¡No seas neandertal!: y otras historias sobre la evolución humana

¡No seas neandertal!: y otras historias sobre la evolución humana


8. La abuelita es una artista

Página 11 de 32

8 LA ABUELITA ES UNA ARTISTA

Durante la mayor parte de la historia humana, tener una vida larga se ha considerado una bendición. Antes no había muchas personas que alcanzaran lo que hoy consideramos la vejez. Por ejemplo, hasta la primera mitad del siglo XX, en Corea, un sexagésimo aniversario era un acontecimiento lo bastante raro como para que pueblos enteros lo celebraran. Pero solo una generación más tarde (apenas veinte años), estas fiestas a gran escala para celebrar que alguien cumplía sesenta años se habían vuelto raras. En lugar de ello, muchos habían retrasado la gran celebración hasta el septuagésimo aniversario.

En la actualidad, son cada vez menos las personas que celebran un gran festejo al cumplir setenta años. La gente parece acostumbrada a su recién descubierta longevidad, a la espera y deseando alcanzar fácilmente cien años o más. Pero, a decir verdad, la perspectiva no es tan optimista como se podría pensar: una vida larga puede provocar también una gran ansiedad. En primera línea de dicha ansiedad está el grupo creciente de ciudadanos ancianos que son cada vez más frágiles. En el fondo de nuestro corazón, sabemos que, aunque vivamos más, no tendremos tanta salud cuando seamos viejos como cuando éramos jóvenes. «Cuando lleguemos a los 99 años, festejémoslo como si fuera el año 1999» es algo que no nos llena de esperanza; se parece más a una súplica desesperada, porque sabemos que seremos inevitablemente frágiles al final de una vida tan larga. Y la ansiedad de hacerse viejo va más allá de nuestra salud individual; también tiene implicaciones socioeconómicas. Esta es la razón por la que hay tanto debate acerca de Medicare[7] y de los beneficios de la Seguridad Social.

Con todos los inconvenientes percibidos en el envejecimiento, el lector puede preguntarse, para empezar, por qué evolucionamos para hacernos viejos. ¿O es que acaso estamos pasando por alto otro punto de vista sobre la longevidad humana?

EL AUMENTO DE LA LONGEVIDAD

En parte, la longevidad ha aumentado porque los avances en la medicina moderna han ayudado a reducir las tasas de mortalidad. En fechas recientes, a principios del siglo XX, las tasas de fecundidad y de mortalidad eran relativamente altas (nacían muchas personas, y otras tantas morían antes de alcanzar la vejez), lo que hacía que la duración media de la vida fuera bastante corta. A mediados del siglo XX, la mortalidad se había reducido gracias a los avances en la medicina moderna. Sin embargo, la mortalidad infantil seguía siendo elevada. Muchos niños morían pocos meses después de nacer. En la cultura coreana tradicional, las personas se abstenían de felicitar a las mujeres embarazadas e incluso de celebrar los nacimientos. Por el contrario, muchas familias esperaban hasta que los niños alcanzaban los tres meses de edad para celebrar su nacimiento en una ceremonia denominada paegil, que significa «100 días». Este aplazamiento de la celebración del nacimiento puede encontrarse históricamente en muchas culturas y sociedades de todo el mundo, entre ellas Nigeria, Japón, Tonga y Hawái, donde los aniversarios primero, tercero o quinto son un mayor motivo de celebración que el día de nacimiento.

