¡No seas neandertal!: y otras historias sobre la evolución humana

¡No seas neandertal!: y otras historias sobre la evolución humana


2. El nacimiento de la paternidad

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2 EL NACIMIENTO DE LA PATERNIDAD

No cabe duda de que la familia humana es única: tiene en cuenta a los hombres adultos. Este simple hecho separa a nuestra especie de casi todos los demás primates. En los grupos sociales de los primates, la díada madre-infante es una unidad básica casi universal. Las hembras paren y cuidan de sus crías hasta que estas pueden valerse por sí solas. Aunque otras hembras colaborarán a la hora de cuidar del bebé, la mayor parte de la responsabilidad recae en la madre. En cambio, las madres humanas se apoyan en otras personas para que las ayuden en el cuidado de los niños, unas personas que pasarán tiempo con sus hijos o que proporcionarán recursos suplementarios. Y en muchos casos, esta contribución adicional procede de los padres. Pero para muchos otros animales, el éxito reproductivo de los machos consiste en tener acceso a tantas hembras como les sea posible, sin preocuparse apenas de criar a los hijos. ¿Qué condujo al modelo de familia único de los humanos? Exploremos esta pregunta empezando con nuestros antepasados primates.

GORILAS Y CHIMPANCÉS EMPLEAN DIFERENTES ESTRATEGIAS DE APAREAMIENTO

A la naturaleza no le gusta malgastar energía, y esto también vale para reproducirse y tener hijos. Al menos en teoría, la capacidad reproductiva de un macho es infinita. Su número de espermatozoides es sustancial; puede reponerlos y puede fecundar a otras hembras inmediatamente después de haber fecundado a la primera. De ahí se sigue que el objetivo óptimo de un macho es transferir el máximo número de espermatozoides a tantas hembras como le sea posible.

En cambio, la capacidad reproductiva de una hembra es limitada. El número de óvulos que puede liberar es pequeño y está fijado, y una vez que una hembra queda embarazada, no son posibles embarazos adicionales durante sus periodos de gestación, parto y lactancia. Por lo tanto, para las hembras, el objetivo óptimo es elegir bien, seleccionando el esperma de la mejor calidad posible durante su periodo fértil. Podría decirse que, en lo que al esfuerzo reproductivo se refiere, los machos están por la cantidad y las hembras, por la calidad. Puesto que machos y hembras tienen un conflicto de intereses reproductivo, necesitan emplear estrategias diametralmente opuestas. Es bastante extraño postular que machos y hembras, que tienen que coordinar sus esfuerzos para reproducirse, tengan también que dedicarse a estrategias competitivas para transmitir mejor sus genes.

Para la mayoría de los simios, la intensidad de la competencia entre macho y macho depende de la energía implicada en la cría de los hijos y del número de machos disponibles para cada hembra en estro o celo (el periodo durante el cual las hembras señalan que pronto serán fértiles). De manera general, cuanto más aporta una hembra para ella y sus hijos, menos implicado estará el macho paterno después del apareamiento. En cambio, si la hembra aporta menos, el macho tiene que contribuir con energía adicional, de manera que el macho invertirá menos esfuerzo produciendo hijos (al competir con otros machos) y más esfuerzo criándolos.

¿Qué ocurre si todas las hembras llegan al estro al mismo tiempo, como pasa en las comunidades de gorilas? En teoría, los machos no tendrían que dedicar tanto tiempo y energía a cuidar de la pareja o criar a los hijos; basta con que puedan acercarse de inmediato a todas las hembras durante el periodo de tiempo en las que estas se hallan en estro. Sin embargo, en esta situación, todos los machos se hallarían en competencia para acceder al mismo tiempo a las hembras, y cada macho tendría que vencer a los demás machos para obtener privilegios exclusivos de apareamiento. Como resultado, se invertiría una cantidad sustancial de energía, e incluso se malgastaría, en la competencia entre machos durante el estro de la hembra.

