Es que les ponen inyecciones? Según parece, no sólo se ha cargado a un montón de gente, prosigue, sino que además lo buscan por robo, pederastia, tráfico de drogas y falsificación de documentos. El hijoputa está más enfermo de lo que pensabas. Lleva un sombrero calado hasta las orejas. Una horrible mueca en su jeta sin afeitar, migas de rosquilla en el mentón. Te ha robado la corbata manchada de chili. A su espalda se yergue un matón de cara plana, nervioso, con una pistola en la mano, y detrás de él cuelga una especie de piel pintada en un marco de madera tallada. Tienes la impresión de que hay otro matón detrás de ti. También nervioso. Es como mirar en un espejo. Espera un momento. Ahora ves el «4» al revés en la piel. Estás mirando a un espejo.

El Baranda sale de detrás del espejo. Barba y pelo blanco y grasiento, ojos de un azul lechoso, pantalones viejos sujetos con un cordón de cortina: el mendigo. Hay algo que no cuadra en esto, pero te duele demasiado la cabeza para pensar en ello. Una vez había un tipo, dice, que buscaba un cadáver. ¿Es que no te gusta el que tienes?, le pregunté. El tipo soltó una desagradable carcajada, y contesta: es que no tiene lo que me hace falta, viejo estúpido. Era un individuo a quien le gustaba hablar mal y vivir peor y se veía que se la estaba buscando y no iba a acabar bien. Tenía las napias rotas por tantos sitios, que si alguien le decía que siguiera la dirección de su nariz, no habría sabido por dónde tirar. Llevaba una asquerosa oscuridad como un cáncer en todo su interior y le chiflaban las titis. Hablaba como un tipo duro pero en realidad era como un huevo pasado por agua, fácil de cascar. Y más que nada lo que le convertía en perdedor era que ese tipo no quería nada con verdadero empeño.

Reconoces ahora en el espejo al matón nervioso de la nariz aplastada, el que está detrás de ti con la pipa apuntándote a la cinta del sombrero. El taxista. El horroroso acompañante de Fingers. El chato. La veintidós que empuña podría ser la tuya. Las cosas empiezan a encajar. En la pared que hay a su espalda, detrás de ti, la desollada piel de Michiko, extendida como una proyección de Mercator, emite sus propios mensajes, como haciendo un último esfuerzo por ayudar a Phil-san. Nada fáciles de leer. Junto al «4» al revés, sólo el ecuador (el perro mapache, la diana) resulta legible desde donde estás. Ese olor a puro antes: probablemente sólo polvos rancios de maquillaje. Ahora lo hueles. Puede que sea ése el mensaje. Si pudieras llorar, llorarías por Michiko, pero qué coño, no es el peor de los fines. Todo el mundo la palma. Los demás acabamos en cenizas, ella es una obra de arte. Es una estancia deslumbrante con multitud de muebles voluminosos, mesas de caoba, óleos enmarcados como borrones en las paredes, capas de alfombras exóticas, figuritas en la repisa de la chimenea, floreros, macetas y vitrinas repletas de soldaditos de plomo. Reconoces los que has fotografiado. Quizá esos mismos. Tal vez no. ¿Qué sabes tú? Si Blanche estuviera aquí, te lo diría. Pero la luz es extraña. Rayada, como filtrándose por persianas venecianas. Aunque no las hay. Difícil ver bien las cosas. El viejo espantajo del mendigo, tan fuera de lugar aquí como una mancha de ketchup en una camisa de esmoquin —o un cebollino en un banana split, como dijo alguien—, parece rebanado por la luz, deshaciéndose y volviendo a juntarse a medida que cruza el espacio iluminado.

Le dije que había por ahí un montón de tías vivas buscando novio, ¿por qué iba detrás de una muerta? Me pagó, me dice él, demostrando lo tonto que era, se lo debo. Pero, sobre todo, porque hay alguien que no quiere que la encuentre. Bueno, hijo, le digo yo, pues si ese alguien es el que creo, esta noche te acostarás en barro frío.

Después de todos los hoteluchos piojosos y pensiones de mala muerte donde he dormido, dices ahora, el barro frío sería un adelanto. ¿Me da un pitillo?