La razón para demorar la celebración del nacimiento es que hasta hace poco no se esperaba que muchos niños vivieran más allá de su primer aniversario. En realidad, la vida es una serie continua de riesgos de mortalidad. Esta aumenta hacia la época del destete, con independencia de cuándo ocurra, y puede variar en las diferentes culturas. La dependencia cada vez mayor de alimentos adicionales a la leche materna expone a los niños a toda una serie de afecciones relacionadas con los alimentos que fácilmente pueden acabar en enfermedades. Sin embargo, incluso después de sobrevivir a este arriesgado periodo inicial de consumo de alimentos sólidos, la mortalidad vuelve a aumentar alrededor de los dieciséis a dieciocho años de edad, definidos como el fin del crecimiento somático (crecimiento del cuerpo). Pasada esta época, las mujeres jóvenes se enfrentan a una mortalidad mayor debida a riesgos asociados con el embarazo y el parto, mientras que los hombres jóvenes se enfrentan a una mayor mortalidad debida a accidentes. Los adultos de mediana edad padecen todavía otro máximo de mortalidad, esta vez debida a enfermedades y no a accidentes.

Las personas pasan por numerosos picos y valles de riesgo de mortalidad durante toda la vida. El aumento de la duración de la vida en la época contemporánea significa que hay más personas que sobrevivirán a estos riesgos: hay menos accidentes y guerras, hay más enfermedades que son tratables, menos muertes son el resultado de complicaciones del embarazo y el parto, etcétera. Al verse minimizados estos obstáculos a la longevidad y persistir una elevada tasa de fecundidad, la población había explotado a finales del siglo XX. Pero entonces las personas de los países industrializados comenzaron a tener menos hijos; después de todo, la probabilidad de que los hijos que tuvieran alcanzaran la edad adulta había aumentado mucho. De modo que ahora, por primera vez en la historia humana, los países más desarrollados experimentan una fecundidad y una mortalidad muy bajas. Como resultado, se nos presenta un nuevo fenómeno: un aumento de la población de ancianos. Cuando la consideramos de esta manera, la longevidad de los humanos se nos aparece como un resultado directo de los avances tecnológicos.

Sin embargo, como veremos de inmediato, nuestra longevidad no aumentó tan solo debido a la civilización moderna. En realidad, el número de humanos ancianos, específicamente el número de abuelos, aumentó mucho antes de que siquiera empezaran las sociedades establecidas. Además, sabemos que la longevidad es parcialmente heredable: las personas longevas suelen provenir de familias de personas longevas. De hecho, se sabe que varios genes específicos, que hasta hace poco habían pasado desapercibidos, contribuyen a la longevidad. ¿Podría esto significar que en realidad la longevidad tiene una ventaja evolutiva?

Intuitivamente, la longevidad no parece ser del todo ventajosa. Para que una característica sea «evolutivamente ventajosa» ha de contribuir a dejar descendientes; en otras palabras, ha de ser ventajosa para la reproducción. La mayoría de las hembras humanas experimentan la menopausia o senescencia reproductiva alrededor de los cincuenta años. Los ciclos ovulatorios naturales cesan y el embarazo con parto ya no es posible. Considerando que el éxito evolutivo se define por el éxito reproductor, no parece tener un sentido evolutivo vivir mucho después de la menopausia, puesto que ni el embarazo ni el alumbramiento son ya posibles. La mayoría de las hembras en el mundo animal siguen siendo reproductivas hasta el final de su vida; las pocas que alcanzan la menopausia mueren poco después. En contraste, las hembras humanas viven una vida activa y saludable mínimo de diez a quince años después de la menopausia. Puesto que en 2017 la esperanza de vida de las mujeres coreanas es de noventa años, estas mujeres pueden esperar vivir cuarenta años más después de la menopausia. Desde la perspectiva de una duración de la vida media de un mamífero, esta es una situación realmente extraordinaria.

Para resolver el misterio de la longevidad humana, en 1989, la antropóloga Kirsten Hawkes, de la Universidad de Utah, propuso la «hipótesis de la abuela». Según dicha hipótesis, los ancianos (en especial las mujeres posmenopáusicas) ayudan con la supervivencia de sus genes no por parir ellas, sino por ayudar a cuidar a los miembros más jóvenes de su familia. Mediante este mecanismo, los abuelos en particular pueden asegurar la supervivencia de sus genes en las generaciones futuras. La selección favorecería a las abuelas que tienen una vida larga y saludable más allá de la edad reproductiva.