Para evitar este uso ineficiente de la energía, los machos de gorila (por poner un ejemplo) suelen competir entre sí para decidir los rangos antes del periodo de estro. Esto les asegura que, durante el celo, solo los machos de rango más alto se acercarán a las hembras. En este caso, es muy difícil que un macho de rango inferior se acerque abiertamente a las hembras del grupo. Puesto que las jerarquías ya están decididas, los machos de rango superior pueden efectuar exhibiciones simbólicas de agresión sin llegar a la competencia física. De esta manera, los machos pueden conservar su energía para el apareamiento. Esta estrategia beneficia a los machos de rango superior, pero es muy perjudicial para los de rango inferior, puesto que significa que tales machos quizá nunca tengan la posibilidad de reproducirse.

Las verdaderas ganadoras de dicha estrategia pueden ser las hembras, puesto que no tienen que dudar a la hora de seleccionar a la pareja de mayor calidad. En lugar de ello, solo los machos de rango superior se acercarán a las hembras después del intenso periodo de competencia para decidir entre ellos la jerarquía. ¡Las hembras pueden entonar la canción del triunfo!

En este tipo de rivalidad entre machos, los dos rasgos que contribuyen a determinar los resultados son el tamaño del cuerpo y el de los caninos. Para los machos, cuanto más grandes son, mejor se desempeñan en las competencias físicas (y visuales). Los gorilas son, quizá, los primates más famosos por estas rivalidades entre machos; los machos de gorila son mucho más grandes (en cuanto al tamaño del cuerpo, del cráneo y de los caninos) que las hembras. Esta diferencia entre machos y hembras, denominada «dimorfismo sexual del tamaño corporal», revela la intensidad de la competencia entre macho y macho. En resumen: cuanto más grandes son los machos en comparación con las hembras, más intensa es la rivalidad entre machos.

Sin embargo, algunos simios adoptan una estrategia distinta. Por ejemplo, observemos a los chimpancés. Las hembras de esta especie no tienen el estro sincronizado. En otras palabras, las diferentes hembras son fértiles en momentos diferentes, una situación exigente para los machos de chimpancé. Incluso para el macho más fuerte, es dificilísimo vigilar todo el tiempo a una pareja frente a otros machos (en cambio, los machos de gorila tienen que vigilar a la pareja solo durante el tiempo relativamente corto del estro).

El celo no sincronizado también es exigente para las hembras de chimpancé. Debido a las presiones de selección de la pareja asociadas a la fertilidad no sincronizada, la estrategia de una hembra de chimpancé difiere de la de las hembras de gorila. Las hembras de chimpancé copulan con tantos machos como les sea posible. Ni que decir tiene que los machos también copulan con tantas hembras como les es posible. En los grupos de chimpancés, los machos no compiten intensamente entre sí por la jerarquía y varios machos pueden acercarse a cualquier hembra en estro.

En consecuencia, las cópulas se producen durante todo el año, sin que haya un periodo concreto de mayor número de cópulas. En una situación de este tipo, ¿qué es lo que hace un macho que quiera ganar en la competencia con los demás y asegurarse de que sus genes se transfieran a la generación siguiente? La respuesta reside en su esperma. Los machos de chimpancé producen copiosas cantidades de espermatozoides para competir con los espermatozoides de los demás machos. En este caso, la ventaja competitiva es, pues, producir el máximo posible de espermatozoides. Para que esta estrategia particular funcione, unos testículos mayores son más útiles que un tamaño corporal mayor. Como cabría esperar, los machos y las hembras de chimpancé tienen un dimorfismo sexual mínimo del tamaño corporal, lo que significa que no difieren mucho en el tamaño del cuerpo o de la cabeza (aunque pueden diferir más en el tamaño de los caninos). Pero, entre los simios, los machos de chimpancé tienen los mayores testículos en proporción al tamaño del cuerpo.