Hay una breve vacilación. El viejo mendigo alza un momento la cabeza del pecho en lo que podría ser un gesto de asentimiento, y cuando el Chato te tiende un cigarrillo encendido, agarras la veintidós, se la quitas de la mano, le atizas con ella en los morros y apuntas al mendigo. Que aparece y desaparece, entrando y saliendo de la luz rayada. El Chato gruñe a tus pies. Le apuntas entre los ojos. El gruñido se convierte en un lamento agudo. Le dices que se largue. A paso ligero. Se marcha a cuatro patas. Tipo duro. Echas el cerrojo a la puerta. Te quedas solo con el Baranda.

Por alguna parte, pero no necesariamente por donde el mendigo está, o no está, dice una voz: Hay por lo menos cien hombres en el edificio, Noir. No podrá escapar.

Puede que escapar no tenga tanta importancia como antes, colega. Tenemos algo que discutir, nosotros dos. Había una encantadora chica de pueblo con un pasado dudoso. Padre perverso, madre estúpida. Vino a la ciudad, con idea de empezar una nueva vida, se mezcló con su maridito y con usted, y en cambio se encontró con una muerte repentina.

Difícil meter un balazo al mendigo errante. El hijoputa nunca está en el mismo sitio. En alguna parte de tu aporreado cerebro, llegas a entenderlo. Lo recuerdas, sabes lo que pasa. La última vez que viste al mendigo, estaba muerto.

Ella vino a verme, continúas, recogiendo del suelo el pito encendido y poniéndotelo en la comisura de la boca para no desperdiciarlo, porque pensaba que usted había zanjado sus negocios con su marido igual que el carnicero acaba sus relaciones con un cerdo, y tenía miedo de que la suicidaran a su vez. Cuando me hice cargo del asunto, ordenó usted a su secuaz Blue que me persiguiera y fabricara un montón de acusaciones falsas contra mí, e incluso engatusó al vulnerable hermano de la viuda para que me liquidara, eliminándolo a continuación cuando falló en el intento.

El mendigo se ha detenido frente a la chimenea, en la que está hurgando como si fuera un cubo de basura. Aprietas el gatillo, haciendo añicos lo que resulta ser un espejo, y la chimenea desaparece, descubriendo tras ella una mesa de billar a la que, arrastrando los pies, se dirige el mendigo. La chimenea se ve ahora en el lugar opuesto al que tú creías que estaba. Quizá. Tu imagen reflejada frente a ti tiene un aire confuso. Te enderezas, recobrando la postura tipo duro, das una calada, la colilla balanceándose en tus labios, el humo entrando en tus fosas nasales como un ladrón en una casa.

Pero cuando liquidó a mi cliente, prosigues, algo falló, y tuvo que esconder el cadáver. Lo robó antes de que yo pudiera llegar a la morgue. Ahora, quiero ese cadáver.

Bueno, dice la voz. El mendigo, en la mesa de billar, guarda las bolas en una bolsa de plástico y las sustituye con naranjas podridas y cortezas de melón. Si insiste.

Resuena un disparo, la veintidós se te escapa de la mano, y te brota sangre del dedo índice. Es la viuda. Hace fuego de nuevo y te arranca el sombrero. Hay una señora en la habitación, señor Noir, anuncia ella.

Sí, claro, la cortesía nunca ha sido mi fuerte, jadeas, apretándote la mano herida, tratando de no llorar. He estado buscando un cadáver. Creía que era el suyo.

Lo era. Sólo que no estaba muerta.

De modo que así es como desapareció de la morgue.

Eso es. Salí por mi pie. El empleado de la morgue se lo intentó explicar a su prosaica manera, sellando así su propio destino, lamento decir.

Eso lo recuerdas, la cosa extraña que había dicho. Así que siempre lo habías sabido.