¿CUÁNDO EMPEZÓ LA LONGEVIDAD, CON LOS SAPIENS O CON LOS ERECTUS?

¿Cuándo apareció por primera vez la longevidad en la historia humana? Una lección recurrente cuando se estudia la historia evolutiva es que lo que parece ser un fenómeno natural y evidente, a menudo es el resultado de un proceso largo y tortuoso. Esto ocurre con la longevidad. Los defensores de la hipótesis de la abuela afirmaban que la longevidad apareció por primera vez hace 2 millones de años, con el Homo erectus. Los fundamentos de su argumentación eran el tamaño del cerebro y del cuerpo: el cerebro mayor y el cuerpo más grande que separaban al Homo erectus de los homininos anteriores indicaban un proceso lento y prolongado de envejecimiento.

Se aducía que el cerebro mayor y el cuerpo más grande se alcanzaban por una demora en la maduración; mantener una tasa de crecimiento durante el desarrollo por un periodo de tiempo más extenso producirá, desde luego, un mayor tamaño. Y si la tasa de crecimiento de algunas partes del cuerpo disminuye mientras que la tasa de crecimiento de otras partes se mantiene, dichas partes se harán todavía mayores. Este proceso de crecimiento más lento y más prolongado dejaba su impronta en la vejez en forma de un proceso de envejecimiento lento y prolongado. Si la hipótesis de la abuela se aplica ciertamente al Homo erectus, su proceso de envejecimiento tenía que ser lento con el fin de mantener una fase posreproductiva activa y enérgica.

Aunque en teoría la hipótesis de la abuela parecía perfecta, tenía un problema importante: no podía ponerse a prueba con facilidad usando datos arqueológicos o poblaciones contemporáneas. Un estudio demostraba que las abuelas estaban asociadas a una reducción de la mortalidad infantil; otro, no. Una simulación por ordenador demostraba que ser abuela no podía conllevar longevidad; otra demostraba que sí. Algunos investigadores han intentado usar pruebas osteológicas (restos esqueléticos) de Homo erectus para estimar la edad de la muerte, pero esta tarea resulta muy difícil con especímenes adultos.

Es relativamente fácil estimar la edad de individuos que no completaron su crecimiento porque los cambios en los huesos y los dientes son específicos de la edad durante el periodo de crecimiento. Sin embargo, después de la pubertad no hay cambios importantes en los huesos o en los dientes que puedan vincularse a edades específicas. Además, hay tanta variación individual en el proceso de envejecimiento que establecer la edad es complicado con individuos mayores. Por ejemplo, en los huesos se puede reconocer la artritis, pero el mismo grado de osteoartritis puede encontrarse en personas de treinta o de cincuenta años, de modo que lo único que se puede decir con exactitud es «treinta o más años de edad». Estas limitaciones presentan un importante reto para poner a prueba la hipótesis de la abuela mediante el registro fósil.

Trabajando con la antropóloga Rachel Caspari, de la Universidad Central de Michigan, decidí abordar este problema desde un nuevo ángulo. Si el establecimiento de la edad de los adultos nunca puede ser lo bastante exacto para comprobar directamente la hipótesis de la abuela, ¿por qué no elegir un camino indirecto? En lugar de desesperarnos por estimar la edad de forma precisa, dividimos los especímenes de homininos fósiles en «adultos jóvenes» y «adultos viejos». Definimos a los adultos jóvenes como cualesquiera especímenes que hubieran completado el proceso de crecimiento y tuvieran un potencial de reproducción que biológicamente está marcado por la aparición del tercer molar (la muela del juicio). Definimos a los adultos viejos como los que tenían el potencial para ser abuelos o abuelas y que eran al menos el doble de viejos que el más joven de los adultos jóvenes.