ESTRATEGIAS DE APAREAMIENTO EN LOS HUMANOS

Una vez que el apareamiento ocurre y se produce el embarazo, las hembras de los chimpancés no saben de quién eran los espermatozoides que contribuyeron a gestar la cría. Básicamente, no se sabe quién es el padre. Y las hembras de gorila, a pesar de las prácticas de vigilancia de la pareja del macho, tampoco saben en realidad quién es el padre. El solo hecho de que un macho ostente una jerarquía elevada no le asegura tener el monopolio de procrear a la siguiente generación. Las pruebas de paternidad en gorilas han demostrado que los machos de rango inferior tienen, sorprendentemente, una probabilidad bastante buena de reproducirse, sobre todo en relación con los machos de gorila de rango intermedio. ¿Por qué? Porque los machos de rango intermedio se estresan por la atención competitiva que reciben de los machos situados más arriba en la jerarquía, mientras que los de rango inferior vuelan por debajo del radar. Durante el tiempo en que los machos de rango superior e intermedio se concentran en la rivalidad, los machos de rango inferior pueden cortejar a las hembras[4].

Ninguna de las estrategias de apareamiento que adoptan los gorilas y los chimpancés confiere a los machos un sentido claro de paternidad. Por lo tanto, para los machos tiene lógica concentrar sus esfuerzos en producir hijos y no en criarlos. De hecho, esto es lo que vemos: no hay machos de simio que críen a los hijos; por lo tanto, los chimpancés no tienen la experiencia de haber sido criados por un padre.

Sin embargo, como todos sabemos, los humanos son diferentes. Los machos humanos, con un cuerpo más pequeño que el de los gorilas y con testículos más pequeños que los de los chimpancés, abordan el éxito reproductivo de manera distinta a la de cualquier otro simio: se concentran en el cuidado de la prole.

Consideremos los primeros homininos bípedos de hace 4 o 5 millones de años. Es muy posible que las hembras que estaban embarazadas o que lactaban tuvieran cierta dificultad para desplazarse. Con toda probabilidad, limitaban el alcance de sus movimientos o bien se dedicaban a recolectar alimentos de tipo vegetal. Los machos, por su parte, tenían las manos libres y menos peso que acarrear. Podían desplazarse más ampliamente y también cazar animales. Los machos podían usar el alimento adquirido en beneficio propio como medio para acceder a las hembras en estro.

Pero ¿qué hay de las hembras embarazadas o lactantes que no se hallan en celo? Puesto que la supresión de la ovulación hace que las hembras sean infértiles durante la lactancia, se diría que los machos no obtienen ningún beneficio al agasajarlas. ¿Por qué no habría de dar un macho su comida a otras hembras prometedoras? El argumento evidente es que una hembra gestante podría portar sus genes; en este caso, aprovisionar a aquella hembra supondría un beneficio directo para la reproducción de aquel macho. Desde luego, hay que estar seguro de que la cría implicada está realmente emparentada desde el punto de vista genético con el macho en cuestión. Los humanos han abordado este asunto llevando al extremo la vigilancia de la pareja en forma de relaciones monógamas.

MACHO FRENTE A HEMBRA: ¡MANTÉN EL ESTRO EN SECRETO!

Consideremos la situación monógama desde el punto de vista de la hembra. Es cierto que resulta beneficioso para la hembra que el macho continúe aportándole carne y otros recursos. Sin embargo, las hembras son fértiles solo durante un par de días al mes. ¿Cómo se asegura la hembra de que el macho le siga aportando comida durante el resto del mes? Una explicación que se propuso es que la estrategia de la hembra era ocultar el celo y obligar al macho a aprovisionarla siempre. Las hembras han conseguido una manera maravillosa (hablando desde el punto de vista evolutivo) de ocultar su estro no solo a los machos, sino también a ellas mismas. Como hembras humanas, se adujo, no conocemos necesariamente el momento preciso de nuestro celo, y esto hemos de agradecérselo a nuestros antepasados. ¿El resultado? Los humanos tienen sexo de forma continua, con independencia de los ciclos de fertilidad, y los hombres acaban volviendo a la misma mujer.

Algunos científicos creen que la unión de un hombre y una mujer, mediada por el intercambio de sexo y comida, condujo a un acuerdo de «todo en uno» en la evolución humana: división sexual del trabajo, familia nuclear y bipedismo, todo lo cual permitió a los machos mantener a las hembras y a los hijos. Esta teoría de los orígenes humanos se denomina «modelo de Lovejoy». Owen Lovejoy, un antropólogo de la Universidad Estatal de Kent, propuso este modelo en un artículo de 1981 publicado en la reputada revista Science. Su artículo causó una respuesta social tan apasionada que le aseguró la fama.