Sólo que no eras consciente de saberlo. Mientras avanza entre los crudos rombos de sombra y resplandor (el mendigo ha desaparecido), se va multiplicando en los espejos. Estás rodeado de viudas negras con velo, recortadas por las tijeras de luz. Unas dirigen una pistola hacia ti, otras apuntan a otros lados, lo que te da una pista sobre cuál es la verdadera, pero ya estás harto y ni siquiera te apetece pensar en ello. Quién sabe, a lo mejor son todas reales. La tengo calada desde el principio, preciosa, le dices, vendándote el dedo sanguinolento con el pañuelo de la pechera. Una buscona que hacía la calle y se encontró con un cliente que quería liquidar a su acaudalada esposa. En connivencia con su siniestro padre y el chulo emasculado de su pueblo, facilitó el arma del crimen, procedente de la farmacia familiar, a cambio de un contrato de matrimonio y una parte del botín. La historia de siempre.

Pero ¿cómo ha llegado a…?

Elemental, señora mía. Incluso mi ayudante fue capaz de adivinar todo eso.

¿Su ayudante?

Sí, Blanche. Buena chica, aunque no es detective profesional. Un poco simple, en realidad, pero hace buen café. Las viudas del espejo giran y ahora son otras las que te apuntan. Se enteró usted de que su marido había tomado un importante seguro de vida a su favor, lo que permite pensar que él no contaba con que envejecieran juntos, así que usted tomó la iniciativa, lo drogó y lo mató de un tiro. Como la mayoría de las mujeres, sin embargo, no sabe usted dónde tiene la mano derecha, y hubo que recurrir a una maniobra para encubrir el asunto. Le hacía falta aquí un mafioso importante, con sus contactos en la policía y el ayuntamiento, de manera que se asoció con él, lo que también resolvió el problema planteado por su ex, que los enfrentaba mutuamente con su envenenado testamento. La idea consistía en conchabarse para heredar la totalidad de los bienes, de ahí es de donde viene ese pedrusco, no de su amado fallecido, pero como ninguno de los dos era de los que se conforman con sólo la mitad, no era probable que sobrevivieran ambos a la luna de miel. Llevar luto por esposos muertos repentinamente es un deporte de fin de semana en gente como usted. De modo que cada cual empieza a hacer su jugada. Entretanto —ya lo comprendes todo, sientes cierta euforia, qué bien se te da esto— aparece su hermano, intentando reclamar una parte del botín, y usted hace que el chulo psicópata de su segundo marido lo quite de en medio. Un feo asunto en el callejón. La drogota de su fogosa hijastra sabía demasiado y se iba de la lengua, así que también la silenció. Hasta ahora, salvo a la gatita, no he mencionado a nadie que no fuera además su amante, y quién sabe, a lo mejor le ha clavado las garras a ella también. Está usted la mar de buena y tiene a un montón de imbéciles metidos en un puño.

¿Y a usted, señor Noir? ¿Lo tengo en un puño?

Tiene usted unas bielas de primera, encanto, pero a mí no me domina nadie. Además, todos sus amantes acaban en la cámara frigorífica. El siguiente, lo sepa o no, es su actual garañón y socio comercial, ese que se oculta detrás de los espejos. Por eso fue por lo que me contrató. Para averiguar dónde estaba y lanzar a sus asesinos. Usted sabía con qué clase de despiadado hijoputa se había asociado y estaba convencida de que no saldría por su propio pie de su próxima visita a la morgue, a menos de cepillárselo primero y luego ir a darle un beso de despedida. En mi opinión, prosigues, sólo uno de los dos saldrá hoy con vida de aquí.

No sabes si el Baranda estará al corriente de todo eso, pero nunca viene mal sembrar un poco de desconfianza. La viuda se da la vuelta como se vuelve una página, desapareciendo, y por un momento te encuentras solo con tu reflejo. Pero entonces aparece de nuevo en la imagen reflejada a tu espalda, la pistola apuntándote a la cabeza. Lleva usted la trinchera que corresponde a su oficio, señor Noir, pero aparte de eso es usted un pésimo detective. Un sabueso sin olfato. Merece la muerte. Oyes el chasquido del seguro y piensas que eres hombre muerto, pero es tu imagen en el espejo del fondo la que estalla. Otra vez te has caído de culo, la costalada del miedo. Aunque desde luego no tienes miedo a nada. Haces lo que puedes, desde tu postura un tanto incómoda, para demostrarlo. La oyes respirar sosegadamente por encima de ti. Eso y la sangre que te retumba en las orejas es lo único que oyes. Pero hueles algo. Ese aroma familiar. El que penetra en tu nariz cada vez que te dejan grogui cuando sigues al mendigo. La fragancia que vienes oliendo casi todos los días y a la que debías haber prestado más atención.