Dedujimos «el doble de edad» por el grado de desgaste de los dientes, modificando el método de Miles de estimación de la edad que se desarrolló en la década de 1960. Por ejemplo, supongamos que el tercer molar aparece normalmente a la edad de dieciocho años, lo que marca el inicio de la edad adulta de los jóvenes. Un adulto joven que empezara entonces a tener hijos sería en potencia un abuelo alrededor de los treinta y seis años de edad, cuando sus hijos mayores alcanzaran los dieciocho años y tuvieran sus propios hijos. Esta es la razón por la que definimos un «adulto viejo» como alguien con el doble de desgaste (y, por lo tanto, en potencia, el doble de la edad) de un «adulto joven». Si era imposible obtener una edad precisa de la muerte para los adultos, insistir en alguna edad específica con un margen de error desconocido erosionaría la credibilidad de la investigación; en lugar de ello, apostamos por un enfoque categórico que encajara mejor en las características de los datos.

Hicimos acopio de datos de todos los restos de homininos fósiles que podían evaluarse usando nuestra métrica de «viejos» y «jóvenes»: un total de 768 individuos. Los datos procedían de especímenes que incluían australopitecinos (y parantropinos), Homo erectus, neandertales y Homo sapiens del Paleolítico superior europeo. Calculamos la proporción entre adultos viejos y adultos jóvenes (que denominamos «proporción VJ») para cada grupo, para ver si cambiaba a lo largo de épocas diferentes y entre grupos diferentes. Una proporción de 1:1 significaba que había un número igual de adultos viejos y de adultos jóvenes; una proporción superior a 1:1 significaba más adultos viejos comparados con los adultos jóvenes; y una proporción inferior a 1:1 significaba más de estos.

Tal como esperábamos, la proporción VJ aumentó a lo largo del tiempo desde los australopitecinos en adelante. La proporción VJ para el Homo erectus (hace 2 millones de años) era superior a la de los australopitecinos (hace 4 millones de años), y la proporción en los neandertales (hace aproximadamente 200 000 años) era superior a la de cualquiera de los otros dos grupos.

Pero nuestros datos revelaron una sorpresa: el mayor grado de aumento en la proporción, que puede denominarse la «primera aparición de la longevidad», no coincide con la aparición del Homo erectus; estaba asociada a los Homo sapiens del Paleolítico superior europeo, hace 30 000 años. Antes de esta época, la proporción VJ, aunque fue creciendo, no pasó nunca de 1:1. Desde los australopitecinos hasta los neandertales, todavía había más adultos jóvenes que adultos viejos. Sin embargo, la muestra de Homo sapiens mostraba una proporción VJ de más de 2:1: había dos veces más adultos viejos que adultos jóvenes.

El aumento era explosivo. Considerando que el periodo del Paleolítico superior europeo señaló asimismo un aumento de los entierros, nos preguntamos si los casos de enterramientos podrían haber sesgado los datos, de modo que volvimos a efectuar el análisis sin los datos procedentes de enterramientos. Pero los resultados fueron los mismos: la proporción VJ de los Homo sapiens del Paleolítico superior europeo era de más de 2:1, lo que representa un gran aumento en relación con los periodos temporales anteriores. La aparición de los abuelos y de la longevidad humana parece que ocurrieron durante la cultura del Paleolítico superior, hace solo 30 000 años, no con el Homo erectus, hace casi 2 millones de años.

LA LONGEVIDAD Y EL FLORECIMIENTO DEL ARTE

Resulta interesante que la cultura del Paleolítico superior, la del Homo sapiens anatómicamente moderno, se considera revolucionaria frente a las culturas anteriores. Las expresiones artísticas y simbólicas, tal como se ve en el arte rupestre y los adornos, empezaron a florecer en este periodo. ¿Fue una simple coincidencia que este periodo viera también un aumento explosivo de la longevidad? ¿Podría haber una relación causal entre arte y longevidad?