Los antropólogos han examinado en detalle el modelo de Lovejoy. Si el modelo es correcto, los primeros homininos deberían mostrar señales de bipedismo. Y puesto que la competencia entre machos sería débil, los primeros homininos deberían mostrar diferencias más pequeñas en el tamaño del cuerpo entre machos y hembras. El nivel reducido de competencia entre machos también habría conducido a caninos menores en los machos.

Al considerar el primer hominino conocido, el Australopithecus afarensis, cuando Lovejoy presentó su modelo, vemos que solo la mitad de las predicciones eran respaldadas por los datos disponibles. El Australopithecus afarensis tenía caninos de menor tamaño que los de los gorilas o los chimpancés, pero mayores que los de los humanos modernos. La diferencia sexual en tamaño corporal era asimismo menor que la que se observa en los gorilas, pero mayor que la que hay en los humanos modernos. El Australopithecus afarensis era bípedo. Todas estas pruebas podrían sugerir que las estrategias de apareamiento de los primeros homininos eran diferentes a las de los gorilas y los humanos modernos.

En 2009, un número especial de Science incluyó varios artículos sobre una especie temprana de hominino descubierta hacía poco, el Ardipithecus ramidus, que vivió casi un millón de años antes que el Australopithecus afarensis. En aquel número había un artículo del equipo de investigación de Lovejoy que argumentaba que el Ardipithecus ramidus era bípedo y mostraba que la diferencia de tamaño entre los machos y las hembras era pequeña. ¿Significa esto que el modelo de Lovejoy es correcto?

¿ESTABA EQUIVOCADO LOVEJOY?

El modelo de abastecimiento de Lovejoy provocó una crítica especialmente fuerte por parte de las antropólogas feministas. Este modelo implicaba que el idealizado «núcleo familiar» —un vínculo de pareja en forma de matrimonio monógamo entre un hombre y una mujer en el que el hombre trabaja y gana dinero mientras que la mujer se queda en casa criando a los niños— estaba escrito supuestamente en nuestro ADN desde el principio de la evolución humana. En otras palabras, durante millones de años, las mujeres han estado recibiendo comida de los hombres a cambio de sexo.

En los últimos treinta años, los estudios sustentan la idea de que el modelo de Lovejoy es erróneo. Ante todo, los humanos no son la única especie que se dedica al sexo recreativo durante el estro y fuera de él. Los delfines y los bonobos (Pan paniscus, el pariente más próximo de los humanos) mantienen una actividad sexual continua, pero sus familias no son nucleares. Este ideal de una familia nuclear es, con toda probabilidad, más que un imperativo biológico, un producto del capitalismo y de la economía de mercado. El modelo de Lovejoy podría haber estado más centrado en la fantasía de los hombres de tener sexo infinito que en los orígenes humanos.

Lo que resulta más sorprendente es que los humanos no tienen un estro oculto, contrariamente al supuesto básico que se hace en el modelo de Lovejoy. Las mujeres actúan de manera diferente, lo sepan o no, durante la ovulación; y los hombres responden en consecuencia, lo sepan o no. Los antropólogos han descubierto que durante la ovulación, las mujeres tienen una voz más aguda, muestran menos apetito, experimentan una hinchazón de las glándulas mamarias y podrían (sin saberlo) elegir prendas de vestir que son consideradas atractivas tanto para los hombres como para las mujeres. Los hombres (sin saberlo) se sienten mucho más atraídos por el olor de las mujeres que ovulan, por lo que secretan más testosterona, la hormona masculina responsable de una mayor actividad sexual en los machos[5]. Si un día, de repente, una determinada mujer le parece al lector particularmente hermosa, este (aquí me dirijo a los hombres heterosexuales) podría estar respondiendo a una llamada hormonal evolutiva.