¡Blanche!

No está bien eso que ha dicho de mí, señor Noir.

Sí, bueno, hummm, sólo pretendía hacerte perder los estribos, Blanche. Yo sabía que eras tú desde el principio pero quería que te descubrieras tú misma.

¿De veras? Qué inteligente es usted, señor Noir. Me deja sin habla.

Muchos años en el oficio, pequeña, dices, sin hacer caso de su sarcasmo. Bueno, vamos a ver, ¿qué pintas tú en todo esto? Encuentras la colilla en el suelo, a tu lado, y aunque está apagada, la alisas y te la pones en la comisura de la boca. Te ayuda a pensar. Blanche se presentó un día en la oficina y te ofreció sus servicios. ¿Cuándo fue eso? No lo recuerdas. No se te da bien ese tipo de detalles. ¿De dónde venía? Nunca se lo preguntaste. ¿Era la suya la historia de la viuda? ¿Llevaba una doble vida? ¿Era el Martillo su hermano, Voz de Pito su ex amante? Jamás se te ocurrió que Blanche tuviera amantes. Ni hermanos, si vamos a eso. Tratas de imaginarla haciendo la calle, ligándose a un tío con una esposa rica, seduciéndolo para que asesinara. No te la imaginas. Te das cuenta de que tus capacidades deductivas están poniéndose a prueba, pero se te van quitando las ganas de desenredar ese tinglado delictivo. Tu obstinada creencia de que al final dos y dos serán cuatro puede ser enteramente ingenua. Ciertos nudos, como el de ese giro imprevisto que ahora se ha producido en tu aporreado cerebro, no pueden desatarse. Echas mucho de menos el sofá de la oficina. El Baranda sin duda dispone de un mueble bar en algún sitio, pero estás muy cansado y dolorido para mover las nalgas y ponerte a buscarlo. Esa puñetera Blanche sabe manejar bien la porra. Tu sombrero, atravesado por un balazo, está en el suelo delante de ti. Cherchez la monnaie, había escrito en la cinta. A lo mejor te estaba incitando a que siguieras una pista. Cógeme si puedes. Bueno, vale, piensa en ello. Hay una fortuna por ganar y se lanza tras ella. Así que, o bien es la hipótesis de la doble vida o se carga a la viuda y asume su historia como una especie de hilo secundario. O quizá el Baranda o quien sea se ha cargado ya a la viuda y ella entra en escena, se pone el velo, se introduce en la historia de la viuda, con idea de chantajear a su presunta pareja para que suelte la tela. Una razón para librarse del cadáver. Si es que lo había. Pero entonces aparecen todos esos extraños miembros de la familia. Suya o de la viuda. Va a haber que hacer algo con ellos. Y se hace. Alguien lo hace. Y luego está Blue. Trabaja para el Baranda. O para ella. Tú estás en medio. El primo que paga el pato por los crímenes ajenos. Un ignorante soldadito en la batalla de Azincourt que sólo busca un agujero donde esconderse. En su loriga de cuero de ratón. Explicas todo eso a Blanche, que está de pie por encima de ti. Se agacha y te enciende el arrugado cigarrillo. Se apaga. Lo vuelve a encender.

Cuando me enviaste a los túneles de los contrabandistas, no era más que una trampa.

Yo no lo envié, fue su amiga Flame.

Ah. Cierto. Pero Flame es agente de Blue. Puede que estéis todos conchabados. Lo que más me duele es el asesinato de mi amigo. Sólo porque intentó avisarme.

Lo atropellaron. Yo no sé conducir, señor Noir.

No, es verdad. Utilizasteis un taxi. El Chato y tú.

¿Quién?

Y luego el empleado de la morgue. Intenta decirme algo sobre un falso asesinato y lo liquidan. Selló su propio destino, como bien dijiste.