El arte y los símbolos se asocian con un pensamiento más abstracto y también cumplen una función práctica: la transmisión cultural compacta de información y significado. El uso creciente del arte y los símbolos durante el Paleolítico superior refleja la importancia creciente de la transmisión de conocimiento. Resulta intrigante que la longevidad contribuya asimismo a un aumento de la transmisión del conocimiento. Vivir el tiempo suficiente para ver a los nietos significa que al mismo tiempo pueden existir tres generaciones, de modo que la gente puede archivar y compartir conocimientos entre generaciones durante un periodo de tiempo más extenso del que disponían los homininos anteriores. Si suponemos que una generación dura veinticinco años y que dos generaciones comparten cincuenta años, entonces tres generaciones pueden compartir un total de setenta y cinco años de memoria cultural. Así, la longevidad proporcionó un mecanismo real para aumentar la producción, el intercambio y la retención de información. En consecuencia, bien pudiera haber desempeñado un papel en el nacimiento del arte y la simbología.

A pesar del aumento de nuestra esperanza de vida, esta superposición de solo tres generaciones no parece haber cambiado mucho desde el Paleolítico superior. Cuando la esperanza media de vida era de apenas sesenta años, como era el caso a finales de la década de 1970 en casi todo el mundo, los abuelos sobrevivían hasta que sus nietos habían crecido, lo que hacía que tres generaciones vivieran juntas al mismo tiempo. Desde entonces, la esperanza de vida se ha disparado para algunas poblaciones, siendo de hasta noventa años para las mujeres coreanas. ¿No significa esto que tendría que haber un aumento en el número de bisabuelos que sobrevivan hasta que sus bisnietos alcancen la edad adulta? En otras palabras, ¿no debería haber un número creciente de casos de cuatro generaciones que coexisten?

En cambio, hay menos personas de sesenta años de edad que tengan nietos, y no digamos bisnietos, de las que había hace un par de generaciones, aunque muchas viven ahora más allá de los setenta años. ¿Qué ha ocurrido? Parece que las parejas jóvenes están demorando el matrimonio y la reproducción mucho más que nunca antes en nuestra historia. El resultado es que, si bien podemos tener frente a nosotros una esperanza de vida de cien años, hemos conservado la estructura familiar del Paleolítico superior de solo tres generaciones en coexistencia, no cuatro. Quizá no es que vivamos más tiempo que en épocas anteriores, sino más bien que vivimos más lentamente. En efecto, se nos viene encima la era de la «vida lenta».

ANEXO: ¿CUÁNTOS AÑOS PODEMOS VIVIR?

Aunque estamos a punto de entrar en la era de los centenarios (personas de cien años o más), esto no significa que en promedio la duración máxima de nuestra vida sea mayor. Llamamos a eso nuestra «duración absoluta de la vida»; en otras palabras, nuestra duración de vida posible en ausencia de accidentes o enfermedades, determinada únicamente por nuestro proceso de envejecimiento. Al margen de lo mucho que la medicina moderna progrese, nuestra duración absoluta de la vida tiene un umbral superior.

¿Cuánto tiempo dura la vida absoluta de un humano promedio? Aunque no lo sabemos con seguridad, planteamos como hipótesis que debe ser aproximadamente la misma que la mediana de las duraciones de la vida más largas registradas. En la actualidad, la persona más vieja registrada es Jeanne Calment (1875-1997), que murió a los 122 años de edad. Además, los primeros cien individuos que tienen la duración más larga de la vida registrada se concentran todos alrededor de los 114-119 años de edad. Entre estas personas, solo ocho tienen una posibilidad de establecer un nuevo récord de longevidad. Esto parece ser una prueba indirecta de que la duración absoluta de la vida no aumenta, con independencia de los muchos avances que se hacen en medicina moderna. La «era de los centenarios» no se refiere al aumento de la máxima duración de la vida, sino más bien al aumento de la supervivencia de adultos en la vejez.

 

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page