EL ALBA DE LA HUMANIDAD Y EL NACIMIENTO DE LA PATERNIDAD

En las familias humanas, los hombres suelen desempeñar un papel prolongado como padres y dedican cuidados, amor, dinero y tiempo para criar a sus hijos. Según el modelo de Lovejoy, se comportan de esta manera porque estos son genéticamente suyos. Pero hay algo que no funciona en este argumento de cálculo genético. Al igual que los machos de otros simios, un macho humano no tiene una manera directa de saber con seguridad si es el padre genético de los hijos que está criando. Una prueba de paternidad puede resolver esta incertidumbre, pero se trata de una invención muy reciente. Además, incluso con la tecnología de hoy en día, son pocos los hombres que se molestan en poner a prueba su paternidad, y en cambio prefieren creer que ellos son los padres biológicos.

Considerando la cantidad sustancial de recursos que los hijos necesitan para crecer, cabría esperar que más hombres tomaran medidas para estar seguros de la paternidad, pero no es esto lo que ocurre. Así pues, parece que este es un concepto cultural, en lugar de un papel determinado de forma biológica. En las relaciones monógamas, los hombres creen que los hijos producidos por su unión son los propios. Aceptan que ellos son los padres de los vástagos nacidos de la mujer de su hogar.

Lo que es fascinante es que este papel cultural conduzca a cambios biológicos. Cuando los hombres se casan o se convierten en padres, su testosterona se reduce. La virilidad, y con ella el impulso de copular con muchas mujeres, se reduce una vez que el hombre asume el papel de marido monógamo o de padre.

Hoy en día, el modelo de Lovejoy es puesto en duda en sus supuestos fundacionales. Hombres y mujeres son machos y hembras, pero también son entidades culturales más allá de la biología. El nacimiento de la paternidad lo demuestra. Mujeres y hombres son, en último término, seres humanos culturales.

ANEXO: COVADA, EL FENÓMENO DEL EMBARAZO IMAGINADO POR LOS HOMBRES

Hay muchas variaciones del papel de los padres a lo largo de la historia y de las culturas. En los patriarcados tradicionales del pasado, al padre se le apartaba de la vida cotidiana de sus hijos y se limitaba a proporcionar recursos desde una distancia remota. A menudo, permanecía en una casa separada. Incluso cuando el padre y los hijos vivían en el mismo espacio, el progenitor rara vez veía a sus hijos porque trabajaba durante muchas horas. Los descendientes permanecían con su madre, pero las decisiones importantes las tomaba el padre. «Padre severo, madre amable» era el ideal establecido en el contexto social del patriarcado.

En el siglo XXI, el padre ha cambiado para ser más accesible y estar más centrado en la familia. Acompaña a la pareja embarazada durante las visitas al médico, instruye a la mujer durante el alumbramiento en la habitación familiar del parto y se hace cargo de una parte importante (en la situación óptima, de la mitad) del cuidado del hijo después del nacimiento. La madre, desde luego, se encarga de la lactancia, pero el padre puede participar dando el biberón al niño, cambiando los pañales o encargándose de otras numerosas tareas de la cría de los hijos.

Los padres también participan más allá del cuidado de los hijos. Resulta sorprendente que un elevado número de hombres experimenten algo denominado «embarazo simpático» (que incluye náuseas matutinas, aumento de peso y dolor de estómago parecido al que provoca la sensación de un bebé que se mueve dentro del vientre) cuando su pareja está embarazada. En ocasiones, incluso sienten dolores de parto cuando se hallan junto a su pareja, que está dando a luz. La experiencia imaginaria de embarazo y parto no es solo psicológica; también es claramente fisiológica. Los hombres cuya pareja está embarazada experimentan los mismos cambios hormonales que la mujer desde el embarazo inicial hasta el posparto. Y a veces las culturas inducen incluso este compartir simpático del dolor. En la sociedad coreana tradicional, por ejemplo, una mujer que está pariendo soportará el dolor asiéndose al moño masculino de su marido.

En antropología, esta experiencia imaginaria o empática del embarazo y el parto se denomina «síndrome de la covada» y muestra precisamente que la biología y la cultura han aprendido a trabajar juntas para ayudar a preparar al padre en su nuevo papel en la crianza.

 

 

 

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