Lo siento, pero fue su amiga la viuda quien dijo eso, señor Noir, si me permite expresarlo así. Pero ¿fue asesinato? ¿O se trató de un suicidio? Era un hombre fascinado por las experiencias extremas.

Guardaba lo mejor para el final, quieres decir. Quizá. Pero ¿qué hay de la esposa envenenada, tu extinto ex, tu perverso padre repartiendo productos farmacéuticos mortales, tu ex amante psicópata con voz de pito?

Oh, señor Noir. Todo eso me lo he inventado.

¿Qué te lo has inventado? Ah. Bueno. Eso ya lo había adivinado. Inventado. Joder. ¿Es que no acabo de decirlo? Pero ¿quién era el tipo que me atacó? ¿El Martillo? ¿El que vi hecho un colador en el callejón?

Ni idea. ¿Un agente del comisario Blue? ¿Un ladrón vulgar y corriente? He descubierto, señor Noir, que cuando uno se inventa una historia con lagunas, siempre hay gente que pretende colmarlas, no se puede evitar.

Tu caso se viene abajo. Investigando, has construido una buena historia, varias en realidad, pero tus personajes se ausentan de ellas. Contemplas la brasa de la retorcida colilla como si fuera a decir la última palabra. Deberías tirarla, siempre es un gesto que impresiona, enfático, pero es todo lo que tienes. Sin embargo ha muerto gente, Blanche, respondes, volviendo a ponerte en los labios la colilla aún incandescente.

Lo sé. Pasa siempre. Nadie la echará de menos.

Tienes que admitirlo, es dura como pocas. ¿Dice la verdad? ¿Quién sabe? Como dijo alguien, cuando hay una tía de por medio, ¿a quién le interesa la verdad de los hechos? Oye, vaya par de piernas que tienes, encanto, le dices, poniéndote dolorosamente en pie. Qué curioso que no me haya fijado antes.

Siéntese, señor Noir, dice ella apretando el gatillo, y el cigarrillo ya no está ahí y los labios te queman como cuando te quedas dormido con la colilla en la boca y de pronto estás otra vez con el culo en el suelo. Tiene que firmar unos contratos. Vamos a ser socios.

Estaba pensando en jubilarme, refunfuñas, pasándote la lengua por los labios escaldados.

No puede jubilarse, señor Noir. Lo buscan por seis asesinatos y otros tantos delitos nefandos. Pienso salvarle la vida ayudándolo a resolver todos esos crímenes para el comisario Blue. Me temo que habrá de elegir entre la asociación o eso que el comisario Blue suele llamar el tratamiento eléctrico. Ahora firme aquí, señor Noir, y luego permítame curarle el dedo. Por suerte, he traído un poco de mercurocromo.

¿A quién quieres tú, encanto?, te preguntas a ti mismo mientras caminas entre la llovizna por las calles nocturnas con tu sombrero lleno de goteras, volviendo a la oficina con Blanche y su negro velo, fumando un pitillo de un paquete nuevo que aún huele a chocolate, ron y geranio, cogido en el drugstore de la esquina —literalmente: había un atraco en marcha y el dueño estaba un tanto inquieto, así que Blanche cogió dos paquetes del estante, dio el dinero al atracador, y te arrastró fuera antes de que pudieras hacerte el héroe y causar más problemas—, y entonces te contestas, dirigiéndote en silencio a la oscura y desnuda ciudad: A ti, cariño. Joe tenía razón. Estábamos hechos el uno para el otro. Tus pasos resuenan débilmente en la noche hueca como si la ciudad te respondiera en un murmullo, chasqueando la lengua, pasándosela por los labios.

Habrías querido celebrar la nueva asociación con un filetón de lomo y unas copas en el local de Loui, con un concierto in memoriam en el Shed o al menos con un parfait de cinco pisos en la heladería de Big Mame, pero Blanche se negó, insistiendo en que tenías que volver a la oficina antes de que Blue diese contigo. Dijo que pensaba ponerte su ropa de viuda hasta que estuvieras fuera de peligro, y eso tenía cierto atractivo, pero sólo accediste a condición de que pudieras llevar tu propia ropa interior. Te preguntaste en voz alta si Blue trabajaba para el Baranda y ella contestó que no, en general era un poli honrado. Sólo que usted no le cae bien, nada más. Según has llegado a entender a partir de sus explicaciones, Blanche se inventó una viuda, Blue imaginó luego un cadáver, y Blanche tomó prestada la idea del fiambre para orientar en una nueva dirección lo que ella denomina el «caso de la desaparición de la viuda negra». Algo así.

Pero espera un momento. ¿Qué pasa con Agnes el Fati?

¿El ignis fatuus? Nada más que su imaginación hiperactiva, señor Noir. El riesgo de perseguir a otros es que uno también puede sentirse perseguido. Gajes del oficio, me temo. Rara vez fatal pero a menudo incapacitante.

No, Blanche, venga, que lo he visto. Tenía un pequeño mentón hendido, nariz pequeña y un pelo ralo peinado a través de la calva. Fumaba puros y llevaba un reloj de bolsillo.

Igual que su padre, señor Noir.

¿Ah, sí? Pero parecía muy real.

Es usted una persona sensible e impresionable, señor Noir. Y ha recibido una buena cantidad de golpes en la cabeza.

Sí, es cierto. Gracias por todo.

Hay otras preguntas sin respuesta —como: ¿qué ha pasado realmente con el mendigo? ¿Es el Baranda?—, pero cuando las haces, ella contesta: Por favor. No pregunte. Todo es muy sencillo. Pero a veces es mejor no saber. Más interesante.

Tiene razón. Sigues sin saber quién hizo qué, pero tal como ha recordado Blanche, eso no es lo que de verdad importa. Sino la integridad. El estilo. Como Fingers solía decir, es imposible escapar a la melodía, tío, pero te la puedes apropiar. Avanzas por charcos de luz húmeda y amarillenta, rodeado por una oscuridad aterciopelada tan suave como unas medias negras de seda, y no es la luz sino las sombras lo que resulta más atractivo. Su misterio. Las calles están desiertas y, a medida que te adentras en ellas, acariciado por la bruma a la deriva, se van abriendo a tu paso, con sus edificios pareciendo inclinarse hacia ti. Por encima de tu cabeza, te guiñan el ojo balbucientes letreros de neón. Tras una cerca de tela metálica, en un parque infantil desierto, un columpio rechina insinuante. Por alguna parte se oye un melancólico suspiro de vapor que se escapa. Es magnífico caminar por estas calles suntuosas y siniestras con la viuda a tu lado, aunque el hecho de saber que en realidad se trata de Blanche lo estropea un poco. Da lo mismo, mientras se siga vistiendo de viuda, desearás que se suba la falda y te vuelva a enseñar las piernas.

Pasas frente a una señal de CALLE CORTADA y te encuentras frente al edificio de tu oficina. Mire, dice Blanche, alzándose el velo y señalando a la ventana del despacho en el segundo piso. BLANCHE SUR NOIR, se lee. INVESTIGACIONES PRIVADAS.

Sur, dices. ¿Eso significa sobre?

Podría ser encima de, señor Noir, dice ella, subiéndose las gafas de concha por la nariz y observándote bajo el velo levantado con posesivo afecto, si juega bien sus cartas.

Es curioso. Cuando trabajas en un caso, todos los desenlaces son posibles. Cuando lo acabas, nada podría haber ocurrido de otro modo. Estás, concluida la partida, donde debes estar. No sabes muy bien si Blanche es una aspirante a detective privado o un genio criminal, pero con un poco de práctica podrías acostumbrarte a ella. Siempre que puedas disponer del sofá de la oficina. Blanche conoce el sistema de archivo, en realidad es creación suya, sabe rellenar ella sola el distribuidor de agua, y desde luego maneja bien la fusca. Te sigue ardiendo la boca. De acuerdo, socia, dices, frunciendo los irritados labios y lanzando un besito sonoro, mientras te alzas y bajas el sombrero, trato hecho. Ella deja caer el velo como para disimular su rubor. Pero sólo una pregunta más, añades, mirando por encima de tu hombro. ¿De dónde coño hemos salido?

Lo lamento, señor Noir. El «caso de la desaparición de la viuda negra» ha concluido.

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